SECCIÓN DE OBRAS DE FILOSOFÍA


OBRAS DE DILTHEY

I. INTRODUCCIÓN A LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU

Primera edición en alemán, 1883
Tercera edición en alemán, 1933
Primera edición en español, 1944
Segunda edición en español, 1949
Primera edición electrónica, 2015

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OBRAS DE WILHELM DILTHEY. I

INTRODUCCIÓN A LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU

En la que se trata de fundamentar el estudio de la sociedad y de la historia

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

EN ESTE tercer volumen que publico de las “obras” de Guillermo Dilthey puedo ya decir que presento “una obra” del autor y que no he tenido que hacer ningún trabajo de selección y acoplamiento, fuera del que supone la travesura de hacer hablar al autor por medio de un sueño. Una obra espléndida, en efecto, que nos advierte del puño de este hombre para manejar enérgica y elegantemente las más alborotadas cuadrigas. En el invierno de 1895-1896 pensaba Dilthey poner en pie los materiales acumulados desde la aparición del primer volumen de la Introducción (1883) y acabar la obra definitiva con la publicación del libro tercero, histórico, y del cuarto, gnoseológico y sistemático. No abandonó, no pudo abandonar la idea hasta poco antes de morir, pues fué en el verano de 1911 cuando redactó el prólogo que había de presidir a todos los materiales acumulados para la parte sistemática y de los que él se desprendía envolviéndolos con un título común: El mundo espiritual. Introducción a la filosofía de la vida (los volúmenes V y VI de la colección publicada por sus discípulos), por considerar, luego de un segundo intento fallido en 1907, que sus ideas habían logrado una etapa superior con “La estructuración del mundo histórico por las ciencias del espíritu” (1910), que sus discípulos han publicado en el volumen VII de la colección. ¿Se me permitirá repetir a propósito de Dilthey lo que ya dije una vez, un poco tímidamente, con respecto a Kant: que Dilthey murió, a los 78 años, prematuramente?

Hemos escrito que en el verano de 1911 redactó el prólogo. Pero la historia no es tan sencilla. Primero lo redactó, sin concluirlo. Luego lo dictó, sin concluirlo. Todavía añadió correcciones de su mano al dictado que siguió inconcluso. Pero esto no es todo, pues sabemos por propia declaración que “las mejores ideas se le ocurrían en el momento de corregir las pruebas”. La muerte le retuvo, impertinentemente, la última mano. Con esta pequeña anécdota puede el lector “revivir” de alguna manera lo que ha podido ser la vida intelectual de este coloso, una prolongada y gozosa tortura del monstruoso arquitecto que, trazados en firme los planos luminosos de su obra, va puliendo los materiales, trasladándolos de sitio, cambiándolos por otros mejores que la vida le acarrea, hasta que se marcha al otro mundo con la idea perfecta de su catedral, abandonando el cuidado de sus complicados arquitrabes, de sus vitrales luminosos, de sus finísimas esculturas, de sus cimentadas y altísimas naves, a la piedad filial de sus discípulos. ¡Cómo nos conmueve cuando, en alguno de sus escritos, levanta ligeramente esta terrible pesadumbre de su destino como un ejemplo preciso para aclarar al lector la idea de la “vivencia”! También en Kant encontramos, en sus últimos años, secos comentarios enternecedores al secular ars longa, vita brevis, con un afán ilustrador del sentido salvador de la historia.

La obra de Dilthey es fragmentaria, claro está. Pero ¿cuántos filósofos han escapado a este destino? Muchos han tenido la vida larga pero el arte les ha sido más largo todavía. Sobran los ejemplos. Pero sería ligereza concluir que por esto su obra resulte contradictoria, inconexa, llena de vanos. Comentando Kuno Fischer un escrito póstumo de Kant, Sistema de la filosofía en su totalidad, nos dice: “Es lícito dudar del valor de esta obra, de sus nuevos pensamientos, del orden y método que en ella existen, aun sin haberla leído, al considerar el estado de debilidad en que su autor se encontraba y al pensar en las conclusiones a que le podía haber llevado su filosofía. No puede comprenderse qué pensamientos nuevos podrían traerse dentro de una filosofía como la suya”. También podemos decir —con las naturales reservas en los dos casos— de Dilthey: no puede comprenderse qué pensamientos nuevos podrían traerse dentro de una filosofía como la suya y, sin embargo, afirmamos que murió prematuramente. No tenemos más que comparar su ensayo “Sobre el estudio de la historia de las ciencias del hombre, de la sociedad y de la historia” (1875) con el libro primero de la Introducción a las ciencias del espíritu (1883) para medir exactamente la distancia que va de un ensayo de taller a la labor definitiva, o poner en parangón el estilo apretado, justo, el despliegue espléndido de su exposición histórica en el libro segundo, con la marcha morosa de muchos de sus ensayos históricos (así, los publicados por nosotros con los títulos Hombre y Mundo en los siglos XVI y XVII y Hegel y el Idealismo), para imaginarnos el libro magistral que pudo haber sido la continuación de la Introducción. Pero no todo es pérdida, pues también resulta cierto que muchos conceptos del libro primero de esta Introducción se aclaran en las páginas más esponjosas del ensayo, aparte del interés “histórico-evolutivo”, tan diltheyano, que ofrecen.

Sin duda que la anécdota del prólogo nos avisa de que el caso de Guillermo Dilthey es muy particular, pero no en el sentido de que afecte a la unidad y acabado de su pensamiento, ni tan siquiera en el más piadoso que le entresaca su discípulo Misch: la áspera dificultad, constantemente indomable, de plasmar la intuición en ratio. Leyendo, por ejemplo, sus ensayos de “fundación de las ciencias del espíritu” (vol. VII de la colección) quedaremos asombrados de la potencia intelectual de este hombre para recoger con las redes sutiles de la razón fenómenos tan escurridizos como la vivencia y la estructura psíquica. Las líneas fundamentales de su pensamiento están logradas con igual maestría arquitectónica, pero el carácter concreto e infinito de su filosofía —elevar a conciencia la vida misma— hace de él la figura atormentada que ha adivinado en el retrato de Miguel Ángel por Vasari. Su profundo temperamento de poeta le lleva a retocar incesantemente la forma plástica de sus construcciones intelectuales y a rebuscar constantemente en la vida y en la historia nuevos materiales de trabajo.

Todo esto viene a cuento porque, con la publicación actual de su Introducción, creemos llegado el momento de ofrecer a los lectores de Dilthey en español el plan que nos guía en la publicación de sus obras. Por necesidades editoriales, tan imperiosas a veces, se han adelantado en la marcha los volúmenes históricos: Hombre y Mundo en los siglos XVI y XVII y Hegel y el Idealismo. Aunque iban acompañados de su correspondiente explicación, al lector le podían aparecer como un poco llovidos del cielo. Pero no se asusten los cronólogos ni tampoco los historicistas ingenuos. Hemos dispuesto “nuestra colección” en forma bastante clara y, a lo que creemos, poco arbitraria. Como necesario punto de referencia vamos a trazar primero el cuadro de la publicación alemana. Han aparecido once volúmenes de Gesammelte Schriften —a la letra: escritos reunidos o recopilación de trabajos; nosotros nos referimos a ellos como “colección” u “obras completas”— y fuera de la serie tenemos Vida y poesía y Sobre poesía y música alemanas. Los volúmenes de la colección que nos interesan se distribuyen así: I. Introducción a las ciencias del espíritu; II. Concepción del mundo y análisis del hombre a partir del Renacimiento y la Reforma; III. Estudios acerca de la historia del espíritu alemán; IV. Historia juvenil de Hegel y otros ensayos sobre el desarrollo del idealismo alemán; V y VI. El mundo espiritual. Introducción a la filosofía de la vida; VII. La estructuración del mundo histórico por las ciencias del espíritu; VIII. Teoría de la concepción del mundo. Ensayos sobre la filosofía de la filosofía. IX. Sistema e historia de la educación.*

No conocemos, aunque las sospechamos, las razones que han presidido la distribución de la tarea entre sus discípulos y la publicación de los volúmenes en la edición alemana. Pero sí podemos confesar que nos han hecho sudar muchas veces de fatiga y a veces de angustia cuando hemos tenido que consultar sus impecables y exhaustivas anotaciones a los volúmenes en las que precisan las fechas de las distintas redacciones, de los trozos intercalados, los títulos que fueron borrados o cambiados, las adivinaciones de la escritura expresionista del anciano, con fuga de vocales y todo; cuando hemos tenido que leer y releer tantos apéndices donde aparecen varias versiones largas del mismo tema, temas apenas iniciados, bocetos de bocetos, etc., etc. Pero hemos procedido por nuestra cuenta a presentar el pensamiento diltheyano en forma panorámica y a salvar incongruencias patentes, por lo menos desde nuestro punto de vista. Todo ello con el menor daño posible a la “historicidad”. Algunos ejemplos: en el volumen que se ocupa de la concepción del mundo y el hombre en los siglos XVI y XVII encontramos un estudio sobre Goethe y Spinoza. En el volumen acerca de la historia del espíritu alemán encontramos un magnífico estudio historiográfico sobre el siglo XVIII y el mundo histórico. En el volumen con la historia juvenil de Hegel tropezamos, entre otras cosas, con una historia de la filosofía en la primera mitad del siglo XIX. En el volumen sobre el “mundo espiritual” hallamos la Esencia de la filosofía, que viene de perlas dentro de un libro unitario que abarque por entero la teoría de las concepciones del mundo. Y así sucesivamente. Como lo hemos hecho hasta ahora, seguiremos explicando en cada volumen las alteraciones introducidas por nosotros.

Como ya señalamos en el epílogo a Hegel y el Idealismo, hemos tomado como punto de partida el plan que Dilthey nos traza en el prólogo a la Introducción a las ciencias del espíritu, porque creemos que es el plan de la catedral, es decir, el plan de la obra de la vida de Dilthey. Según ese plan tenemos: 1) Preliminares teóricos para hacer ver la necesidad de fundamentar las ciencias del espíritu; 2) Exposición histórica. En términos diltheyanos, autognosis histórica que, como una nueva Fenomenología del espíritu —la comparación es de Dilthey— nos descubre históricamente la falsa apariencia de la fundamentación metafísica de las ciencias del espíritu —Antigüedad y Edad Media—, la falsa apariencia de la fundación naturalista —época moderna— pero, al mismo tiempo, la conciencia crítica que en la época moderna acompaña a la construcción de las ciencias de la naturaleza y nos señala el camino, una vez destruida la falsa apariencia, para buscar el verdadero fundamento de las ciencias del espíritu. 3) Establecer este fundamento trazando la crítica de la razón histórica.

Nuestra colección constará de estos títulos:

I. Introducción a las ciencias del espíritu.

II. Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII.

III. De Leibniz a Kant.

IV. Vida y poesía (Lessing, Goethe, Novalis, Hölderlin).

V. Hegel y el Idealismo.

VI. Psicología y filosofía.*

VII. El mundo histórico.

El volumen Psicología y filosofía abarca los dos temas correspondientes al título, que van juntos por razones editoriales, ya que no de peso, por lo menos de volumen. El lector hispanoamericano podrá mirar la colección en esta forma: Preliminares (libro primero de la Introducción) Parte histórica: Antigüedad y Edad Media (libro segundo de la Introducción): Época moderna: Siglos XVI y XVII; de Leibniz a Kant; la gran poesía alemana, el idealismo alemán. Parte teórica: Psicología descriptiva (primera parte del volumen Psicología y Filosofía); Crítica de la razón histórica (El mundo histórico); Psicología comparada (parte segunda de Psicología y Filosofía); Filosofía de la filosofía o teoría de la concepción del mundo (tercera parte de Psicología y Filosofía).

Esto quiere decir que consideramos la psicología descriptiva como fundamento gnoseológico y real de las ciencias del espíritu, a pesar de todos los líos que se han hecho a propósito de la hermenéutica. Que consideramos a la psicología comparada como una de las ciencias del espíritu, porque lo dice Dilthey al establecer con ella el puente entre el fundamento y las demás ciencias del espíritu; que los “ensayos de fundación de las ciencias del espíritu” y la “estructuración del mundo histórico” los consideramos como lo último (1907 y 1910) y más granado en lo que respecta a la parte sistemática de su obra: la crítica de la razón histórica; y que, finalmente, su filosofía de la filosofía es una ciencia del espíritu más. La presentación de Dilthey que hemos pergeñado como introducción a esta Introducción revela con toda claridad la fundamental intención filosófica —encararse con el enigma de la vida totalmente— de Dilthey y cómo logra realizar su sueño a través de la fundación de las ciencias del espíritu. No es posible hablar de la filosofía de Dilthey más que en esta conexión ni es posible entender su Esencia de la filosofía (1907) más que dentro de ella. Aplazamos el desarrollo preciso del esquema.

También quiere decir esto que no coincidimos con el esquema de Heidegger (Sein und Zeit, p. 398 de la quinta edición) ni con el de Ortega (“Dilthey y la idea de la vida”, Rev. de Occ. vol. XLIII, p. 116), aunque no sea éste el momento de discutirlos.

Sí queremos advertir que la declaración de Heidegger de que su obra está al servicio de la de Dilthey se nos antoja un poco irónica cuando no indeliberadamente socarrona. Lo que ha hecho Heidegger, con perfecto derecho, es poner la obra de Dilthey al servicio de la suya. Como ha puesto también la de Bergson y la de Husserl. Pero, y esto es lo que nos obliga a la digresión, esos tres grandes maestros han tenido el propósito contrario que Heidegger, porque la raíz vital —no separamos la raíz de la tierra ni del ambiente— de sus filosofías es otra: han tratado de hacer frente, cada uno desde su propia plataforma, al relativismo que invadía a la conciencia intelectual del siglo XIX en razón del positivismo, del psicologismo y del historicismo. Los tres por el procedimiento clásico de los filósofos: el de la taza y media. Siendo más positivistas (Husserl: fenómeno-logía), más psicologistas (Bergson: psicología profunda), más historicistas (Dilthey: llevar la conciencia histórica a sus últimas consecuencias: autognosis). Con éxito o sin él, pero éste es su propósito. En el caso de Husserl no creo que sea necesario insistir. En el de Bergson... leed, por ejemplo, Les grandes amitiés, de Raïsa Maritain. En el de Dilthey... leed su sueño, la única manifestación de su vida que se sustrae, por su índole, a la reiteración correctora y que, sin embargo, ¡también fue retocada!

En otras circunstancias de tiempo y de lugar Dilthey viene a representar lo que Bergson en Francia: una posible escapada al relativismo. Péguy hablaba con desprecio de los cientistas e “historicistas” de la Sorbona y recomendaba que se escuchara a Bergson. Los “historicistas” a que se refiere Péguy son los historiadores afanados en el taller de los hechos históricos y sin aprensión ni preocupación ninguna por el “sentido” o cosa que se le parezca. Contra esos historicistas va también el historicismo de Dilthey. No se trata de una paradoja. Si, según la definición del escolar, la paradoja es una cosa redonda, quien dice una y cien paradojas, uno y cien ceros, es el que, en nombre de Dilthey, habla de relativismo. Valiéndose de la fenomenología, de su método, como de un bisturí, mejor, como de un berbiquí, Heidegger no hace más que perforar, taladrar todo lo que se le presenta por delante, el mundo histórico levantado por Dilthey, para quedar con el agujero puro, la existencia montada sobre la nada, y empezar a fabricar su filosofía existencial como el sargento fabricaba los cañones: se coge un hueco y luego se lo forra. El In-der-Welt-sein heideggeriano está perfectamente prefigurado por Dilthey en su Origen de nuestra creencia en la realidad del mundo exterior (1890) pero Dilthey monta sobre él el sentido inmanente del mundo mientras que Heidegger la inmanente falta de sentido de nuestro estar en el mundo. Su filosofía está pidiendo a gritos que la complete trascendentemente una teología o, a palos, una camisa política de fuerza, mientras que la razón de ser de Dilthey es su antipatía por el trascendentismo teológico —Jenseitigkeit— y su amor por el aquende: por las grandes objetividades de la historia, y el reproche que le hace a Hegel es el de haberse visto envuelto por la política universitaria en una campaña contra la libertad del pensamiento.

Si se ha hecho el psico-análisis del psico-análisis de Freud, también convendría y se podría hacer el análisis existencial del análisis existencial de Heidegger y veríamos en qué forma escandalosa arrima el ascua a su sardina y “destruye” la historia de la ontología hasta encontrar su propísima posibilidad existencial de Wiederholung, de repetición, un destino donde montar el suyo, el de su existencia personalísima de estoico de la nada carcomida por la muerte. Por eso traduce, según dicen, los textos griegos “traicionándolos”, para no traicionarse a sí mismo. Esto es decisivo: los “prejuicios” filosóficos de Dilthey le sirven para realizar una obra de historiador no igualada, para adivinar y vivir intensamente todas las formas de creación espiritual que nos ofrece el mundo histórico. Los “prejuicios” de Heidegger le sirven para realizar una reducción destructora de maestro en demoliciones. La demolición primera que realiza con Dilthey es decir que no tiene importancia mayor su empeño gnoseológico, que le persigue durante toda la vida.

De aquí también el diferente valor educativo de una y otra obra. Cualesquiera que sean los achaques filosóficos de la obra de Dilthey, su intención universalista y su acopio humanista la hacen provechosa y fecunda. Hemos insistido adrede en la labor histórica de Dilthey, porque por nada en el mundo quisiéramos que nos salieran por todas partes pequeños filósofos diltheyanos. Representa el esfuerzo mayor realizado por el psicologismo para salvar la historia dándole sentido. El psicologismo —datos de la conciencia— es, quiérase o no, la gran característica de la época filosófica inmediatamente anterior a la nuestra —Bergson, James, Dilthey, Husserl— y una rociada buena es necesaria para librarnos de él si es que conviene que nos liberemos. No hay otra manera de reducir los complejos más que mirándolos a la cara.

Para terminar, dos puntos más. El primer libro de la Introducción representa, como la declara Max Weber en sus Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, el primer estudio serio y de conjunto donde se aborda el problema metodológico de las llamadas ciencias del espíritu, en nuestra tradición “ciencias morales y políticas”, que es como empezó llamándolas Dilthey, siguiendo también la tradición francesa. Es un documento excepcional, porque de él arranca todo un movimiento en el estudio de las ciencias sociales que se enfrenta con el que, paralelamente y con pareja genialidad, representa Max Weber. Dos obras titánicas que marcan señorialmente las dos vertientes. No hacemos más que llamar la atención porque estamos todavía bajo la impresión de este diálogo de altura en que se engarzan los soliloquios de los dos gigantes. Es menester acudir a estas dos fuentes para darse cuenta de la gran polémica del mundo científico de nuestros días: la construcción de las ciencias sociales. Como el espectáculo del heroísmo, también levanta éste el corazón y hace sentir respeto por el hombre.

En el epílogo de Hegel y el Idealismo, en que hicimos tantas recomendaciones impertinentes, se nos pasó la más impertinente de todas. Para completar desde nuestro mundo espiritual ese libro prodigioso de Dilthey hay que leer a Marcelino Menéndez y Pelayo, en su Historia de las Ideas Estéticas, cuando se ocupa de la historia de las ideas alemanas. Unamuno, tan despiadadamente certero a veces, nos dice que don Marcelino, no obstante su declaración de “castellano recalcitrante”, ha dado lo mejor de sí en esa Historia al exponer la historia contemporánea de Europa. Pero en general la lectura de don Marcelino nos sintoniza para la lectura de Guillermo Dilthey por su misma prodigiosa memoria oceánica, su curiosidad intelectual insaciable, su gran generosidad y su don hermenéutico para llegar en los libros a su meollo vivo, acaso, en uno y otro, porque, enamorados de la vida, no pudieron llegar a ella sino a través de los libros. Un poco como Nietzsche, que también amaba los libros porque le “hablaban de la vida”.

Y para colmo de la impertinencia traigamos a colación al mismo Unamuno. El primer capítulo de su Sentimiento trágico de la vida os hará entender como nada lo que Dilthey desarrolla con su teoría de la concepción del mundo. Y los capítulos “En el fondo del abismo” y “De Dios a Dios” os harán sentir como nada lo que Dilthey trata de hacernos revivir a lo largo de su exposición de la metafísica medieval con las contradicciones inherentes a la representación racional de Dios. ¡Menudo ejemplo vivo el de Unamuno para ilustrar toda esa parte del libro! La biótica y la metantrópica de Unamuno no son, ni con mucho, la filosofía de la vida de Dilthey ni su antropología descriptiva, aunque sí una filosofía de la vida y del hombre. La vida insondable la compara Dilthey con una luz invisible de la que sólo conocemos sus coloreados y bellísimos rayos que por la ley de sus relaciones nos dejan el consuelo de la trasunta unidad, profunda, invisible, que las engendra. La razón y la fe son, para Unamuno, irreconciliables; no encuentra ni en la conciencia ni en la autognosis histórica el prisma que explicaría de alguna manera la desazonada refracción. Como Quevedo, su grito retumba en la oquedad de la muerte: ¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?, pero como no tiene la fe ortodoxa que parece que tenía Quevedo, ni su amorosa complacencia con la intrusa, sigue gritando desaforadamente: ¿Nadie me responde? ¿Nadie me responde?...

EUGENIO IMAZ


* Los volúmenes XI y XII se ocupan de cuestiones jurídicas estrictamente alemanas y el volumen X, que sí nos interesa por ocuparse de la literatura de “la época de la fantasía” (Shakespeare, Lope de Vega, Cervantes, Molière, etc.) está todavía inédito.

* Más tarde, e inspirado por la creciente comprensión de Dilthey, este volumen se me convertiría en: Psicología y teoría del conocimiento y se desprendería la “filosofía” para formar el vol. VIII: Teoría de la concepción del mundo.

EL SUEÑO DE DILTHEY
(DOCUMENTOS AUTOBIOGRÁFICOS)

1. El punto de partida*

LLEGÓ de los estudios históricos a la filosofía y en su Introducción a las ciencias del espíritu (vol. I) se propuso como tarea hacer valer la independencia de las ciencias del espíritu, dentro de la formación del pensamiento filosófico, frente al predominio de las ciencias de la naturaleza y, al mismo tiempo, poner de relieve el alcance que para la filosofía podían tener los conocimientos contenidos en aquéllas.

2. La conciencia histórica

Cuando llegué a Berlín, allá por el año cincuenta del pasado siglo —¡cuánto tiempo hace de esto y qué pocos los que lo han vivido!—, se hallaba en su cenit el gran movimiento en el cual se ha realizado la constitución definitiva de la ciencia histórica y, por medio de ella, de las ciencias del espíritu. El siglo XVII, con una cooperación sin igual de las naciones civilizadas de entonces, creó la ciencia matemática de la naturaleza; la constitución de la ciencia histórica ha partido de los alemanes —aquí, en Berlín, tuvo su centro— y me cupo la suerte inestimable de vivir y estudiar en Berlín por esa época. Y si me pregunto cuál fue su punto de partida lo encuentro en las grandes objetividades engendradas por el proceso histórico, los nexos finales de la cultura, las naciones, la humanidad misma, la evolución en que se desenvuelve su vida según una ley interna; cómo actúan luego, como fuerzas orgánicas, y surge la historia en las luchas de poder de los estados. De aquí salen infinitas consecuencias. De una manera abreviada quisiera designarlas como conciencia histórica.

La cultura es, antes que nada, un tejido de nexos finales. Cada uno de ellos, lenguaje, derecho, mito y religiosidad, poesía, filosofía, posee una legalidad interna que condiciona su estructura y ésta determina su desarrollo. Por entonces se comprendió la índole histórica de los mismos. Ésta fue la aportación de Hegel y Schleiermacher, pues impregnaron la sistemática abstracta de esos nexos con la conciencia de la historicidad de su ser. Se aplicaron a ellos el método comparado, la idea de desarrollo. Y ¡qué personajes a la obra! ¡Un Humboldt, un Savigny, un Grimm! Me acuerdo de la fina estampa del anciano Bopp, el fundador de la filología comparada. Y tengo presente sobre todas la figura de mi maestro y amigo Trendelenburg, que ejerció sobre mí la mayor influencia. No es posible imaginarse hoy el poder de este hombre. Su secreto residía en cómo sabía trabar en un conjunto los hechos cuidadosamente investigados de la historia de la filosofía, conjunto que operaba así en sus oyentes como una fuerza viva. Personificaba la convicción de que toda la historia de la filosofía se había dado y continuaba dándose para fundamentar la conciencia de la conexión ideal de las cosas. Aristóteles y Platón servían de fundamento. La inconmovilidad de esta convicción, la fundamentación sólida y serena le nimbaban de un aire señorial. No ha buscado jamás el poder, pero se le allegó por su carácter varonil: una fuerza de la naturaleza de nuestras costas nórdicas.

El otro factor de las nuevas ciencias del espíritu radicaba en la atención prestada a las nacionalidades. Su conocimiento había surgido del estudio de la literatura de los diversos pueblos realizado por la escuela romántica, y se fue ahondando en todos los sentidos por la lucha contra el imperialismo napoleónico. En Alemania los dos factores actuaron de consuno. Fue en Berlín, precisamente, donde se dieron cita las grandes capacidades históricas que aunaban la filología y la ciencia histórica y abarcaban el conjunto de las manifestaciones de la vida de una nación partiendo del lenguaje. En primer lugar, Niebuhr: toda la tradición fabulosa se deshizo ante el poder de su mirada y creó una nueva historia de Roma partiendo de las fuentes. El segundo lugar entre estos próceres lo ocupa Böckh, y pude experimentar todavía la influencia de sus lecciones. Todos sus trabajos se hallaban colocados bajo el punto de vista de una visión total de la vida griega. Su personalidad producía una impresión muy peculiar, gracias a la fusión de agudeza y entusiasmo, de espíritu sistemático y artístico, de fuerte sentido por todo lo mensurable en la métrica, en las finanzas y en la astronomía y de ideales. Después, Jacobo Grimm. ¡Cómo el respeto nos mantenía a distancia de este gigante! Después la visión total de la vieja vida alemana. Me acuerdo todavía del discurso que acerca de su hermano Guillermo pronunció en la Academia, cómo sostenía las hojas contra la lámpara, para que pudieran leer sus cansados ojos, cómo se inclinaba su rostro macizo, escucho su voz apagada, como en sordina; unión del fervor más íntimo con la ponderación más sobria, sin que asomara jamás ninguna palabra excesiva. En la última época de mi estancia en Berlín llegó también Mommsen, el más afortunado en la serie de estos investigadores. De manera más completa que nadie habría de resolver el problema de edificar la vida de un pueblo. Ritter y Ranke han trabado luego todas las investigaciones particulares en una visión universal de la tierra y de la historia que transcurre sobre ella. Para nosotros eran dos figuras inseparables, la patriarcal de Ritter, con sus gafas de concha y sus poderosos ojos, su palabra reposada, serena, agradable, y la tan animosa de Ranke: parecía como si un movimiento interior, que también se manifestaba exteriormente, le hiciera adentrarse, cambiarse en el acontecimiento o los hombres de los que hablaba. Retengo la impresión que me produjo al hablar de la relación entre Alejandro VI y su hijo César: lo amaba, lo temía, lo odiaba. De él he recibido la impresión determinante, más en su seminario todavía que en su cátedra. Era como un organismo poderoso que se había asimilado las crónicas, los políticos, los embajadores, los historiadores italianos, Niebuhr, Fichte y hasta el mismo Hegel, transformándolo todo en una fuerza de visión objetiva de lo acontecido. Era para mí como la encarnación misma de la virtud histórica.

A estas grandes impresiones debo yo la dirección de mi espíritu. He intentado escribir la historia de los movimientos literarios y filosóficos en el sentido de esta consideración histórico-universal. Me encaminé a investigar la naturaleza y la condición de la conciencia histórica: una crítica de la razón histórica. Esta tarea me condujo al “problema”. Cuando se sigue la conciencia histórica en sus últimas consecuencias surge una contradicción al parecer insoluble: la última palabra de la visión histórica del mundo es la finitud de toda manifestación histórica, ya sea una religión o un ideal o un sistema filosófico, por lo tanto, la relatividad de todo género de concepción humana de la conexión de las cosas; todo fluye en proceso, nada permanece. Contra esto se levanta la necesidad del pensamiento y el afán de la filosofía por un conocimiento de validez universal. La concepción histórica del mundo es la que libera al espíritu humano de las últimas cadenas que no han podido quebrantar todavía la ciencia natural ni la filosofía. Pero, ¿dónde están los medios para superar esa anarquía de las convicciones que nos amenaza con su irrupción? Durante toda mi vida he trabajado en la solución de la larga serie de problemas que se juntan a éste. Veo la meta. Si me quedo a mitad de camino, espero que mis jóvenes compañeros de jornada, mis discípulos, llegarán hasta el fin.

3. El trasfondo filosófico*

Cuando daba yo los primeros pasos en la filosofía, el monismo idealista de Hegel había sido desplazado por el señorío de la ciencia natural. Cuando el espíritu científico-natural se convirtió en filosofía, como ocurrió con los enciclopedistas y Comte y, en Alemania, con los investigadores de la naturaleza, trató al espíritu como un producto de la naturaleza y de este modo lo mutiló. Los grandes investigadores de la naturaleza intentaron abarcar el problema con más hondura. Esto hizo volver la mirada a Kant. Si Kant había sido movido por el espíritu científico-natural, era Helmholtz quien parecía encarnarlo ahora. Nadie que le haya tratado de cerca puede olvidar la impresión que esta personalidad producía: seguro de sí mismo, todo ojos para abarcar el mundo visible, todo oídos para percibir sus voces. El mundo del espíritu se hallaba presente para él únicamente en el arte. En esto se parecía a Lange. Pero tampoco encontraba en ellos el mundo histórico lugar alguno dentro de la conexión de las ciencias, cuyo fundamento procedía de la percepción exterior. El no tolerar el fraude, el no dejarse engañar, he aquí la gran fuerza que este positivismo abrigaba. Pero la mutilación del mundo espiritual para poder acomodarlo en los marcos del mundo exterior representa su limitación.

Como consecuencia del monismo hegeliano se había constituido una metafísica filosófica que pretendía salvar dentro de un mundo áspero y frío las necesidades del corazón. Espíritus ricos, muchas y grandes verdades, pero sobre la trabazón de estas ideas caían las sombras del atardecer de la metafísica.

Yo había crecido con un afán insaciable por encontrar en el mundo histórico la expresión de esta vida nuestra en su diversidad multiforme y en su hondura. El mundo espiritual es, en sí mismo, conexión de realidad, molde de valores y reino de fines, y todo ello en proporciones de una riqueza infinita dentro de la cual se va plasmando el yo personal en nexo efectivo con el todo. Los grandes poetas, Shakespeare, Cervantes, Goethe me enseñaron a comprender el mundo desde este punto de vista y a establecer un ideal de la vida sobre este terreno. Tucídides, Maquiavelo, Ranke, me descubrieron el mundo histórico, que gira en torno a su propio centro y que no necesita de ningún otro. Estudios teológicos me llevaron a examinar la concepción del mundo del joven Schleiermacher, para quien la experiencia de la humanidad, como individuación concreta del universo, es algo cerrado en sí mismo y suficiente.

Los conceptos de la filosofía científico-natural no podían dar satisfacción a este mundo que en mí se agitaba, y todavía menos los adversarios de estos filósofos investigadores de la naturaleza, que de la separación del pensamiento y la percepción sensible deducían la conexión teleológica interna y su fundamento en Dios que hacían posible el conocimiento de la vida. Esta restauración artificial de una concepción teológica del mundo en forma tan desvaída me era insoportable, y antipático el carácter meramente hipotético de aquello en lo que el alma tenía que encontrar su abasto.

De esta situación surgió el impulso dominante en mi pensamiento filosófico, que pretende comprender la vida por sí misma. Este impulso me empujaba a penetrar cada vez más en el mundo histórico con el propósito de escuchar las palpitaciones de su alma; y el rasgo filosófico consistente en el afán de buscar el acceso a esta realidad, de fundar su validez, de asegurar el conocimiento objetivo de la misma, no era sino el otro aspecto de mi anhelo por penetrar cada vez más profundamente en el mundo histórico. Eran como las dos vertientes del trabajo de mi vida, nacido en tales circunstancias.

Mi ensayo sobre el estudio del hombre y de la historia muestra cómo en este afán filosófico me sentía cerca del positivismo. Al mismo tiempo era natural que por entonces en Alemania se reconociera la superioridad del análisis kantiano. Su punto de partida lo constituía el problema de la validez universal del saber, la necesidad y universalidad de las verdades lógicas y matemáticas, la fundación de las ciencias de la naturaleza sobre ellas, pero, al mismo tiempo, la limitación del saber a lo experimentable. En esto coincidían los grandes pensadores alemanes con los filósofos occidentales desde D’Alembert hasta Mill y Comte; estos principios kantianos constituían la base de mi desarrollo intelectual. Así comencé yo mis lecciones.

Pero también rastreaba en Kant el impulso que me movía. Si la realidad del mundo espiritual tenía que ser justificada era menester, antes que nada, una crítica de la teoría de Kant que hacía del tiempo un mero fenómeno y, por consiguiente, de la vida misma. El pensamiento de Lotze, que se apoyaba en esta teoría del tiempo, me señalaba las consecuencias con toda la claridad posible. Comencé con la crítica de esta teoría. Así surgió la proposición: el pensamiento no puede ir más allá de la vida misma. Considerar la vida como apariencia es una contradictio in adjecto: porque en el curso de la vida, en el crecimiento desde el pasado y en la proyección hacia el futuro radican las realidades que constituyen el nexo efectivo y el valor de nuestra vida. Si tras la vida, que transcurre entre el pasado, el presente y el futuro, hubiera algo atemporal, entonces constituiría un “antecedente” de la vida, sería como la condición del curso de la vida en toda su conexión, aquello precisamente que no vivimos y, por lo tanto, un reino de sombras. En mis lecciones sobre introducción a la filosofía ninguna proposición ha sido tan fecunda como ésta.

Pero el impulso que guiaba mis trabajos exigía algo más. La vida no se nos da de modo inmediato sino que es esclarecida mediante la objetivación del pensamiento. Para que la captación objetiva de la vida no se convierta en dudosa por el hecho de que es elaborada por las actividades del pensamiento, es menester mostrar la validez objetiva del pensar. Se puede analizar el pensamiento y su logismo. No se trata de su génesis, de su historia, sino de la presencia de actividades que lo enlazan con la percepción: se trata de una fundación. Existen en el pensamiento contenidos que nos conducen a otros contenidos y de este modo puede demostrarse que se fundan en la percepción y en la vivencia.

Si se demuestra así la realidad de la vivencia y la posibilidad de su captación objetiva, se abre de este modo el camino hacia la realidad del mundo exterior. Mi ensayo a este respecto lo hace ver. Pero es menester abarcar con justeza su concepto. Es obvio que nada sabemos de un mundo real como existente fuera de nuestra conciencia. Sabemos únicamente de una realidad en la medida en que nuestra voluntad y su adopción de fines se hallan determinadas, en la medida en que nuestros impulsos experimentan una resistencia.

Así tenemos la circunstancia que abre la posibilidad de fundar el conocimiento del mundo espiritual, que hace posible el mundo espiritual. Durante largo tiempo los historiadores fueron ahondando en el alma de los tiempos pasados al margen de esta fundación, hasta que comencé yo…

4. La conciencia histórica y las concepciones del mundo*

De esta insondabilidad de la vida procede que la misma no pueda ser expresada sino en un lenguaje figurado. Reconocer esto, ponerlo en claro por sus razones, desarrollar las consecuencias, he aquí el comienzo de una filosofía que dé razón real de los grandes fenómenos de la poesía, de la religión y de la metafísica, concibiendo su unidad en su último núcleo. Todos estos fenómenos expresan la misma vida, unos en imágenes, otros en dogmas, otros en conceptos; pues ni los mismos dogmas, bien entendidos, hablan de un más allá.

5. Las concepciones del mundo y la filosofía

. . . He considerado siempre a mis discípulos como amigos. Siento hoy una necesidad especial de darles las gracias por lo que siempre han sido para mí, por el amor y la lealtad de que me hablan tantas cartas suyas, a todo lo cual correspondo cordialmente.

He intentado comunicar a mis discípulos métodos de investigación, el arte analizador de la realidad que hace al filósofo, el pensamiento histórico. No estoy en posesión de ninguna solución del enigma de la vida, pero lo que yo quise comunicarles siempre fue el temple vital que en mí ha producido la meditación constante sobre las consecuencias de la conciencia histórica.

¿Me será permitido hablarles a ustedes de esto en el día de hoy? Pues nos encontramos reunidos en un simposio filosófico.

La forma sistemática es imprescindible en el campo del conocimiento, pero implica al mismo tiempo una limitación. Lo que yo quiero comunicarles es este sentimiento de la vida que surge de la conciencia histórica cuando es elevada por el pensamiento al conocimiento de su alcance. A esto hubiese querido dar expresión en este día. Pero toda expresión de una doctrina es algo pesado y frío. El amigo Wildenbruch me ha señalado un camino. Le agradezco sus palabras. Siempre ha sido la dicha mayor de hombres y mujeres el ser loados por los poetas. Pues que ha invocado al poeta en mí, él sea responsable si una vez más se reaviva el rescoldo de cenizas y me resuelvo a expresar el sentimiento vital que ha fluido del trabajo filosófico de tantos años, si no en verso —¡no tengan miedo!— por lo menos un poco poéticamente.

Hace de esto más de diez años. En un caluroso atardecer de verano había llegado yo al palacio de mi amigo en Klein-Ols. Y como siempre ocurría entre los dos, nuestro diálogo filosófico se prolongó hasta bien entrada la noche. Todavía resonaba dentro de mí cuando comencé a desnudarme en el viejo dormitorio. Me detuve largo rato, como tantas veces, ante el bello grabado de La escuela de Atenas, por Volpato, que pendía sobre mi cama. En esa noche sentí con especial fruición cómo el espíritu armonioso del divino Rafael había amortiguado hasta convertirla en una conversación pacífica la lucha a vida y muerte de los sistemas. Sobre estas figuras, en serena relación, parece flotar aquel hálito de paz que en el ocaso de la cultura antigua procuró conciliar los ásperos antagonismos de los sistemas y que todavía en el Renacimiento inspiró a los espíritus más nobles. Rendido de sueño, me acosté y dormí en seguida. Muy pronto me sumergí en un sueño en el que se mezclaban el cuadro de Rafael y la conversación que había tenido. En él cobraron cuerpo las figuras de los filósofos. A la izquierda del templo de los filósofos, y desde lejos, muy lejos, se iba aproximando una larga fila de varones, con los abigarrados trajes de muchos siglos. Cuantas veces pasaba alguien delante de mí y volvía hacia mí su rostro, me esforzaba por reconocerlo. Allí estaban Bruno, Descartes, Leibniz... y tantos otros, tal como me los había figurado por sus retratos. Subían la escalinata. A medida que iban entrando, caían los muros del templo. En un campo espacioso se confundieron entre las figuras de los filósofos griegos. De pronto, ocurrió algo que me sorprendió, aun en medio del sueño. Como empujados por un viento interior iban unos hacia otros, para formar un solo grupo. Al principio el movimiento se dirige hacia el lado derecho, allí donde el matemático Arquimedes está trazando su círculo y se reconoce al astrónomo Ptolomeo por el globo terráqueo que lleva en la mano. Se agrupan los pensadores que fundan su explicación del mundo sobre la firme naturaleza física, que todo lo abarca, que proceden de abajo arriba, que tratan de encontrar una explicación causal unitaria del universo poniendo en conexión leyes naturales independientes, y que de este modo subordinan el espíritu a la naturaleza o limitan resignadamente nuestro saber a lo que se puede conocer por nuestros métodos científico-naturales. En este grupo de materialistas y positivistas reconocí también a D’Alembert por sus finos rasgos y la sonrisa irónica de su boca, que parecía burlarse de los sueños de los metafísicos. También vi allí a Comte, el sistemático de esta filosofía positivista, al que escuchaba con respeto todo un corro de pensadores de todos los países.

Una nueva procesión acudía hacia el centro, donde se hallaban Sócrates y el divino Platón, con su venerable figura de anciano: los dos pensadores que han intentado fundar sobre la conciencia de Dios en el hombre el saber acerca de un orden suprasensible del mundo. Vi también a Agustín, el del apasionado corazón en busca de Dios, en cuyo torno se habían agrupado tantos teólogos filósofos. Escuché su conversación, en la que trataban de armonizar el idealismo de la personalidad, que constituye el alma del cristianismo, con las enseñanzas de aquellos venerables antiguos. Y he aquí que del grupo de los investigadores matemáticos se destaca Descartes, una figura delicada, macilenta, consumida por el poder del pensamiento, y es llevado, como por un viento interior, hacia estos idealistas de la libertad y de la personalidad. Se abrió todo el grupo cuando se aproximó la figura un poco encorvada y fina de Kant, con su tricornio y su bastón, los rasgos como paralizados por la tensión del pensamiento —el grande que había elevado el idealismo de la libertad a conciencia crítica y lo había reconciliado así con las ciencias empíricas. Al encuentro del maestro Kant subió las escaleras con desembarazo juvenil una figura resplandeciente, con su noble cabeza inclinada por la meditación: en sus rasgos melancólicos asoman el pensamiento profundo y la intuición poética e idealizadora mezclados con el presentimiento del destino que le aguarda; es el poeta del idealismo de la libertad, nuestro Schiller. Se acercan también Fichte y Carlyle. Me pareció que Ranke, Guizot y otros grandes historiadores les estaban escuchando. Pero me sacudió un calofrío extraño cuando vi a su vera a un amigo de mis años juveniles, a Enrique von Treitschke.

Apenas se habían reunido éstos cuando también empezaron a agruparse, hacia la izquierda, en torno a Pitágoras y a Heráclito, los primeros que habían contemplado la armonía divina del universo, pensadores de todas las naciones. Giordano Bruno, Spinoza, Leibniz. Y ¡espectáculo admirable! de la mano, como en sus años de juventud, marchaban los dos grandes pensadores suabos, Schelling y Hegel. Todos ellos proclamadores de una fuerza espiritual divina que se expande por todo el universo: que vive en toda cosa y en toda persona, que opera en todo según leyes, de suerte que, fuera de ella, no existe ningún orden trascendente ni lugar alguno para la libertad de elección. Me pareció que todos estos pensadores escondían un alma de poeta tras sus graves rostros. También se produjo tras ellos un impetuoso movimiento de acercamiento. En esto se fue aproximando, a pasos mesurados, una figura mayestática, con una actitud solemne, casi rígida: temblé de veneración cuando vi los grandes ojos, que alumbraban como soles, y la cabeza apolínea de Goethe: se hallaba en la mitad de la vida y todas sus figuras, Fausto, Guillermo Meister, la Ifigenia, Tasso, parecían revolotear en su torno: todas sus grandes ideas acerca de las leyes formadoras que desde la naturaleza ascienden a la creación del hombre.

Percibí que entre estas figuras grandiosas se agitaban otras de un lugar para otro. Parecía como si quisieran mediar inútilmente entre la áspera renuncia del positivismo a todo enigma de la vida y a la metafísica y la conexión que todo lo determina y la libertad de la persona. Pero en balde se afanaban estos componedores entre uno y otro grupo, pues la distancia se fue agrandando, hasta que, de pronto, desapareció el suelo, y un terrible extrañamiento y hostilidad parecía separar a los grupos. Fui presa de una rara angustia al ver cómo la filosofía se me presentaba en tres o más figuras distintas y la unidad misma de mi ser parecía desgarrarse, ya que me sentía atraído anhelosamente ora por un grupo, ora por otro, y trataba con el mayor coraje de conservar mi unidad. Bajo las ansias de mis pensamientos se fue adelgazando la capa del sueño, empalidecieron las figuras y desperté.

A través de la gran ventana titilaban en el cielo las estrellas. Me sobrecogió la inmensidad e insondabilidad del universo. Como una liberación, repensé las ideas consoladoras que había expuesto a mi amigo en aquella conversación de la noche.

Este universo inmenso, insondable, inabarcable, se refleja múltiplemente en los videntes religiosos, en los poetas y en los filósofos. Todos se hallan bajo la acción del lugar y de la hora. Toda concepción del mundo se halla históricamente condicionada; es, por lo tanto, limitada, relativa. Así parece surgir una terrible anarquía del pensamiento. Pero la misma conciencia histórica que ha producido esta duda absoluta es capaz de señalarle sus límites. En primer lugar, las concepciones del mundo se han diversificado según una ley interna. Mis pensamientos se volvieron hacia las grandes formas fundamentales de concepción del mundo, tal como se habían presentado al soñador en la imagen de los tres grupos de filósofos. Estos tipos de concepción del mundo se afirmaban unos junto a otros en el correr de los siglos. Y también otro motivo liberador: las concepciones del mundo se fundan en la naturaleza del universo y en la relación con él del espíritu, que capta finitamente. Así cada una de ellas expresa, dentro de las limitaciones de nuestro pensamiento, un aspecto —un lado— del universo. Dentro de este aspecto, cada una es verdadera. Pero cada una es, también, unilateral. Nos es imposible abarcar en un haz todos estos conceptos. No podemos ver la luz pura de la verdad más que desflecada en rayos de color.

Se trata de una vieja y fatal maraña. El filósofo busca un saber de valor universal y, mediante él, una decisión acerca del enigma de la vida. Es menester desenmarañarla.