V.1: marzo de 2020
Título original: The Calculating Stars
Publicado originalmente por Gollanz, un sello de Orion Publishing Group (Londres).
© Mary Robinette Kowal, 2018
© de la traducción, Aitana Vega Casiano, 2020
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados.
Diseño de cubierta: Tor
Imagen de cubierta: Gregory Manchess
Lectura de galeradas: Carla Plumed
Publicado por Oz Editorial
C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@ozeditorial.com
www.ozeditorial.com
ISBN: 978-84-17525-67-5
THEMA: FM
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Mary Robinette Kowal es una autora estadounidense de ciencia ficción y fantasía histórica que ha saltado a la fama recientemente por su saga La astronauta, con la que ha ganado los prestigiosos premios Nébula, Locus y Hugo. Además, Hacia las estrellas, la primera entrega de esta serie, figura entre los diez mejores libros de ciencia ficción de publicaciones como el Publishers Weekly, Locus, el Chicago Review of Books o The Verge. Mary Robinette vive en Nashville con su marido, Rob, dos gatos y más de una docena de máquinas de escribir.
En un frío día primaveral de 1952, un meteorito impacta contra la Tierra y arrasa la Costa Este de Estados Unidos. Pronto, las consecuencias de tal cataclismo harán del planeta un lugar inhóspito, como ocurrió antes de la extinción de los dinosaurios. Esta terrible amenaza obliga a la humanidad a acelerar radicalmente sus esfuerzos para colonizar el espacio.
Elma York, piloto del Servicio Aéreo Femenino y matemática, será una de las mujeres que trabajarán en la Coalición Espacial Internacional como calculadoras para llevar al hombre a la Luna. Su ambición por convertirse en astronauta hará que se enfrente a una sociedad que no está preparada para ver a una mujer rumbo hacia las estrellas.
«Elma York es lo que le falta a la NASA: una heroína con garra.»
The Wall Street Journal
Ganador del Premio Nébula
Ganador del Premio Locus
Ganador del Premio Hugo
Página de créditos
Sinopsis
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Segunda parte
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Agradecimientos
Nota histórica
Bibliografía
Sobre la autora
Se cree que el rey ha muerto. No esperamos más.
Los laureles de esta tierra están marchitos
y los meteoros asustan a los astros.
La pálida Luna nos mira ensangrentada
y flacos videntes murmuran un temible cambio.
El rico está triste y el granuja salta y baila:
el uno teme perder lo que posee;
el otro espera poseer por saña y guerra.
Son anuncios de la muerte o caída de los reyes.
Ricardo II, William Shakespeare
Chaikin, Andrew. A Man on the Moon: The Voyages of the Apollo Astronauts. Publicado por Penguin Books (2007).
Collins, Michael. Carrying the Fire: An Astronaut’s Journeys. Publicado por Farrar, Straus and Giroux (2009).
Hadfield, Chris. Guía de un astronauta para vivir en la Tierra: lo que viajar al espacio me enseñó sobre el ingenio, la determinación y cómo estar preparado para todo. Publicado por Ediciones B (2014).
Hardesty, Von. Black Wings: Courageous Stories of African Americans in Aviation and Space History. Publicado por Smithsonian (2008).
Holt, Nathalia. Rise of the Rocket Girls: The Women Who Propelled Us, from Missiles to the Moon to Mars. Publicado por Back Bay Books (2017).
Nolen, Stephanie. Promised the Moon: The Untold Story of the First Women in the Space Race. Publicado por Basic Books (2004).
Roach, Mary. Packing for Mars: The Curious Science of Life in the Void. Publicado por W. W. Norton & Company (2010).
Scott, David Meerman y Jurek, Richard. Marketing the Moon: The Selling of the Apollo Lunar Program. Publicado por The MIT Press (2014).
Shetterly, Margot Lee. Figuras ocultas: el sueño americano y la historia jamás contada de las mujeres matemáticas afroamericanas que ayudaron a ganar la carrera espacial. Publicado por Harper Collins Ibérica (2017).
Sobel, Dava. El universo de cristal: la historia de las mujeres de Harvard que nos acercaron a las estrellas. Publicado por Capitán Swing (2017).
Teitel, Amy Shira. Breaking the Chains of Gravity: The Story of Spaceflight before NASA. Publicado por Bloomsbury Sigma (2016).
Von Braun, Wernher. Project MARS: A Technical Tale. Publicado por Collector’s Guide Publishing, Inc (2006).
El presidente Dewey felicita al NACA por el lanzamiento del satélite
3 de marzo de 1952 (AP) — El Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica (NACA) ha puesto en órbita su tercer satélite, que tiene la capacidad de enviar señales de radio a la Tierra y medir la radiación en el espacio. El presidente niega que el satélite tenga fines militares y asegura que su misión es la exploración científica.
¿Recuerdas dónde estabas cuando impactó el meteorito? Nunca he entendido por qué se hace esa pregunta; pues claro que me acuerdo. Yo estaba en la montaña con Nathaniel. Tenía una cabaña que había heredado de su padre y, a veces, íbamos allí a contemplar las estrellas. En la cabaña, contemplar las estrellas significaba sexo. No finjas que te sorprende. Nathaniel y yo éramos una pareja casada, joven y sana, así que la gran mayoría de las estrellas las veía dentro de mis propios párpados.
Si hubiera sabido cuánto tiempo iban a pasar escondidas, habría mirado más a menudo por el telescopio.
Estábamos tumbados en la cama, enrollados en las sábanas. La luz de la mañana se colaba entre la nieve plateada, pero no calentaba la habitación. Llevábamos horas despiertos, aunque no nos habíamos levantado por motivos evidentes. Nathaniel me rodeaba con la pierna y estaba acurrucado a mi lado mientras me recorría con un dedo la forma de la clavícula al ritmo de la música que salía de la pequeña radio a pilas. Me retorcí por sus atenciones y le palmeé el hombro.
—Mi hombre de sesenta minutos.
Resopló y su aliento me hizo cosquillas en el cuello.
—¿Significa eso que me quedan otros quince minutos de besos?
—Si enciendes el fuego.
—Pensaba que ya lo había hecho —respondió, pero se incorporó con el codo y salió de la cama.
Habíamos decidido tomarnos un descanso más que merecido después del esfuerzo titánico que había supuesto prepararnos para el lanzamiento del satélite del Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica. Por suerte, yo también trabajaba en el NACA haciendo cálculos; de lo contrario, no habría visto a Nathaniel despierto en los últimos dos meses.
Me tapé con las sábanas y me tumbé de lado para observarlo. Estaba delgado y solo el tiempo que había pasado en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial evitaba que estuviera escuálido. Me encantaba ver cómo los músculos se movían bajo su piel mientras sacaba la madera de la pila que había bajo la ventana. La nieve era un fondo perfecto y la luz plateada se le reflejaba en los mechones de pelo rubio.
Entonces, el mundo se iluminó.
Si el 3 de marzo de 1952, a las 9.53 de la mañana, estabas a menos de ochocientos kilómetros de Washington D. C. y tenías una ventana delante, seguro que recuerdas la luz. Primero, durante un instante, roja, y, luego, de un blanco tan intenso que se tragó hasta las sombras. Nathaniel se incorporó de golpe, con el tronco aún en las manos.
—¡Elma, tápate los ojos!
Lo hice. Cuánta luz. Tenía que ser una bomba atómica. Los rusos no estaban muy contentos con nosotros desde que el presidente Dewey había ocupado el cargo. Dios. El centro de la explosión debía de estar en D. C. ¿Cuánto quedaba para que llegase hasta nosotros? Los dos habíamos estado en Trinity en las pruebas de la bomba atómica, pero los números se me escurrían. D. C. se encontraba lo bastante alejado como para que el calor no nos alcanzara, pero aquello desencadenaría la guerra que todos temíamos.
Me quedé sentada con los ojos cerrados hasta que la luz se desvaneció.
No ocurrió nada. La música de la radio siguió sonando. Si la radio funcionaba, entonces no se había producido ningún pulso electromagnético. Abrí los ojos.
—Vale. —Levanté el pulgar hacia la radio—. No es una bomba atómica.
Nathaniel se había alejado de la ventana, pero todavía sujetaba el tronco. Le daba vueltas con las manos mientras miraba al exterior.
—No hemos oído nada todavía. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
En la radio aún sonaba «Sixty Minute Man». ¿Qué había sido esa luz?
—No lo he contado. ¿Algo más de un minuto? —Me estremecí mientras calculaba la velocidad del sonido; los segundos pasaron—. Cero coma tres kilómetros por segundo. El epicentro tiene que estar al menos a treinta y dos kilómetros.
Nathaniel se detuvo y agarró el jersey. Los segundos siguieron pasando. Cincuenta kilómetros. Sesenta y cinco. Ochenta.
—Ha tenido que ser una explosión muy grande para brillar de esa manera.
Respiré hondo y negué con la cabeza, más por el deseo de que no fuera cierto que por convencimiento.
—No ha sido una bomba atómica.
—Me encantaría oír otras teorías.
Se puso el jersey y la electricidad estática de la lana le revolvió el pelo. La canción cambió a «Some Enchanted Evening». Salí de la cama y recuperé el sujetador y los vaqueros que me había quitado el día anterior. Fuera, la nieve revoloteaba frente a la ventana.
—No han interrumpido la emisión de la radio, así que ha tenido que ser algo relativamente benigno o, al menos, localizado. A lo mejor ha explotado una fábrica de munición.
—¿Y un meteoro?
—¡Oye! —No era una mala idea y explicaría por qué la radio seguía sonando. Era algo localizado. Suspiré con alivio—. Nos habrá pasado por encima. Si lo que hemos visto ha sido cómo ardía, eso explicaría por qué no ha habido una explosión. Mucha luz y mucho ruido, pero pocas nueces.
Nathaniel me rozó los dedos con los suyos y me apartó la mano del cierre del sujetador. Me colocó el tirante y me acarició desde los omoplatos hasta los brazos, donde dejó reposar las manos. Sentí calor en la piel. Me incliné para apoyarme en él, pero no dejaba de pensar en la luz. Había brillado demasiado. Me abrazó con delicadeza y me soltó.
—Sí.
—¿Sí? ¿Ha sido un meteoro?
—Sí. Deberíamos volver.
Quería creer que solo era casualidad, pero la luz se veía incluso con los ojos cerrados. Mientras nos vestíamos, en la radio sonaba una canción alegre tras otra. Quizá por eso me puse las botas de montaña y no los mocasines, porque una parte de mi cerebro esperaba que las cosas empeorasen. Ninguno de los dos lo mencionó, pero, cada vez que terminaba una canción, miraba a la radio, segura de que por fin alguien nos contaría qué había ocurrido.
El suelo de la cabaña tembló.
Lo primero que pensé fue que un camión muy pesado pasaba cerca, pero estábamos en mitad de la nada. El petirrojo de porcelana de la mesita de noche bailó por toda la superficie y se cayó. Lo lógico sería que, como física, fuera capaz de reconocer un terremoto más rápido, pero estábamos en las Pocono, un punto geológicamente estable.
Nathaniel no le dio tantas vueltas. Me agarró de la mano y tiró de mí hacia el hueco de la puerta. El suelo se inclinó y se balanceó bajo nuestros pies. Nos aferramos el uno al otro como dos borrachos bailando. Las paredes se retorcieron y todo se vino abajo. Estoy bastante segura de que chillé.
Cuando la tierra dejó de moverse, la radio seguía sonando.
Se oía un zumbido de fondo, como si el altavoz estuviera dañado, pero, de alguna manera, el aparato aún funcionaba. Nathaniel y yo estábamos tumbados, apretujados entre los restos del marco de la puerta. El aire frío se arremolinaba a nuestro alrededor. Le limpié el polvo de la cara.
Me temblaban las manos.
—¿Estás bien?
—Muerto de miedo. —Tenía los ojos azules muy abiertos, pero ambas pupilas eran del mismo tamaño. Eso era bueno—. ¿Y tú?
Pensé un momento antes de responder el típico «bien» de cortesía y evalué mi cuerpo mentalmente. Estaba hasta arriba de adrenalina, pero no me había meado encima. Aunque no por falta de ganas.
—Mañana estaré dolorida, pero creo que no es nada grave. Lo mío, al menos.
Asintió y estiró el cuello para estudiar la pequeña cavidad en la que estábamos enterrados. La luz del sol se colaba por un hueco que se había formado al caerse uno de los paneles de madera contrachapada del techo sobre los restos del marco de la puerta. Tardamos un rato, pero conseguimos empujar y apartar los escombros para arrastrarnos fuera del reducido espacio y trepar por lo que quedaba de la cabaña.
Si hubiera estado sola… La verdad, si hubiera estado sola no habría llegado al hueco de la puerta a tiempo. Me rodeé con los brazos y me estremecí a pesar de llevar puesto el jersey.
Nathaniel me vio temblar y observó el desastre con ojos entrecerrados.
—A lo mejor puedo sacar una manta.
—Será mejor que vayamos a por el coche.
Me di la vuelta y recé por que no le hubiera caído nada encima. En parte, porque era la única manera de volver al aeródromo donde estaba el avión, pero también porque era prestado. Por fortuna, lo encontramos en el pequeño aparcamiento sin un rasguño.
—No voy a localizar el bolso ahí dentro, es un desastre. Habrá que hacer un puente.
—¿Cuatro minutos? —Nathaniel avanzó a trompicones por la nieve—. Entre la luz y el terremoto.
—Algo así. —Empecé a calcular números y distancias en silencio, segura de que él hacía lo mismo. El pulso me palpitaba con fuerza en las articulaciones y me aferré a la dulce certeza de las matemáticas—. Así que el centro de la explosión sigue en un rango de unos quinientos kilómetros.
—¿La onda expansiva llegará una media hora más tarde? Más o menos. —A pesar de la calma con la que hablaba, las manos le temblaron cuando me abrió la puerta del pasajero—. Es decir, que tenemos unos quince minutos antes de que nos alcance.
El aire frío me quemaba los pulmones. Quince minutos. Todos los años que había pasado haciendo cálculos para pruebas de lanzamiento de cohetes adquirieron una claridad aterradora. Era capaz de calcular el radio de explosión de un V2 o el potencial de un combustible. Pero aquello no solo eran números sobre el papel y no tenía información suficiente para determinar un resultado exacto. Lo único que sabía con certeza era que, mientras la radio siguiera sonando, no era una bomba atómica. Sin embargo, lo que fuera que había explotado era enorme.
—Intentemos alejarnos de la montaña todo lo posible antes de que llegue.
La luz había venido desde el sureste. Por fortuna, estábamos en el lado oeste de la montaña, pero al sureste estaban D. C., Filadelfia, Baltimore y cientos de miles de personas.
Incluida mi familia.
Me deslicé sobre el frío asiento de vinilo y me incliné para sacar los cables de debajo del eje de dirección. Era más sencillo concentrarse en algo concreto como puentear un coche que en lo que fuese que estaba pasando.
Fuera del vehículo, el aire silbaba y crujía. Nathaniel se asomó por la ventanilla.
—Mierda.
—¿Qué pasa?
Saqué la cabeza de debajo del salpicadero y miré a través del cristal, más allá de los árboles y la nieve, hacia el cielo. Estelas de humo y llamas surcaban el aire. Un meteoro habría causado algunos daños al explotar sobre la superficie de la Tierra, pero no de esa forma. ¿Sería un meteorito? Habría impactado con el planeta y expulsaba materia por el agujero que había abierto en la atmósfera. Material eyectado. Lo que veíamos eran trozos del planeta que volvían a caer en una lluvia de fuego. Me temblaba la voz, pero intenté aparentar un tono desenfadado.
—Me parece que te equivocas, no ha sido un meteoro.
Arranqué el motor y Nathaniel puso el coche en marcha en dirección al pie de la montaña. Era imposible que llegásemos hasta el avión antes que el impacto de la explosión, pero crucé los dedos por que estuviera lo bastante protegido dentro del granero. Por otro lado, cuanta más montaña pusiéramos de por medio entre la onda expansiva y nosotros, mejor. Con una explosión tan brillante a quinientos kilómetros de distancia, el momento en que nos alcanzase no sería precisamente agradable.
Encendí la radio, casi esperaba no oír nada más que silencio, pero la música sonó de inmediato. Salté de cadena en cadena en busca de cualquier explicación de lo que ocurría, pero solo encontré más y más música. Al estar en marcha, el habitáculo del coche se calentó, pero yo seguía temblando.
Me deslicé por el asiento y me acurruqué contra Nathaniel.
—Creo que estoy conmocionada.
—¿Podrás pilotar?
—Depende de cuánto material eyectado nos encontremos en el aeródromo. —Había volado en condiciones bastante duras en la guerra, aunque, oficialmente, nunca había pilotado en combate. Sin embargo, aquello solo era un tecnicismo para que el público estadounidense se sintiera más seguro con respecto a las mujeres del ejército. No obstante, si imaginaba que el material eyectado era fuego antiaéreo, al menos tendría un marco de referencia para lo que nos esperaba—. Tengo que evitar que la temperatura corporal me baje más.
Me rodeó con un brazo, hizo girar el coche hacia el lado contrario de la carretera y lo aparcó al abrigo de un saliente escarpado. Entre eso y la montaña, estaríamos protegidos de lo peor de la onda expansiva.
—Es el mejor refugio que vamos a encontrar hasta que llegue la explosión.
—Bien pensado.
No era fácil no ponerse nerviosa mientras esperábamos la onda expansiva. Apoyé la cabeza en la áspera lana de la chaqueta de Nathaniel. El pánico no nos ayudaría; a lo mejor nos equivocábamos sobre lo que pasaba.
La canción de la radio se cortó de repente. No recuerdo cuál era, solo el silencio repentino y, después, por fin, la voz del locutor. ¿Por qué habían tardado casi media hora en informar sobre lo que había ocurrido?
Nunca había oído a Edward R. Murrow tan alterado.
—Damas y caballeros, interrumpimos la programación para comunicar una noticia de gran importancia. Poco antes de las diez de la mañana, lo que parece haber sido un meteorito ha entrado en la atmósfera terrestre. Ha impactado en el océano, frente a la costa de Maryland, y ha provocado una bola de fuego gigante, terremotos y gran devastación. Se esperan más maremotos, así que se aconseja a los residentes de toda la costa oriental que evacúen hacia el interior. Al resto de ciudadanos, los instamos a que no salgan a la calle para que los servicios de emergencias trabajen sin obstáculos. —Hizo una pausa y el silbido estático de la radio fue un reflejo de cómo todo el país contenía la respiración—. Damos paso a Phillip Williams, de nuestra filial de Filadelfia, la WCBO, que se encuentra en el lugar de los hechos.
¿Por qué habían recurrido a una filial de Filadelfia en vez de contactar con alguien de D. C.? ¿O de Baltimore?
Al principio, me pareció que la estática había empeorado, pero luego comprendí que era el sonido de un incendio masivo. Tardé unos segundos en entenderlo. El retraso se debía a que habían tenido que buscar a un periodista que siguiera con vida, y el más cercano se encontraba en Filadelfia.
—Estoy en la autopista US-1, a unos cien kilómetros al norte de donde ha caído el meteorito. Es lo más cerca que hemos podido llegar, incluso en avión, debido al intenso calor. Mientras volábamos, hemos sido testigos de una escena de horrenda devastación. Es como si una mano hubiera atrapado la capital y se la hubiera llevado, junto con todos los hombres y mujeres que residían en ella. En este momento, se desconoce el estado del presidente, pero… —Se me encogió el corazón cuando se le quebró la voz. Había escuchado a Williams informar sobre la Segunda Guerra Mundial sin tartamudear ni una vez. Más tarde, cuando vi desde dónde había informado, me sorprendió que hubiera sido capaz de pronunciar ni una sola palabra—. Pero de Washington no queda nada.
Locutor: Esta es la BBC World News informando de las noticias el 3 de marzo de 1952. Al habla Robert Robinson. Durante las primeras horas de la mañana, un meteorito ha impactado a las afueras de la capital de los Estados Unidos de América con una fuerza superior a la de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. La tormenta de fuego resultante se ha propagado desde Washington D. C. a lo largo de cientos de kilómetros.
Seguí haciendo cálculos mentales después de que la radio, por fin, informase de las noticias. Era más fácil que pensar en la situación. En que vivíamos en D. C. y teníamos amigos allí. En que mis padres residían allí. La onda expansiva tardaría algo menos de veinticuatro minutos en llegar. Toqué el reloj del salpicadero.
—Falta poco.
—Sí. —Mi marido se cubrió la cara con las manos y se apoyó en el volante—. ¿Tus padres estaban…?
—¿En casa? Sí.
No dejaba de temblar. Solo conseguía respirar de forma rápida y superficial. Apreté la mandíbula y contuve el aliento un instante; cerré los ojos con fuerza.
El asiento se movió cuando Nathaniel me abrazó y me acercó a él. Inclinó la cabeza y me encerró en un capullo de tweed y lana. Sus padres, mayores que los míos, habían fallecido hacía algunos años, así que sabía lo que necesitaba y se limitó a abrazarme.
—Pensaba… La abuela ha cumplido los ciento tres años. Pensaba que mi padre viviría para siempre.
Inhaló con brusquedad, como si lo hubieran apuñalado.
—¿Qué pasa?
Suspiró y me abrazó más fuerte.
—Ha habido alertas de maremotos.
—Dios. —La abuela vivía en Charleston. No tenía la casa frente a la playa, pero la ciudad estaba en la costa y a baja altura. También se encontraban allí mis tías, tíos, primos y Margaret, que acababa de tener un bebé. Intenté incorporarme, pero Nathaniel me sujetó con firmeza—. ¿Cuándo llegará? El meteorito ha impactado un poco antes de las diez, pero ¿de qué tamaño era? Hay que tener en cuenta la profundidad del agua, necesito un mapa y…
—Elma. —Nathaniel me estrujó—. Déjalo. No puedes arreglar esto.
—Pero la abuela…
—Ya lo sé, cariño. Lo sé. Cuando lleguemos al avión, usaremos la radio para…
El impacto de la explosión hizo estallar las ventanillas del coche. Rugió sin parar y el pecho me vibró como un cohete al despegar de una plataforma de lanzamiento. Las oscilaciones me presionaron la piel y me invadieron todos los rincones de la conciencia con ondas atronadoras y explosiones secundarias y terciarias. Me aferré a Nathaniel y él, al volante, mientras el coche se sacudía y se deslizaba por la carretera.
El mundo gritó y tronó; el viento aulló a través de los marcos de las ventanillas. Cuando el ruido hubo terminado, el coche estaba en mitad de la carretera. A nuestro alrededor, los árboles yacían en el suelo en filas ordenadas, como si algún gigante los hubiera colocado así. No todos habían caído, pero los que quedaban en pie ya no tenían ni nieve ni hojas.
El parabrisas había desaparecido. La ventanilla del lado del conductor nos había caído encima como una hoja de cristal de seguridad laminada llena de grietas. La levanté y Nathaniel me ayudó a sacarla por la puerta. Le goteaba sangre de algunos rasguños en la cara y las manos.
Me tocó el rostro.
—Estás sangrando. —Su voz me llegaba como si estuviéramos bajo el agua y frunció el ceño mientras hablaba.
—Tú también. —Oía mi propia voz distorsionada—. ¿Tienes los oídos afectados?
Asintió y se frotó la cara, restregando la sangre en una película escarlata.
—Así, al menos, no oiremos las noticias.
Me reí, a veces hay que hacerlo, aunque la situación no tenga ninguna gracia. Levanté el brazo para apagar la radio, pero me detuve con la mano en el dial.
No se oía nada. No era consecuencia de la sordera por la explosión, la radio estaba en silencio.
—Habrán perdido la torre de transmisión.
—Busca otra emisora. —Puso el coche en marcha y avanzamos algunos metros—. Espera. No. Lo siento. Habrá que andar.
Aunque el coche hubiera estado en perfectas condiciones, había demasiados árboles en la carretera como para llegar muy lejos. Solo estábamos a tres kilómetros del aeródromo y, en verano, a veces hacíamos el recorrido a pie. A lo mejor conseguíamos llegar a Charleston antes que el maremoto. Si el avión estaba bien. Si el camino estaba despejado. Si todavía disponíamos de tiempo. Las probabilidades estaban en contra, pero ¿qué nos quedaba aparte de la esperanza?
Salimos del coche y echamos a andar.
Nathaniel me ayudó a trepar por el tronco de un árbol. Resbalé en la nieve al bajar y, si no me hubiera tenido sujeta por el brazo, habría aterrizado sobre la rabadilla. Intentaba darme prisa, pero no le serviría a nadie si me partía el cuello o incluso solo un brazo.
Hizo una mueca al ver la nieve derretirse.
—La temperatura sube.
—Debería haberme traído el bañador. —Le di una palmada en el brazo y seguimos. Quería ser frívola en un intento por parecer valiente, así Nathaniel se preocuparía menos por mí. En teoría.
Al menos, con el ejercicio había dejado de temblar. No oía cantar a ningún pájaro, pero no tenía claro si se debía al daño auditivo o a que no cantaban. Aunque muchos tramos de la carretera estaban cortados, era más fácil orientarse si la seguíamos que si intentábamos avanzar campo a través; no nos podíamos permitir el lujo de perdernos. Avanzábamos despacio e, incluso con el aire caliente de la onda expansiva, no íbamos vestidos para pasar tanto tiempo a la intemperie.
—¿De verdad crees que el avión seguirá allí?
Los cortes de la cara se le habían secado, pero la sangre y la suciedad le daban el aspecto de un pirata. Si los piratas llevaran tweed.
Me las apañé para rodear la copa de un árbol caído.
—Si todos los demás factores son iguales, el aeródromo está más cerca que la ciudad y…
Había un brazo en la carretera. Sin cuerpo, solo un brazo. Terminaba en un corte áspero y sangriento a la altura del hombro. Deduje que había pertenecido a un hombre adulto caucásico de unos treinta años. Los dedos estaban ligeramente doblados hacia el cielo.
—Dios. —Nathaniel se detuvo a mi lado.
Ninguno era aprensivo y las continuas conmociones nos habían sumido en una especie de neblina entumecida. Me acerqué al brazo y levanté la vista hacia la colina. No quedaban muchos árboles en pie, pero sus copas, incluso despojadas de hojas, ocultaban el paisaje detrás de una maraña de ramas.
—¿Hola?
Nathaniel se rodeó la boca con las manos y gritó:
—¿Hay alguien ahí?
La única respuesta fue el viento que agitaba las ramas.
Había visto cosas peores en el frente que una extremidad amputada, mientras corría agachada para subirme a un avión y pilotarlo. Aquello no era una guerra, pero habría muchas muertes. Enterrar el brazo era inútil, pero sentía que dejarlo allí estaba mal.
Busqué la mano de Nathaniel.
—Baruch dayan ha’emet.
Se unió a mí con su rudo tono de barítono. No rezábamos por aquel desconocido en concreto, que seguramente ni fuera judío, sino por toda la gente a quien representaba. Por mis padres y las miles de personas, más bien cientos de miles, que habían muerto por culpa del meteorito.
En ese momento por fin empecé a llorar.
Tardamos otras cuatro horas en llegar hasta el aeródromo. Cabe mencionar que, en verano, recorríamos esa ruta en más o menos una hora. Las suaves montañas de Pensilvania eran poco más que colinas.
El camino fue complicado.
El brazo no fue lo peor que vimos. No nos cruzamos con ningún ser vivo en todo el trayecto hasta llegar al aeródromo. Allí había más árboles, pero todo lo que había tenido raíces poco profundas había caído. Sin embargo, sentí un resquicio de esperanza por primera vez desde que habíamos visto la luz de la explosión cuando oímos un coche.
El ronroneo de un motor al ralentí se deslizó entre los árboles hasta alcanzarnos. Nathaniel y yo cruzamos una mirada y echamos a correr por la carretera, por encima de ramas y troncos caídos, bordeando escombros y animales muertos y patinando sobre nieve y ceniza. Al acercarnos, el ruido se hizo más fuerte.
Cuando dejamos atrás el último obstáculo, nos encontrábamos enfrente del aeródromo. En realidad, no era más que un campo, pero el señor Goldman conocía a Nathaniel desde que era niño y mantenía una franja segada para nosotros. El granero estaba torcido en un ángulo extraño, pero en pie. Habíamos tenido una suerte increíble.
La pista no era más que césped cortado, situado entre los árboles en una meseta. Iba más o menos de este a oeste y discurría lo bastante paralela a la dirección de la onda expansiva, así que la mayoría de los troncos habían caído a ambos laterales y estaba despejada.
La carretera recorría el extremo este de la pista y se curvaba para seguirla por el lado norte. Allí, medio escondido por los árboles que quedaban en pie, estaba el vehículo que habíamos oído.
Era la camioneta Ford roja del señor Goldman. Nathaniel y yo corrimos por la carretera y giramos en la curva. Un árbol bloqueaba el camino y la camioneta lo empujaba, como si el señor Goldman intentara apartarlo.
—¡Señor Goldman! —gritó Nathaniel, y agitó los brazos.
Las ventanillas de la camioneta se habían esfumado y el señor Goldman estaba desplomado sobre la puerta. Corrí hacia el vehículo con la esperanza de que solo estuviera inconsciente. Nathaniel y yo al menos habíamos tenido la suerte de saber que la onda expansiva llegaría, por lo que nos habíamos preparado y estábamos relativamente protegidos cuando nos había alcanzado.
Pero el señor Goldman…
Aminoré el paso cuando alcancé la camioneta. Nathaniel solía contarme historias de su infancia en las que acudía a la cabaña y el señor Goldman siempre le daba caramelos de menta.
Estaba muerto. No me hizo falta tocarlo ni buscarle el pulso. La rama de árbol que le atravesaba el cuello lo dejaba claro.
Locutor: Esta es la BBC World News informando de las noticias el 3 de marzo de 1952. Al habla Raymond Baxter. Mientras los incendios siguen asolando la costa este de Estados Unidos, otros países han comenzado a sufrir los primeros efectos del impacto del meteorito de esta mañana. Se ha informado de maremotos en Marruecos, Portugal e Irlanda.
Como piloto del Servicio Aéreo Femenino (WASP) en la Segunda Guerra Mundial, a menudo había tenido que pilotar en misiones de transporte cacharros que apenas se mantenían en el aire. Mi Cessna volaba mucho mejor que algunos de los aviones que había hecho despegar en el WASP.
Estaba polvoriento y magullado, sí, pero, después de la comprobación previa al vuelo más cuidadosa de la historia de la aviación, conseguí que volara. En cuanto nos elevamos, maniobré a la izquierda para girar en dirección sur hacia Charleston. Los dos sabíamos que era muy probable que resultara inútil, pero tenía que intentarlo. Mientras el avión viraba, lo que me quedaba de esperanza irracional se consumió. Al este, el cielo era una larga y oscura pared de polvo y humo, iluminada desde abajo por un infierno. Si alguna vez has visto un incendio forestal, te harás una idea del aspecto que ofrecía. El fuego se extendía hasta la curvatura de la Tierra, como si alguien hubiera despegado el suelo y abierto una puerta de entrada al mismo infierno. Rayos de fuego iluminaban el cielo mientras el material eyectado caía a la superficie. Volar en esa dirección sería una locura.
Todo lo que se encontraba al este de las montañas había quedado aplastado. La onda expansiva había tumbado los árboles en hileras extrañamente ordenadas. En el asiento de al lado, apenas audible por encima del rugido del motor, Nathaniel gimió.
Tragué saliva y viré el avión hacia el oeste.
—Nos quedan unas dos horas de combustible. ¿Alguna sugerencia?
Igual que yo, pensaba mejor si tenía algo en lo que concentrarse. Cuando su madre murió, construyó una terraza en el patio trasero, aunque mi marido no es el más hábil del mundo con el martillo.
Se frotó la cara y se enderezó.
—Comprobemos si hay alguien por ahí. —Agarró la radio, que seguía sintonizada con la Torre Langley—. Aquí Cessna 4-1-6 Baker a torre Langley, solicitamos información del tráfico aéreo. Cambio.
La única respuesta fue la estática.
—Aquí Cessna 4-1-6 Baker a cualquier radio, solicitamos información del tráfico aéreo. Cambio.
Marcó todas las frecuencias en busca de una transmisión. Repitió la llamada en cada una mientras yo pilotaba.
—Prueba con ultrafrecuencia.
Como piloto civil, solo debería tener una radio de alta frecuencia, pero, dado que Nathaniel trabajaba con el NACA, también contábamos con una de ultrafrecuencia instalada para que se comunicase directamente con los pilotos que realizaban vuelos de prueba. En circunstancias normales, evitábamos las transmisiones en los canales militares para no saturarlos, pero ese día era diferente. Necesitaba que alguien respondiera. A medida que avanzábamos hacia el oeste, la devastación se reducía, aunque solo en comparación con lo que dejábamos atrás. La explosión había derribado árboles y edificios. Algunos ardían sin que nadie pudiera apagarlos. ¿Cómo habría sido ignorar lo que se avecinaba?
—Aquí Sabre 2-1 a Cessna no identificado, todo el tráfico aéreo no esencial debe volver a tierra.
Al oír la voz de un ser humano, empecé a llorar otra vez, pero en ese momento no podía arriesgarme a perder visibilidad. Parpadeé para aplacar las lágrimas y me concentré en el horizonte.
—Recibido, Sabre 2-1, aquí Cessna 4-1-6 Baker, solicitamos información sobre áreas de aterrizaje despejadas. Rumbo dos siete cero.
—Recibido, 1-6 Baker. Los tengo justo debajo. ¿De dónde narices han salido?
Advertí en su voz el silbido y el traqueteo reveladores de una máscara de oxígeno y, de fondo, la vibración sorda de un motor a reacción. Levantamos la vista, miramos hacia atrás y vimos el F-86 y a su escolta algo más lejos, acercándose. Tendrían que dar la vuelta, porque su velocidad mínima era más rápida que la que mi Cessna alcanzaba.
—Del infierno. —Nathaniel se frotó la frente con la mano libre—. Estábamos en las Pocono cuando cayó el meteorito.
—Joder, 1-6 Baker. Acabamos de pasar por allí. ¿Cómo han sobrevivido?
—No tengo ni idea. En fin, ¿dónde deberíamos aterrizar?
—Deme un segundo. Comprobaré si puedo escoltarlos hasta Wright-Patterson.
—Recibido. ¿Ayudaría mencionar que soy un capitán retirado del ejército y que sigo trabajando para el gobierno?
—¿Para el gobierno? Por favor, dígame que es senador.
Nathaniel rio.
—No. Ingeniero aeronáutico del NACA. Nathaniel York.
—¡Los satélites! Por eso me resultaba familiar. Lo he escuchado en la radio. Mayor Eugene Lindholm, a su servicio. —El hombre al otro lado de la línea se quedó en silencio un par de minutos. Cuando regresó, dijo—: ¿Tienen combustible para llegar a Wright-Patterson?
Había volado a aquella base muchas veces, trasladando aviones durante la guerra. Estaba a unos doscientos cincuenta kilómetros de nuestra posición. Asentí mientras ajustaba el rumbo para dirigirnos hacia allí.
Nathaniel asintió también y levantó el micrófono de la radio.
—Sí.
—Perfecto. Llegarán a tiempo para la cena. Tampoco se hagan ilusiones.
Me rugió el estómago al oír hablar de comida. No habíamos probado bocado desde la noche anterior y, de pronto, me entró un hambre voraz. Agradecería incluso un trago de agua.
Cuando Nathaniel colgó, se recostó en el asiento y suspiró.
—Parece que tienes un admirador.
Soltó un bufido.
—Deberíamos haberlo visto.
—¿El qué?
—El meteorito. Deberíamos haberlo visto venir.
—No era tu trabajo.
—Pero buscábamos todo lo que interfiriera con los satélites. Lo lógico sería que hubiéramos visto un dichoso asteroide tan cerca.
—Con albedo bajo y una trayectoria paralela al sol…
—¡Deberíamos haberlo visto!
—¿Y de qué habría servido?
El ruido del motor hacía vibrar el asiento y acentuaba el silbido del aire. Nathaniel movía la rodilla con energía. Se inclinó hacia delante y extendió los mapas.
—Tienes que dirigirte al suroeste.
Ya había hecho aquel recorrido y llevaba una escolta, pero si darme indicaciones lo hacía sentir mejor, que me diera todas las que quisiera. Cada objeto que caía del cielo demostraba lo indefensos que estábamos. Los veía, pero no a tiempo para hacer algo al respecto, así que mantuve las manos en los mandos y seguí volando.
Lo bueno del constante pinchazo del hambre era que contrarrestaba el zumbido relajante del avión y me mantenía despierta. La terrible voz de barítono de Nathaniel también ayudaba. Mi marido tenía muchas cualidades, aunque cantar no era una de ellas. Sabía seguir una melodía, pero sonaba como agitar un cubo lleno de grava.
Por suerte, era consciente de ello y optó por un repertorio cómico para tratar de mantenerme alerta. Berreó con un vibrato similar al de una cabra en celo y dio un pisotón en el suelo del avión.
¿Recuerdas el jabón de lejía de la abuela?
Servía para todo, para todo servía.
Para las tazas y teteras, las manos y la cara.
A nuestros pies, por fin apareció la gloriosa visión de la pista de aterrizaje de Wright-Patterson. Las luces de identificación parpadearon en verde y, después, con el blanco doble de un campo militar.
La señora O’Malley sufría de úlceras
donde no alumbra el sol.
—¡Salvados! —Ajusté la altitud—. ¿Los avisamos de que llegamos?
Nathaniel sonrió y agarró el micrófono.
—1-6 Baker a Sabre 1-2. ¿Qué tal es la comida de la base?
La radio crujió y el mayor Lindholm se rio.
—Justo como esperaría.
—¿Tan mala?
—No he dicho eso. Pero, si se portan bien, tal vez comparta el paquete de emergencia de mi mujer.
Nathaniel y yo nos reímos, mucho más de lo que la broma merecía.
Cambió la radio a la frecuencia de la torre, pero, antes de que le diera tiempo a acercarse el micrófono a los labios, crujió otra voz.
—Aeronave con rumbo dos seis cero, a dos mil quinientos pies, aquí torre Wright-Patterson. Identifíquese.
—Aquí Cessna 4-1-6 Baker a dos mil quinientos pies a torre Wright-Patterson. Solicitamos permiso para aterrizar. —Nathaniel había volado conmigo tantas veces que se conocía la rutina al dedillo. Apartó el micrófono un momento, sonrió y volvió a acercárselo a la boca—. Torre, llevamos a Sabre 2-1 a la cola.
—Sabre 2-1 a torre. Escoltamos a 1-6 Baker, solicitan permiso para aterrizar.
Carraspeé. Seguro que a un piloto de caza no le hacía ninguna gracia perseguir a un avioncito como mi Cessna.
—Recibido, Sabre 2-1 y 1-6 Baker. Permiso para aterrizar concedido. Manténgase a distancia de 1-6 Baker. Tengan en cuenta que hemos recibido informes de…
Un rayo de luz atravesó el morro del avión y se oyó un chasquido similar al de una bomba. Toda la aeronave se tambaleó y luché por volver a enderezarla.
Entonces, vi la hélice. Lo que antes era un borrón invisible se convirtió en una barra irregular y balbuceante. Una parte había desaparecido. Tardé unos segundos en comprender lo sucedido. El rayo de luz era un fragmento de material eyectado que había golpeado el morro del avión y desprendido parte de la hélice.
La vibración del motor me arrancó los mandos de las manos y me estampó la base de la columna contra el asiento. Solo iría a peor. Podría arrancar el motor. Lo puse al ralentí e inicié la secuencia para asegurarlo, la cual consistía únicamente en apagarlo.
Mierda. No llegaría hasta la base.
—Necesito un lugar para aterrizar. Ya.
Por lo menos, estábamos en una zona de campo, aunque la nieve enmascaraba el terreno. Tiré de la palanca del acelerador con todas mis fuerzas para ralentizar el motor hasta apagarlo, de manera que solo el silbido del viento movía lo que quedaba de las aspas de la hélice.
—¿Qué…?
—Vuelo sin motor.
Si nos hubiera dado en un ala, la situación sería mucho peor, pero el Cessna planeaba bastante bien. Aun así, no tendría una segunda oportunidad para aterrizar.
Una carretera atravesaba el campo. Sería una buena opción si no fuera por las cercas que la rodeaban. Tendría que hacerlo en la hierba. Ladeé el avión para iniciar la aproximación.
Por el rabillo del ojo, vi que Nathaniel se aferraba al micrófono. En el servicio militar, me había enfrentado más de una vez a motores apagados en pleno vuelo, pero para él era la primera vez. Se acercó la radio a los labios y me sentí orgullosa de lo calmado que parecía.
—Cessna 4-1-6 Baker a torre Wright. Tenemos una emergencia. El motor ha fallado, vamos a aterrizar en mitad del campo.
Buscó a tientas el mapa.
—Torre Wright a Cessna 4-1-6 Baker. Los tenemos localizados. Concéntrense en aterrizar. Sabre 1-2, aquí torre Wright. Manténgase cerca para ayudar y localizar el lugar del aterrizaje.
—Sabre 1-2 a torre Wright. Recibido. Yo me encargo.
El rugido de los cazas nos pasó por encima cuando el mayor Lindholm y su compañero nos adelantaron.
El pulso se me aceleró y sustituyó al ruido del motor en mis oídos. No era la primera vez que aterrizaba con el motor apagado, pero sí la primera en que mi marido iba conmigo en el avión. Después de todo lo que había pasado aquel día, me negaba a ser la causante de su muerte. No era una opción.
—Abróchate el cinturón.
—Ya lo sé. —Aun así, se lo puso en ese momento, así que me alegré de habérselo recordado—. ¿Hago algo?
—Sujétate.
Encogí la barbilla y miré el altímetro.
—¿Algo más?
—No hables.
Solo quería ayudar, pero no tenía tiempo para distracciones. Debía reducir la velocidad del avión lo máximo posible antes de aterrizar, pero no tanto como para tomar tierra antes de llegar al campo. A medida que el suelo se acercaba, pasaba de ser una extensión blanca y uniforme a una maqueta a escala de un campo nevado y, después, a un campo de tamaño real justo bajo nuestros pies. Mantuve el morro elevado para que las ruedas tocasen el suelo primero.
La nieve se enganchó en las ruedas y nos ralentizó más. Mantuve el morro levantado todo lo que pude. Cuando las ruedas de las alas por fin tocaron tierra, una se trabó con el terreno desigual que ocultaba la nieve. El avión dio una sacudida. Me aferré a los mandos para mantener las alas niveladas y pisé los pedales del timón para intentar virar en la dirección del viento.
Giramos hasta quedar de cara al punto desde el que habíamos venido. El avión se detuvo. A nuestro alrededor, el mundo se quedó quieto y en silencio.
Expulsé todo el aire de los pulmones con un siseo y me derrumbé en el asiento.
El motor de un caza rugió sobre nosotros y la radio crujió. La voz del mayor Lindholm inundó la cabina.
—¡Bien hecho, 1-6 Baker! ¿Están los dos bien?
Nathaniel se incorporó en el asiento y agarró el micrófono. Le temblaba la mano.
—No estamos muertos, así que diría que sí.
La masa congelada de judías y el pastel de carne más que cuestionable fueron, seguramente, lo mejor que he probado nunca. Las judías tenían un sabor dulce y me hacían fruncir la boca porque llevaban demasiada sal, pero cerré los ojos y me relajé sobre el duro banco del comedor de la base de las Fuerzas Aéreas. Era raro verla tan vacía. La mayor parte de las tropas se había desplegado para ocuparse de las operaciones de rescate. Oí cómo dejaban algo en la mesa y me llegó un glorioso aroma a chocolate.
Cuando abrí los ojos, el mayor Lindholm tomaba asiento en el banco frente a mí. La imagen mental que me había formado de él no se parecía en nada a la realidad. Me había imaginado a un hombre mayor, rubio y fornido.
El auténtico mayor Lindholm era negro y más joven de lo que su voz me había dado a entender. Tendría unos treinta años y llevaba el pelo oscuro todavía aplastado por el casco. La máscara le había dejado una línea roja en forma de triángulo alrededor de la barbilla y la nariz. Traía chocolate caliente.
Nathaniel soltó el tenedor y miró las tres tazas humeantes de la mesa. Tragó saliva.
—¿Es chocolate?
—Sí, pero no me dé las gracias. Es un soborno para que me deje hacerle preguntas sobre cohetes. —Lindholm empujó dos de las tazas a través de la mesa—. Es del alijo que mi mujer me envía, no del almacén de la base.
—Ojalá no estuviera casado. —Rodeé la taza caliente con la mano y me di cuenta de lo que acababa de decir. Esperaba no haberlo ofendido.
Gracias al cielo, se rio.
—Tengo un hermano.
Se me encogió el corazón. Había conseguido no pensar en mi familia para seguir adelante, pero mi hermano vivía en California. Hershel debía de darme por muerta. Me tembló la respiración al tomar aire, pero encontré las fuerzas necesarias para esbozar una sonrisa y levantar la vista.
—¿Hay algún teléfono que pueda usar?
Nathaniel me puso la mano en la espalda.
—Su familia estaba en D. C.
—Vaya, lo siento mucho, señora.
—Pero mi hermano vive en California.
—Venga conmigo. —Miró a Nathaniel—. ¿Necesita llamar a alguien?
Negó con la cabeza.
—Nada urgente.
Seguí al mayor Lindholm junto a Nathaniel por una serie de pasillos en los que apenas me fijé. Menuda niñata egoísta había sido. Me había consolado pensando que Hershel y su familia vivían en California sin pararme a pensar en que posiblemente creyera que estaba muerta. No tenía motivos para suponer que no me encontraba en D. C. cuando había caído el meteorito.
El mayor Lindholm me llevó a un despacho pequeño y ordenado al estilo militar. Lo único que perturbaba la rectitud de la sala era una foto enmarcada de unos gemelos y un mapa de los Estados Unidos dibujado con lápices de colores y clavado en la pared. Nathaniel cerró la puerta y se quedó fuera con Lindholm.
En la mesa había un teléfono negro que, por suerte, tenía un dial de rueda, así que no tendría que hablar con una operadora. El auricular era cálido y pesado. Marqué el número de la casa de Hershel y me concentré en el traqueteo de la rueda mientras hacía girar los números. Cada señal enviaba un pulso por la línea y me daba tiempo para recuperar la calma.
No recibí más que el zumbido alto y frenético de una línea ocupada. No me sorprendió que estuvieran saturadas, pero colgué y lo volví a intentar. El corazón me latía, intranquilo, al ritmo de los pitidos de la línea.
Acababa de colgar cuando Nathaniel abrió la puerta.
—Vengo a hacerte compañía. ¿Estás bien?
—Las líneas están ocupadas. —Me froté la cara, con lo que probablemente solo conseguí extender más la suciedad. Les pediría que me dejasen mandar un telegrama, pero seguro que los emisores estaban saturados—. Lo intentaré más tarde.
Tenía mucho que agradecer por seguir viva y en pie. Estaba cubierta de grasa, humo y sangre, pero viva. Mi marido estaba vivo. Mi hermano y su familia estaban vivos. Si necesitaba que algo me recordase por qué aquello era una bendición, solo tenía que pensar en toda la gente que había muerto.