V.1: Julio, 2020
Título original: Vicious
© L. J. Shen, 2016
© de la traducción, Joan Eloi Roca, 2020
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados.
Los derechos morales del autor han sido declarados.
Diseño de cubierta: RBA Designs
Publicado por Chic Editorial
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17972-24-0
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
L. J. Shen es una autora best seller internacional de romántica contemporánea y New Adult. Actualmente, vive en California con su marido, su hijo y su gato gordinflón.
Antes de sentar la cabeza, L. J. viajó por todo el mundo e hizo amigos en todos los lugares que visitó, amigos que no tendrían problema en afirmar que siempre se olvida de sus cumpleaños y que nunca envía postales por Navidad.
Le encantan los pequeños placeres de la vida, como pasar tiempo con su familia y sus amigos, leer, ver HBO o Netflix. Lee entre tres y cinco libros a la semana y cree que los Crocs y los peinados ochenteros deberían estar prohibidos.
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
Dicen que el amor y el odio son el mismo sentimiento experimentado de formas distintas, y tienen razón.
Vicious es frío, cruel y peligroso, pero no puedo evitar sentirme atraída por él.
Hace diez años, me arruinó la vida.
Ahora ha vuelto a por mí porque soy la única que conoce su secreto y no parará hasta hacerme suya.
La nueva novela de L. J. Shen, autora best seller del USA Today
«No sé por dónde empezar. Este es, quizá, el primer libro que me ha dejado sin palabras. No puedo describir lo mucho que me ha gustado Vicious.»
Togan Book Lover
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A Karen O’Hara y Josephine McDonnell
«Te amo como se aman ciertas cosas oscuras,
secretamente, entre la sombra y el alma».
Pablo Neruda, Cien sonetos de amor
Este libro no hubiera existido de no ser por mucha gente. Esta es la parte en que me olvido del cuarenta por ciento de ellos, pero, aun así, voy a intentar cubrir la mayor parte de las mujeres fuertes, atrevidas y con talento que me han ayudado a cada paso del camino.
Sunny Borek. De verdad. Qué gran mujer. Una de mis mejores amigas y la única persona que tiene la capacidad de volverme loca y mantenerme cuerda a la vez. Gracias por leer una y otra vez Vicious cuando era un borrador. Gracias por amarlo. Por estar siempre ahí cuando te necesitaba. Pero, sobre todo, por ser como eres.
A mis lectoras beta: Amy. Gracias por leer la novela una y otra vez, darme consejos legales y hacerme reír cuando me venía abajo. Lilian, Paige, Josephine, Ilanit, Sabrina, Rebecca Graham, Ava Harrison y Ella Fox. Sois fantásticas. Muchas gracias por vuestro tiempo, paciencia y esfuerzo, de verdad. Todas y cada una de vosotras aportasteis algo a este libro que lo hizo mejor.
Los miembros de mi equipo de calle, por nombrar a algunos: Julia Lis, Lin Tahel Cohen, Kristina Lindsey (que también se encargó de dirigir el lanzamiento del libro y organizar la fiesta de lanzamiento, porque es tan fantástica como eso. Gracias por pasar tantas horas trabajando en el marketing, ¡eres fabulosa!), Sonal, Jessica, Brittany, Sher, Tamar, Avivit, Tanaka, Oriana y muchas más. No importa a dónde vaya, sé que estaréis allí para apoyarme. Soy la mujer más afortunada del mundo por teneros a mi lado.
Muchas gracias a mi equipo profesional. A mis editoras, Karen Dale Harris, que hace que todos los libros que escribo sean mucho, mucho, MUCHO mejores de lo que eran inicialmente, y Vanessa Leret Bridges. A Stacey Ryan Blake por la bella maquetación y a Letitia Hasser por la maravillosa cubierta (fue divertido trabajar en ella, ¿verdad?).
(Esta es la parte en la que estaba a punto de dar las gracias a mi marido y a mi hijo, pero luego recordé que son las dos personas que me pidieron a todas horas que saliera de mi despacho para que les preparara la comida/cena/ver la televisión/ir de compras con ellos. No merecéis que os dé las gracias, chicos, pero, aun así, os quiero más que a nada en el mundo.)
Unas gracias enormes a todas las blogueras que han compartido, mostrado, promocionado y reseñado este libro y mis libros en general. No sé qué he hecho para merecer vuestra atención. Solo espero seguir haciéndolo, porque valéis vuestro peso en oro. Todas y cada una de vosotras sois asombrosas. A mis lectoras. Gracias por hacer mi sueño realidad al comprar mis libros. Me despierto cada día con una sonrisa enorme sabiendo que me gano la vida haciendo lo que me apasiona, y todo es gracias a vosotras.
Y, sobre todo, quiero dar las gracias a todas y todos los que habéis llegado hasta aquí, el final del libro. Os haya gustado o no, siempre me gusta conocer vuestra opinión. Por favor, considerad dejar unas líneas en vuestra red social de lectura o librería antes de pasar a vuestra siguiente aventura lectora.
Besos, abrazos y miradas inapropiadas.
L. J.
Besos y abrazos
En la cultura japonesa, el significado del cerezo en flor se remonta a siglos atrás. La flor del cerezo representa la fragilidad y la magnificencia de la vida. Es un recuerdo de lo bella que es la vida, casi de manera abrumadora, pero también dolorosamente corta.
Como las relaciones.
Sigue mi consejo. Deja que tu corazón te guíe. Y cuando encuentres a alguien que valga la pena, no lo dejes escapar.
Mi abuela me dijo una vez que el amor y el odio son el mismo sentimiento bajo circunstancias distintas. La pasión es la misma. El dolor es el mismo. ¿Y eso raro que te arde en el pecho? Lo mismo. No entendí qué quería decir hasta que conocí a Baron Spencer y se convirtió en mi peor pesadilla.
Luego, mi pesadilla se convirtió en mi realidad.
Creí que había escapado de él. Incluso fui tan ingenua como para creer que él se habría olvidado de que yo existía.
Pero cuando volvió, el golpe fue más fuerte de lo que habría imaginado.
Y, exactamente igual que una ficha de dominó, caí.
Solo había pisado la mansión una vez, cuando mi familia había llegado a All Saints. De eso hacía ya dos meses. Entonces, me quedé pasmada sobre este mismo oscuro suelo de madera de ipé que nunca crujía.
En aquella ocasión, mamá me dio un golpecito con el codo y me dijo:
—Este suelo es el más duro del mundo, ¿sabes?
No mencionó que pertenecía al hombre con el corazón más duro del mundo.
Yo no comprendía por qué alguien con tanto dinero lo gastaría en una casa tan deprimente. Diez dormitorios. Trece baños. Un gimnasio cubierto y una escalinata espectacular. Todas las comodidades que el dinero podía comprar… y, a excepción de la pista de tenis y la piscina de veinte metros, todo era de color negro.
El negro te drenaba cualquier sentimiento agradable que pudieras tener en cuanto cruzabas las grandes puertas tachonadas de hierro. El diseño del interior de la casa debió de correr a cargo de un vampiro de la Edad Media, a juzgar por los colores fríos y sin vida y los grandes candelabros de hierro que colgaban de los techos. Incluso el suelo era tan oscuro que parecía que caminaras sobre el abismo, a una fracción de segundo de caer al vacío.
Una casa de diez dormitorios en la que vivían tres personas —dos de las cuales no estaban allí casi nunca— y, aun así, los Spencer habían decidido alojar a mi familia en el apartamento del servicio, junto al garaje. Era más grande que nuestra casita de alquiler en Richmond, Virginia, pero, hasta ese momento, no me causaba buena impresión.
No, desde luego.
Todo lo que había en la mansión Spencer estaba diseñado para intimidar. Ricos y poderosos, pero pobres en muchos sentidos. «Esta gente no es feliz», pensé.
Me miré el calzado —las Vans blancas que había decorado con flores de colores para disimular que no eran auténticas— y tragué saliva; me sentía insignificante incluso antes de que me hubiera humillado. Incluso antes de haberlo conocido.
—Me pregunto dónde estará —susurró mamá.
Mientras esperábamos en el recibidor, me estremecí al oír el eco que rebotaba en las paredes desnudas. Mamá quería preguntar si podían pagarnos dos días antes porque necesitaba comprar medicamentos para Rosie, mi hermana pequeña.
—He oído un ruido que venía de esa habitación. —Señaló una puerta en el lado opuesto del abovedado vestíbulo—. Acércate y llama. Yo te espero en la cocina.
—¿Yo? ¿Por qué yo?
—Porque sí —dijo, y me fulminó con una mirada que hizo que me remordiera la conciencia—. Rosie está enferma y sus padres no están en la ciudad. Tú tienes su edad. Te escuchará.
Hice lo que me pedía —no por mamá, sino por Rosie— sin comprender las consecuencias. Los siguientes minutos me costarían todo mi último año de instituto y fueron el motivo por el que me separaron de mi familia cuando solo tenía dieciocho años.
Vicious creyó que había descubierto su secreto.
No fue así.
Pensó que había descubierto sobre qué discutía en esa habitación aquel día.
Yo no tenía ni idea.
Lo único que recuerdo es que me acercaba a otra puerta oscura y tenía la mano a apenas unos centímetros del pomo cuando oí la voz rasposa de un anciano.
—Ya sabes cómo va esto, Baron.
Era un hombre. Probablemente fumador.
—Mi hermana dice que vuelves a dar problemas —añadió el mismo hombre, arrastrando las palabras. Entonces dio un golpe con la palma de la mano sobre una superficie dura y añadió—: Ya estoy harto de que le faltes al respeto.
—Que te jodan —dijo la voz tranquila de un hombre más joven. Parecía… ¿divertido?—. Y que la jodan a ella también. Un momento, Daryl: ¿has venido por eso? ¿Es que también quieres un poco de tu hermana? La buena noticia es que está abierta a lo que sea, si tienes dinero.
—Qué boca más sucia tienes, mierdecilla. —Oí el sonido de una bofetada—. Tu madre habría estado orgullosa de ti.
Silencio, y entonces:
—Una palabra más sobre mi madre y te daré un motivo real para ponerte esos implantes dentales de los que hablabas con mi padre. —La voz del joven desprendía veneno, y pensé que no debía de ser tan joven como mamá creía.
—No te acerques —advirtió la voz joven—. Ahora soy yo quien te puede dar una paliza. Te puedo matar a hostias. De hecho, me siento tentado de hacerlo. Todo. El. Puto. Tiempo. Estoy harto de tu mierda.
—¿Y qué diablos te hace pensar que puedes elegir? —replicó el hombre mayor con una risa siniestra.
Su voz resonó en el tuétano de mis huesos, como si un veneno me devorara el esqueleto.
—¿Es que no te has enterado? —replicó el joven—. Me gusta pelear. Me gusta el dolor. Quizá sea porque me ayuda a asumir que algún día voy a matarte. Y lo haré, Daryl. Un día te mataré.
Tuve que sofocar un grito de sorpresa. Estaba conmocionada; no podía moverme. Oí que alguien golpeaba con fuerza a otra persona y el ruido de un cuerpo que caía al suelo y arrastraba con él varios objetos.
Estaba a punto de salir corriendo —estaba claro que no era una conversación que yo debiera escuchar— cuando me pilló desprevenida. Antes de que comprendiera qué sucedía, la puerta se abrió de golpe y me encontré de cara con un chico más o menos de mi edad. Digo un chico, pero no había nada de infantil en él.
El hombre mayor estaba tras él, jadeando con fuerza, encorvado, con ambas manos apoyadas sobre un escritorio. A su alrededor había libros desperdigados por el suelo y tenía el labio partido y le sangraba.
La sala era una biblioteca. Estanterías de madera de nogal con los estantes repletos de libros encuadernados en tapa dura se elevaban del suelo hasta el techo en las cuatro paredes. Sentí un dolor en el pecho porque, de algún modo, sabía que no me permitirían entrar allí nunca más.
—¿Qué coño…? —exclamó furioso el adolescente. Entrecerró los ojos. Me sentí como si me apuntara con la mirilla de un rifle.
¿Diecisiete? ¿Dieciocho? Por algún motivo, el hecho de que los dos tuviéramos más o menos la misma edad empeoraba la situación. Agaché la cabeza para ocultar las mejillas, que me ardían con tanta fuerza que podrían haber prendido fuego a la casa entera.
—¿Estabas escuchando? —preguntó el joven, con la mandíbula crispada.
Negué frenéticamente con la cabeza, no, pero era mentira. Siempre se me dio muy mal mentir.
—No he oído nada, lo juro. —Me atraganté con mis propias palabras—. Mi madre trabaja aquí. Estaba buscándola. —Otra mentira.
Nunca había sido asustadiza. Siempre había sido la valiente. Pero en ese momento no me sentía tan valiente. Después de todo, se suponía que no tenía que estar allí, en su casa, y, desde luego, se suponía que no debía haber escuchado su discusión.
El joven dio otro paso hacia mí, y yo di un paso atrás. Tenía una mirada muerta, pero sus labios eran rojos y estaban muy vivos. Una voz salida de algún lugar de mi cabeza me dijo: «Si se lo permito, este tío me partirá el corazón» y el pensamiento me dejó conmocionada porque no tenía ningún sentido. Nunca me había enamorado, y estaba tan nerviosa que ni siquiera me había fijado en el color de sus ojos ni en su peinado, así que ¿cómo era posible que fuera a sentir algo por él?
—¿Cómo te llamas? —exigió saber.
Desprendía un olor delicioso, una destilación masculina de un chico-hombre, compuesta por sudor dulce, hormonas pungentes y un suave atisbo de ropa limpia, que seguramente habría lavado mi madre, pues era una de sus tareas cotidianas.
—Emilia. —Me aclaré la garganta y extendí la mano—. Mis amigos me llaman Millie. Vosotros también podéis hacerlo.
Su expresión no mostraba emoción alguna.
—La has jodido, Emilia.
Arrastró las sílabas de mi nombre, mofándose de mi acento sureño, e ignoró la mano que le tendía con la mirada.
La retiré rápidamente, avergonzada, y sentí que las mejillas se me incendiaban de nuevo.
—Estabas en el puto lugar equivocado en el puto momento equivocado. Si vuelvo a verte en esta casa, tráete una bolsa para cadáveres porque no saldrás viva.
Pasó por mi lado como un trueno y me empujó el hombro con su musculoso brazo.
Se me cortó el aliento. Miré al hombre mayor, y nuestros ojos se encontraron. Él negó con la cabeza y sonrió de una forma que hizo que quisiera que se me tragara la tierra. Le goteaba sangre del labio sobre las botas de cuero, que eran negras, como la gastada chaqueta de motociclista. ¿Qué hacía alguien así en una casa como esta? Me miró, sin hacer ningún esfuerzo por limpiar la sangre.
Me di la vuelta y eché a correr mientras sentía cómo la bilis me subía por la garganta y amenazaba con derramarse.
Huelga decir que Rosie tuvo que pasar sin su medicina esa semana y que a mis padres no les pagaron ni un minuto antes de lo estipulado.
Eso fue hace dos meses.
Hoy, cuando crucé la cocina y subí las escaleras, no tuve otra opción.
Llamé a la puerta del dormitorio de Vicious. Su habitación estaba en el segundo piso, al final del ancho y curvado pasillo. Era la puerta frente a la escalera flotante de piedra de aquella mansión que parecía una cueva.
Nunca me había acercado a la habitación de Vicious, y habría deseado no hacerlo. Por desgracia, me habían robado el libro de matemáticas. La persona que había forzado mi taquilla se había llevado todas mis cosas y la había llenado de basura. En cuanto abrí la puerta, cayó un alud de latas de refresco vacías, envases de productos de limpieza y envoltorios de condones.
Solo era otra de las no muy inteligentes pero efectivas maneras en que los estudiantes del instituto All Saints me recordaban que allí no era más que la hija de una criada. Llegados a este punto, ya estaba tan acostumbrada a ello que apenas me afectaba. Cuando todas las miradas del pasillo del instituto se volvieron hacia mí y de todas las gargantas surgieron risitas y mofas, yo levanté el mentón y me fui con la cabeza bien alta a mi siguiente clase.
El instituto All Saints estaba lleno de pecadores mimados que siempre habían vivido entre privilegios. Era un instituto en el que, si no te vestías y te comportabas de una forma determinada, te excluían. Rosie se había integrado mucho mejor que yo, gracias a Dios. Pero con mi acento del sur, mi estilo poco convencional y teniendo en cuenta que uno de los chicos más populares del instituto —Vicious Spencer— me odiaba a muerte, yo no encajaba allí.
Y lo peor era que yo no quería encajar. Todos esos chicos y chicas no me impresionaban lo más mínimo. No eran buenos ni amables ni acogedores. Ni siquiera eran muy listos. No poseían ninguna de las cualidades que yo buscaba en mis amigos.
Pero necesitaba mi libro si quería escapar alguna vez de este lugar.
Llamé tres veces a la puerta de caoba del dormitorio de Vicious. Me pasé los dedos por el labio inferior y traté de aspirar tanto oxígeno como pude, pero nada de eso calmó las pulsaciones que sentía en el cuello.
«Por favor, no estés ahí…».
«Por favor, no seas un cretino…».
«Por favor…».
Un ruido se filtró por la rendija inferior de la puerta y sentí que todo mi cuerpo se tensaba.
Risitas.
Vicious nunca se reía. Diantres, ni siquiera reía entre dientes. Hasta sus sonrisas eran escasas y las mostraba muy de vez en cuando. No. Esa risa, además, era indiscutiblemente femenina.
Lo oí susurrar algo inaudible en su tono áspero que la hizo gemir. Me ardieron las orejas y me froté las manos con ansia sobre los shorts vaqueros. De todos los escenarios que podría haber imaginado, este era el peor con diferencia.
Él.
Con otra chica.
A quien odiaba antes incluso de saber su nombre.
No tenía ningún sentido, pero estaba ridículamente enfadada.
Pero él se encontraba ahí dentro y yo era una chica con una misión.
—¿Vicious? —llamé, tratando de no sonar alterada. Me erguí todo lo que pude, a pesar de que él no me veía—. Soy Millie. Siento interrumpiros y todo eso. Solo quería pedirte prestado el libro de matemáticas. He perdido el mío y lo necesito para estudiar para el examen de mañana.
«Dámelo, que tú no estudias ni por accidente», dije para mis adentros.
No contestó, pero oí que alguien respiraba con fuerza —la chica— y el sonido de ropa al agitarse y de una cremallera. Que se abría, sin duda.
Cerré los ojos y apoyé la frente contra la fría madera de la puerta.
«Trágate el sapo. Olvida tu orgullo». Todo esto no importaría dentro de unos pocos años. Vicious y sus estúpidas manías no serían más que un lejano recuerdo, y la mugrienta ciudad de All Saints sería solo una parte de mi pasado cubierta de polvo.
Mis padres habían aceptado de inmediato cuando Josephine Spencer les había ofrecido un trabajo. Nos habían arrastrado por todo el país hasta California porque aquí la sanidad era mejor y porque, con este empleo, no tendríamos que pagar alquiler. Mamá era la cocinera y mujer de la limpieza de los Spencer, y papá trabajaba como jardinero y se encargaba del mantenimiento. La pareja que había ocupado el apartamento y llevado a cabo esas tareas se había marchado, cosa que no me sorprendía en absoluto. Estaba segura de que a mis padres tampoco les entusiasmaba, pero una oportunidad como esta no se presentaba a menudo, y solo habían conseguido el trabajo porque la madre de Josephine Spencer era amiga de mi tía abuela.
Yo planeaba largarme pronto de aquí. Para ser precisa, en cuanto me aceptara la primera universidad de fuera del estado de todas en las que había solicitado plaza. Pero para matricularme necesitaba una beca.
Y para conseguir una beca, necesitaba unas notas brillantes.
Y para sacar unas notas brillantes, necesitaba este libro.
—Vicious —utilicé su estúpido apodo. Sabía que odiaba su nombre real y, por razones que ni yo misma comprendía, no quería irritarlo—, si me dejas el libro copiaré las fórmulas que necesito muy rápido. No tardaré nada en devolvértelo.
Hice un esfuerzo por no atragantarme con la bola de frustración que se formaba en mi garganta. Ya era lo bastante malo que me hubieran vuelto a robar las cosas —otra vez— y ahora, además, tenía que pedirle un favor a Vicious.
El volumen de las risitas aumentó. El tono agudo y chirriante se me clavó en los oídos. Todo mi cuerpo ansiaba echar la puerta abajo y emprenderla a puñetazos con él.
Oí que gemía de placer y supe de inmediato que no tenía nada que ver con la chica con la que estaba. Le encantaba burlarse de mí. Desde que nos habíamos encontrado por primera vez frente a su biblioteca dos meses atrás, no había perdido ocasión de recordarme que no estaba a su altura.
No era lo bastante buena para su mansión.
No era lo bastante buena para su escuela.
No era lo bastante buena para su ciudad.
¿Lo peor de todo? Que no era solo una expresión figurada. Era su ciudad de verdad. Baron Spencer hijo —llamado Vicious por su carácter frío e implacable— era el heredero de una de las mayores fortunas familiares de California. Los Spencer eran dueños de una empresa de oleoductos, de la mitad del centro de All Saints —incluido el centro comercial— y de tres grandes parques de oficinas. Vicious tenía dinero suficiente como para que a las siguientes diez generaciones de su familia no les faltara de nada.
Pero yo no.
Mis padres eran criados. Teníamos que trabajar para ganar hasta el último centavo. No podía esperar que él lo comprendiera. Ninguno de esos chicos con fideicomisos a su nombre lo comprendería. Pero imaginé que al menos fingiría, como todos los demás.
La educación era importante para mí y, en ese momento, sentí que me la estaban robando.
Porque unos niñatos ricos me habían robado los libros.
Porque este niñato rico en particular ni siquiera se dignaba a abrirme la puerta para prestarme su libro un momento.
—¡Vicious! —La frustración me superó y golpeé la puerta con la palma de la mano. Ignoré la oleada de dolor que me subió desde la muñeca y continué, exasperada—: ¡Venga ya!
Estaba a punto de dar media vuelta y marcharme. Incluso si ello implicaba cruzar en bicicleta toda la ciudad para pedirle a Sydney que me prestara sus libros. Sydney era mi única amiga en el instituto All Saints, y la única persona de mi clase que realmente me gustaba.
Pero entonces oí reír a Vicious, y supe que se reía de mí.
—Me encanta ver cómo te arrastras. Suplícame, nena, y te lo daré —dijo.
No se lo decía a la chica que tenía en la habitación.
Me lo decía a mí.
Perdí los nervios, a pesar de que sabía que no debía, que eso era darle la victoria.
Abrí la puerta de golpe e irrumpí en su habitación. Apreté con tanta fuerza la manija que los nudillos se me pusieron blancos y ardieron.
Clavé la mirada en la enorme cama, sin apenas reparar en el bellísimo mural que había sobre ella —cuatro caballos blancos que galopaban hacia la oscuridad— ni en los elegantes muebles de madera oscura. Su cama parecía un trono, dispuesta en medio de la habitación, enorme y alta y envuelta en suave raso negro. Él estaba sentado en el borde del colchón, y tenía sentada en su regazo a una chica que iba a mi clase de educación física. Se llamaba Georgia y sus abuelos eran los propietarios de la mitad de los viñedos del valle de Carmel. Su largo cabello rubio caía sobre uno de los anchos hombros de él y el bronceado caribeño de la chica parecía perfecto y suave comparado con la pálida tez de Vicious.
Los ojos azules de él —tan oscuros que eran casi negros— no dejaron de mirarme mientras besaba a Georgia con voracidad —su lengua hizo varias apariciones— como si estuviera hecha de algodón de azúcar. Debería de haber apartado la mirada, pero no pude. Estaba atrapada por sus ojos, completamente inmovilizada, así que arqueé una ceja para mostrarle que no me importaba lo que hiciera.
Solo que sí. Me importaba. Mucho.
Me importaba tanto que, de hecho, los seguí mirando sin vergüenza. A sus mejillas, que se hundían cuando metía profundamente la lengua en la boca de la chica; sus ojos, ardientes, burlones, clavados en los míos, buscando mi reacción. Sentí que mi cuerpo vibraba de forma extraña, que caía bajo su hechizo, como si me envolviera una niebla dulce y embriagadora. Era una atracción sexual que no quería sentir, pero a la que no podía escapar. Deseaba liberarme, pero me resultaba imposible.
Apreté la manija de la puerta con más fuerza y tragué saliva. Mis ojos bajaron hasta su mano cuando agarró a la chica por la cintura y la apretó de manera juguetona contra él. Sin poder evitarlo, me abracé la cintura a través de la tela del top amarillo y blanco de girasoles.
¿Qué diablos me pasaba? Ver cómo besaba a otra chica era insoportable, pero me fascinaba.
Quería verlo.
No quería verlo.
En cualquier caso, no podía desverlo.
Admitiendo mi derrota, pestañeé y desvié la mirada a una gorra negra de los Raiders colgada en el reposacabezas de la silla del escritorio.
—Tu libro de matemáticas, Vicious. Lo necesito —repetí—. No me iré sin él.
—Lárgate ahora mismo de aquí, sirvienta —dijo, sin despegar la boca de la de Georgia, que seguía con sus risitas.
Sentí una espina que se me clavaba en el corazón y los celos me inundaron el pecho. No me explicaba la reacción física que sentía. El dolor. La vergüenza. El deseo. Odiaba a Vicious. Era duro, cruel y detestable. Había oído que su madre había muerto cuando tenía nueve años, pero ahora tenía dieciocho y una madrastra encantadora que le dejaba hacer todo lo que quería. Josephine parecía una mujer dulce y cariñosa.
No tenía ningún motivo para ser tan cruel; sin embargo, lo era con todo el mundo, y especialmente conmigo.
—Ni lo sueñes. —En mi interior hervía la ira, pero permanecí inmutable—. Libro. De. Matemáticas —hablé muy lento, tratándolo como el idiota que creía que era—. Solo dime dónde está. Te lo dejaré en la puerta cuando haya acabado. Es la forma más rápida de que te libres de mí y vuelvas a… a tus actividades.
Georgia, que jugueteaba con su bragueta y cuyo vestido de tubo ya tenía la cremallera de la espalda bajada, gruñó, se apartó un momento del pecho de Vicious y puso los ojos en blanco. Apretó los labios y con un mohín, dijo:
—¿En serio, Mindy? —Sabía perfectamente que me llamaba Millie—. ¿Es que no tienes nada mejor que hacer que mirarnos? Creo que ni siquiera jugáis en la misma liga, ¿no te parece?
Vicious se tomó un momento para repasarme de arriba abajo, con una sonrisa engreída en el rostro. Era jodidamente guapo. Por desgracia. Tenía el cabello negro azabache y llevaba el pelo cortado a la última moda, muy corto en las sienes y más largo arriba. Sus ojos eran de color índigo, de insondable profundidad, relucientes y endurecidos, aunque no sabía por qué. Su piel era tan pálida que parecía un atractivo fantasma.
Como pintora, muchas veces había admirado los rasgos y la silueta de Vicious. Los ángulos marcados y la estructura de los huesos de su rostro. Su contorno bien definido. Estaba hecho para que lo pintaran. Era una obra maestra de la naturaleza.
Georgia pensaba lo mismo. No hacía mucho la había oído hablando de él en el vestuario tras la clase de educación física. Su amiga había dicho:
—Es guapo.
—Sí, tía, pero qué personalidad más fea tiene —había añadido rápidamente Georgia.
Había transcurrido un instante de silencio y luego las dos se habían echado a reír.
—¿Y qué más da? —había concluido la amiga de Georgia—. Yo me lo tiraría.
Lo peor es que no podía culparla.
Jugaba en el equipo de fútbol americano y era asquerosamente rico, un tipo popular que se vestía y hablaba de la manera correcta. El héroe perfecto para All Saints. Conducía un coche de la marca correcta —Mercedes— y poseía esa aura desconcertante que emitían los auténticos machos alfa. Siempre dominaba la habitación en la que estaba, incluso cuando no decía nada.
Fingí aburrirme, me crucé de brazos y apoyé la cadera en el marco de la puerta. Miré hacia la ventana del dormitorio, consciente de que si los miraba a él y Georgia era capaz de echarme a llorar.
—¿En la misma liga? —me burlé—. Vamos, yo ni siquiera practico el mismo deporte. A mí no me gusta jugar sucio.
—Te gustará cuando te haya llevado lo bastante lejos —replicó Vicious, con un tono seco y desprovisto de humor.
Me sentí como si me hubiera dado un zarpazo en el vientre y hubiera desparramado mis tripas sobre su prístino parqué de ipé.
Volví a pestañear lentamente, intentando aparentar que todo aquello me daba igual.
—¿El libro? —pregunté por enésima vez.
Debió de pensar que ya me había torturado lo bastante aquel día. Gesticuló con la cabeza hacia una mochila que había bajo el escritorio. La ventana sobre la mesa de trabajo daba directamente al apartamento del servicio en el que yo vivía y le ofrecía una vista perfecta de mi habitación. Hasta ahora, lo había sorprendido mirándome desde su ventana en dos ocasiones, y siempre me había preguntado por qué lo hacía.
«¿Por qué, por qué, por qué?».
Me odiaba tanto. La intensidad de sus ojos hacía que me ardiera la piel del rostro cada vez que me miraba, algo que no sucedía tantas veces como yo habría querido. Pero era una chica responsable, o eso me gustaba pensar, así que nunca había reflexionado sobre ello.
Fui hasta la mochila Givenchy que Vicious llevaba cada día a la escuela, exhalé, la abrí y removí lo que había dentro. Me alegré de estar dándoles la espalda y traté de ignorar los gemidos y los sonidos de succión.
En cuanto encontré el familiar libro de matemáticas blanco y azul, me quedé petrificada. Vi la flor de cerezo que había dibujado en el lomo. La ira me subió por la médula, me inundó las venas e hizo que abriera y cerrara los puños con fuerza. Sentí que la sangre se me acumulaba en las orejas y se me aceleró la respiración.
Él me había robado las cosas de la taquilla.
Con manos temblorosas, saqué el libro de la mochila.
—¿Me robaste el libro?
Me volví hacia él, con todos los músculos de la cara en tensión.
Esto era una escalada. Una agresión pura y dura. Vicious siempre se había mofado de mí, pero nunca me había humillado de esta manera. Me había robado las cosas y había dejado la taquilla llena de condones y papel higiénico usado, por el amor de Dios.
Nuestros ojos se encontraron y nos enfrentamos con la mirada. Empujó a Georgia de su regazo, como si fuera un mero cachorro con el que se había cansado de jugar, y se levantó. Yo di un paso hacia él. Ahora estábamos frente a frente, casi tocándonos.
—¿Por qué me haces esto? —siseé y escruté su rostro inexpresivo y pétreo.
—Porque puedo —dijo, con una sonrisa forzada para ocultar el dolor que mostraban sus ojos.
«¿Qué te carcome por dentro, Baron Spencer?».
—¿Porque es divertido? —añadió con una risita burlona mientras le tiraba a Georgia su chaqueta. Sin ni siquiera mirarla, le hizo un gesto para que se fuera.
Claramente no era más que un elemento de utilería. Un medio para conseguir un fin. Solo había querido hacerme daño.
Y lo había conseguido.
No deberían preocuparme los motivos que lo habían llevado a comportarse así. ¿Qué más daba? El resultado era que lo odiaba. Lo odiaba tanto que me revolvía el estómago lo mucho que me gustaba su cuerpo, cuando jugaba y también fuera del campo. Odiaba mi frivolidad y mi estupidez por amar la forma en que su mandíbula cuadrada y viril se movía cuando una sonrisa se abría paso en su cara. Odiaba amar las cosas inteligentes y ocurrentes que salían de su boca cuando hablaba en clase. Odiaba que fuera un cínico y un realista mientras yo era una idealista incurable, y que, aun así, me gustara todo lo que decía. Y odiaba que una vez a la semana, cada semana, se me desbocara el corazón en el pecho al pensar que él podría ser él.
Lo odiaba, y estaba claro que él también me odiaba a mí.
Lo odiaba, pero odiaba más a Georgia porque la había besado.
Sabía que no podía pelearme con él —mis padres trabajaban aquí—, así que me mordí la lengua y caminé furiosa hacia la puerta. Llegué hasta el umbral, pero entonces su callosa mano me agarró por el codo y tiró de mí, lo que hizo que mi cuerpo girara por completo y chocara con su pecho de acero. Sofoqué un gemido.
—Pelea conmigo, Criada —me rugió a la cara, con la respiración agitada como una bestia salvaje.
Sus labios estaban cerca, muy cerca. Todavía estaban hinchados por la excitación de besar a otra, rojos contra su piel pálida.
—Por una vez en tu vida, planta cara.
Me solté y, aferrando el libro contra mi pecho como si fuera un escudo, salí a toda prisa de su habitación y no me detuve a tomar aliento hasta que llegué al apartamento del servicio. Abrí la puerta de par en par, fui directa a mi habitación, eché el cerrojo y me desplomé en la cama con un sollozo.
No lloré. No merecía mis lágrimas. Pero estaba enfadada, nerviosa y sí, un poco rota.
Oí que llegaba música desde su habitación, cada vez más fuerte a medida que subía el volumen al máximo. Tardé un poco en reconocer la canción. «Stop Crying Your Heart Out», de Oasis.
Unos pocos minutos después, oí el Camaro automático rojo de Georgia —del que Vicious se burlaba constantemente porque «¿quién coño se compra un Camaro automático?»— acelerar por el camino de acceso ribeteado de árboles que llevaba a la carretera. Ella también sonaba enfadada.
Vicious era cruel. Por desgracia, el odio que sentía hacia él estaba envuelto en un fino caparazón de algo que se parecía al amor. Pero me prometí a mí misma que lo rompería, que lo haría pedazos y desencadenaría el mar de odio que contenía antes de que él me hiciera nada. «Vicious —me prometí a mí misma—, no podrá conmigo».
Era la misma mierda en mi casa otro fin de semana. Estaba dando otra fiesta a tumba abierta y ni siquiera me molesté en salir de la habitación de juegos para estar con los mamones a los que había invitado.
Conocía el caos que se extendía más allá de mi habitación. Las risitas y los gritos de las chicas en la piscina con forma de riñón en la parte trasera de la casa. El borboteo de las cascadas artificiales que caían de los arcos griegos al agua y el ruido de los colchones inflables de goma al rozar la piel mojada. Los gemidos de las parejas follando en las otras habitaciones. Los cotilleos malvados de los grupitos tirados en los mullidos sofás y sillones del piso de abajo.
La música estaba muy fuerte. Limp Bizkit. ¿Quién coño tenía los huevos de poner a los mierdas de Limp Bizkit en mi fiesta?
Podría haber oído el resto de haberlo querido, pero no escuché. Me repantigué en el sillón Wing Lounge delante del televisor, con las piernas bien abiertas y me fumé un porro mientras veía anime porno japonés.
Tenía una cerveza justo a mi derecha, pero no la toqué.
Había una chica de rodillas sobre la alfombra frente a la butaca que me masajeaba los muslos, pero tampoco la toqué.
—Vicious —ronroneó mientras se acercaba poco a poco a mi entrepierna. Se levantó lentamente y se sentó a horcajadas sobre mí.
Una morena bronceada en un vestido que decía fóllame. Parecía una Alicia o quizá una Lucía. Intentó entrar en el equipo de animadoras la primavera pasada. No lo logró. Me imaginaba que esta fiesta era la primera vez que experimentaba lo que era ser popular. Liarse conmigo, o con cualquiera en esta habitación, era su atajo para convertirse en una celebridad en el instituto.
Solo por ese motivo no me interesaba en absoluto.
—Tu sala de juegos es la hostia. Pero ¿podríamos ir a algún sitio más tranquilo?
Le di un golpecito al porro y la ceniza cayó al cenicero que estaba en el brazo del sillón como un copo de nieve sucia. Se me tensó la mandíbula.
—No.
—Pero me gustas.
Mentira. No le gusto a nadie, y con razón.
—No me interesa una relación —dije, con el piloto automático activado.
—Ya, claro. Eso ya lo sé, tonto. No pasa nada porque nos divirtamos un poco juntos.
Se rio resoplando por la nariz, una risa poco atractiva que me hizo odiarla por esforzarse tanto en gustar.
El amor propio era una de las cosas más importantes en mi código.
Entrecerré los ojos mientras pensaba en su oferta. Desde luego, podía dejar que me chupara la polla, pero sabía muy bien que su indiferencia era fingida. Todas querían algo más.
—Deberías irte de aquí —dije, por primera y última vez.
Yo no era su padre. No era mi responsabilidad prevenirla contra tipos como yo.
Hizo un puchero, me abrazó por el cuello y se apretó contra mi muslo. Presionó su escote contra mi pecho y me miró con absoluta determinación.
—No pienso irme de aquí sin haberme follado con uno de vosotros.
Arqueé una ceja y expulsé el humo del porro por la nariz. Me moría de aburrimiento.
—Entonces será mejor que lo intentes con Trent o Dean, porque yo no te voy a follar esta noche, encanto.
Alicia-Lucía entendió la indirecta y se apartó. Serpenteó hasta el bar con una sonrisa falsa, que se fue desmoronando con cada paso que daba en sus tacones de aguja, y se sirvió un cóctel de mierda sin fijarse siquiera en qué licor echaba en el vaso. Le brillaban los ojos mientras repasaba la habitación con la intención de descubrir cuál de mis amigos —éramos los Cuatro Buenorros del instituto All Saints— sería su billete hacia la popularidad.
Trent estaba tirado en el sofá a mi derecha, medio sentado, medio tumbado, con una tía montada en su polla con la camiseta bajada hasta la cintura y las tetas botándole de forma casi cómica. Él echó un trago a su botella de cerveza y miró su teléfono móvil, pasando de ella. Dean y Jaime estaban sentados en un canapé y discutían sobre el partido de la semana que viene. Ninguno de los dos había tocado a las chicas que habíamos invitado a la habitación.
De Jaime, no me extrañaba. Estaba obsesionado con nuestra profesora de inglés, la señora Greene. Yo no aprobaba esa nueva fascinación suya tan jodida, pero jamás le diría nada al respecto. ¿En cuanto a Dean? No tenía ni idea de cuál era su problema. No sabía por qué no había agarrado a alguna de estas tías y pasado a la acción como hacía normalmente.
—Dean, tío, ¿dónde está tu coñito de esta noche?
Trent dijo en voz alta lo que yo pensaba mientras pasaba el dedo por la rueda de su iPod y repasaba la lista de canciones, al parecer, desesperadamente poco interesado en la chica que se estaba follando.
Antes de que Dean contestara, Trent se quitó a la chica de encima mientras ella estaba en medio de un empellón, y cuando quedó tendida en el sofá le dio unos golpecitos amables en la cabeza. Ella todavía tenía la boca abierta, en parte por el placer y en parte por la sorpresa.
—Lo siento. Hoy no podrá ser. Es la escayola.
Señaló con su botella de cerveza hacia su tobillo roto, disculpándose con una sonrisa ante su compañera de sexo.
De nosotros cuatro, Trent era el más simpático.
Eso lo decía todo sobre los Buenorros.
Lo más irónico era que Trent era precisamente quien tenía más motivos para estar resentido. Estaba bien jodido, y lo sabía. Era imposible que pudiera ir a la universidad sin el fútbol. Sus notas eran patéticas y sus padres no tenían dinero para pagar el alquiler, mucho menos para su educación. Su lesión le obligaría a quedarse en el sur de California y aceptar algún trabajo de cuello azul, si tenía la suerte de encontrarlo, y a ganarse el pan con el sudor, como el resto de su barrio, después de haber pasado cuatro años con nosotros, los niños ricos de All Saints.
—Estoy bien, tío. —La sonrisa de Dean era feliz, pero los continuos golpecitos que daba con el pie en el suelo decían otra cosa—. De hecho, no quiero que te pille por sorpresa una cosa. ¿Me oyes? —Sonrió nervioso y se enderezó.
Justo entonces se abrió la puerta a mi espalda. Fuera quien fuera no se había molestado en llamar. Todo el mundo sabía que estaba prohibido entrar en esta habitación. Este era el espacio donde los Buenorros se montaban su fiesta privada. Las reglas estaban claras: si no te invitaban, no entrabas.
Las chicas en la habitación miraron a la puerta, pero yo seguí fumando mi maría y deseando que Alicia-Lucía se apartara de una maldita vez del bar. Quería una cerveza y no estaba de humor para hablar.
—¡Vaya! ¡Hola! —Dean saludó a la persona en la puerta y juro que todo su estúpido cuerpo sonrió.
Jaime saludó con un gesto de cabeza, se tensó en su asiento y me lanzó una mirada que yo estaba demasiado colocado como para comprender. Trent giró la cabeza hacia la puerta y gruñó un saludo.
—Quien sea que esté en la puerta, será mejor que tenga una maldita pizza y una vagina hecha de oro si quiere quedarse.
Apreté los dientes y, al fin, miré por encima del hombro hacia la puerta.
—Hey, hola a todos.
Cuando oí su voz, sentí algo extraño en el pecho.
Emilia. La hija de la sirvienta. «¿Qué hace aquí?». Nunca salía del apartamento del servicio durante mis fiestas. Además, no había vuelto a mirar en mi dirección desde que había salido corriendo de mi cuarto con su libro de matemáticas la semana pasada.
—¿Quién te ha dado permiso para venir aquí, Criada?
Eché una calada profunda al porro, exhalé una nube de humo dulce y rancio al aire e hice girar la silla para encararla.
Sus ojos cerúleos pasaron sobre mí para luego posarse en alguien a mi espalda. Se formó una sonrisa tímida en sus labios al encontrarlo. Dejé de oír el estruendo de la fiesta y solo vi su cara.
—Hola, Dean. —Bajó la mirada hacia sus Vans.
Llevaba su largo cabello color caramelo recogido en una trenza que le caía sobre un hombro. Vestía unos tejanos anchos y una camiseta de Daria que deliberadamente no combinaba con la chaqueta de lana naranja. Su sentido de la moda era juvenil y horrible, y todavía tenía una flor de cerezo en el dorso de la mano que se había dibujado durante la clase de literatura inglesa, así que ¿por qué coño estaba tan jodidamente sexy? No importaba. La odiaba de todos modos. Pero su aparente devoción a intentar no parecer atractiva, unida al hecho de que era atractiva, siempre me la ponía dura como una piedra.
Me giré hacia Dean. Él le devolvió la sonrisa. Una sonrisa boba por la que le habría roto todos los dientes.
«¿Qué. Mierda. Era. Esto?».
—¿Es que folláis? —Jaime hizo la pregunta que yo jamás habría dicho en voz alta tras hacer un globo con el chicle, mientras se acicalaba su largo cabello de surfero con la mano. No le importaba una mierda, pero sabía que a mí me interesaría.
—Por Dios, tío.
Dean se levantó, le dio una colleja y de repente empezó a comportarse como si fuera un tipo decente.
Lo conocía demasiado bien y sabía que no lo era. Se había acostado con tantas en ese mismo sofá del que se acababa de levantar que su ADN estaría permanentemente grabado en el cuero. No éramos buenos chicos. No estábamos hechos para ser novios. Joder, ni siquiera lo intentábamos ocultar. Y aparte de Jaime, que se había vuelto loco y no hacía más que pensar en astutos planes para ligar con la señora Greene como si fuera una animadora de primer curso, la monogamia no iba con nosotros.
Esto —y solo esto— hacía que no me gustara la idea de Dean con la Criada. Ya tenía bastantes problemas en mi vida. No quería tener que estar allí cuando le rompiera el corazón y el problema quedara en mi casa. Cuando los pedazos de su corazón quedaran tirados sobre mi suelo. Además, por poco que me gustara la Criada… no nos correspondía a nosotros destruirla. Era solo una chica de pueblo de Virginia con una gran sonrisa y un acento irritante. Su personalidad era como una canción del puñetero Michael Bublé. Fácil y sin pretensiones. Vaya, si la chica hasta me sonreía cuando me sorprendía mirando desde mi ventana hacia su dormitorio en el apartamento de los sirvientes como si fuera un pervertido.
¿Cómo de estúpida podía llegar a ser?
No era culpa suya que la odiara. Por escucharnos a Daryl y a mí hace varias semanas. Por parecerse a mi madrastra, Jo, y también sonar como ella.
—Qué bien que hayas venido. Siento que hayas tenido que entrar aquí. No me había dado cuenta de lo tarde que era. Este no es lugar para una dama —bromeó Dean, que recogió su chaqueta del brazo del sofá de cuero negro y fue hacia la puerta.
Le pasó el brazo por el hombro, y se me disparó un tic en el párpado izquierdo.
Le apartó un mechón de pelo que se había salido de la trenza y se lo puso detrás de la oreja, y se me tensó la mandíbula.
—Espero que tengas hambre. Conozco un sitio de marisco fantástico en la marina.
Ella sonrió.
—Claro. Me apunto.
Él se rio y aspiré con fuerza.
Entonces, se marcharon.
Joder, se marcharon.
Me pasé el porro a una esquina de la boca y me volví hacia el televisor. La habitación se quedó en silencio y todo el mundo me miró, a la espera de instrucciones. Joder, ¿qué diablos les pasaba a todos?
—Eh, tú. —Señalé a la chica a la que Trent había echado a medio polvo. Estaba arreglándose el pelo en un espejo junto a mi ordenador. Me di dos palmaditas en el regazo—. Ven aquí y tráete a tu amiga.
Le clavé la mirada a la otra. Era la chica a la que había rechazado hacía solo unos minutos. Qué bien que se hubiera quedado por allí.
Con una chica riendo en cada pierna, di una calada al porro y tiré del pelo de la primera hasta que su cara quedó frente a la mía y le di un morreo. Mientras la besaba, exhalé y eché el humo directamente en su boca. Ella lo recibió con un gritito ahogado de placer.
—Pásalo.
Con los ojos vidriosos, le acaricié el puente de la nariz con la punta de la mía. Ella sonrió sin abrir la boca y besó a la chica de la otra pierna, dejando que el humo pasara a su boca.
Trent y Jaime no nos quitaban la vista de encima.
—Probablemente solo son follamigos —dijo Trent mientras se frotaba la cabeza rapada con la mano—. No he sabido nada de esta mierda hasta esta noche, y Dean es tan capaz de guardar un secreto como yo de mantener la bragueta cerrada en una fiesta en la mansión Playboy.
—Sí —intervino Jaime—. Es Dean, tío. Nunca ha tenido una novia de verdad. ¡Si el tío no hace nada en serio en su vida! —Se puso en pie y se echó la chaqueta deportiva azul marino al hombro—. Bueno, yo me tengo que ir.
Por supuesto. A fingir que era cualquier imbécil en una página web de citas y pasarse la noche enviándole mensajes sexuales a la señora Greene. Juro que, de no haberle visto el pene en el vestuario, habría creído que Jaime en realidad tenía vagina.