Título:
Sirenas. Seducciones y metamorfosis
© Carlos García Gual, 2014
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2014
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: abril de 2014
ISBN: 978-84-16142-74-3
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
Ulysses and the Sirens, John William Waterhouse, 1891, óleo sobre lienzo, National Gallery of Victoria, Melbourne.
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
A modo de proemio
Parte I. El mundo antiguo
I. Genealogía de las sirenas
II. Los argonautas y Orfeo frente a las sirenas
Intermedio I. Tres poemas del Renacimiento
Intermedio II. Las sirenas y los argonautas
Parte II. Más allá del mundo antiguo
III. Eruditos mitólogos
IV. La interpretación alegórica: unas peligrosas rameras
V. Emblemas y metáforas
VI. ¡Sirenas a la vista! ‘Mermaids’ y ondinas
VII. Amores imposibles
VIII. Un abordaje fracasado
Intermedio III. Encuentros y desencuentros
Intermedio IV. Otros textos sueltos
IX. Reivindicación de las sirenas
X. Coda final
Nota bibliográfica
Una añeja canción de Lluís Llach decía:
Companys, si coneixeu
el cant de la sirena,
allà enmig de la mar,
jo l’aniria a veure…
El cantautor catalán expresaba así su deseo de intentar una visita a la misteriosa sirena, supuestamente lejana y marina: “Si conocéis, compañeros, el canto de la sirena” (y supone que sí) “en medio de la mar / quisiera yo ir a verla”.
Nuestro autor imaginaba una sirena única, esa que sus compañeros ya debían de conocer, y supone que estaba o acaso nadaba, lejos, en medio del mar.
¿Por qué quería visitarla? ¿Era, tal vez, solo para escuchar su voz y oírla cantar, o para algo más? ¿En qué residía el encanto fabuloso de esa sirena? Lástima que, por el momento, el cantor tuviera que renunciar o retrasar el tan deseado encuentro, porque sus obligaciones patrióticas, inmerso en su empeño tenaz de cantar contra la opresión franquista, le vetaban la excursión marinera. La sirena, evidentemente, era una invitación a la vacación de puro placer, pero el deber patriótico estaba antes que cualquier excursión hedonista y personal.
De todos modos esa sirena seductora no parecía ser, a fin de cuentas, una cantora peligrosa y voraz como aquellas que se encontraron con Ulises y Jasón. Más bien nos la imaginamos como la atractiva y bella y joven sirena que vemos pintada en la insignia de algunas tabernas griegas, sonriente y tumbada, como una maja semidesnuda, con grandes ojos oscuros, sinuosa y negra melena, con rotundos pechos y escamosa cola de pez, aguardando a un intrépido viajero. (A veces está pintada con una guitarra en las manos, y otras con un tridente de pescador, pero siempre en una pose tentadora de insinuante erotismo).
Invita la bella al pasajero a demorarse en sus dominios, a reposar entre sus blancos brazos, bajo encantos melódicos, y olvidar sus urgencias y destinos. “El canto de las sirenas” se ha convertido en expresión tópica, usada por muchos que ignoran la trayectoria, un tanto mítica y un mucho literaria, de las seductoras damas. De esa trayectoria del mito de las sirenas tratan las páginas siguientes, que rastrean sus metamorfosis y evocan sus prestigios y sus hechizos, desde sus orígenes en los más antiguos poemas griegos hasta los relatos fantásticos modernos y las estampas de resonancias románticas.
Comencemos anotando que en los textos antiguos las sirenas no están solas, sino en un grupo de dos o tres, y no en medio de la mar, sino aguardando el paso de las naves, apostadas en vela en alguna costa. En principio ningún héroe griego sentía ansia de verlas. Su atractivo iba unido al espanto. Su reclamo no radicaba en su belleza, sino en su misterioso canto. ¿Las divisó acaso Ulises? ¿Las vio, un tanto de lejos, Jasón?
Ciertamente, encontrarse con ellas no era nada deseable, y de no ser arrastrado por su hechizo ningún navegante antiguo habría querido hacer una visita a esas míticas damas; la mera posibilidad de un tal encuentro les producía un terror desmedido, pues se las suponía taimados monstruos cuya melodía placentera invitaba a una triste muerte.
Evidentemente sus imágenes fueron cambiando, a lo largo de una larga tradición poética y fabulosa. Y media una larga distancia entre esa sirena de la canción catalana y la que nos ofrecen las antiguas representaciones del arte y los textos de los griegos. De eso se tratará aquí. De los extraños y sugestivos disfraces de las figuras de las sirenas para intentar una explicación de su perdurable prestigio y sus seductoras metamorfosis. Intentemos una visita, ya que no a las sirenas, al menos a sus curiosas representaciones en el imaginario occidental, recogiendo y contrastando las noticias de varias épocas sobre las cantarinas y seductoras damas marinas.
No se trata de una aventura inédita. Ni mucho menos. Esas metamorfosis, en la literatura y la plástica, están bien atestiguadas y son muy conocidas. Bastará como rauda muestra citar unas líneas de una conocida nota de J. L. Borges, entresacada de su ensayo “El arte narrativo y la magia”, ahora inserto en su libro Discusión:
A lo largo del tiempo, las sirenas cambian de forma. Su primer historiador, el rapsoda del duodécimo libro de la Odisea, no nos dice cómo eran; para Ovidio, son pájaros de plumaje rojizo y cara de virgen; para Apolonio de Rodas, de medio cuerpo para arriba son mujeres, y en lo restante, pájaros; para el maestro Tirso de Molina (y para la heráldica), ‘la mitad mujeres, peces la mitad’. No menos discutible es su índole; ninfas las llama; el diccionario clásico de Lamprière entiende que son ninfas, el de Quicherat que son monstruos y el de Grimal que son demonios. Moran en una isla del poniente, cerca de la isla de Circe, pero el cadáver de una de ellas, Parténope, fue encontrado en Campania, y dio su nombre a la famosa ciudad que ahora lleva el de Nápoles, y el geógrafo Estrabón vio su tumba y presenció los juegos gimnásticos y la carrera con antorchas que periódicamente se celebraban para honrar su memoria.
El idioma inglés –sigue anotando Borges– distingue la sirena clásica (siren) de las que tienen cola de pez (mermaids). En la formación de estas últimas habían influido por analogía los tritones, divinidades del cortejo de Poseidón.
Lo que define la imagen de la sirena es su figura híbrida (mitad mujer, mitad pájaro alado o semipez de plateada cola) y su poder de atracción o seducción, generalmente unido a su feminidad y en principio a su canto melodioso. Es un ser entre dos mundos –la tierra y el mar, la vida y la muerte, este mundo y el otro, el mundo celeste y el submarino. Emblema fúnebre, se yergue, a modo de esfinge silenciosa, sobre tumbas y se dibuja en las estelas, guardiana enigmática en el umbral del viaje al otro mundo.
Las sirenas atrapan y arrastran, no con garras (como sus horribles primas, las arpías), sino con su canto meloso, sugestivo. Ejercen una irresistible fascinación a través de sus melodías y promesas. Sus voces trenzan un lazo seductor, canto y encanto que se despliega en el aire quieto hasta el navío que se les aproxima con su robusta tropa de esforzados e ingenuos marineros. La seducción de las sirenas estriba en su promesa de gozar a su vera de exquisitos placeres, oyendo sus cantos y saboreando los idílicos encantos que dispensan, olvidando en sus arrullos el penoso navegar. El riesgo es que ese descanso, distracción y desvío sin fin del destino de los viandantes, suponga un quebranto de la ardua travesía, pérdida del regreso al hogar, trampa letal, mortífera. El hechizo del placer lleva a una amnesia tan densa como la causada por la droga floral de los lotófagos. Quien arriba a la isla de las sirenas se queda allí, olvida para siempre el viaje, como atestiguan los huesos y pieles que se pudren entre las flores de la isla.
De esa llamada de placer se hace más tarde una interpretación erótica y sexual. Como veremos, los intérpretes cristianos denuncian en ella una incitación a la lujuria pecaminosa. Sin duda porque veían en ese reclamo de placeres femeninos una seducción más efectiva que la propuesta de saber con que quisieron seducir al inquieto Ulises, que solo se salvó gracias a que pasaba bien amarrado al pie del mástil. Más tarde la seducción sirénica dejó de ser auditiva, para hacerse ante todo imagen visual. Era el aspecto de las bellísimas y desnudas damas de las aguas y sus gestos provocativos lo que tentaba a quienes las divisaban. Mucho más que su voz y su mensaje musical, aunque siguieran cantando. De ahí la progresiva sexualización de los encantos de las hermosísimas damas acuáticas. El bello rostro de las sirenas que emergían de las aguas azules, enmarcado por largas cabelleras sinuosas y pechos tersos y rotundos, parecía una alegre promesa de furtivos deleites amorosos. Mórbidas y lúbricas delicias prometían las damas de las aguas, con sus propuestas de comercio erótico ocasional y acaso un exótico viaje submarino. Para los clérigos y moralistas las sirenas eran señuelo del placer sensual y sexual, imagen alegórica de alegres cortesanas y prostitutas que amenazaban la bolsa y la vida de los jóvenes de buena familia. (Contra tales tentaciones ensalzaron como modelo de virtud la artimaña de Ulises, el héroe atado al mástil de su nave).
Luego unos poetas románticos alemanes, aficionados a monstruos y maravillas, advirtieron un nuevo motivo en los ambiguos encantos de las sirenas: la seducción de un amor imposible. Descubrieron sirenas solitarias en los ríos germánicos. Por entonces estas ya se habían confundido con las náyades y con las ondinas, a veces seguían siendo formidables cantoras, pero otras era solo su seductora y misteriosa belleza, tal vez en rocosos recodos del río, o en lagos escondidos, silenciosas y mirándose en sus espejos y peinando sus largos cabellos rubios. Fascinaban a los navegantes que, atraídos por su hechizo, perdían rumbo y estrellaban su barco en las rocas.
Más tarde algunos pintores postrománticos imaginaron sirenas más agresivas que surgían del mar embravecido para asaltar los barcos y arrojarse sobre los marineros con tremendo furor erótico, fantasmas impúdicos de la típica femme fatale de moda en el siglo XIX. El romanticismo creó, también, en contraste con una y otra imagen mítica el personaje femenino de la sirena enamorada, ansiosa de cambiar de estatus y hacerse mujer, cambiando su cola por dos esbeltas piernas, para casarse con su amado, abandonando su nativo palacio submarino. Por la misma época surgió, de modo paralelo, el cuento del pescador enamorado de la sirenita, que desea irse a vivir con su amada en el fondo del mar, en matrimonio húmedo y feliz, pero de dudoso final feliz. Relatos de amores imposibles con un nuevo trasfondo sentimental.
Queda como elemento básico del mito antiguo su cebo placentero: la sirena simboliza la invitación al placer. “Un canto de sirena” es sinónimo de una tentación hedonista. La voz de las sirenas, acaso una melodía, o acaso la imagen de una sirena de húmedos y largos cabellos y hermosos pechos desnudos, que en medio del camino intenta detener al viajero con sus promesas seductoras. Le dice: “¡Detente y ven aquí, a nuestro lado, esforzado peregrino!”, “¡Olvida tu destino y tu prisa, oh querido desconocido, y acude ya a mis cariñosos brazos!”, “¡Haz un alto en tu rauda ruta y descansa para gozar un rato, y volverás luego a casa más sabio y alegre!”. No parece fácil escapar al canto de las sirenas, canto que Homero calificaba de “meloso”, cuando el viajero no tiene, como tuvo Ulises, ni remeros ni mástil para eludir sus lazos con ataduras más fuertes.
Las sirenas pisciformes no necesitan cantar ni tocar instrumentos musicales para mostrarse atractivas. (Aunque la música y la canción pueden acompañarlas siempre). Les basta, ciertamente, con su pícara belleza y el hechizo de sus lúbricas sugerencias para atraerse a marineros, y no solo a marineros, sino a cualquier paseante hastiado de su rutina diaria y su deber cansino. No habitan ya en islas floridas, sino en el amplio mar. Al modernizarse, no seducen con sus promesas de saber del más allá; sin canto mágico despliegan sus encantos eróticos ofreciendo placer a cierto precio, venales y banales.
Abundan las imágenes de fingidas sirenas, imitadoras y réplicas baratas de las bellas damas submarinas. Pueden salirnos al paso insinuantes y atractivas en locales festivos muy varios, y en antros nocturnos como cabareteras de rojos labios y ojos oscuros. E incluso, en su versión más superficial y burguesa, campean en el emblema de una taberna o el nombre de una cafetería. Pero ahí son ya solo pintadas sombras de lo que fueron. Si aún invitan al viandante a detenerse y olvidar la rutina y la prisa con un breve narcótico son solo versiones baratas de las antiguas hechiceras. Insinúan una chispa de placer e invitan a una parada amable y sin riesgos (aunque nunca se sabe).
Al final, todo lo mítico se evapora, se trivializa y desmitifica. Esas sirenas que vemos pintadas en el escaparate de un café o una taberna –como esa de Dublín en que entra Leopold Bloom en el Ulises de Joyce o la sirena de doble cola que luce taimada y sonriente en el emblema de la cafetería Starbucks– son un eco trivial de las seductoras de antaño. Los encantos de las sirenas se han difuminado, y ahora son apenas destellos mínimos, un vago espejismo. Pero vale la pena, creo, recordar cuán largo camino hizo su mito y cómo cambiaron las figuras y los encantos de estas damas de antaño. Una intrigante historia, de múltiples ecos poéticos y pictóricos.
Odiseo y las sirenas en un aríbalo corintio hacia 560 a. de C.
Aladas y mortíferas, las míticas sirenas de la Grecia antigua eran hijas del río Aqueloo y de una de las musas (Melpómene o Calíope o Terpsícore). De su fluvial progenitor heredaron su afición a las aguas marinas –a la costa desde donde avizoran el paso de las naves– y de su madre divina el don del canto y la afición musical. No tiene mucha importancia decidir si preferimos como madre a Melpómene, como afirmaban Apolodoro y Eustacio; a Terpsícore, como dice Apolonio de Rodas; o a Calcíope, como anota el latino Servio, el comentarista de la Eneida. En los dos primeros nombres de las musas laten atractivas referencias al canto (melpein), y al placer (terpsis), el tercero evoca la “voz de bronce” que es un buen epíteto para una cantora que lanza su mensaje retumbante desde lejos.
Hay otras propuestas genealógicas, como la que ofrece el tardío orador Libanio, que cuenta que las sirenas nacieron de la sangre del Aqueloo, muerto por el heroico Heracles, caída sobre la fecunda Tierra. Así también en un pasaje de la Helena de Eurípides, la bella de Esparta las invoca como “vírgenes hijas de la tierra”. El erudito Plutarco, citando un pasaje de una tragedia perdida de Sófocles, las apellida “hijas de Forco”, un gigante primordial, hijo de Ponto y Gea (Mar y Tierra), arcaico y prolífico progenitor de variados monstruos.
Como se sabe, no son infrecuentes las variantes en las genealogías antiguas. Quedémonos con la relación filial de las sirenas con el formidable y divino río y una de las más venerables musas. Es la más tradicional y la que explica mejor algunos de sus rasgos. Podemos citar, sacados de textos diversos, algunos nombres de las sirenas: Aglaofeme, Telxiepia, Pisínoe, Parténope, Leucosia, Telxíope, Molpe, Aglaófono, Ligeia.1 Algunos aluden a la “voz”, el “encanto” o el “placer” de las formidables cantoras; pero no indican nada más. Las sirenas aparecen en grupo, dos o tres o cuatro; tal vez una canta y otra toca la flauta y otra la lira, pero no tienen rasgos que las distingan o las singularicen.
Las sirenas pertenecen al género de las terribles figuras femeninas, un tanto híbridas por su origen y su figura, que amenazan a los viajeros y combaten contra los héroes. Como las gorgonas, las harpías, las esfinges, y las erinnias, mantienen una oscura conexión con el Hades; y, en contraste con las musas y las nereidas, están asociadas al espanto.
El nombre seirén parece relacionarse con el de la “soga” (seirá)2 y las sirenas serían algo así como “las que atan” (como las harpías son, según una fácil etimología, las que “arrebatan”, y la esfinge, la “estranguladora”). Pero su lazo es la voz, o el canto y la música, con la que atraen y amarran, es decir, cazan y hechizan a sus presas.
En la iconografía funeraria la figura de la sirena pétrea se alza sobre las tumbas. “Cantoras de muerte”, que no sueltan a aquel al que han capturado con su encanto, y dotadas de alas, como sus congéneres, para subrayar su alcurnia divina, pero no sabemos que se sirvan de ellas para cualquier asalto.
En las representaciones plásticas del imaginario mítico griego hay otras figuras femeninas parecidas a las sirenas, en representaciones pictóricas y relieves funerarios. Como ellas, son seres alados que traen augurios de muerte: las harpías y las esfinges.3
La mayoría de los griegos primitivos consideraban a las sirenas como mujeres-aves y las asociaban con aves como las que se posan en el aparejo de las embarcaciones del arte geométrico. Resulta a menudo muy difícil distinguirlas de las arpías, aunque es más probable que la arpía opere en solitario y las sirenas por parejas; la arpía es menos musical y le gustan más los muchachos muertos que los vivos. Cuando la sirena desarrolla más adelante patas palmeadas y la arpía conserva sus garras, se apartan de forma más señalada de su modelo egipcio común, el ba (el demonio o espíritu raptor del alma del difunto). Cuando no hay hombres que costeen su isla, las sirenas pueden aparecer representadas rollizas y deleitándose a sí mismas, haciéndose carantoñas entre sí; la sirena aparece algunas veces ensimismada, probándose un collar o mirándose en un espejo. La esfinge espera al lado de las arpías más jóvenes en el campo de batalla; como la sirena, señala la tumba; su función más generalizada en toda la Antigüedad clásica es la de actuar como un perro guardián: sobre una estela o pilar sepulcral, para castigar a quienes molesten a los difuntos. Los muertos son, pues, sus víctimas y sus amantes a la vez.
De todos modos, notemos que las arpías o harpías, con sus aires vampíricos y sus garras raptoras (en griego harpádso es “raptar” y harpe “garra”) son bastante más espantosas y violentas que las voluptuosas sirenas y, desde luego, más voladoras. Las sirenas se asientan en un preciso lugar, y en este rasgo se parecen más a las esfinges. Están “sentadas” en un prado florido en una isla (llamada, según Hesíodo, Anthemoessa, la “floreciente”) y no se alejan volando del lugar donde acechan y aguardan a sus presas. De su madre, una musa, les viene el don divino del canto y su prodigiosa voz (en contraste con los graznidos de las harpías y la letanía enigmática de la esfinge). Fueron acaso –como cuenta una variante mítica que veremos– al principio bellas compañeras de Perséfone antes de convertirse en siniestras pájaras canoras.
Podemos insistir en este aspecto de las sirenas, citando unas sugerentes líneas de Ana Iriarte:4
Al estudiar la figura mítica de las sirenas se tiende a distinguir las descaradas cantantes que asaltaron a los argonautas y a Odiseo con su insinuante voz, de las estatuas en forma de pájaro con rostro de doncella habitualmente presentes en las tumbas.
A principios del siglo XX, estas sirenas de las estelas funerarias fueron identificadas como representaciones de la concepción griega del alma en forma de daímon alado. En la actualidad muchos especialistas han renunciado a reconocer en las sirenas la figura del alma del difunto, aunque se admite, por lo general, que la evolución de esta idea del alma-pájaro habría originado toda una familia de genios fúnebres de la que, además de las sirenas, formarían parte las harpías, las esfinges, las keres y las erinias. Un grupo de figuras tan femeninas como virginales que, por otra parte, no cesan de reflejar la concepción –muy presente en el pensamiento griego– de la doncella como portadora de la muerte.
La representante por excelencia de esta idea de la muerte relacionada con la feminidad es Perséfone, soberana del Hades con la que las sirenas mantuvieron una estrecha relación desde la infancia. Apolonio de Rodas no es el único en aludir a los desenfadados agasajos que la niña Perséfone recibía de las sirenas. Ovidio también evoca a las sirenas como compañeras de la futura reina del Hades, cuando esta se complacía, al modo de las muchachas griegas, recolectando flores. Tanto Perséfone como las sirenas mantendrán por siempre su título de ‘doncellas’, pero esto no les evita experimentar el proceso de madurez y, de la misma manera que Perséfone es forzada a abandonar su despreocupado mundo de adolescente para convertirse en la sombría reina del Hades, las sirenas alcanzan la edad adulta convirtiéndose en letales seductoras de hombres.
Pues bien, la imagen de las sirenas como componentes del cortejo de Perséfone, que de forma tan explícita exponen los autores citados, se remonta hasta la época clásica, como permite comprobar la Helena de Eurípides. Cuando esta heroína se lamenta en la isla egipcia de Faros por las muertes que ella misma ha generado en la guerra de Troya, invoca a las sirenas como intermediarias directas de Perséfone y les pide que sean el eco de su treno para que este pueda alcanzar el mundo subterráneo, que reflejen su estado de ánimo para consolar a los que perdieron la vida por causa de la ilícita pasión que le inspiró el oriental Paris:
Jóvenes aladas,
doncellas hijas de la tierra,
sirenas, ojalá pudierais venir
a acompañar mis lamentos
con la flauta libia de loto,
con la siringa o con la lira,
respondiendo con lágrimas
a mis deplorables desgracias,
con sufrimientos a mis sufrimientos, con cantos a mis cantos.
Que se una a mis sollozos,
enviándome vuestra fúnebre música, Perséfone
y recibirá de mí a cambio, allá en sus moradas nocturnas,
el peán regado con lágrimas que dedico a los muertos difuntos.
(Eurípides, Helena 169-179).
Cantantes mediadoras entre los vivos que se disponen a celebrar a sus difuntos y estos últimos, las sirenas encuentran su lugar en el intersticio de los dos mundos. (Nótese que ya aquí las sirenas emplean instrumentos musicales: flauta y siringa o lira. Aquí no es ya su mensaje verbal, sino su fúnebre melodía lo que caracteriza su canto). En este espacio intermedio las doncellas–pájaro conviven con una serie de genios fúnebres dedicados a funciones específicas, pero con los que comparten la misión común de desplazarse entre la superficie de la tierra y el profundo Más Allá.5
Pero veamos ya, atentamente, el texto literario que introduce a las sirenas en la épica y luego resonará a lo largo de toda la tradición literaria europea.
Fue Circe, la seductora y sabia hechicera, quien, al despedir al héroe y advertirle los riesgos futuros de su navegación, informó a Ulises de la peligrosísima emboscada de las sirenas:
En primer lugar, llegarás cerca de las sirenas,
las que hechizan a todos los hombres que se les aproximan.
A quienquiera que en su ignorancia se les acerca y escucha
la voz de las sirenas, a ese no le abrazarán de nuevo
su mujer ni sus hijos, contentos de su regreso a casa.
Allá las sirenas lo hechizan con su canto fascinante,
situadas en una pradera. Alrededor de ellas amarillea
un gran montón de huesos y renegridos y podridos pellejos humanos.
¡Por allá cruza a toda prisa! En las orejas de tus compañeros
pon tapones de cera melosa, para que ninguno de ellos las oiga.
En cuanto a ti mismo, si es que quieres escucharlas,
que te sujeten a bordo de tu rauda nave de pies y manos,
atándote fuerte al mástil, y que dejen bien tensas las amarras,
para que puedas oír para tu placer la voz de las dos sirenas.
Y si te pones a suplicar y ordenar a tus compañeros que te suelten,
que ellos te aseguren entonces con más ligaduras.
Después, cuando ya tus compañeros las hayan pasado de largo,
no voy a explicarte de modo puntual cuál será tu ruta,
porque debes decidirla tú mismo en tu ánimo.
En estos versos (Odisea XII, 40-58) recuerda el héroe narrador cómo la diosa le advirtió benévola una salida del terrible paso. Es Circe quien le sugiere el taimado recurso para escuchar el canto de las sirenas sin caer en sus fascinantes lazos: cruzar muy bien atado al palo del barco el espacio marino donde resuenan sus voces seductoras, y así llegar a sentir el placer de sus reclamos, único oyente de las voces femeninas en medio de los curvados y sordos remeros. El curioso Odiseo podrá gracias a esos lazos marineros gozar furtivamente del hechizo y escapar de él. (Recordemos que es muy hábil en eso de escapar de mágicos hechizos femeninos; se había librado bien de los de la misma Circe, con la oportuna ayuda de Hermes). No fue por tanto una idea de Ulises, sino un ardid sugerido por Circe para salir bien del apuro, un hábil truco de celebrada resonancia.
Lo cuenta él mismo algo más adelante (versos 155-200):
Entonces yo hablé a mis compañeros con ánimo afligido:
‘Amigos, no debe ser uno solo ni dos los únicos
que conozcan las profecías que me dijo Circe, divina entre las diosas.
Así que os las contaré para que, conociéndolas todos, o muramos
o tomemos precauciones para rehuir la muerte y el destino.
Primero, nos aconseja guardarnos de la voz y el prado florido de las sirenas.
A mí solo me permite escuchar su voz. Atadme, pues, con fuertes ligaduras,
para que me quede aquí firme, junto al mástil,
y se mantengan muy fuertes las amarras.
Y si suplico y ordeno que me desatéis, entonces atadme
más fuerte con otras maromas’.
Con semejantes palabras informé de todo a mis camaradas,
mientras que la bien construida nave llegaba a la isla de las dos sirenas.
Un viento propicio la impulsaba. De pronto allí amainó el aire
y sobrevino una calma chicha, y la divinidad adormeció las olas.
Los compañeros se levantaron y replegaron las velas del navío,
y las recogieron dentro de la cóncava nave y, manejando los remos,
sentados uno tras otro golpeaban el mar con las pulidas palas.
A mi vez yo rebané una gruesa tajada de cera
y la fui moldeando en pequeños trozos con mis robustas manos.
Pronto se iba caldeando la cera, ya que la obligaba también
la fuerte presión de los rayos de Helios, el soberano hiperiónida.
A todos mis compañeros, uno tras otro, les taponé los oídos con la masa.
Y ellos me ataron a su vez de pies y manos, erguido, al mástil,
y reforzaron las amarras de este. Y sentados a los remos
se pusieron a batir el mar espumoso con sus palas.
Pero cuando ya distábamos tanto como alcanza un grito,
en nuestro presuroso avance, a ellas no les pasó inadvertido
que nuestra rauda nave se acercaba, y emitieron su sonoro canto:
‘¡Ven, acércate, muy famoso Odiseo, gran gloria de los aqueos!
¡Detén tu navío para escuchar nuestra voz! Pues jamás pasó de largo
por aquí nadie en su negra nave sin escuchar la voz de dulce encanto
de nuestras bocas. Al contrario, siempre el viajero, deleitándose,
navega luego más sabio.
Sabemos ciertamente todo cuanto en la amplia Troya
penaron argivos y troyanos por voluntad de los dioses.
Sabemos cuanto acontece en la tierra prolífica’.
Así decían desplegando su bella voz. Mi corazón ansiaba escucharlas
y me puse a ordenar a mis compañeros que me destaran
gesticulando con mis cejas. Ellos se curvaban a los remos y bogaban.
Pronto se alzaron Perimedes y Euríloco y vinieron a sujetarme
más firmemente con las sogas. Y cuando ya las hubimos dejado atrás
y no oíamos ya ni la voz ni el canto de las sirenas,
entonces mis compañeros se quitaron aquella cera
con la que yo les había taponado los oídos y me libraron de las cuerdas.
Las misteriosas cantoras intentan atrapar a los viajeros con su canto “melífluo”, que a modo de mágico y viscoso lazo lanzan desde la costa rocosa donde se pudren al sol los restos de sus víctimas, anónimos incautos que pararon en su prado florido. Si el nombre de seirenes significó en su origen “las que ensogan y ligan”, esta vez les fallaron sus lazos: el prudente Ulises estaba muy bien sujeto por otros al mástil. Y sus ataduras le protegían, gracias al consejo de Circe, de las redes de fatal seducción que desplegaban en vano las musicales, seductoras y truculentas sirenas. (En este texto odiseico son solo dos, pero en las pinturas en cerámica de época arcaica y clásica aparecen pronto tres que a veces manejan instrumentos musicales).
Veremos luego algún otro relato de encuentro de héroes con las cantoras sirenas, pero de antemano advertimos que nadie más nos cuenta lo que ellas cantaban y prometían. Al respecto son muchos los comentarios; si bien no solucionan todas las preguntas. Ya el emperador Tiberio –según cuenta Suetonio– fatigaba a sus eruditos con su tenaz cuestión: “¿Qué cantaban las sirenas?”. La única pista fiable, repitámoslo, está en el pasaje homérico. (Aunque, según sabemos, Ulises no fue siempre un narrador veraz).
En todo caso, veamos algunos detalles significativos, como los que destaca muy bien G. Aurelio Privitera en su esmerado libro sobre la Odisea:6
Antes de que la nave apareciera, las sirenas callaban; apenas la avistan y piensan que Odiseo podía oírlas, prometen cantarle sus propias glorias. Ellas saben todo del pasado, pero nada del presente: ni siquiera advierten que Odiseo está atado y que sus compañeros no pueden oírlas.
La prueba impuesta a Odiseo es doble: Odiseo se enfrenta a un canto sobrehumano y se enfrenta a su propia historia. Se encuentra delante de un espejo. Ya Narciso se había mirado en una fuente y se había ahogado admirando su bella imagen en el agua. En cambio Odiseo huye. Y mientras huye, las sirenas lo saludan y lo celebran como uno de los más gloriosos guerreros iliádicos.