Más allá del dolor

Más allá del dolor
Una luz de esperanza para atravesar el sufrimiento

Magdalena Ierino

Ierino, Magdalena

Más allá del dolor : una luz de esperanza para atravesar el sufrimiento / Magdalena Ierino. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Claretiana, 2020.
Libro digital, EPUB - (Quién soy. Quién eres)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-762-056-6
1. Vida Cristiana. 2. Superación Personal. 3. Meditación. I. Título.
CDD 248.4

Nada se opone: Padre Juan Carlos Leardi, censor OCSO-REMILA.
Puede imprimirse: Madre María Marcenaro, Abadesa.
Puede imprimirse: Hugo Manuel Salaberry, sj, obispo de Azul, 14 de diciembre de 2016.


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Diseño de tapa: Equipo Editorial

1º edición, julio 2020

Todos los derechos reservados
Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723

ISBN 978-987-762-056-6
©Editorial Claretiana, 2020

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Digitalización: Proyecto451

A Graciela y a cuantos, como ella, buscan un sentido a sus vidas, al dolor, a su misma historia, para que le pierdan el miedo a la Palabra de Dios, y se animen a bucear en sus infinitos mares.

Mi agradecimiento a la Editorial Claretiana por esta muestra de confianza al publicar mi libro y un muy especial reconocimiento a la señora Alicia Sánchez Abella, por ese entonces Gerente General, por su delicada solicitud al informarme personalmente cuando la edición tuvo que postergarse; a las señoras Verónica Ferraro y Laura Vaccarezza del Área de Ediciones, por todas sus atenciones y, en especial, por su paciente caridad y sus muestras de amistad. ¡Muchísimas gracias!

La pupila se dilata en las tinieblas, y concluye por percibir claridad, del mismo modo que el alma se dilata en la desgracia, y termina por encontrar en ella a Dios”
(Víctor Hugo).

Presentación

Hace unos años, siendo hospedera en el Monasterio, recibí a Graciela, la señora que inspiró estas cartas, con su carga de dolor y desconcierto.

El dolor es ese límite contra el que todos, alguna vez en la vida, chocamos. Ante él, muchos llegan a cuestionarse el sentido de la vida y la misma existencia de Dios. Algunos lo han definido, justamente por eso, como: la roca del ateísmo. Una roca, un peñasco, una pared de piedra, contra la que se estrellan todos los razonamientos y que puede hacer zozobrar la propia vida.

Pero una roca puede ser también el punto de apoyo para un trampolín que permita saltar más alto. Hay muchos que se asustan, se inmovilizan, se sienten destruidos, fracasados en sus más queridos proyectos de vida. Porque el dolor siempre cuestiona, siempre desafía, siempre impone una toma de posición. No se puede permanecer imparcial ante él. Se lo niega o se asume su reto.

Al mismo tiempo, nadie puede interpretar el dolor de otro, se puede acompañar, ofrecer ayuda, sobre todo la insustituible de la escucha paciente y empática, pero el camino es personal. Para los creyentes no es un camino en solitario, Dios está indisolublemente unido a la historia de cada persona y nadie más próximo al que sufre que Él.

Estas cartas surgieron como una propuesta, una búsqueda de sentido, un desafío para encontrar, en la Palabra de Dios leída y meditada de forma simple y un poco informal, relacionada con otras lecturas y experiencias, una luz de esperanza para atravesar el desafío del dolor y proseguir con creatividad, dignidad y entereza la propia vida.

Mi aproximación al tema no es teórica, sino vivencial y la ofrezco en la certeza de que hoy, y quizás más que nunca en la historia, el mundo necesita mucho más testigos que maestros. Eso soy, eso quiero ser cada día más; alguien que testimonia que es posible hallar a Dios más allá del dolor.

En la esperanza de que llegue a ser de utilidad a cuantos sufren y a quienes los acompañan.

Agradezco al padre Agustín Roberts por su ayuda en las correcciones finales y a la hermana Liliana Scoponi por la revisión del texto y sus sugerencias.

Hermana Magdalena

Monasterio Trapense Madre de Cristo

2015

CARTA 1

Más allá del dolor

Querida Graciela:

Ayer nuevamente me sugeriste que pusiera por escrito lo que a lo largo de estos años hemos compartido. No voy aquí a relatar tu historia. Por respeto a tu privacidad y también porque, como me dijiste, puede llegar a servir a otras personas que hayan transitado o estén transitando el concurrido camino del desconcierto y del dolor. Recuerdo, eso sí, el día que nos conocimos. Alguien había llamado al Monasterio para avisarnos —sobre todo a mí que te iba a recibir— tu situación y pedirnos que te cuidáramos. Llegaste y parecías muy tranquila. Pensé que quizás la persona que nos había llamado había exagerado un poco. “No debe ser tan grave lo que le pasa”, me dije.

Quisiste comunicarte para hacer saber a los tuyos que habías llegado bien. Te acompañé hasta la cabina telefónica y esperé. Cuando saliste me di cuenta de que querías decirme algo y te propuse sentarnos en los bancos del parque. El atardecer se presentaba magnífico, como suelen ser los atardeceres aquí, en el campo, pero seguramente no lo recordarás. El cielo parecía la mágica paleta de un pintor distraído que mezcla sus más hermosos colores y pinta un maravilloso paisaje para hacerlo desaparecer a los pocos segundos y reemplazarlo por otro más bello aún; esto hasta que las sombras lo invaden todo y el espectáculo cambia radicalmente al irse encendiendo una a una las numerosas y brillantes estrellas. Las aves, que aquí andan a sus anchas sin nadie que las moleste, comenzaban su diaria liturgia despidiendo al sol y buscando en medio de bulliciosa algarabía, que siempre me recuerda a las casas donde hay muchos niños pequeños, o al patio de las escuelas en las que he trabajado, su lugar para pasar la noche. Cómo encuentra cada una su rama apropiada es aún un misterio para mí. Ante ese panorama tan pacífico y pacificante, tus palabras sonaron como una detonación.

Sentí la inmensidad de tu dolor, un huracán, un terremoto, un tsunami se había abatido sobre tu familia y la había destrozado. En pocos segundos la vida, tu vida, se había transformado de apacible y feliz en un horror imposible de describir. Te escuchaba en silencio. Respetando tu dolor. Creo que me atreví a poner un brazo sobre tus hombros y lloré contigo escuchando tus “¿por qué?” que se amplificaban en mi propio corazón sin respuesta posible.

—¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué? ¿Por qué no lo evitaste? ¿No eres Todopoderoso? ¿No eres Bueno? ¿La Misericordia infinita? ¿El Amor sin límites? ¿Por qué permites el dolor, los accidentes, la muerte?

Eran los últimos días del fatídico año en que un accidente estúpido, como son todos los accidentes, terminó con la vida de tu hija y de tu esposo y tú te quedaste sola. Sola con tu inmenso dolor sin explicación, sin respuesta. Sola ante un horizonte vacío. Ante una vida que habías planeado y soñado de otra manera.

—¡Éramos tan felices! —, repetías con tristeza— ¡Nos llevábamos tan bien! ¡Nos queríamos tanto!

Esa noche me costó más de lo habitual dormir. Rezaba, y mi oración tuvo una sola destinataria: tú. Consuelo. Fortaleza. Paz. “¡Dios, Dios mío, concédele tu paz!”

Los días siguientes te acompañé, escuché nuevamente todos los detalles de cómo había pasado lo que pasó, lo que no debía haber pasado, lo que tú advertiste, pero… todo fue en vano. Pasó. Te arrasó. Me hablabas de los días, las semanas que siguieron. La soledad, el dolor, la búsqueda infructuosa de un sentido. Sostenía tus manos entre las mías. No es posible hacer mucho más cuando el dolor está allí, llenando todos los espacios de la mente, el corazón y el alma. El dolor es invasivo. Más invasivo que el cáncer más fatal. No deja resquicio para nada más. Uno tiene que aullar de dolor, gritar, insultar, escupir todo esa especie de suciedad fatídica que corroe el alma. Y es bueno que se haga. Hay que echar fuera todo eso para que no nos infecte el resto de la vida. Pero, ¿a quién le pegamos?, ¿a quién insultamos? ¿A quién pedimos explicaciones? ¿A Dios? Sí. A Él, más que a nadie. A Él.

El camionero se quedó dormido en la ruta. El automovilista había tomado de más o estaba drogado. Los jóvenes tiraron una bengala en un ambiente cerrado. Los frenos del tren no funcionaron. El capitán del ferri quiso saludar a sus amigos. Y la gente muere a montones por todos estos estúpidos accidentes. Debe haber un culpable. Un común denominador. ¿No es Dios el que gobierna el mundo? ¿No podría Él sacar el auto de la ruta; abrir un boquete en el techo para que la bengala se vaya al espacio; sacar las rocas para que el ferri no encalle; enviar un aguacero sobre el conductor beodo? ¿Y mandar a todos estos inconscientes al infierno?

Dios. No hay duda. Él tiene que tener la culpa de todo. De esto y de mucho más. De todo lo malo que pasa a diario en el mundo. ¿Y de todo lo bueno? Sí, de eso también, pero no nos interesa. Ahora lo que queremos es sentar a Dios en el banquillo de los acusados y presentarle demanda. Por nosotras dos y por todos los que sufren sin sentido. El dolor es la piedra en la que han tropezado siempre todos los razonamientos. Algunos lo llaman “la roca del ateísmo”, o Dios no es Todopoderoso o no es Bueno, dicen. Si fuera Todopoderoso impediría el mal. Si siendo Todopoderoso no impide el mal, entonces no es Bueno. Y un Dios así no es digno de respeto. No existe. Y si existe, no me interesa saber nada más de Él. Muchos terminan con esto toda discusión. Dios no existe. ¡Se acabó! Al menos no existe para mí. No me interesa. Pero esto no elimina el dolor. Al contrario, lo amplifica, como si le pusiéramos un espejo de gran aumento, como si gritáramos en el micrófono de la mejor discoteca. ¡Ya es tan duro! Si le agregamos al sufrir el sin sentido, se hace casi insoportable. Si no hay alguna explicación, si en algún lugar no puedo encontrar un camino de salida estoy en un callejón sin salida.

Decía Facundo Cabral, un cantautor argentino: “Si usted está en un callejón sin salida, no sea tonto, vuelva a salir por dónde entró”. Pero no siempre es tan fácil, no siempre podemos dar la vuelta para volver a empezar. Por eso algunos buscan refugio en el alcohol. Al menos por un rato logran olvidar. Y después es peor. O en las diversiones, o en el trabajo, o… en cualquier cosa que tape, que aleje, que me haga creer que no, que no pasó. Que es una pesadilla. Que voy a despertar y todo será igual que ayer. Por eso algunas personas, guardan por meses todo igual, “por si regresa, por si no se fue”. Pero no, y al final, pasado el tiempo prudencial —porque no hay que apresurar los tiempos— hay que deshacerse de las cosas que no necesita nuestro recuerdo.

Hay otros que se atreven a cuestionar, a salir, a buscar respuestas más allá del dolor.

¿Por cuál de estas opciones estás? ¿Existe Dios? ¿Será Él el “culpable” de todo lo malo que pasa en el mundo?, ¿y de todo lo bueno?

Te lo dejo pensar, y la seguimos en la próxima.

Magdalena

CARTA 2

El vestido celeste

Querida Graciela:

En mi carta anterior te dejé un interrogante. Quizás el más importante que puede hacerse cualquier ser humano que haya vivido lo suficiente para escuchar, ver y sentir el dolor en carne propia. ¿Has llegado a alguna conclusión? ¿Existe Dios? ¿Puedes creer en Él después de lo que te ha pasado? ¿Es digno de confianza? Vuelvo a una de las preguntas que nos hacíamos: ¿por qué no actúa Dios, por qué no impide los accidentes?

Te voy a contar una historia que tuve oportunidad de conocer de primera mano. Hace unos años, cuando tenía el encargo de la administración en el Monasterio, decidimos participar en una exposición de productos artesanales en una ciudad cercana, Tandil. Fuimos especialmente para dar a conocer nuestros bombones y tratar de contactar nuevos clientes para nuestra pequeña industria. Una familia amiga atendía el stand. Una mañana que habíamos ido para ver cómo marchaba todo y mientras me entretenía mirando los otros locales se acercó un joven.

—Hermana, ¿puedo pedirle que rece por mi familia? —, preguntó y prosiguió— Mañana se cumple un año del día en que mi hijito cayó de un cuarto piso.

—¡Dios mío! —dije llevándome instintivamente la mano a la cara.

—¡No! —, me atajó— No se hizo nada.

—¿No se hizo nada? —pregunté asombrada.

—¡Nada! —, repitió— ni un rasguño.

—La Virgen… —murmuré.

—Sí, eso —dijo él y contestó despacito—. Rece, hermana, rece por nosotros.

—Sí, por supuesto; ustedes también. Agradézcanlo a Dios… y a la Virgen.

—Sí —dijo y se alejó.

Quedé profundamente impresionada. En ese momento vinieron a buscarme, salimos y subimos al auto de nuestros acompañantes. De pronto, vi al joven que me había hablado cruzar la calle. La señora que estaba colaborando con nosotras vivía en la misma ciudad y estaba al volante, entonces le pregunté:

—¿Conoces a ese joven?

—Sí, ¿por qué?

—Me acaba de relatar una historia fantástica —Le conté en pocas palabras lo que me había dicho.

—Es así. Fue una noticia que conmocionó a toda la ciudad y trascendió también.

En el Monasterio no nos habíamos enterado. Yo, al menos, no sabía nada. Ella me dio más detalles y completó la historia: era un matrimonio joven, no eran creyentes, al menos no practicaban ninguna religión. Vivían en un departamento en el cuarto piso y tenían un hijito de dos años. Un día la mamá bajó un minuto, el fatídico minuto, creyéndolo dormido y cuando regresó, se dio cuenta que el nene no estaba en su andador. Comenzó a buscarlo desesperada hasta que se le ocurrió asomarse por el balcón. El chiquito estaba tirado en el patio del departamento de planta baja. Bajó corriendo, a los gritos, pidiendo ayuda al portero para que abriera el departamento, que estaba vacío. Entraron. Lo tomó en brazos y corrió enloquecida hasta el hospital cercano. Entregó a su hijo y se quedó afuera. Todos trataban de calmarla y consolarla, preparándola para lo peor. Caer de un cuarto piso, un bebé. Finalmente salieron los médicos y le dijeron:

—Señora, su hijo está perfectamente bien. No tiene ni un rasguño. Lo vamos a dejar en observación, pero no tienen nada.

Pasaron las horas y el nene estaba como siempre. La mamá hablaba con él que, en su media lengua infantil, le dijo que una señora lo había llevado en brazos.

—¿Una señora? —, preguntó emocionada la mamá— ¿Con pantalones o vestido?

—Con vestido del color del chupete de ese nene —dijo él señalando a otro niñito internado.

El matrimonio se acercó a la fe. Años más tarde, alguien me habló del protagonista de esta aventura que tenía ya unos seis o siete años. Era, por supuesto, un niño absolutamente normal, con las travesuras propias de los niños. Pero el episodio no se le había borrado y un día le dijo a su catequista, que fue quien me lo contó:

—Sabe señorita, la Virgen es bonita, bonita.

El día del accidente era 12 de diciembre, fiesta de la Virgen de Guadalupe.

Podemos decir que fue protagonista de un milagro. Un milagro es un suceso extraordinario que revierte las leyes de la naturaleza, para que algo, como en este caso, no termine como normalmente debió haber terminado. ¿Por qué a veces suceden y otras no? Volvemos a plantearnos el porqué. Y en este caso, como en muchos otros, no vale. Hay cosas que no podemos poner bajo el microscopio, hay cosas, como el amor, el dolor, la vida, la muerte, la alegría… que no tienen un porqué. Se resisten, gracias a Dios, a que los cosifiquemos, a que los desmenucemos y analicemos. Hay razones del corazón que la razón no entiende. Y hay cosas en la vida de las que solo Dios sabe el por qué. No porque sean irracionales sino porque están como el dolor, más allá. En este caso, más allá de la cosificación, más allá de los razonamientos y las sabidurías puramente humanas. Todo lo que se refiere a Dios entra en esta lógica. Algo que he descubierto en estos años de profundizar en los textos bíblicos es que Dios, la mayoría de las veces, no responde a las preguntas curiosas o interesadas que le hacen las personas. Esto es bastante evidente en los evangelios. El Dios encarnado, Jesús, normalmente responde con otra pregunta, como queriendo llevar a un nivel más profundo o más alto a su interlocutor. Te daré más adelante algunos ejemplos.

¿Qué hacer entonces? ¿Negarse a pensar? ¿No hacerse ni hacer a Dios ninguna pregunta? ¿Concluir, si no recibimos respuesta, que sencillamente Dios no existe o que si existe no se interesa en absoluto por nosotros? Me parece que ese no es el camino. Al menos no me parece un camino que posibilite seguir viviendo dignamente cuando el dolor nos invade. Hay que buscar otra salida, sobre todo esto: buscar. Orientar el pensamiento para que comience a sintonizar con la lógica de Dios.

Una cosa más, yo no sabía nada de este episodio ni que se atribuía a la Virgen la salvación del niñito. Mi respuesta a lo que el papá me decía fue totalmente espontánea y… acertada. Años después, me encontré investigando sobre la Virgen de Guadalupe. No hay casualidades en las cosas de Dios, ¿no crees?

¿Tienes alguna respuesta a una historia como esta? ¿Te parece posible que Dios se interese por nosotros? ¿Por todos?, ¿o solo por algunos privilegiados?

Magdalena

CARTA 3

Una tarde de domingo

Querida Graciela:

Me parece escucharte: “Muy lindo el episodio del nene, ¿por qué no pasó lo mismo con el accidente que tuvimos en mi familia?”. Ya sabes que no tengo respuesta, como tampoco la tengo para tanto dolor como hay en el mundo, ni siquiera para mi propio dolor, pero creo que los milagros ocurren todos los días y cuando son espectaculares como este que te conté nos remiten a otra realidad, a otro sentido. Cuando Jesús pasó por esta tierra curó a muchas personas pero no a todos. Esas curaciones, esas intervenciones milagrosas, que suceden aún hoy, pueden estar hablándonos de otra realidad, pueden estar invitándonos a pensar que quizá lo que vemos, sentimos y sufrimos no es todo sino solo una parte, como la punta de un iceberg.

Recuerdo otros porqués que he escuchado y para los cuales tampoco he tenido ni tengo respuesta, aunque este que te voy a comentar era totalmente distinto al tuyo.

Una tarde de domingo estaba atendiendo la portería del Monasterio cuando llegó una chica. Había venido desde Olavarría en busca de algunas respuestas para su vida. La invité a pasar a la capilla para que dialogara con el Dueño de Casa. Estuvo allí un ratito y luego regresó a donde estaba yo. A veces, el Dueño de Casa nos pide que traduzcamos lo que Él quiere decir. Normalmente, sobre todo en el verano, los domingos pasa mucha gente por aquí y también suele haber bastantes llamados telefónicos, pero ese día, como si hubiera estado previsto, y sin duda lo estuvo por Alguien, nada interrumpió el diálogo que María Teresa, que así se llamaba nuestra visitante, necesitaba, y pudimos hablar sin interrupciones. Maite comenzó a contarme los cuestionamientos que en ese momento se movían en su corazón. Ella es profesora en varios colegios de Olavarría y en la escuela que funciona en la Cárcel de Sierra Chica que está muy cerquita de aquí. Muchas personas como sacerdotes, religiosos, catequistas, profesores… van regularmente a dar allí sus clases o para un acompañamiento espiritual para que los internos puedan encontrar un sentido nuevo a sus vidas y, si salen, puedan reintegrarse a la sociedad. Tratan de cumplir el mandato del Señor: estuve preso y me visitaron (Mt 25, 36) y se conmueven, lógicamente, con lo que allí se vive y con las historias que escuchan.

Maite se estaba planteando algo mucho más profundo:

Yo he tenido una familia, padres, hermanos que me quieren y a los que quiero, me han dado una educación, me han transmitido la fe, tengo un trabajo que me gusta, amigos, salgo, me divierto ¿y ellos? Algunos tienen mi edad e incluso menos, ¿qué han tenido? Palizas, padres alcohólicos, abusos, abandonos, muchos no conocen a sus padres, fueron despreciados, han vivido en la marginalidad, les ha tocado todo lo sucio, lo feo, y ahora están allí, encerrados, algunos de por vida, ¿por qué? ¿Por qué yo tuve y tengo tanto y ellos nada?

Por supuesto que para estos porqués tampoco tenía respuesta. La escuché, que es lo que ella, como la mayoría de la gente, necesita más. A veces basta verbalizar los cuestionamientos y, al escucharnos a nosotros mismos ante otro, se aclara un poco el panorama. No recuerdo qué le dije pero seguramente traté de animarla para que siguiera dándoles lo que sabía y podía, dejando a Dios hacer el resto. Nunca se sabe lo que una palabra, una sonrisa, un consejo, un gesto de simpatía puede hacer en los demás.

Las desigualdades cuestionan, claro que sí. Mientras muchos niños no conocen otra realidad que la guerra y sus vidas están constantemente amenazadas, otros niños se aburren ante una pila de juguetes. Mientras mucha gente no tiene lo indispensable para vivir, otros no saben en qué gastar su dinero. Sí, el mundo es un muestrario de desigualdad en todo sentido. Y hay un “¿por qué?” que crece en la humanidad, y muchas personas como tú, Maite y yo misma nos cuestionamos ante lo que es tan injusto y parece tan sin sentido.

Creo fundamentalmente dos cosas: que Dios existe y que Él es justo y bueno. También creo, como una ampliación de lo anterior, que Él tiene una respuesta para todos nuestros “por qué” y que, mientras no estemos en condiciones de que nos dé su respuesta, nos da muchos elementos para que construyamos el futuro donde quizá comencemos a vislumbrar esa respuesta. Dios podría resolver todas las injusticias, pero ha puesto eso en nuestras manos. Confía en nosotros, nos ha dado la capacidad de sentir como propios los dolores de los demás, y nos da muchos dones para que construyamos un mundo más justo. Nos ha hecho sus colaboradores, si nos sustituyera dejaríamos de ser libres y esto es algo que Él quiere salvaguardar a todo precio. Además, Él tiene en María, su Madre y nuestra madrecita, una eficaz colaboradora. La Virgen está especialmente atenta a lo que sus hijos aquí en la tierra, necesitan. Muchas veces su actuación es, como en el caso del niño de Tandil, inesperada, otras actúa cuando se lo pedimos si lo que pedimos es lo que realmente necesitamos para lo que Él más quiere, nuestra realización como personas y nuestra felicidad eterna.

Uno puede, como nos ha pasado muchas veces, enojarse, desilusionarse, abatirse, deprimirse. Hay que dar tiempo al dolor, pero después hay que poner manos a la obra, hay que seguir viviendo, salir, leer, buscar, preguntar a otros. Y también compartir con otros. No vamos solos en el camino de la vida y el poder ayudar a los demás nos ayuda a nosotros a descubrir o vislumbrar un sentido que quizás, al principio, en la fuerza del dolor, no podíamos ver. Te propongo un camino. Yo no tengo todas las respuestas, “ni me la creo” como dice el papa Francisco, pero tengo ciertas claves de lectura que me permiten vislumbrar el sendero. Mi entrenamiento, si se puede llamar así, se basa en la lectura de la Biblia y también de otros muchos libros que me ayudaron a ir descifrando, tratando de comprender, a tientas y a locas, por dónde podía ir la cosa, vislumbrando un sentido, a levantarme cuando me daba, y me los doy bastante seguido, un resbalón y a seguir adelante, que no es poco.

La Biblia trae muchas historias, algunas no son historias reales sino pequeños cuentitos con los que Dios quiere enseñarnos algo de Él. Y me parece un camino válido, por eso te lo comparto. Yo lo he recorrido y lo sigo recorriendo tenazmente día tras día de estos casi treinta años viviendo en el Monasterio. Como algunos de estos personajes, como ti misma, interpelé a Dios y, como no me conformo con el silencio, decidí buscar, quizá enojada, pero decidida, en la espera de encontrar una pista, un sentido, no siempre fácil ni inmediato. A veces puede parecer inútil, no encontramos nada y caemos en el desaliento, pero las respuestas que realmente interesan en la vida no se consiguen en un buscador de Internet ni con un clic de la computadora. La vida no viene con manual de instrucciones ni es como esas comidas rápidas que se ponen en el horno de microondas y ya está. La vida es artesanal, es una aventura personal y diferente para cada ser humano, pero es bueno conocer por dónde han ido y van otros. Saber que otros lo han intentado y salido adelante permite estar abiertos a las sorpresas del camino.

Si el que tiene todo en sus manos es Dios, quizás habría que empezar por intentar conocerlo, ¿no te parece? ¿Viste cuando un amigo o alguien que conocemos bien hace alguna cosa que no entendemos? Decimos: “¿Qué le pasó? Él no es así. Alguna razón debe tener para actuar así”. Y después cuando nos enteramos o nos lo dice, respiramos aliviadas: “¡Yo sabía que algo así debía haber pasado! ¡Ahora te entiendo!”. Bueno, con la vida o con las cosas difíciles que nos tocan vivir puede pasar algo así. Si Dios no actúa de otra manera, alguna razón debe haber. Convendría aprender un poco más de Él para ir captando por dónde puede ir la historia, ¿te parece? Ten a mano tu Biblia porque la necesitamos para el camino.

Mientras, te dejo Tarea para el hogar, como cuando íbamos a la escuela. Ya sabes que sigo teniendo mi corazón docente:

¿Te has preguntado alguna vez lo que se preguntaba Maite? ¿Ves las cosas buenas que hubo y hay en tu vida? ¿Te parece posible intentar conocer algo más de Dios?

En la próxima empezamos.

Magdalena