Título:

El rostro de la batalla

© John Keegan, 1976

Edición original en inglés: The Face of Battle. A Study of Agincourt, Waterloo and the Somme
    Jonathan Cape, 1976 / Pimlico, 2004

© Turner Publicaciones S.L., 2013

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: abril de 2013

Revisión de José Antonio Montano

Enric Satué

 

Ilustración de cubierta:

Enric Jardí

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com

ÍNDICE

I Cosas viejas, tristes y lejanas

Un poco de aprendizaje

La utilidad de la historia militar

Las deficiencias de la historia militar

La “pieza de batalla”

“Matar no es asesinar”

La historia de la historia militar

La tradición narrativa

¿Veredicto o verdad?

II Agincourt, 25 de octubre de 1415

La campaña

La batalla

Arqueros contra infantería y caballería

Caballería contra infantería

Infantería contra infantería

La matanza de prisioneros

Los heridos

La motivación para el combate

III Waterloo, 18 de junio de 1815

La campaña

El ángulo de visión personal

Las circunstancias físicas de la batalla

Tipos de combate

Combate individual

Caballería contra caballería

Caballería contra artillería

Caballería contra infantería

Artillería contra infantería

Infantería contra infantería

Desintegración

Después

Los heridos

IV El Somme, 1 de julio de 1916

El campo de batalla

El plan

Los preparativos

El ejército

Las tácticas

El bombardeo

Los últimos preparativos

La batalla

Infantería contra ametralladoras

Infantería contra infantería

La visión al cruzar tierra de nadie

Las heridas

La motivación para el combate

Conmemoración

V El futuro de la batalla

El campo de batalla móvil

La naturaleza de la batalla

Las tendencias de la batalla

El rostro inhumano de la guerra

La abolición de la batalla

Bibliografía

Listado de mapas

Agradecimientos

En memoria de mi padre y de mi suegro.

I
COSAS VIEJAS, TRISTES Y LEJANAS

¿Nadie me va a decir lo que ella canta?
Su rítmico lamento tal vez se deba
a cosas viejas, tristes y lejanas,
y batallas de hace mucho tiempo.
WORDSWORTH,
“La segadora solitaria”

UN POCO DE APRENDIZAJE

Nunca he estado en ninguna batalla; ni la he presenciado de cerca, ni la he oído desde lejos, ni he visto sus secuelas. Les he preguntado a personas que sí han estado, como mi padre y mi suegro. He visitado campos de batalla, en Inglaterra, en Bélgica, en Francia y en Estados Unidos. He recogido a menudo pequeñas reliquias de combate, como un trozo de granada de obús alemán de 5.9 al borde de una carretera próxima al bosque de Poligon, en Yprés; o un proyectil anticarro, oxidado, en la cerca de un huerto de Gavrus, Normandía, que dejaría allí, en junio de 1944, algún escocés del 2o de Argyll y Sutherland. En ocasiones me he llevado a casa mis hallazgos más ligeros, como una bala Minié de Shiloh y una bola de granada de la Colina 60, que descansan entre bobinas de algodón en una caja de papel maché, sobre la repisa de la chimenea. He leído acerca de batallas. He hablado, naturalmente, de batallas. He dado conferencias sobre batallas. Y en estos últimos años he visto batallas que se desarrollaban, o parecían desarrollarse, en mi televisor. He visto otras muchas batallas, las primeras del siglo XX, en los noticiarios, algunas de una convincente autenticidad. Y he visto también películas, mucho más dramatizadas. E incontables imágenes estáticas, fotografías, cuadros y esculturas, con un grado de realismo variable. Pero nunca he estado en ninguna batalla. Y cada vez estoy más convencido de que tengo muy poca idea de cómo pueda ser una.

No es extraño, porque son muy pocos los europeos de mi generación –la nacida en torno a 1934– que hayan tenido de primera mano ese conocimiento de la batalla que marcó la vida de sus padres y abuelos. Ciertamente, aparte de los cuatro o cinco mil franceses que, junto con sus camaradas alemanes, españoles y eslavos de la Legión Extranjera, sobrevivieron a Dien Bien Phu (en Indochina), y del contingente algo mayor de británicos que tomó parte en la campaña de Corea central en 1950-1951, no encuentro ningún conjunto de europeos de menos de cuarenta años que hayan participado como combatientes en una batalla. Tengo la precaución de emplear aquí las palabras “combatientes” y “batalla” para poder consignar ciertas excepciones a la generalización anterior. La más obvia es la de los europeos continentales que eran niños durante la Segunda Guerra Mundial y sobre cuyos hogares subió la marea de la batalla, varias veces incluso, entre 1939 y 1945. Pero también la de los millares de soldados británicos y franceses que portaron armas en África y el Sureste Asiático en el periodo de la descolonización; además de los soldados de reemplazo portugueses que permanecen en campaña en Mozambique y Angola, y los profesionales británicos que efectúan misiones de policía en el Ulster.

Los primeros se excluyen por sí solos, puesto que no tenían edad para haber sido “combatientes” en la Segunda Guerra Mundial. Los segundos, porque su experiencia de la milicia, aunque fuese con frecuencia peligrosa y en ocasiones violenta –incluso muy violenta, en el caso de los franceses que servían en Argelia–, no fue, propiamente, una experiencia de “batalla”. Porque hay una diferencia fundamental entre la escaramuza esporádica y a pequeña escala, que es como la calderilla de la milicia, y lo que entendemos por batalla. Esta debe cumplir las unidades dramáticas de tiempo, lugar y acción. Y, aunque en la guerra moderna las batallas se han atenido cada vez menos a las dos primeras –por tratarse cada vez más de batallas de desgaste y desarrolladas en áreas geográficas cada vez más extensas, conforme aumentaban los efectivos y los medios a disposición de los mandos–, la acción de la batalla –dirigida a ejecutar una decisión a través de tales medios, en el campo de batalla y con un límite de tiempo bastante estricto– se ha mantenido constante. En las guerras de descolonización europeas, el objetivo del “otro bando” ha sido, por supuesto, evitar enfrentarse en un tiempo y lugar determinados, asumiendo, acertadamente, la alta probabilidad de derrota en semejantes circunstancias. Así que “el otro bando” ha rehuido el combate: ya fuese por medio de una guerra deliberada de evasión y desgaste, como las guerrillas comunistas de Malasia o las nacionalistas de Argelia; o por medio de una simple campaña de golpes de mano y subversión, consciente de su incapacidad para arriesgar nada más, como los Mau Mau en Kenia. Espero, por lo tanto, que mis coetáneos de Oxford de la década de 1950, que se pasaron su primera juventud peinando las junglas de Johore o reconociendo los bosques de las laderas del monte Kenia, no me lo tengan en cuenta si afirmo que, aunque ellos han sido soldados y yo no, y aunque además conocen el servicio activo, están, sin embargo, tan vírgenes como yo en lo referente a la batalla.

Pero ¿por qué pongo tanto énfasis en señalar mi enorme ignorancia de la batalla? La ignorancia de la misma ha sido una circunstancia feliz en Europa desde el término de la Segunda Guerra Mundial, y en Estados Unidos no se han recibido precisamente bien las lecciones que sus jóvenes han tenido que aprender en Pleiku y Khe Sanh (en Vietnam). Debo confesar que la razón es personal; no hasta el punto de que no se pueda revelar, pero lo cierto es que viene siendo desde hace tiempo un secreto del que me siento culpable. He pasado muchos años –concretamente catorce, la mayor parte de mi vida laboral– describiendo y analizando batallas para los cadetes de Sandhurst; promociones y promociones de jóvenes con muchas más probabilidades que yo de averiguar por sí mismos si lo que les cuento es o no verdad. La impostura inherente a mi posición debería ser obvia. Para mí siempre lo ha sido; pero en Sandhurst, que lleva al extremo el culto británico por las buenas maneras, mis alumnos se han confabulado siempre para que yo pase por maestro y ellos por discípulos, cuando, como yo sé y ellos deberían suponer, todos estábamos a nivel de párvulos. Por mi parte, y por no abusar de su buena educación, he procurado evitar los análisis demasiado tácticos de la batalla, pensando que eso me evitaría juzgar el comportamiento de hombres que se encuentran en circunstancias que yo no he conocido. Por ello, he concentrado mis enseñanzas en materias como la teoría estratégica, la política de defensa nacional, la movilización económica o la sociología militar; materias que, aunque realmente son vitales para entender la guerra moderna, eluden la cuestión más importante para un joven que se está instruyendo para ser soldado profesional: ¿cómo se está en la batalla?

Que esta –o su equivalente subjetiva: ¿cómo estaría yo en la batalla?– es una cuestión central se pone de manifiesto por medio de los signos que se aprecian cuando surge en un aula llena de cadetes (y probablemente en cualquier reunión de jóvenes en general): el perceptible incremento de la temperatura emocional, del tono de las voces y de lo que un sociólogo denominaría “el ritmo y la cantidad de los contactos entre cadetes”; la tensión física en la manera en que se sientan o gesticulan, salvo en los que adoptan una actitud deliberadamente despreocupada; así como el contenido de lo que dicen, una mezcla ruidosa de ampulosidades escasamente convincentes, abiertos reconocimientos de incertidumbre y ansiedad, audaces declaraciones de falsa cobardía, bromas amistosas y no tan amistosas, frecuentes alusiones a la experiencia de padres y tíos acerca de “lo que es realmente la batalla”, y apasionadas discusiones sobre el cómo y el porqué de matar seres humanos, que abarcan todo el espectro ético, desde lo de “el único X bueno es el X muerto” a manifestaciones muy civilizadas en contra del derramamiento de sangre humana. La discusión, en suma, tiene mucho de terapia de grupo; analogía que no gustará a muchos soldados profesionales, pero que me parece adecuada. Las sensaciones y emociones a las que se enfrentan los participantes, como –por más que no se refieran a su presente inmediato, sino a un futuro distante y que quizá nunca llegue a ocurrir; y aunque hayan sido estimuladas artificialmente– son lo suficientemente reales, removerán una parte muy poderosa del carácter, llevando la compostura del oficial novato hasta unos extremos anormales y exagerados. Estos sentimientos son, después de todo, producto de algunos de los temores más arraigados del hombre: el temor a las heridas, el temor a la muerte, el temor a poner en peligro las vidas de aquellos de cuyo bienestar se es responsable. Tiene que ver también con algunas de las pasiones más violentas del hombre: el odio, la rabia y la pulsión por matar. Por eso no tiene nada de extraño que el oficial cadete, que, para llegar a controlar algún día esos temores y dirigir esas pasiones, deberá adaptarse a su presencia en su carácter, muestre signos de inquietud cuando surge el tema de la batalla y sus realidades. Tampoco tiene nada de extraño que mis colegas militares consideren que sus charlas sobre liderazgo, en las que se revisan explícitamente los problemas psicológicos del control de uno mismo y de sus hombres, son las más difíciles del programa de enseñanza militar. Sé que pocos de ellos consideran que abordan el asunto satisfactoriamente. Sospecho que la mayoría estaría de acuerdo en que solo un hombre excepcional podría hacerlo.

Por supuesto, la atmósfera y los alrededores de Sandhurst no ayudan a un tratamiento realista de la guerra. Quizá en ninguna academia militar lo hagan, pero Sandhurst es un lugar particularmente poco militar. Sus patios poseen la serenidad de un parque, y en su riego, su vegetación cuidada y su diseño prima lo ornamental; sus edificios son los de una mansión ducal inglesa, y ante ellos se extienden doscientas cincuenta hectáreas de césped impecablemente cortado, donde lo más guerrero que uno puede imaginar es un duro partido de hockey. El aspecto y los modales de los alumnos, por lo demás, ayudan a reforzar la ilusión de que nos encontramos en una residencia de campo. A ellos se les ve de paisano tan a menudo como de uniforme, pues desde el principio se les anima a adoptar la costumbre de los oficiales británicos de retornar a su identidad civil en cuanto el trabajo termina. Constantemente me recuerdan, con sus cabellos cortos y sus chaquetas de tweed, a la multitud de estudiantes a la que me incorporé en Oxford en 1953. Es un recuerdo que les choca vívidamente a todos los que enseñan hoy en las universidades. “Se parecen”, me comentaba un profesor de Oxford al que invité para una conferencia, “a los universitarios de antes de la guerra”.

“Antes de la guerra”. La frase surgió de un modo demasiado espontáneo como para que tuviese otra intención. Pero lo cierto es que “antes de la guerra” es justo el estado espiritual en el que se encuentran los alumnos de una academia militar. Porque, por muy grande que sean sus motivaciones para la vida militar, por muy fuerte que sea su espíritu de combate, por muy alta que sea la proporción de los que son hijos, y a veces nietos y biznietos, de soldados –y la proporción en Sandhurst, al igual que en Saint-Cyr, continúa siendo sorprendentemente alta–, su conocimiento de la guerra es teórico, previo y de segunda mano. Es más, uno detecta en sus propias actitudes y en las de los colegas, tanto en los que saben como en los que no saben, tanto en los duros de corazón como en los blandos, un acuerdo tácito para preservar la ignorancia de los cadetes, para protegerles de lo peor que les puede traer la guerra. Dicho acuerdo tiene una parte de reflejo estético, de disgusto civilizado por ocuparse de lo que pueda chocar o disgustar; y una parte de inhibición moral, la de no querer escandalizar al inocente. Puede ser también la manifestación de una reticencia típicamente inglesa. Los oficiales franceses, al recordar las guerras de Indochina o Argelia, suelen referirse al número de muertos que sus unidades han sufrido o han causado –normalmente esto último– con una facilidad que, según he podido comprobar, provoca cierta repulsión en los veteranos británicos, y que no creo que pueda deberse del todo a una mayor ferocidad del ejército francés con respecto al británico en la mayoría de las recientes campañas.

Pero Sandhurst y Saint-Cyr estarían de acuerdo en una justificación muy distinta del tratamiento insensibilizado de la guerra que caracteriza a la enseñanza en ambas academias, como en todas las que he conocido. Y es que la inyección deliberada de emoción en un sujeto ya de por sí muy emotivo dificultará seriamente, si no llega a hacer fracasar del todo, el objetivo de la enseñanza. Este objetivo, que muchos ejércitos occidentales han alcanzado con notable éxito durante los doscientos años que lleva formalmente la educación militar, es reducir el desarrollo de la guerra a un conjunto de reglas y a un sistema de procedimientos, para así convertir en ordenado y racional lo que es esencialmente caótico e instintivo. Se trata de un objetivo análogo, aunque sin pretender llevar la analogía demasiado lejos, al de la enseñanza de la medicina, que fomenta entre los alumnos una actitud distanciada hacia el dolor y la angustia de los pacientes, sobre todo las víctimas de accidentes.

La manifestación más obvia de este enfoque procedimental de la guerra está en el aprendizaje mecánico y en la repetición de ejercicios tipo, no solo para el manejo de las armas –como han hecho los guerreros desde tiempo inmemorial con el fin de perfeccionar sus habilidades–, sino también para una amplia gama de procedimientos por los que se pretende reducir la mayoría de las actividades profesionales de un oficial a una norma corporativa y a un formato común. De este modo, el oficial aprende “escritura militar” y “procedimientos verbales” por los que describir sucesos y situaciones con un vocabulario inmediatamente reconocible y universalmente comprensible, así como a organizar sus comunicaciones en una secuencia formalizada de “observaciones”, “conclusiones” e “intenciones”. Aprende a interpretar un mapa de manera idéntica que cualquier otro oficial (la famosa anécdota de la respuesta de Schlieffen a su ayudante, que había llamado su atención sobre una vista del río Pregel –“un obstáculo insignificante, capitán”–, era solo una exageración de la respuesta automática ante los accidentes geográficos que las academias militares se esfuerzan por inculcar en sus alumnos). Las relaciones personales, o con el personal, también se le enseñan según el manual: aprende lo que está bien y lo que está mal en el trato a los prisioneros, sean detenidos propios por faltas o cautivos enemigos, de acuerdo con la legislación militar e internacional. Y para garantizar que su toma de decisiones sea correcta, se le hace presenciar “escenificaciones” de las faltas militares más comunes, y a veces formar parte de ellas. Naturalmente, se simulan también (tanto en clase como en el campo), los problemas más frecuentes que se presentan en combate, que el oficial debe analizar y, a partir de su análisis, resolver; normalmente solo sobre el papel, pero a veces al mando de un grupo de compañeros cadetes, o incluso de soldados “de verdad” tomados para el ejercicio. Después se critica su análisis, su solución y sus faltas, de acuerdo con la “solución de la escuela” (llamada en el ejército británico “la rosa”, por el color del papel en el que se fotocopia siempre), que se le permite ver (aunque no discutir).

En la formación del oficial, de hecho, se emplean técnicas de simulación en mucho mayor grado que en la de cualquier otra profesión. El tiempo, el esfuerzo y las reflexiones que se dedican a estas rutinas tan poco excitantes se justifica porque solo así un ejército puede estar seguro –o, mejor dicho, espera estarlo– de que su maquinaria sea capaz de actuar sin problemas en condiciones de extrema tensión. Pero, además de por este objetivo funcional y corporativo, el método de aprendizaje mecánico y repetitivo del oficial, así como su formación categórica y reduccionista, tienen un importante y buscado efecto psicológico. Los antimilitaristas lo llamarían despersonalización, o incluso deshumanización. Pero es algo que resulta tremendamente beneficioso, habida cuenta de que las batallas van a tener lugar. Porque, si se le enseña al joven oficial a organizar las sensaciones recibidas, a reducir todos los sucesos del combate a unos cuantos conjuntos de elementos fácilmente reconocibles –tan pocos como se pueda–, a ordenar bajo conceptos manejables el ruido, la explosión, el paso de misiles y la confusión del movimiento humano que le asaltarán en el campo de batalla, de forma que pueda describírselos a sus hombres, a sus superiores y a él mismo en términos de “fuego recibido”, “fuego propio”, “ataque aéreo” o “ataque de entidad compañía”, se le está ayudando a preservarse del miedo, o incluso del pánico, y a percibir un rostro de la batalla que, si no va a resultarle familiar, ni mucho menos amistoso, no tendrá por qué ser totalmente terrorífico.

LA UTILIDAD DE LA HISTORIA MILITAR

La historia también puede servir para familiarizar al joven oficial con lo desconocido. No me refiero aquí a la historia mítica, como la de la Legión Extranjera en la batalla de Camarón (en México), o la de los fusileros en la batalla de La Albuera (en España); aunque Moltke, el gran jefe del Estado Mayor alemán del siglo XIX y distinguido historiador académico, consideraba “un deber de piedad y de patriotismo no destruir ciertos relatos tradicionales” si podían resultar estimulantes, como de hecho resultan. Me refiero más bien a ese tipo de historia–que contribuyó a desarrollar el propio Moltke– que se conoce como historia “oficial” o “del Estado Mayor”. La historia oficial británica moderna y –más aún– la estadounidense son, en sus mejores momentos, un ejemplo de lo escrupulosa, y a veces estimulante, que puede ser la erudición. Pero esta variante específica de la historia oficial que es la del Estado Mayor ha adquirido con frecuencia un formato particularmente anticuado y didáctico, cuyo objetivo es demostrar, llegando a veces a tergiversar mucho los hechos, que todas las batallas se ajustan a un modelo de entre siete u ocho: batalla de encuentro, batalla de desgaste, batalla de envolvimiento, batalla de ruptura, etcétera. No deja de haber un cierto realismo brutal en este enfoque, al igual que en la tosca aplicación de siete, ocho o nueve principios de la guerra “fundamentales e inmutables” (concentración, ofensiva, acción, mantenimiento del objetivo, etcétera), que se derivan de aquel por otro camino, y que las academias militares solían enseñar a sus alumnos (lo siguen haciendo algunas de los países excoloniales), perpetuando reglamentos ya caducos.

El historiador con formación universitaria, en cambio, no puede aportar más que unos fundamentos inestables. Después de todo, ha sido adiestrado para detectar las diferencias y las peculiaridades en los hechos, los individuos, las instituciones y en las relaciones entre todos ellos. Es por ello que no puede aceptar así como así que, en el típico texto de Historia militar de Aníbal a Hitler, la batalla de Cannas (año 216 a. de C.), la de Ramillies (año 1706), y menos aún la de la Bolsa de Falaise (1944), se presenten como batallas del mismo tipo porque todas acabaron con el cerco de un ejército por el otro. Puede apreciar los mapas penosamente reconstruidos, y a menudo hermosamente dibujados, que aparecen en estos textos, por lo general adornados con pulcros símbolos convencionales de la OTAN (el símbolo de la división de infantería igual al de la legión romana; el de brigada acorazada igual al de la caballería de la Guardia Real); pero no debería aceptar que, aunque se presenten con los mismos símbolos cartográficos batallas que tuvieron lugar con dos mil años de diferencia, el vencedor siguiera en cada caso las reglas de alguna Lógica Suprema de la Guerra de carácter universal. Deberá, o debería, querer saber mucho más de lo que el texto del Estado Mayor le dice sobre muchas cosas –armas, equipos, logística, moral, organización, premisas estratégicas de la época–, antes de sentirse capaz de lanzarse a hacer generalizaciones como las que hace su autor.

El historiador, con todo, como yo mismo he hecho con frecuencia, puede seguir el enfoque del Estado Mayor y utilizar su material. Pero ha de hacerlo con las debidas reservas mentales, para, una vez abandonada esta pista de aprendizaje, poder introducir a sus alumnos en la realidad, dura y difícil. “Dejémosles que se ocupen de la diferencia entre estrategia y táctica (una diferencia tan sutil como artificial)”, puede pensar, “y después debatiremos seriamente sobre el Plan Schlieffen, revisaremos los documentos, indagaremos en los horarios de trenes, en los planes de movilización, leeremos algo de Nietzsche, hablaremos sobre el darwinismo social…”, pero mientras tanto, “señores, quiero que piensen sobre estos dos mapas de la invasión alemana de Francia en 1914 y 1940 que voy a proyectar en la pantalla. Observen las similitudes entre…”. Puede adecuarse a este tosco sistema, como hacen miles de profesores estadounidenses que, explícita o tácitamente, siguen el curso de Civilización Mundial XP49, y lo enseñan igual; del mismo modo que ningún historiador de la economía discutiría la economía anterior a la de mercado con una clase que no entendiera la ley de la oferta y la demanda, o que a ningún antropólogo le importa embarcarse en un análisis de las relaciones amo-esclavo ante alumnos que no conciben que una vez hubo un mundo sin sistema de clases. Y tendría razón al hacerlo así. De alguna manera hay que empezar.

El historiador militar, con todo, se encuentra con dos obstáculos, uno mayor y otro menor, a la hora de hacer con sus alumnos la transición desde la pista de aprendizaje a la pista de eslalon; transición que siempre es segura en el caso del historiador de la economía y el antropólogo (aunque no lleve a sus alumnos tan lejos). El primero, y menor, es que el oficial alumno (y a él nos referimos, puesto que es el único que estudia sistemáticamente la historia militar) está experimentando dos procesos educativos a la vez, cada uno con un objetivo distinto. Uno, muy vocacional, se ajustaría a la palabra francesa formation. Este proceso no es que se proponga cerrar la mente a ideas difíciles y poco ortodoxas, pero sí limitarlas por medio de una corta distancia focal, con el propósito de excluir del campo de visión todo lo que no tenga relevancia para la profesión, y de definir de un modo muy formalizado todo lo que debería ver. Así, como tiene que empezar su carrera con una pequeña unidad de soldados profesionales a su cargo, se le pide que focalice en el liderazgo y en la moral de dicha unidad; y, como en un futuro puede llegar a general, se le permite estudiar también la función de general, estrategia y logística. Sin que importe, en estos casos, si la materia de su estudio está sacada de las Cruzadas o de la guerra de Crimea. La diferencia entre los asuntos de la guerra pasados y presentes resulta en cierto modo irrelevante, ya que su misión consistirá en conducir a sus enemigos a la batalla en los términos que él proponga, y en forzarles a luchar con sus normas y no con las de ellos.

El otro proceso educativo que el oficial alumno experimenta, que es el normal, el “académico”, tiene en cambio por objeto no ofrecerle un ángulo único, sino una variedad de perspectivas. Le exige que adopte en el estudio de la guerra no solo el punto de vista de un oficial, sino también el de un soldado, el de un no combatiente, el de un observador neutral o el de una baja; y el de un hombre de estado, el de un funcionario civil, el de un industrial, el de un diplomático, el de un cooperante, el de un pacifista; puntos de vista que son todos válidos y están documentados. Resulta evidente que tales puntos de vista, que cualquier alumno de instituto o de universidad puede adoptar sin esfuerzo, son más difícilmente reconciliables con la visión austera, profesional y monocolor que el oficial alumno está aprendiendo a emplear para abordar el fenómeno de la guerra.

Pero en absoluto se da el caso de que, en general, a los oficiales profesionales les resulte difícil hablar o pensar acerca de la guerra desde un punto de vista no profesional. La mayoría de nosotros podemos compartimentar la mente –sería difícil vivir si no pudiéramos–, y evitamos la compañía de quienes no pueden o no quieren hacerlo: fanáticos, monomaniacos, hipocondriacos, vendedores de seguros, individuos que sufren por amor, discutidores recalcitrantes… Uno de los placeres de relacionarse con la sociedad militar es la certeza de que uno no se va a tropezar allí con ningún representante de la mayoría de estas categorías. En concreto, el militar fanático es una especie rara, al menos entre los oficiales británicos, que cultivan expresamente la actitud relajada y poco dogmática de la vida de grandeur y servitude. Ciertamente, la franqueza y la falta de hipocresía con que son capaces de discutir sobre estas cuestiones, obligados, gracias a su carrera, a vigilar la ética de la violencia y el papel de la fuerza, hace que la conversación de los oficiales suela ser más incisiva, directa e ilustrativa que las de los bares de los clubes o las salas de la universidad.

“Por supuesto que nunca me importó matar gente”, recuerdo que me dijo un canoso oficial de infantería para explicar cómo había ganado tres veces la Cruz Militar en la Segunda Guerra Mundial. Por escrito parece una declaración espantosa. Pero de viva voz su tono expresaba que era legítimo esperar que el acto de matar no solo les afectase a los demás, sino que también le hubiese afectado a él mismo; que, por no haber sufrido un shock inmediato ni un trauma duradero, se veía obligado a reconocer alguna deficiencia en su propio carácter, o de lo contrario, y por desgracia, en la misma naturaleza humana. Estaba preparado para discutir tanto sobre lo uno como sobre lo otro, como hicimos entonces y muchas veces después. Puede que fuera una figura poco usual, pero tampoco era rara. La ficción la conoce bien, por supuesto: mucha literatura romántica aborda el tema del hombre de vida violenta que es también el hombre del autoconocimiento, del autocontrol, de la compasión, de la Weltanschauung. Pero existe también en la vida real, y a menudo en el ejército, como testimonian con éxito las memorias de muchos soldados profesionales (aunque hay pocos generales entre ellos). Tengo la impresión de que quizá se trate de una figura más típicamente francesa o británica que alemana o estadounidense, ya que los horizontes del Sáhara o de la frontera del Noroeste propician una amplitud de miras de la que carece el capitán alemán o el primer teniente estadounidense destinado en una monótona guarnición de Arizona o Lorena. Y, aunque existe una literatura alemana sobre la vida militar, se trata más de una literatura sobre el mando –como en Vormarsch [Avance], de Walter Bloem–, o de exaltación de la violencia –como en Kampf als innere Erlebnis [La lucha como vivencia interior], de Ernst Jünger–, que de una literatura de aventura, exploración, etnografía o realización social (y a veces espiritual), como la de las novelas de Ernest Psichari o F. Yeats-Brown, o la de las memorias de Lyautey, Ian Hamilton, lord Belhaven, Meinertzhagen y muchos otros servidores, mayores o menores, de los imperialismos francés y británico de los siglos XIX y XX, que por designio o fortuna, escogieron la milicia como un modo de vivir y gracias a ello abrieron sus mentes.

Si toda esta literatura refuerza, como creo que hace, mi opinión de que no existe en la mente militar ninguna barrera psicológica ni ningún tabú institucional que le impida discutir libremente acerca de la profesión de las armas, su ética, sus dimensiones, sus recompensas o sus deficiencias; si la sociedad militar es, como hemos visto, mucho más abierta de lo que consideran o reconocen sus enemigos, ¿cuál es entonces el segundo obstáculo al que aludí antes, el obstáculo mayor, que está en su corazón y que obstruye el camino de la transición intelectual desde lo superficial y fácil a lo difícil y profundo en el estudio de la guerra, o en particular de la batalla? Si el oficial alumno tiene la capacidad de salirse a voluntad de la visión extremadamente polarizada del combate que le proporciona la enseñanza militar, donde los seres humanos son vistos como “enemigos” (a los que hay que combatir), “amigos” (a los que hay que dirigir, obedecer o apoyar, según las ordenanzas), “bajas” (a las que hay que evacuar), “prisioneros” (a los que hay que proteger cuando sea posible, o ignorar cuando no lo sea), o “muertos” (a los que hay que enterrar si el tiempo lo permite); si puede dejar de lado esta imagen rígida y bidimensional de la batalla, y disponerse a mirarla a la misma luz que el estudiante de una carrera liberal, el profesor de historia, el científico, o cualquiera de los muchísimos lectores aficionados a la historia militar, ¿qué le impedirá ver lo que quiera ver, y le impedirá que se le muestre lo que se le debería mostrar?

LAS DEFICIENCIAS DE LA HISTORIA MILITAR

El obstáculo, por decirlo en una frase, está en la “historia militar” misma. La historia militar puede ser muchas cosas. Puede ser –y es poco más que eso para numerosos autores pasados y actuales– el estudio de los generales y su mando; aproximación que permite resultados notables, como por ejemplo los tres estudios modernos del historiador estadounidense Jac Weller sobre Wellington en la India, en la Península Ibérica y en Waterloo. Estos estudios transmiten un poderoso sentido del carácter, y están impregnados de una comprensión, profunda y humana, de la naturaleza de la guerra a comienzos del siglo XIX, a todos los niveles, desde el del soldado al del general; pero ocurre que su elección del tema central distorsiona automáticamente la perspectiva, que incurre demasiado a menudo en la adulación o adoración del héroe, llegando a producirse en algún caso una suerte de identificación entre el autor y su tema: algo común y comprensible en las biografías literarias o artísticas, pero de dudable gusto cuando el Ego es un hombre de hierro y sangre en tanto que su Álter es un erudito manso y débil; lo que puede resultar además muy peligroso.

La historia militar puede ser también el estudio de las armas y de los sistemas de armamento, de la caballería, de la artillería, de los castillos y fortificaciones, del mosquete, del arco, del caballero con coraza, del acorazado o del bombardero estratégico. La campaña de bombardeo estratégico contra Alemania, sus costes y beneficios, sus aspectos positivos y negativos, absorbe las energías de algunas de las más poderosas mentes que trabajan hoy en la historia militar, y ha fomentado uno de los pocos antagonismos intelectuales genuinos sobre el tema, comparable en intensidad y rigor al que mantuvieron los historiadores del siglo XVII sobre el auge y la decadencia de la gentry [pequeña nobleza]. Como ocurriera en aquella larga polémica, los que ya se han embarcado en ella buscan sin descanso ampliar el campo de sus disputas particulares e incorporar nuevos contendientes, de manera que todos los que pasan por allí, teóricos de la estrategia, demógrafos de visita e historiadores de la economía que deambulan entre el PIB de antes y el de después de la guerra, se sienten en la obligación de detenerse y pronunciarse sobre la ética del bombardeo de zona o la viabilidad de designar blancos sobre puntos críticos. Por muy extenuante que resulte esta lucha de facciones, queda justificada, más que por la importancia de los asuntos morales en juego, por el alto nivel de erudición que suscita, así como por la red de conexiones que sus participantes –a diferencia de otros tipos de historiadores militares– establecen con el campo más extenso de la investigación histórica, principalmente con la historia económica.

También tiene un fuerte componente económico la historia naval, al constituirse en torno a los sistemas de armamento, de los grandes cañones de acorazado de la Primera Guerra Mundial o de los portaaviones de la Segunda. Esta historia puede ser muy precisa y muy satisfactoria desde el punto de vista profesional, ya que la moderna guerra naval, como les encantaba señalar a los corresponsales del VIII Ejército en la campaña del Desierto, suponía un estudio casi “puro” de la guerra, por tratarse de una guerra sin civiles (en general), y en la que el marinero raso no podía confundir fácilmente las órdenes de su comandante, como sí puede hacerlo el soldado raso mediante la huída o la resistencia firme. Al estar todos en el mismo barco, la tripulación generalmente hace lo que decide su capitán, hasta que todos se hunden juntos; y las flotas, hasta que son derrotadas, maniobran como ordenan sus almirantes. Y, dado que las órdenes navales deben ser transmitidas mecánicamente, y son registradas a medida que se transmiten y reciben, las marinas acumulan archivos cuyo contenido es oro puro para el historiador: cambios de derrota meticulosamente anotados, informes del tiempo hechos por meteorólogos instruidos, informes de control de daños por parte de ingenieros profesionales, avistamientos exactos de unidades propias y enemigas, registros de incidencias sobre visibilidad, bajas, hundimientos, tiros fallados, condiciones de la mar… informaciones, en suma, de tal densidad y volumen que abruman al espíritu y ciegan la imaginación de todos, salvo de los estudiosos más esmerados e inspirados. Por razones inexplicables, han terminado imponiéndose más los estadounidenses que los británicos, aunque escribir sobre historia naval implica, por el voto mayoritario de los hechos históricos, ocuparse más de hazañas de la flota británica que de la estadounidense. (Hay un estadounidense al menos, el profesor Arthur Marder, que ha alcanzado, en su estudio de la flota británica en la Primera Guerra Mundial, unos niveles en cuanto a investigación en archivos y organización del material que son difícilmente superables).

La historia militar puede ser además el estudio de las instituciones, de los regimientos, de los estados mayores, de las escuelas de estado mayor, de los ejércitos y armadas en bloque, de las doctrinas estratégicas por las que combaten y el ethos que las informa. En su nivel más elevado, esto último se integra, por medio de la historia de la doctrina estratégica, en el campo más amplio de la historia de las ideas; y, en otra dirección, a través del estudio de las relaciones cívico-militares, en la ciencia política. Lo de “elevado” debería ser entendido aquí, naturalmente, en un sentido muy relativo; porque, aunque el interés académico por las relaciones cívico-militares –como por ejemplo las establecidas entre el ejército alemán y su estado– ha producido una amplia y en parte interesante literatura, tiende casi siempre a revestirse de los monótonos ropajes de la sociología, en su dimensión más introspectiva; mientras que la historia de la doctrina estratégica, con algunas notables excepciones –entre las que destaca The Military Legacy of the Civil War [El legado militar de la guerra civil], de Jay Luvaas–, padece una acusada debilidad endémica al estudiar las ideas: su fracaso a la hora de demostrar la conexión entre pensamiento y acción.

Pero esta debilidad no es exclusiva de esta rama de la historia militar. La acción resulta esencialmente destructiva para todos los estudios institucionales; porque compromete la pureza de las doctrinas, daña la integridad de las estructuras, altera el equilibrio de relaciones e interrumpe la red de comunicaciones que el historiador institucional trata de identificar primero y plasmar después. La guerra es una oportunidad para el buen oficial de intendencia, una ruina para el malo y una irritación para el historiador militar institucional. Le obliga a generalizar y a examinar detenidamente, a clasificar, a particularizar y, sobre todo, a combinar análisis y narración, que es lo más difícil en el arte del historiador. De ahí que prefiera, paradójicamente, el estudio de las fuerzas armadas en tiempo de paz. Y aparecen excelentes trabajos de este tipo. Pero, como Michael Howard concluía tras una larga, esmerada y en general apasionada revisión, “el problema de esta clase de libros es que pierden de vista para qué están los ejércitos”. Los ejércitos, daba a entender, están para combatir. Podemos deducir, pues, que la historia militar debe tratar, en último término, de la batalla.

Esto está en sintonía con el punto de vista de Clausewitz. Mediante una analogía económica –que encantaba a Engels y por la que el general prusiano (vagamente hegeliano) figura en el panteón marxista–, sugería (la paráfrasis es de Engels) que “el combate es a la guerra lo que el pago en metálico al comercio, porque, aunque se produzca pocas veces, todo está dirigido a él, y al final tiene que tener lugar inevitablemente y resultar decisivo”. La historia de la batalla, o la historia de las campañas, merece una primacía equivalente sobre el resto de ramas de la historiografía militar. Es, de hecho, la forma histórica más antigua; su materia es de extraordinaria importancia, y su tratamiento requiere el cuidado histórico más escrupuloso. Porque no es lo que los ejércitos son, sino lo que hacen, lo que cambia las vidas de las naciones y los individuos. En cualquier caso, el motor del cambio es el mismo: el sufrimiento infligido por medio de la violencia. Y el derecho a infligir sufrimiento debe pagarse siempre con el combate, o con el riesgo de combate; en último extremo, con el combate cuerpo a cuerpo.

El combate cuerpo a cuerpo no es algo que, por descontado, hayan ignorado los historiadores, como tampoco los autores de otro tipo. La “pieza de batalla”, como construcción histórica, nace con Heródoto; pero es aún más antigua su presencia en los mitos y las sagas. Está a diario en el moderno reportaje periodístico, y supone un reto literario que han afrontado algunos maestros universales. Stendhal, Thackeray y Victor Hugo nos ofrecen cada uno su versión de la batalla de Waterloo: a los ojos de un superviviente conmocionado por la metralla, de un espectador distraído, o de una rigurosa e implacable deidad republicana. Tolstói, por su parte, con su reconstrucción de la batalla de Borodino, que tuvo para los rusos del siglo XIX la misma importancia histórica que Waterloo para los europeos occidentales, no solo escribió una de las obras más espectaculares para el desarrollo del género novelístico, sino que abrió la veda contra la teoría del Gran Hombre como explicación de la historia.

Pero la imaginación y el sentimiento, que delimitan el territorio del novelista, suponen un peligro a la hora de abordar el tema de la batalla. De hecho, en este submundo de la escritura de imaginación, al que Gillian Freeman ha llamado el undergrowth [sotobosque] de la literatura, la indulgencia deliberada en cuanto a la imaginación y el sentimiento ha producido, y por desdicha continúa produciendo, productos extremadamente repulsivos, que con sus zap, blatt, banzai, Gott in Himmel [Dios santo] o bayonet in the guts [bayonetas en las tripas] podrían ser tachados con justicia de eso que se llama “pornografía de la violencia”.

De los historiadores se ha esperado tradicionalmente, con razón, que sean más estrictos que los literatos en cuanto a la manifestación de sus sentimientos. Una escuela de historiadores por lo menos, la de los compiladores de la British Official History of the First World War [Historia oficial británica de la Primera Guerra Mundial], ha logrado la notable hazaña de escribir un relato exhaustivo de una de las mayores tragedias mundiales sin esbozar la menor emoción. Puede apreciarse en este breve y representativo extracto, que describe un pequeño ataque de trinchera a trinchera, por parte de la infantería con apoyo de la artillería, el 8 de agosto de 1916, en Guillemont, durante el segundo mes de la batalla del Somme:

Se produjo una cierta confusión en la parte izquierda del frente, donde la 166a brigada (general de brigada L. F. Green Wilkinson) estaba relevando a la 164a –un relevo muy difícil–; y, aunque el 1/10o de King’s (Liverpool Scottish) se aproximaba a las alambradas alemanas manteniéndose muy pegado a la barrera, sufrió numerosas pérdidas en dos desesperados pero infructuosos intentos de cargar contra el enemigo. Casi todos los oficiales fueron alcanzados, incluido el teniente coronel J. R. Davidson, que resultó herido. A su izquierda, el 1/5o de Loyal North Lancashire (también de la 155a brigada) se retrasó, aunque no por culpa suya; iniciado el ataque después de que la barrera de tiro se hubo alzado, no tenía posibilidad de éxito. Posteriormente, el 1/7o de King’s atacó desde la posición tomada por su propia brigada (la 165a) el día anterior, pero no pudo progresar.

Cierto que se trata de un relato técnico, que intenta ser el registro cronológico de un hecho militar que tiene por objeto, entre otras cosas, proporcionar material para las clases de la Escuela de Estado Mayor, y ser una fuente autorizada de referencia para el resto de historiadores. Pero ¿esta prosa monótona es la adecuada para describir el episodio –podemos presumir que tremendo– que aquella mañana de 1916 vivieron en Guillemont tres mil ingleses, en especial los del 1/10o batallón del regimiento King’s?1 Que se trató de algo tremendo se intuye por esta nota al pie: “Al oficial médico del 1/10o batallón del regimiento King’s, capitán N. C. Chavasse, se le concedió la Cruz Victoria, por su labor excepcionalmente valerosa de rescatar heridos bajo fuego intenso”. Porque muchos sabemos, aunque sea lo único que sepamos sobre el ejército británico, que la Cruz Victoria solo puede obtenerse en raras ocasiones y con gran riesgo de la vida, con su coste a menudo. Si sabemos también que Chavasse es uno de los tres únicos hombres que la han obtenido dos veces, la segunda a título póstumo, y que su batallón era una de las unidades de Kitchener, compuesta por voluntarios entusiastas pero solo medianamente instruidos; si entendemos que “no pudo progresar” y “no tenía posibilidad de éxito” significa que los batallones colaterales regresaron precipitadamente a sus trincheras o no llegaron a abandonarlas; entonces podemos vislumbrar, en este episodio en tierra de nadie del 8 de agosto de 1916 en Guillemont, una imagen en pequeña escala de lo peor a lo que se podían enfrentar los combatientes de la Primera Guerra Mundial.

Pero, una vez que hemos llegado a la conclusión de que, por un lado, el historiador oficial, aunque le pese, debe resistirse a toda manifestación emocional al afrontar la complicada emotividad de la guerra; y, por otro, que una cierta exploración de las emociones de los combatientes resulta esencial para el autor de historia militar que pretenda hacer un relato veraz; entonces queda por resolver el problema de cómo hacerlo. “Dejar que los combatientes hablen por sí mismos” no solo es admisible, sino que, cuando pueda hacerse, resulta un ingrediente esencial para la narración de la batalla y el análisis de la misma. Pero hay algo que dificulta esta posibilidad: el analfabetismo casi universal del soldado común anterior al siglo XIX. Christopher Duffy, gracias a un portentoso trabajo en archivos austriacos y prusianos poco conocidos, se ha remontado con esta técnica hasta el siglo XVIII; pero hasta las guerras de la Revolución francesa no contamos con relatos extensos, ni siquiera en las memorias oficiales, y la voz del hombre corriente no la oímos hasta la Primera Guerra Mundial (aunque sí puede detectarse un rumor naciente durante la guerra de Secesión de Estados Unidos). Robert Rhodes James, que es uno de los pocos historiadores que se ha ocupado de las dificultades técnicas de escribir historia militar, sostiene rotundamente que donde las batallas están mejor descritas es en las palabras de sus participantes; y en Gallipoli hizo una demostración maestra de cómo hacerlo.

Cabrían, no obstante, objeciones a la dependencia general de esta técnica; y no únicamente para los casos en que hay poco, o ningún, material con el que trabajar. La primera objeción, bien conocida por todos los estudiosos, es el peligro de reconstruir hechos basados única o fundamentalmente en las pruebas de aquellos cuya reputación depende del relato que se haga. Aunque solo esté en juego la vanidad del guerrero, este está tentado de inflar sus hazañas –lo que podríamos denominar “efecto rana que muge”–; y el guerrero veterano –sobre todo si está rodeado de antiguos camaradas, cada uno esperando a que el otro acabe para contar su propia historia– está especialmente predispuesto a ello. Las cartas contemporáneas, y aún más los diarios íntimos (si es que esto existe) son fuentes mucho más fiables; pero deben ser utilizados de un modo correcto. Con frecuencia no es así. En el peor de los casos, se seleccionan extractos “de interés” para antologías de “relatos de testigos”, como Everyman at War [El hombre común en la guerra] (cuyo título más adecuado sería “El historiador como mecanógrafo”); en el mejor, sirven como materia prima para lo que a la postre no es más que historia anecdótica, que produce narraciones muy mordaces y brillantes pero sin las generalizaciones intensas, potentes y fiables que ofrecen las obras maestras del genuino historiador.

Las anécdotas son algo que el historiador no debe despreciar ni rechazar; pero para él no son más que un apoyo. Antes de poder hablar, deberá hacerse además con material de otro tipo: informes, declaraciones, estadísticas, mapas, grabados, fotografías y toda una masa de material impersonal. Y, por otra parte, deberá escapar también de los papeles y patearse el terreno cuando encuentre pistas. Un gran historiador militar pionero, Hans Delbrück, demostró en el siglo XIX, en Alemania, la inconsistencia de muchos relatos tradicionales de operaciones militares con la simple inspección inteligente del terreno. Y un discípulo inglés, el teniente coronel A. H. Burne, propuso la aplicación de un principio que había probado en los principales campos de batalla ingleses, el de la “probabilidad militar inherente”, que, utilizado con moderación, es un concepto tan provechoso como intrigante.2