Salones y otros escritos sobre arte
Traducción de
Carmen Santos
www.machadolibros.com
Ensayos de Charles Baudelaire
en La balsa de la Medusa:
22. Edgar Allan Poe
93. Crítica literaria
203. Lo cómico y la caricatura y El pintor de la vida moderna
Charles Baudelaire
Salones y otros escritos sobre arte
Introducción, notas y biografías
de Guillermo Solana
La balsa de la Medusa, 213
Colección dirigida por
Valeriano Bozal
© de la introducción, notas y biografías, Guillermo Solana
© de la traducción, Carmen Santos
© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-239-3
Baudelaire crítico de arte: una vindicación de la pintura, Guillermo Solana
Salón de 1845
I. Unas palabras de introducción
II. Cuadros de historia
III. Retratos
IV. Cuadros de género
V. Paisajes
VI. Dibujos - Grabados
VII. Esculturas
El Museo clásico del Bazar Bonne-Nouvelle
Salón de 1846
A los burgueses
I. ¿Para qué la crítica?
II. ¿Qué es el romanticismo?
III. Del color
IV. Eugène Delacroix
V. De los temas amorosos y del Sr. Tassaert
VI. De algunos coloristas
VII. Del ideal y del modelo
VIII. De algunos dibujantes
IX. Del retrato
X. Del chic y del tópico
XI. Del Sr. Horace Vernet
XII. Del eclecticismo y de la duda
XIII. Del Sr. Ary Scheffer y de los remedadores del sentimiento
XIV. De algunos incrédulos
XV. Del paisaje
XVI. Por qué es aburrida la escultura
XVII. De las escuelas y de los obreros
XVIII. Del heroísmo de la vida moderna
Moral del juguete
Exposición Universal –1855–. Bellas Artes
I. Método de la crítica. De la idea moderna de progreso aplicada a las bellas artes. Desplazamiento de la vitalidad
II. Ingres
III. Eugène Delacroix
Salón de 1859. Cartas al Sr. Director de la Revue Française
I. El artista moderno
II. El público moderno y la fotografía
III. La reina de las facultades
IV. El gobierno de la imaginación
V. Religión, historia, fantasía
VI. El retrato
VII. El paisaje
VIII. Escultura
IX. Envío
Pinturas Murales de Eugène Delacroix en Saint-Sulpice
La exposición de la Galería Martinet en 1861
El aguafuerte está de moda
Pintores y aguafuertistas
Sobre Eugène Delacroix, sus obras, sus ideas, sus costumbres
La obra y la vida de Eugène Delacroix
Al redactor de L’Opinion Nationale
Venta de la colección del Sr. Eugène Piot
El arte filosófico
Notas sobre el arte filosófico
Notas biográficas
«En cuanto a las omisiones o errores involuntarios que haya podido cometer, la Pintura me los perdonará, como a un hombre que, a falta de extensos conocimientos, tiene el amor a la Pintura hasta en los nervios.»
Salón de 1859.
1. Un tal Dufaÿs
La aparición de la crítica de arte se sitúa en Francia a mediados del s. XVIII –especialmente con los textos pioneros de Diderot– pero su plenitud solo llegará en el siglo siguiente. Tras la revolución de 1830, con la mayor libertad de prensa y el establecimiento de la anualidad de las exposiciones oficiales aumenta la cantidad e influencia de la crítica. Durante los tres meses (en primavera) que dura el Salón aparecen en la prensa decenas de reseñas, normalmente en forma de folletín semanal. Casi todas comienzan atacando al jurado –dominado por la opinión conservadora de la Academia– que selecciona las pinturas y esculturas. El crítico, por su parte, tiene que aventurar su propia selección entre el gran número de obras expuestas (pueden pasar de dos mil). De paso suele dar consejos a los artistas, ostenta su ingenio y su erudición –a menudo simulada– en historia del arte; en cambio, apenas roza las cuestiones técnicas, que conoce mal. Las reseñas del Salón se ilustran a veces con litografías, más raramente con aguafuertes. A la crítica de arte se dedican de manera ocasional poetas, como Musset; prosistas, como Stendhal, Heine, Mérimée o Dumas; incluso políticos, como Thiers. Pero también hay críticos más o menos profesionales: Delécluze, Planche, Thoré, Peisse, Champfleury, Castagnary, Haussard, Saint-Victor, Mantz, Silvestre. El más famoso entre ellos es el versátil Théophile Gautier. El estilo de la crítica es muy diverso: puede ser verbosa y sofocantemente descriptiva, como en Gautier y Castagnary, o lacónica –juicios sin descripciones–, como la de Planche. La ideología también es variada: desde el neoclásico Delécluze a los modernos Planche, Gautier, Thoré; de los demócratas y socialistas humanitarios –Thoré, Champfleury, Castagnary– a los defensores de l’art pour l’art, como Gautier.
De todo esto apenas queda nada hoy, salvo las páginas de Charles Baudelaire. Un prestigio insólito para quien, en vida, no alcanzó sino fama de extravagante en los cenáculos literarios. Sus Salones encontraron escaso eco, y en general no fue considerado por sus contemporáneos entre los críticos destacados. La fama del crítico solo llega después de la gloria del poeta, hacia 1900. Alguien puede preguntarse si no habrá en esto una especie de recompensa de la posterior. Pero Baudelaire es sin duda el mejor crítico de arte del siglo pasado –y lo sería aunque nunca hubiera escrito un solo verso.
El escritor de 24 años que debuta con el Salón de 1845 no es todavía «el célebre autor de Las Flores del mal», sino un tal Dufaÿs (así, por su apellido materno, lo nombra Delacroix en sus Diarios; él mismo firmaba por entonces Baudelaire-Dufaÿs). Autor de algunos versos, este joven es hijo del difunto François Baudelaire –pintor aficionado, conservador de museo y coleccionista de arte– y ha derrochado la mitad de su herencia comprando viejos cuadros que él creía de grandes maestros. Es aficionado a dibujar (sus apuntes merecerán un elogio de Daumier), y entre sus íntimos se cuenta un pintor, un tal Deroy. En sus asiduas visitas al Louvre se entusiasma por artistas entonces poco apreciados, como Van Eyck, Bronzino, El Greco y los maestros españoles1. Ha leído a los más célebres salonniers y anuncia un libro sobre la pintura moderna. Según dirá más tarde, le posee en esta época un «amor excesivo» a la pintura; sus ojos, «llenos de imágenes pintadas o grabadas», nunca se sacian2.
El Salón de 1845 pasa revista a las obras siguiendo el orden académico de los géneros: pintura de historia, retratos, género, paisajes... Es una reseña todavía convencional, aunque apuntan ya en ella algunas de las ideas más características de su autor (que más tarde, acaso avergonzado de la inmadurez de este intento, destruirá todos los ejemplares que pueda encontrar). Pero la pieza maestra será el Salón de 1846, un ensayo organizado por temas –la crítica, el romanticismo, el color, el dibujo, el eclecticismo, la escultura...– donde se propone una teoría personal de las artes.
Una figura domina toda la crítica de arte de Baudelaire, de principio a fin: la de Eugène Delacroix. No solo como «el pintor más original de los tiempos antiguos y modernos» y el artista más grande y más universal, sino también como teórico. Poco hay de cierto, sin embargo, en la leyenda de un Baudelaire que defiende a Delacroix frente a la hostilidad general. La primera entrevista entre los dos, en 1846, es el encuentro de un escritor principiante con un pintor consagrado, cuyo genio solo niegan algunos viejos miembros de la Academia. Baudelaire no ha sido, entonces, el «promotor» de Delacroix; en cuanto a los pintores desconocidos que él pretendió descubrir –Haussoullier, Guys, Legros...– ninguno de ellos ha pasado a la historia como un gran artista. Contra lo que suele creerse, un crítico no tiene por qué ser profeta.
El primer problema que nos plantea la crítica del pasado es cómo entender y valorar tantas alusiones a obras y artistas olvidados, a los que no tenemos acceso hoy. Pero la interpretación de los textos críticos de Baudelaire suscita otra dificultad peculiar: cómo distinguir el sentido literal del irónico. Ciertas afirmaciones suyas se han atribuido al afán de provocar –característico del dandi–. Por ejemplo: los dos primeros Salones se abren con sendos discursos de exaltación de la burguesía como destinataria del arte y de la crítica. Al comienzo del Salón de 1846 se describe al burgués que entiende la utilidad del arte cuando, concluida la jornada, su fatigada cabeza se inclina entre las orejas del sillón –el arte puede «descansarle de su actividad cotidiana», restaurarle «el estómago y el espíritu en el natural equilibrio del ideal»–. ¿Una sátira? Tal vez, pero también puede entenderse sin ironía, en el sentido de aquellas palabras – tan actuales todavía– de Matisse: «Sueño con un arte equilibrado, puro, apacible, cuyo tema no sea inquietante ni turbador, que llegue a todo trabajador intelectual, tanto al hombre de negocios como al artista, que sirva como lenitivo, como calmante cerebral, algo semejante a un buen sillón que le descanse de sus fatigas físicas»3.
2. La crítica como viaje
«El oficio de crítico es como un perpetuo viaje con toda suerte de personas y por toda suerte de países, por curiosidad», decía el crítico –y amigo de Baudelaire– Sainte-Beuve4. Este viaje significa en primer lugar afrontar otros estilos y gustos. En la última de sus escasas cartas a Baudelaire, el 8 de octubre de 1861, Delacroix señalaba que hay «mucha gente que mira un cuadro como los ingleses miran una región cuando viajan: es decir, con la nariz en la Guía del viajero para instruirse concienzudamente sobre lo que el país produce en trigo y otras mercancías, etc.»5. La expedición del crítico no puede ser como la del turista, superficial y tutelada por guías. Quien mira abierta y profundamente tiene que estar dispuesto a cambiar de piel. Baudelaire plantea un experimento: qué haría, que diría un Winckelmann moderno –un adepto del ideal neoclásico– ante un producto chino. Para apreciar bellezas extrañas, distantes de nuestra sensibilidad, el espectador, el crítico debe operar en sí mismo «una transformación algo misteriosa» y aprender a «participar en el medio» que ha dado origen a la obra. Pocos poseen este don del cosmopolitismo; los mejor dotados son «esos viajeros solitarios que han vivido durante años en el fondo de los bosques, en medio de vertiginosas praderas, sin otro compañero que su fusil, contemplando, disecando, escribiendo». El crítico, como el antropólogo, tiene que sumirse en la observación participante de otras culturas. Aun en el ámbito de su propio país, de su propia época, su viaje entraña una constante metamorfosis, pues en las producciones del arte hay algo siempre nuevo, que escapa a todas las reglas de las escuelas6. Baudelaire defiende una crítica parcial, apasionada, política, «hecha desde un punto de vista exclusivo», es cierto, «pero desde el punto de vista que abra más horizontes». El crítico ha de juzgar al artista por su ingenuidad –la capacidad de crear siguiendo el propio temperamento– y ha de juzgar él mismo con ingenuidad7.
El crítico no solo ha de desplazarse de un gusto a otro; también debe transitar de un arte a otro. Desde Diderot, la crítica de arte la hacen escritores que se resisten a emprender el viaje, a abandonar su país, que es la literatura. A Chateaubriand, Stendhal, Balzac o incluso Théophile Gautier les interesan los cuadros sobre todo como fuente de ensoñaciones. También Baudelaire cede a veces a esta tentación, y entonces su agudeza crítica se resiente. Por ejemplo, cuando exalta en 1845 como el acontecimiento de la temporada el lamentable cuadro La fuente de la Juventud de Haussoullier porque la escena –a la vez idilio y melancolía– le resulta evocadora. Ante los paisajes exóticos de un tal Hildebrandt declara: «Me sucederá a menudo apreciar un cuadro únicamente por la suma de ideas o de ensoñaciones que aporte a mi espíritu»8. Cuando ensalza la pintura de Corot Homero y los pastores (1845) o el Ovidio entre los escitas de Delacroix (1859), tenemos la sensación de que elogia la obra correcta pero por razones equivocadas: lo que le fascina es el tema. Este es el Baudelaire que confiesa, casi con mala conciencia: «Verá, mi querido amigo, que nunca puedo considerar la elección del tema como indiferente, y que, pese al necesario amor que debe fecundar el más humilde fragmento, creo que el tema supone para el artista una parte del genio, y para mí, bárbaro a pesar de todo, una parte del placer»9. O también: «Las consideraciones y las ensoñaciones morales que surgen de los dibujos de un artista son, en muchos casos, la mejor traducción que el crítico pueda hacer de ellos»10.
«Traducción» es aquí la palabra clave. La práctica literaria del crítico le incita, no a pensar en el idioma de la pintura, sino a una apresurada traducción. La obsesión por traducir los cuadros aparece ya en Diderot; pero el maestro de la crítica como «trasposición» es Théophile Gautier, para quien significa «intentar en el propio arte algo de lo que el artista del cual se habla ha hecho en el suyo»11. Delacroix condenaba este método: «[Gautier] toma un cuadro, lo describe a su manera, hace él mismo un cuadro que es encantador, pero no ha hecho un acto de verdadera crítica»12. Un fundamento para la traducción o trasposición son las correspondencias o analogías secretas entre imágenes y palabras, colores, sonidos y perfumes. Por influencia del visionario Swedenborg y de los relatos de Hoffmann, las correspondencias entran en la obra de Balzac y de Gautier y se convertirán en una de las claves de la poética de Baudelaire (un famoso soneto de Las flores del mal se titula así, «Correspondencias»). Cuando aparecen en su crítica de arte estas metáforas tienen un papel ambiguo: si algunas veces promueven una suplantación de lo visual, también pueden servir –como veremos más adelante– para destacar el arte visual en cuanto lenguaje específico. En todo caso, con la retórica de las correspondencias Baudelaire no pretende (como Walter Pater y Oscar Wilde más tarde) sustituir la crítica como juicio por una crítica puramente poética o creativa. Es verdad que en el Salón de 1846 afirma que «la mejor crítica es la que es amena y poética» y «la mejor reseña de un cuadro podría ser un soneto o una elegía». Sin embargo, en seguida añade: «Pero ese género de crítica está destinado a los libros de poesía y a los lectores poéticos. En cuanto a la crítica propiamente dicha...»13. Hay ciertamente espléndidas piezas de Las flores del mal inspiradas en cuadros, grabados o esculturas (de Durero a Manet, pasando por Delacroix y Daumier y muchos otros), pero la crítica «propiamente dicha» es otra cosa. Las páginas poéticas de los Salones deben valorarse en tanto contribuyen o no a la tarea de la crítica, que es sobre todo la discriminación de la calidad.
Entre Baudelaire y las imágenes se interponen ciertos hábitos literarios: el interés por el tema, la inclinación alegórica, la ensoñación o evocación personal tomadas como criterio de valor. Pero junto a todo esto, o por encima de esto domina en sus textos críticos la pasión por la pintura en sus propios términos y el alegato en favor de lo pictórico.
3. Separación de poderes. La pintura literaria
A pesar de su recurso a las correspondencias, Baudelaire no ha cesado de denunciar, en todos sus textos críticos, la confusión de las artes como un error característico de la época. Así, en 1846: «La duda ha conducido a algunos artistas a implorar la ayuda de todas las demás artes. Los ensayos de medios contradictorios, la intrusión de un arte en otro, la importación de la poesía, del ingenio y del sentimiento a la pintura, todas estas miserias modernas son vicios propios de los eclécticos»14. El Salón de 1859 reitera la oposición al injerto en un arte de medios que le son extraños, consecuencia de la ignorancia de las reglas y metas constitutivas de ese arte: en una interesante premonición del siglo XX, de ciertas obras futuristas y dadaístas, se condena allí la idea de «una pintura en relieve» y de «una escultura agitada por la mecánica»15. Pero es en El arte filosófico, uno de los artículos más penetrantes que Baudelaire haya escrito, donde se expone mejor la idea; hay épocas en que la pintura ha sido el vehículo de la historia y las creencias de los pueblos: «Pero desde hace varios siglos, se ha producido en la historia del arte como una separación de poderes cada vez más marcada; hay temas que pertenecen a la pintura, otros a la música, otros a la literatura. ¿Se debe a una fatalidad de las decadencias el que hoy cada arte manifieste el deseo de usurpar al arte vecino, y que los pintores introduzcan gamas musicales en la pintura, los escultores, color en la escultura, los literatos, medios plásticos en la literatura, y otros artistas, de los que vamos de ocuparnos hoy, una suerte de filosofía enciclopédica en el arte plástico mismo?»16 La fórmula «separación de poderes» procede, por supuesto, de la teoría política de Montesquieu, y no es aquí una metáfora gratuita: cuando se ignoran sus límites interiores y exteriores, el poder del arte, como el del Estado, produce monstruos.
Sobre la división de poderes en el arte se basa la independencia de la pintura. El modelo de la intromisión ilegítima de la literatura es la pintura «invisible» de Ary Scheffer, que intenta expresar lo que está fuera de su alcance usando el título y el comentario del catálogo como muletas. Contra él sostiene Baudelaire que «la poesía no es el fin inmediato del pintor». No se debe buscar premeditadamente la poesía en la concepción del cuadro; debe venir sin saberlo el artista. «Es resultado de la pintura misma [...] La pintura solo es interesante por el color y por la forma; no se parece a la poesía sino en tanto que esta despierta en el lector ideas de pintura»17. El defecto de los que denomina en otro lugar pintores «literaturizantes» consiste en querer captar la imaginación mediante recursos en los límites de su arte o más allá de ellos18. Al mismo tiempo, Baudelaire exalta siempre a Delacroix como un pintor «esencialmente literario», como «pintor-poeta». ¿No incurre entonces en una contradicción? Es que Delacroix no sugiere la poesía con trucos, sino por medios específicamente visuales: «por el conjunto, por el acorde profundo, completo, entre su color, su tema, su dibujo, y por la dramática gesticulación de sus figuras»19.
4. El parangón con la escultura y el dibujo
Bajo el título provocador «Por qué la escultura es aburrida», el Salón de 1846 presenta una diatriba contra este arte. La escultura está demasiado próxima a la naturaleza, es «brutal y positiva como ella» –por eso la aman los salvajes y los campesinos–, y al mismo tiempo falta en sus obras la unidad, porque exhiben demasiadas caras a la vez. En el Salón de 1859 Baudelaire matiza su requisitoria, pero sigue sosteniendo que la escultura no es, como parece, el medio artístico más completo, sino «el más bárbaro y más infantil». Ante la estatua, que como el objeto natural se puede rodear, el hombre primitivo no vacila, mientras que la «naturaleza paradójica y abstracta» de la pintura le inquieta y le perturba. El bajorrelieve «es ya una mentira, es decir un paso hacia un arte más civilizado», que se aleja de la idea pura de escultura20. Baudelaire renueva argumentos que ya se suscitaron en el Renacimiento, desde Leonardo, en el paragone (comparación polémica) entre las artes. Como entonces, el defensor de la pintura está del lado del mayor artificio y del mayor engaño, frente a la naturalidad de la escultura.
La invectiva contra la escultura responde al afán de emancipar a la pintura del yugo neoclásico. Desde el Renacimiento, la orientación naturalista y la imitación de la Antigüedad –identificada con las estatuas– se aliaron para imponer un duradero imperio de lo escultórico en pintura, cuya cima fue Miguel Ángel, primero, y otro Miguel Ángel (Caravaggio), después. A esta hegemonía escaparon los pintores venecianos, Rubens, Velázquez, la pintura rococó. Hacia mediados del siglo XVIII, el neoclasicismo confirma y renueva el sometimiento de la pintura a modelos escultóricos de la Antigüedad. Esta «colonización» es justificada por Winckelmann y también por Lessing –la higiénica separación de literatura y artes visuales en el Laocoonte de Lessing no hace justicia todavía a la pintura, a la que se adscribe la meta de la escultura: la representación de los cuerpos bellos– . En Francia, la reforma neoclásica de David impone una estricta dictadura de las estatuas. Ingres defiende todavía ese ideal cuando dice: «Nosotros no procedemos materialmente como los escultores, pero debemos hacer pintura escultórica»; Delacroix, en el campo contrario, señala que «no se quiere en pintura más que el dibujo de escultor, y este error, en el cual ha vivido toda la escuela de David, es aún todopoderoso»21.
El dibujo escultórico es, según Baudelaire, una línea cruel, despótica, inmóvil, que encierra a la figura en una camisa de fuerza; sus partidarios empiezan por «delimitar las formas de una manera cruel y absoluta» y en seguida quieren «llenar estos espacios»22. La pintura escultórica recorta y separa las formas de su entorno, produciendo una sucesión de llenos y huecos. Baudelaire ha presentido que este método violaba la integridad del plano pictórico, la indisoluble dependencia de figura y fondo, que son convenciones peculiares de la pintura: «En casi todos los pintores que no son coloristas, se observan siempre vacíos, es decir, grandes huecos producidos por tonos que no están a nivel, por así decir; la pintura de Delacroix es como la naturaleza, tiene horror al vacío»23.
Frente al dibujo (escultórico) de los dibujantes –Rafael, Ingres–, el dibujo (pictórico) de los coloristas –Rubens, Delacroix– aspira a captar el movimiento, el color, la atmósfera: «Estos tres elementos piden necesariamente un contorno algo indeciso, líneas ligeras y flotantes, y audacia en la pincelada. [...] Desde el punto de vista de Delacroix, la línea no existe [...] y para los coloristas, que quieren imitar las palpitaciones eternas de la naturaleza, las líneas no son nunca, como en el arco iris, sino la fusión íntima de dos colores»24. Es la idea del dibujar con el color, que será tan fecunda desde Van Gogh hasta Matisse.
5. La parte visual: el color y su lenguaje
Para conquistar su autonomía, la pintura ha de emanciparse a la vez del dominio de la literatura y de la escultura. La doble polémica implica ya la cuestión de la identidad, o bien –con más metafísica– de la esencia de la pintura. Esta pregunta se suscita, naturalmente, en el ámbito visual, y específicamente en el campo del color –que es, según dice Baudelaire, «la cosa más visible»25–. El capítulo «Del color» del Salón de 1846 comienza con una descripción crucial: «Supongamos un bello espacio de naturaleza donde todo verdea, rojea, polvorea y tornasola en plena libertad...» In principio es el color en movimiento. El pasaje no menciona ningún objeto; ante nuestros ojos solo hay –pasa– una corriente de sensaciones cromáticas palpitantes. «Una inmensidad, azul algunas veces y verde a menudo, se extiende hasta los confines del cielo: es el mar»: la percepción pura se antepone al reconocimiento de la cosa. Inspirado por las ideas de Delacroix y por las investigaciones sobre el color de Chevreul, y con palabras que hacen presentir el impresionismo, Baudelaire continúa exaltando la vida de los colores, regida por las oposiciones de los complementarios y la mediación armonizadora de otros tonos. Su descripción anticipa un famoso pasaje, diez años posterior, del crítico británico John Ruskin: «Todo el poder técnico de la pintura depende de nuestra capacidad de recobrar lo que puede llamarse la inocencia del ojo: es decir, una suerte de percepción infantil de estas manchas planas de color, simplemente en cuanto tales, sin conciencia de lo que significan, –como las vería un ciego si se encontrara súbitamente dotado de la vista». En el mismo pasaje advierte Ruskin que nuestra percepción de los sólidos es adquirida; no vemos sino colores planos, y nuestra visión del claroscuro como relieve es una inferencia26. Cuando, contrariando nuestros hábitos cotidianos, logramos aislar la actividad visual, desaparecen las cosas con sus nombres y su solidez tangible –lo literario y lo escultórico, de nuevo– , se desvanece toda permanencia corpórea a la que agarrarse y solo queda un inconsistente fluir de sensaciones de luz y color, en constante mutación. Pero con esta operación de extirpar los cuerpos extraños no se ha alcanzado todavía la médula de la pintura como arte visual. Baudelaire condena aquellas pinturas –como las de Díaz de la Peña– que solo ofrecen un caleidoscopio de colores abigarrados, y aun los «fuegos de artificio coloreados» de algunos cuadros de Rubens27. Sobre el material en bruto de las sensaciones, la imaginación del pintor ha de imponer la unidad de la forma y constituir lo visual como lenguaje.
La reducción visual sirve al espectador para valorar la calidad de una pintura. Permite decidir ante todo si el pintor ha logrado la unidad, lo que Baudelaire llama «melodía» y cuya prueba es la persistencia en nuestra memoria: «La mejor manera de saber si un cuadro es melodioso es mirarlo desde lo bastante lejos para no comprender ni el tema ni las líneas. Si es melodioso, ya tiene un sentido, y ha ocupado ya su lugar en el repertorio de los recuerdos»28. La misma reducción hace posible evaluar la dimensión expresiva de la obra: «visto a una distancia demasiado grande para analizar o siquiera comprender el tema, un cuadro de Delacroix ya ha producido en el alma una impresión rica, feliz o melancólica. Se diría que esta pintura, como los brujos y los magnetizadores, proyecta su pensamiento a distancia. Este singular fenómeno se debe a la potencia del colorista, a la perfecta concordancia de los tonos, y a la armonía (preestablecida en el cerebro del pintor) entre el color y el tema. Parece que este color (...) piensa por sí mismo, independientemente de los objetos a los que cubre»29. Aparte de un presentimiento del arte abstracto, hay aquí un criterio que vale para toda clase de pintura, ya sea abstracta o figurativa.
Con la estratagema de la percepción a distancia, el color libera toda su gama de sugerencias. Para entender esta lengua acude Baudelaire a las correspondencias. Hay tonos alegres, tristes, juguetones, originales, ricos... Pero la cuestión no estriba tanto en las propiedades sugestivas de los colores por sí mismos, como en la capacidad del artista para organizarlas e imponerles una tónica: el color de Veronés es tranquilo y alegre; el de Delacroix, quejumbroso; el de Catlin, terrible. «Hay ciertamente un tono particular atribuido a una parte cualquiera del cuadro que se hace clave y gobierna a los otros. Todo el mundo sabe que el amarillo, el naranja, el rojo, inspiran y representan ideas de alegría, de riqueza, de gloria y de amor; pero hay miles de atmósferas amarillas o rojas, y todos los demás colores se verán afectados lógicamente en una cantidad proporcional por la atmósfera dominante. El arte del colorista evidentemente toca en ciertos aspectos con las matemáticas y la música»30.
Una y otra vez se habla de melodía y de armonía, de música del color. Si Baudelaire ha establecido la «separación de poderes» entre las artes, ¿cómo se entiende ahora la introducción de la analogía musical? En primer lugar, el medio sonoro está demasiado distante para amenazar la autonomía de la pintura, no supone un peligro imperialista como la literatura o la escultura. Por otra parte, como la música no representa cosas, la analogía con la música –tan frecuentada del romanticismo al simbolismo, desde Friedrich Schiller hasta Walter Pater– puede ayudar a la pintura a liberarse del lastre de la mímesis, de la tarea imitativa que se le ha impuesto tradicionalmente. La analogía musical, abstracta, espiritualista, protege a la pintura de la inquietante proximidad de la escultura. Al escultor Etex, metido a pintor y émulo de Delacroix, le recuerda Baudelaire la inmensa distancia entre la talla del mármol y la música del color: «¡Oh gran cantero de piedra! ¿Por qué quieres tocar el violín?»31.
6. La parte material: la factura
Pero la pintura no es solo «música del color». En cuanto artesanía entraña procesos materiales, de los que derivan valores expresivos. Frente a la sequedad de David y sus discípulos, algunos artistas románticos – señaladamente Delacroix– rehabilitan la factura pictórica y le confieren una importancia espiritual. Baudelaire considera la ejecución –siguiendo la opinión tradicional– ante todo como transcripción fiel y veloz de la visión de la imaginación. Pero la ejecución no solo reproduce. En respuesta a las críticas a «lo inacabado», a lo abocetado de algunos cuadros de Corot, subraya la diferencia entre una pintura hecha y una pintura acabada: «en general lo que está hecho no está acabado» y «el valor de una pincelada espiritual, importante y bien situada, es enorme»32.
El texto más importante sobre la factura se encuentra en el Salón de 1859. Allí se sostiene en primer lugar que «cuanto más grande es un cuadro, más amplia debe ser la pincelada» y también que «es bueno que las pinceladas no estén materialmente fundidas; se funden naturalmente a una distancia querida por la ley simpática que las ha asociado. El color obtiene así más energía y frescura». La pincelada visible favorece la mezcla óptica de los tonos, aumentando la intensidad y la vibración del color. Baudelaire continúa explicando que un buen cuadro «debe ser producido como un mundo»: «Lo mismo que la creación, tal como la vemos, es el resultado de varias creaciones cuyos precedentes son completados siempre por la siguiente, así un cuadro conducido armónicamente consiste en una serie de cuadros superpuestos, cada nueva capa dando al sueño más realidad y haciéndolo subir un grado hacia la perfección»33. En este pasaje se desvela otro aspecto peculiar de lo pictórico. Hay que recordar la definición de la pintura en el Renacimiento –por ejemplo, en Miguel Ángel– como arte que perfecciona sus obras per via di porre, es decir, poniendo o añadiendo –frente a la talla escultórica, que procede per forza di levare, a fuerza de quitar–. Miguel Ángel o Benvenuto Cellini reprochaban a la pintura su facilidad para rehacer. Que la pintura es rehacer lo hemos comprobado después en las fotografías y películas de los diversos estadios de una misma tela de Matisse, Picasso, De Kooning, Pollock. Si un cuadro es un conjunto de manchas de color dispuestas en cierto orden, no se trata solo del orden de la simultaneidad, de la contigüidad espacial. Hay también un orden de lo sucesivo en pintura, según el cual un cuadro se dispone no en áreas, sino en capas. La técnica del óleo se presta particularmente a este placer: en la pintura de Tiziano o Velázquez tanto como en la de Matisse o Pollock disfrutamos de veladuras y pentimenti, del raspado, de la técnica del pincel seco o de drippings (chorreados) repetidos; en suma, de un juego de superposiciones. Como en la lectura de un palimpsesto, desciframos escrituras anteriores bajo la caligrafía más reciente. De este modo participamos en el proceso que ha producido la obra, en el trabajo del artista.
7. Imaginación y realismo
Las ideas estéticas de Baudelaire apenas cambian a lo largo de su vida; pero en una época que anuncia transformaciones radicales en el arte, esa fidelidad puede volverse inactual. La posición del crítico, que era avanzada para las condiciones de la pintura en 1846, se vuelve en ciertos aspectos reaccionaria –usando el término en sentido descriptivo, no valorativo–, en los años cincuenta y sesenta. La década de 1850 está marcada por el signo ascendente del realismo; desde las batallas de Courbet y Champfleury –amigos de Baudelaire hacia 1848– progresa paso a paso la nueva tendencia. El Salón de 1859 representa una batalla perdida de antemano contra esa marea creciente. El público, se lamenta Baudelaire, solo busca ya lo verdadero, y se ahoga el gusto de lo bello. La fotografía (que debería ser solo una criada de artes y ciencias) se ha convertido en el modelo y meta del arte para la mentalidad positivista. El arte pierde el respeto de sí mismo, arrodillado ante la realidad exterior, y ya solo se pinta lo que se tiene ante los ojos, no lo que se sueña. Frente al tipo de artista realista o positivista, que quiere representar las cosas tal como son o como serían sin el sujeto (el universo sin el hombre), el verdadero artista es el imaginativo, que aspira a iluminar las cosas con su espíritu y a proyectar el reflejo sobre otros espíritus. Contra la invasión realista, todo el Salón de 1859 es un elogio de la imaginación. La imaginación –entendida no como mera fantasía, sino como capacidad creadora– es la facultad cardinal que domina y mueve a las otras, capaz de suplir por sí sola a todas las demás: la reina de las facultades. Pero una reina que solo brilla en Delacroix y es destronada por Ingres y Courbet, por paisajistas y retratistas.
En el ataque de Baudelaire contra el realismo se confunden dos argumentos distintos. El primero y más tradicional se refiere al método de pintar d’après nature, reproduciendo con fidelidad el modelo. Baudelaire toma de Delacroix la idea de la naturaleza como un diccionario, del cual el artista saca los elementos que forman las expresiones, pero para componerlos posteriormente. El auténtico artista elabora –simplifica, sintetiza– sus impresiones en la memoria, que es parte de la imaginación; los que carecen de imaginación se conforman con copiar el diccionario. Los paisajistas especialmente copian demasiado, y confunden un simple estudio con un cuadro, que debe ser una composición –de ahí la trivialidad de muchas de sus obras–34. En este razonamiento reaparece lo que se ha señalado antes a propósito del color: la necesidad de que el artista invente con las sensaciones en bruto un orden formal y semántico.
El segundo argumento se dirige contra la doctrina que limita el ámbito del arte a la naturaleza, a lo materialmente existente. Baudelaire adopta para combatir esta tesis la consigna del «sobrenaturalismo» (surnaturalisme). Según esta idea –formulada por Heinrich Heine para oponerse a la vieja teoría del arte como imitación– el artista no puede encontrar en la naturaleza todos sus tipos, sino que los mejores se le revelan en su alma como una simbólica innata35. Pero en Baudelaire el término «sobrenaturalismo» se carga de nuevas connotaciones: implica al mismo tiempo lo antinatural –en el sentido de artificial y de contra natura– y lo sobrenatural, afín a la experiencia de lo sagrado. Todo lo que sea esfuerzo civilizatorio, desde la cosmética a la moral, de la poesía a la religión, es extraño a la constitución animal, natural, del hombre. Y las obras de arte producen paraísos artificiales. Baudelaire explica así el efecto «sobrenatural» de las pinturas de Delacroix: ante ellas, como sucede bajo el efecto del opio, nuestra atención y nuestra sensibilidad se intensifican al extremo y cada objeto adquiere un interés insólito, los sonidos cantan, los colores hablan36. El sobrenaturalismo culmina en el arte religioso, cuya decadencia atribuye Baudelaire, no a la falta de fe, sino al declive de la imaginación en su época, porque la religión es la suprema ficción del espíritu humano37.
La exaltación de la imaginación, el sobrenaturalismo y el arte religioso, compromete a Baudelaire con la tradición romántica. Su defensa del romanticismo ya sonaba en 1846 como un elogio fúnebre (por entonces Gautier y Musset reconocían el descrédito de ese movimiento); en 1859 el romanticismo es menos que un cadáver. Pero las derrotas pueden convertirse en victorias póstumas: al final del siglo XIX, la tendencia simbolista en literatura y los pintores cercanos a ella (por ejemplo, Gauguin) rehabilitarán la imaginación, el sobrenaturalismo, el arte religioso inspirándose en Baudelaire.
La sensibilidad del crítico se prueba ante las obras que no le son afines. Aun después de su áspera polémica contra el realismo, Baudelaire sabe apreciar la obra de Courbet. En el artículo Pintores y aguafuertistas la considera como una reacción necesaria contra las ridiculeces del arte francés, y proclama: «Hay que hacer justicia a Courbet en esto; que ha contribuido no poco a restablecer el gusto de la simplicidad y de la franqueza, y el amor desinteresado, absoluto, de la pintura»38.
8. Modernidad
Muchas veces se destaca la teoría de la modernidad como lo más valioso, original y precursor de la crítica de Baudelaire. Este énfasis ha sido agravado por la excesiva influencia de la interpretación de Walter Benjamin39. Pero es preciso ver de cerca en qué consiste la concepción baudeleriana de la modernidad. Su primera tesis se enuncia en el Salón de 1846: «Todas las bellezas contienen (...) algo de eterno y algo de transitorio, –de absoluto y de particular». La belleza absoluta y eterna es una abstracción extraída de las bellezas diversas40. La misma idea se repite, casi veinte años después, en El pintor de la vida moderna41: el presente tiene, como cada tiempo, su propia belleza –que los artistas deben plasmar–. Ya Winckelmann conciliaba su platonismo con su tendencia historicista distinguiendo entre lo bello eterno y celestial, y lo bello material e hijo de la época. Desde Herder y el joven Goethe hasta Friedrich Schlegel, los fundadores de la poética romántica asumen la distinción acentuando la diversidad histórica y nacional de las bellezas. Esta posición estética relativista será divulgada (y trivializada) en Francia por Madame de Staël, Stendhal, Lamennais. Cuando Baudelaire la repite no es más que un tópico gastado.
La segunda tesis de Baudelaire exige, no simplemente una atención del arte a lo contemporáneo, sino una épica de la vida moderna. En el Salón de 1845 se proclama que «el heroísmo de la vida moderna nos rodea y nos apremia [...] No son temas ni colores lo que falta a las epopeyas» y se pide un pintor «que sepa arrancar a la vida actual su lado épico». El último epígrafe del Salón de 1846 es precisamente «Del heroísmo de la vida moderna». ¿Cuáles son los rasgos épicos característicos de nuestra época? Baudelaire cita el suicidio, el traje negro moderno como marca igualitaria y señal de duelo a la vez. Los héroes que menciona son los protagonistas jóvenes y de vida trágica de Balzac y Dumas. En seguida descubre sus cartas: se trata del dandismo, ese desesperado esfuerzo del individuo por sobrevivir como individuo en la transición hacia una sociedad de masas. El problema se desarrolla en El pintor de la vida moderna, a través de las estampas de Constantin Guys; allí se glosa la figura del dandi –junto a las del militar, la prostituta o la mujer de mundo– como héroe narcisista y exhibicionista. El dandismo eleva el material humano al rango de obra de arte (incluso al nivel más elemental de la toilette: los polvos de maquillar dan a la piel la textura uniforme de la estatua; el colorete y el negro de ojos enmarcan la mirada como un maravilloso cuadro). El pintor de la vida moderna ofrece así una fascinante caracterización de la modernidad como feria de vanidades, pero apenas trata de pintura y poco aporta a la crítica de arte. Se ha querido vincular el heroísmo de la vida moderna, el carácter «legendario» que Baudelaire encuentra en las figuras de Guys, con la obra de Manet, Degas, etc. Sería menos absurdo relacionarlo con el realismo académico de tema contemporáneo o incluso con el posterior «realismo socialista». Porque ni Manet ni Degas pintan el presente con talante épico o legendario: la Ejecución de Maximiliano de Manet, por ejemplo, representa la antiépica de la vida moderna.
Esta diferencia de talante puede ayudar a entender por qué se escoge a Guys, un artista de segunda fila, y no a Manet como protagonista de El pintor de la vida moderna. Baudelaire, que fue amigo de Manet desde 1860, no le dedicó como crítico más atención que unas pocas líneas en Pintores y aguafuertistas. Si apreciaba su obra, no se preocupó por demostrarlo públicamente. Y cuando alaba su pintura, el elogio suena desafinado: en una carta a Thoré en 1864, define a Manet como «un hombre marcado de romanticismo desde su nacimiento» y niega que se haya inspirado en la pintura española (¡desmiente que conozca siquiera a Goya!)42. Este no es nuestro Manet. Romanticismo, originalidad inmaculada: se diría que Baudelaire intenta adaptarlo a la horma de Delacroix. Pero en vano. En una famosa carta a Manet, que se dolía de las burlas de la crítica y del público, Baudelaire le infunde ánimo de manera algo brutal: «¿Tiene Ud. más genio que Chateaubriand y que Wagner? ¿No se han burlado mucho de ellos, sin embargo? [...] Y para no inspirarle demasiado orgullo, le diré que estos hombres son modelos, cada uno en su género, y en un mundo muy rico y que Ud., Ud. no es más que el primero en la decrepitud de su arte»43. Las quejas de Baudelaire ante el declive del arte en el mundo contemporáneo (pérdida de las escuelas, anarquía individualista, confusión entre las artes...), que en sus primeros Salones son ocasionales y matizadas, se vuelven más frecuentes y más amargas desde 1855 y culminan en este veredicto. Después de Delacroix, ya no puede esperar nada verdaderamente grande: solo decadencia44.
Para apreciar la contribución de Baudelaire como crítico a la modernidad artística es preciso saltar más allá de Manet, hasta las figuras de Cézanne, Gauguin, Matisse. Estos serían los primeros en comprender su apasionada vindicación de la pintura.
Bibliografía consultada
La mejor biografía de Baudelaire es la de Claude Pichois y Jean Ziegler, Baudelaire, IVEI, Valencia, 1989. La edición francesa más reciente de la crítica de arte es Baudelaire, Critique d’art suivi de Critique musicale. Edition établie par Claude Pichois. Présentation de Claire Brunet, Paris, Gallimard, 1992. En castellano han aparecido los artículos de crítica no incluidos en la presente edición en Baudelaire, Lo cómico y la caricatura y El pintor de la vida moderna, 2015, Edgar Allan Poe y Crítica literaria, Madrid, A. Machado, La balsa de la Medusa, núms. 203, 22 y 93.
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Notas al pie
1 Véanse los recuerdos de su amigo, el escritor y crítico Champfleury: «Encuentro con Baudelaire», en Champfleury: Su mirada y la de Baudelarie, edición de G. y J. Lacambre, Madrid, A. Machado, 1992, pp. 252-261.
2 Cfr. Salón de 1859.
3 «Notas de un pintor», en H. Matisse, Sobre arte, Barcelona, Barral, 1978, p. 32.
4 Citado en René Wellek: Historia de la crítica literaria, Madrid, Gredos, 1972. Tomo III, p. 375.
5 Correspondance générale d’Eugène Delacroix, ed. de André Joubin, Paris, Plon, 1935-1938; vol. IV, p. 276.
6 Exposición universal 1855, p. 202.
7 Salón de 1846, p. 102.
8 Exposición universal 1855, p. 203.
9 Salón de 1859, p. 280.
10 El pintor de la vida moderna, en Lo cómico y la caricatura y El pintor de la vida moderna, Madrid, A. Machado, 2015, p. 177.
11 Citado en Sainte-Beuve, «Théophile Gautier», en Nouveaux Lundis, vol. 6, Paris, Michel Lévy, 1883; pp. 319-320.
12 Delacroix, Journal 1822-1863, ed. de A. Joubin, Paris, Plon, 1981; pp. 515-16. En castellano puede consultarse: Delacroix, El puente de la visión. Antología de los Diarios, introducción y notas de Guillermo Solana, Madrid, Tecnos, 1987.
13 Salón de 1846, p. 102.
14 Salón de 1846, p. 162. Ver también La obra y la vida de E. D., p. 323. Wellek, Historia de la crítica literaria, vol. IV, p. 574.
15 Salón de 1859, p. 286.
16 El arte filosófico, p. 353 (subrayado nuestro) y también p. 358. Delacroix habla de «les limites nécessaires à chacun des arts» en una carta a George Sand del 20 nov. 1847, en Correspondance, vol. II, p. 332.
17 Salón de 1846, p. 163.
18 Salón de 1859, p. 261.
19 Exposición universal 1855, p. 219.
20 Salón de 1859, p. 283.
21 La frase de Ingres en H. Delaborde, Ingres. Sa vie, ses travaux, sa doctrine, Brionne, Gérard Monfort, 1984; p. 126. La de Delacroix, en el borrador de una carta a Thoré, hacia 1840, en Correspondance, 256. Ver también el artículo de Delacroix «Des variations du beau» [1857]; en OEuvres littéraires, ed. de Elie Faure, Paris, Crès, 1923; vol. I, 50.
22 Salón de 1846, p. 145.
23 Salón de 1846, p. 124.
24 Salón de 1846, p. 119; ver también Salón de 1845, pp. 38-39. Del dibujo de los coloristas habían hablado ya, en términos muy semejantes, Gautier –según lo reconoce Baudelaire– y sobre todo Thoré: «... En pintura, la línea no tiene existencia real; es la medida del color, su delimitación y nada más. Cierto sonido tiene una cierta extensión, esto es la medida. Cierto color tiene cierta extensión, esto es el dibujo. Y esto es tan verdadero que todos los grandes pintores nunca han dibujado sino con el color, es decir, que han definidoLa Revue indépendante,