Portadilla

Créditos

Libro I. Sevilla

Generalidades

Excursiones y giras básicas por Andalucía

Vida social y maneras en el sur de España

Los médicos españoles

La fiesta de los toros

El teatro español

Los cigarros puros españoles

El traje español

Ruta I. De Inglaterra a Cádiz y Gibraltar

Ruta II. De Cádiz a Sevilla por barco

Ruta III. De Cádiz a Sevilla por tierra

Ruta IV. De Jerez a Sevilla

Ruta V. De Sanlúcar a Ayamonte

Ruta VI. De Sanlúcar a Portugal (1)

Ruta VI. De Sanlúcar a Portugal (2)

Ruta VII. De Sevilla a Riotinto y Almadén

Ruta VIII. De Sevilla a Madrid

Ruta VIII. De Valdepeñas a Almadén

Ruta IX. De Sevilla a Badajoz (I)

Ruta X. De Sevilla a Badajoz (II)

Libro II. Ronda y Granada

Ronda: La Serranía de Ronda

Ronda: De Sevilla a Granada

Ruta XI. De Sevilla a Granada por Osuna

De Sevilla a Granada por Córdoba

Ruta XII. De Córdoba a Granada

Ruta XIII. De Sevilla a Granada por Jaén

Ruta XIV. De Andújar a Granada

Ruta XV. De Sevilla a Ronda por Olvera

Ruta XVI. De Sevilla a Ronda por Zahara

Ruta XVII. De Sevilla a Ronda por Écija

Ruta XVIII. De Ronda a Jerez

Ruta XIX. De Ronda a Granada

Ruta XX. De Ronda a Málaga

Ruta XXI. De Ronda a Gibraltar

Ruta XXII. De Gibraltar a Málaga

Ruta XXIII. De Málaga a Granada por Alhama

El reino de Granada (1)

El reino de Granada (2)

Ascenso a Sierra Nevada

Ruta XXIV. De Granada a Adra

Ruta XXV. De Adra a Málaga

Ruta XXVI. De Motril a Granada

Ruta XXVII. De Adra a Jaén

Ruta XXVIII. De Almería a Cartagena

Ruta XXVII de Almería a Jaén (continuación)

Tabla de conversiones

Sobre la obra

Título original: A Handbook for Travellers in Spain and Readers at Home / Andalucía. Ronda and Granada.

Copyright © 2008, Turner Publicaciones S.L.
 Rafael Calvo, 42
 28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Diseño de colección: The Studio of Fernando Gutiérrez
 Compaginación y corrección: EB8

ISBN EPUB:  978-84-15427-10-0

Libro I

SEVILLA

 

GENERALIDADES

 

El reino o provincia de Andalucía, por su posición local, su clima, sus lugares de interés y su accesibilidad, debe anteponerse a todos los demás reinos de España. Es la Tarshish de la Biblia, palabra que ha sido interpretada por sir William Betham como “el más lejano de los lugares habitados que se conocen”. Era la ultima terrae de los clásicos, los confines de la tierra adonde Jonás quería huir. Tarshish, Tartessus en la incierta geografía de los antiguos –mantenidos deliberadamente en la incertidumbre por los suspicaces fenicios, exploradores de todo comercio libre–, fue durante mucho tiempo un término vago y general, como nuestras Indias. Era aplicado a veces a una ciudad, a un río o a una localidad, por autores que escribían para Roma, o sea, un ciego guiando a otro ciego. Pero cuando los romanos, después de la caída de Cartago, consiguieron el dominio indiscutido de la Península, estas dificultades fueron eliminadas y el sur de España recibió el nombre de Bética, del Baetis o Guadalquivir, que divide sus partes más bellas.

Cuando la invasión goda, esta provincia fue ocupada por los vándalos. Su ocupación fue breve porque no tardaron en ser echados al norte de África por los visigodos. Pero, a pesar de todo, dejaron allí su nombre, y fijaron la nomenclatura a ambos lados del estrecho, llamándose durante mucho tiempo Vandalucía, o Beled-el-Andalosh, “el territorio de los vándalos”. Sus habitantes, sin embargo, no fueron jamás vándalos en el segundo sentido de esta palabra, sino que, por el contrario, eran y siempre han sido la gente más elegante, refinada y sensual de la Península; eran los jonios, mientras que los cántabros y celtíberos eran los espartanos. Y en ningún lugar, hasta el día de hoy, se nota de manera tan clara la raza: proceden de sangre del sur, de los fenicios, mientras que los aragoneses y catalanes proceden de sangre nórdica o celta. Diferencias semejantes se perciben en el norte de Irlanda, que está habitada por una raza anglosajona escocesa, y la gente del sur que, como los andaluces, se ufana de ser milesios de verdad. Tampoco faltan similitudes en el carácter nacional. Ambos son parecidos: impresionables como niños, indiferentes a los resultados, incapaces de calcular las posibilidades, víctimas pasivas del impulso violento, alegres, listos, bienhumorados y vivos, y la gente más fácil de embaucar con cierta lógica. Basta con decirles que su país es el más bello y ellos la gente mejor, más bella, valiente y civilizada del mundo, y se dejarán llevar como niños. De todos los españoles los andaluces son los más dados a la jactancia; se jactan sobre todo de su valor y de su fortuna. El andaluz termina creyéndose su propia mentira, y de aquí que siempre esté contento, ya que consigo mismo se lleva mejor que con nadie. Sus cualidades redentoras son sus maneras afables y corteses, su carácter vivo y sociable, su agudo ingenio y su brillantez: es ostentoso y, en la medida en que sus medios limitados se lo permitan, ansioso siempre de mostrarse hospitalario con el forastero, en el sentido que se da en España a esta palabra, que en inglés no tiene nada que ver con la cocina. Como en los días de Estrabón, el andaluz actual tiende más a sentir simpatía que antipatía por el extranjero, y es que el tráfico de sus ricas ciudades marítimas ha echado abajo, en parte, los prejuicios de tierra adentro.

La imaginación oriental de los andaluces da a las cosas y a la gente el colorido brillante de su espléndido sol; su exageración, la ponderación, es solo aventajada por su credulidad, que es como la hermana gemela de aquella. Todo para ellos está en superlativo o en diminutivo, sobre todo por lo que se refiere a la palabra en aquello y a los hechos en esto. Tienen siempre anhelos de cosas inalcanzables y una gran indiferencia por lo práctico; en realidad nunca saben o se preocupan mucho por el objeto que buscan. Son incapaces de una constante sobriedad de conducta, que es la única manera de triunfar a la larga. En ninguna otra parte oye el forastero con más frecuencia esas palabras talismánicas que son como la estampa del carácter nacional: “no se sabe”, “no se puede”, “conforme”, el “no sé”, “no lo puedo hacer”; el “mañana”, “pasado mañana”, el bukra, balbukra, del oriental amigo de aplazarlo todo. Aquí estamos en el Bakalum o “veremos”, “ya veremos lo que pasa”; el Pek-éyi o “muy bien”, y el Inshallah, “si Dios quiere”, de Santiago (véase IV, 15); el “ojalá”, o deseo de que Dios haga lo que uno desea, el musulmán Enxo-Allah. En una palabra, los pecados obsesivos del oriental, su ignorancia, su indiferencia, su tendencia al aplazamiento, moderados por una religiosa resignación ante la Providencia.

Eminentemente superticiosos, la mariolatría ha sucecido aquí a la adoración de la Salambó bética, la Venus y la Astarté de los fenicios; esto, una confianza en la ayuda sobrenatural y el capítulo de lo fortuito: he aquí el recurso más corriente en todas las circunstancias de dificultad. Su inteligencia, energía e industria se debaten bajo la permanente llamada a los dioses y los hombres para que les hagan lo que debieran hacer ellos. Su Iglesia les ha dado un patrón tutelar y vigilante para todas las circunstancias de la vida, por triviales que sean. Todas las ciudades tienen su santo local, macho o hembra, su milagro, sus leyendas; y en definitiva, conviene observar aquí que hay que establecer una amplia distinción entre esas invenciones contadas a un pueblo crédulo y las serias verdades de una verdadera religión a las que aquellas han suplantado. El resultado ha sido de poco beneficio moral, porque si se puede confiar en los proverbios, el andaluz no es excesivamente honrado, ni de palabra ni de hecho. Al andaluz, hazle la cruz; del andaluz guarda tu capuz, o sea, ándate con cuidado –incluso cuando está haciendo el signo de la cruz– con tu capa, sin por eso descuidar las otras cosas de tu propiedad. En ninguna otra provincia abunda tanto la mala hierba de ladrones y contrabandistas, términos estos que son intercambiables.

Cualesquiera que sean las analogías raciales con sus congéneres milesios, los irlandeses ganan a los andaluces por lo que se refiere al gusto por las peleas. Estos últimos fueron siempre gente pacífica. Estrabón (III, 225) alaba sus suaves maneras, su to politikon; y este muy político –politus, bien pulido– es su característica presente e inalterada:

La terra molle e lieta e dilettosa

Simili a se gli abitatori produce.

Por mucho que “se les hinchen las narices”, como dicen los moros, y por mucho que alcen la voz, su manera natural de defenderse es salir por piernas, y su ladrido es peor que su mordisco, perro ladrador poco mordedor; son los gascones de España, raro es que esperen a ser atacados. Ocaña, en 1810, no fue más que una repetición de la fuga que describe Livio (XXXIV, 17), quien habla de los andaluces de la manera siguiente: Omnium Hispanorum maxime imbelles, y no se puede decir que hayan cambiado. Soult dominó la provincia entera en quince días y su conquista fue poco más que una promenade militaire para el débil Angulema en 1823. En ningún otro lugar fueron tan bien recibidos los franceses, y la llamaron su provincia: y es que los andaluces, como perros de aguas, estimaban más a quienes peor les trataban, y al mismo tiempo, por baja que sea su conducta colectiva, el andaluz, como individuo, participa del valor personal y las proezas que distinguen individualmente a los españoles. Si la gente es a veces cruel y feroz cuando se reúne en gran número, recordemos que por sus venas hierve la sangre de África; sus padres fueron hijos del árabe, cuyo brazo está contra todo el mundo; nunca han tenido una oportunidad, porque un desgobierno inicuo y largo, tanto en la Iglesia como en el Estado, ha tendido a diluir sus buenas cualidades y a estimular sus vicios; y aquellas, que son todas suyas propias, han florecido a pesar de la deprimente pesadilla. ¿Cabe maravillarse de que sus ejércitos huyan cuando al pobre soldado le faltan todos los medios que aumentan la eficacia, y además, cuando jefes indignos son los que dan el ejemplo? ¿No se les excusará por tomarse la justicia por su mano cuando ven las fuentes mismas de la justicia en estado habitual de corrupción? El mundo no es su amigo, ni tampoco lo es la justicia del mundo; sus vidas, su fuerza y sus pequeñas propiedades no han sido nunca respetadas por la autoridad, que siempre ha favorecido al rico y al fuerte a expensas del pobre y el débil; el pueblo, por lo tanto, debido a su triste experiencia, no tiene confianza en las instituciones y, cuando se ve con poder y siente que le hierve la sangre, ¿es de extrañar que sacie su gran sed de venganza?

Sean cuales fueren sus defectos, nadie podrá negar, por lo menos, que disfrutan de grandes cualidades intelectuales por las que siempre han sido muy elogiados. Los Turdetani, sus antepasados, fueron siempre célebres por su imaginación: cuando la edad de oro de la literatura, en tiempos de Augusto, terminó en Roma, fue para renacer en la Baetica gracias a los dos Sénecas, a Lucano y a Columela. Y de nuevo, desde el siglo IX hasta el XIV, durante los periodos más oscuros de la barbarie europea, Córdoba fue centro de luz; la Atenas y la Roma de Occidente, al mismo tiempo sede de las artes, la ciencia y la elegancia, así como de las armas y los valientes soldados. Y de nuevo, cuando el sol de Rafael se puso en Italia, la pintura aquí se levantó en una nueva forma gracias a la escuela sevillana de Velázquez, Murillo y Cano. Los moros andaluces se pusieron a la cabeza en todos los campos de la inteligencia, y a pesar del largo desgobierno el andaluz, aún hoy en día, es el ingenio, el gracioso de España. La gracia, la sal andaluza, es proverbial. Esta sal no es precisamente ática, por tener una tendencia agitanada y a la jerga taurómana; pero es casi el idioma nacional del contrabandista, el bandido, el torero, el bailarín y el majo, y ¿quién no ha oído hablar de estos personajes de la Baetica? Su fama ha pasado hace ya tiempo los Pirineos, mientras que en la Península misma estas personas y sus actividades son el encanto y la pasión de los jóvenes y los audaces, ciertamente de todos aquellos que aspiran a la afición. Estos pasatiempos verdaderamente provinciales de Andalucía representan para los españoles lo mismo que para nosotros la caza, las carreras y, en general, todo lo que huele más o menos a deporte. Andalucía es el cuartel general de todo esto, y la cuna de los más eminentes profesores que, en otras provincias, se convierten en estrellas, modelos y pautas, los observados por todos los observadores, y la envidia y admiración de sus entusiastas compatriotas. Esas cualidades son esencialmente andaluzas, y como el gusto delicado y el aroma de los vinos de Jerez, son locales e inimitables.

El traje provincial es tan extremadamente pintoresco que, en nuestra tierra, carente de trajes típicos, es adoptado para los bailes de máscaras; el que quiera verlo en todo su efecto tiene que ir a una aldea andaluza en algún día de fiesta, cuando todos salen vestidos con su mejor ropa. Cualesquiera sean los méritos de los sastres y las modistas, la naturaleza ha echado una mano en esta buena obra; el andaluz, además, está perfectamente moldeado para ello, porque es alto, bien formado, fuerte y nervudo. La hembra es digna de su compañero y con frecuencia su forma es de una impecable simetría, a la que hay que añadir su peculiar y muy fascinante gracia y movimiento, todo lo cual es esencial para los bailarines, los toreros y los majos. Estos se cuentan, evidentemente, entre los “objetos dignos de observación” de esta provincia, y sin duda el viajero, quiera o no, se encontrará con ellos a cada paso.

El majo, el Fígaro de nuestros teatros, es enteramente, tanto por su palabra como por sus actos, de origen moro; es semejante al Pallicar griego, es el dandi local. El origen de la palabra es árabe: majar, brillantez, esplendor, viveza en el andar. Marcial, tal y como le describe Plinio el Joven (Ep., III, 21) que, aunque aragonés de nacimiento, era en realidad andaluz. Erat homo ingeniosus (ingenioso hidalgo); acutus, acer, et qui plurimum in scribendo salis haberet et fellis. Esta mezcla de sal y acíbar es muy propia de la tendencia a la sátira de los sevillanos, cuyas lenguas despellejan vivas a sus víctimas: quítanle a uno el pellejo. Los castellanos, más graves, hijos más verdaderos de los godos, o desprecian a los andaluces como medio moros, o bien se ríen de ellos como meros payasos y bufones, y cierto es que son algo holgazanes, insinceros, veleidosos y poco dignos. El majo reluce en sus terciopelos y botones de filigrana, sus borlas y sus dijes; su traje es tan alegre como su sol; para él la apariencia externa lo es todo. Este amor del lucir boato, es precisamente del árabe batto, betato; su epíteto favorito, bizarro, distinguido, es la palabra árabe bessarâ, “elegancia de forma”, de bizar, que significa joven. El majo es un verdadero presumido, muy fanfarrón; esta fanfarronería, tanto de palabras como de hechos, es también mora, ya que fanfar e hinchar significan ambas la misma cosa: distender, y en árabe, como en español, se aplica a las narices: la hinchazón de las ventanas de la nariz del caballo berberisco. En un sentido secundario, también significa pretensión. El majo, sobre todo si es crudo (véase Jerez), es amigo de las bromas pesadas, y sus ocurrencias y bromas tienen todavía en español nombres árabes: jarana, jaleo, es decir, Khala-a, zumbonería.

Es dado a los amores, por supuesto, y está lleno de requiebros o bromas al paso, cumplidos y réplicas ingeniosas. Se dirige a su querida con devoción oriental; es la “hija de mi alma”, “de mis ojos”, exactamente los ya rojí, ya ainí, ya jabíbi de El Cairo. El hecho de ponerse traje de majo es lo mismo que enarbolar la bandera de la diversión y la licencia; una maja elegante y bien arreglada anima a todo el vecindario; todos los hombres le ceden el paso, muchos se quitan la capa, mientras los estudiantes arrojan sus capas astrosas al suelo, para que los pies lentejuelados las pisen. “A las plantitas de usted”, “benditas sean tus ligas”, “¡qué compuesta estás!”, “¡vaya una majita!”, “¡más vales que toda Sevilla!”, “¡qué aire, qué toná, qué ojos matadores, ay de mí!”. Las personas así piropeadas, sobre todo el majo, nunca deben quedar sin decir la última palabra. Ningún sastre ni ningún manual bastan, sin embargo, para hacer un majo; ni conviene que cualquier forastero se lance demasiado pronto a estas justas y lides. Los que son capaces de ello y lo hacen bien, se convierten en la envidia y admiración de la plaza; “¡qué saleroso, qué gracioso, qué travesura y qué trastienda!”, “¡qué caídas tiene, qué ocurrencias, derrama sal y canela y es la sal de las sales!”. El majo de clase baja con frecuencia degenera en bravo, matón, perdonavidas y chulapo, muy guapo y valiente. Es el baratero, que cobra impuestos a los que tienen miedo a luchar con él.

Así son los indígenas de Andalucía. El suelo de su provincia es sumamente fértil, y el clima delicioso; la tierra abunda en vino y aceite. Los vinos de Jerez, las aceitunas sevillanas y las frutas de Málaga no tienen rival. Las llanuras amarillas, rodeadas por el mar verde, se doran al sol como un topacio engarzado entre esmeraldas. Estrabón (III, 223) no encontró mejor panegírico para los Campos Elíseos de Andalucía que citar la encantadora descripción del padre de la poesía (Od., A, 564): y aquí los clásicos, siguiendo su ejemplo, situaron el “Jardín de los Bienaventurados”, y este, después, se convirtió en el verdadero paraíso, el mundo nuevo y favorito del oriental. Aquí, los hijos de Damasco gozaron de una verdadera Arabia feliz europea. Seducidos por la fama de la conquista, que llegó hasta el Oriente, muchas tribus abandonaron Siria y se afincaron en Andalucía, de la misma manera que, más tarde, los españoles emigrarían a la dorada Sudamérica. Los recién llegados se mantuvieron aparte en la mayoría de los casos, aislados en clanes, y cada tribu odiaba a la vecina; una simiente de debilidad sembrada en la cuna misma del dominio moro. De esta forma, los árabes yemenitas de la sangre de Kháttan vivían en las llanuras, mientras que los sirios de la sangre de Adhán preferían las ciudades, y de aquí que se llamaran Beladium, y a ambos clanes se oponían los bereberes del Atlas.

Cuando estos ingredientes heterogéneos se mezclaron mejor, fue aquí, en un suelo favorable, donde el oriental echó raíces más hondas. Aquí es donde ha dejado las huellas más nobles de poder, gusto e inteligencia, aquí libró su última y desesperada batalla. Seis siglos después de que el frío norte fuese abandonado a los hispano-godos, Granada aún se defendía; y de esta gradual recuperación de Andalucía se mantienen aún las divisiones orientales en principados separados entre sí, que todavía se llaman los Cuatro Reinos, es decir, Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada.

Estos ocupan el extremo sur de España y están defendidos de las mesetas frías del norte por la barrera de montañas de Sierra Morena –corrupción de los Montes Marianos de los romanos, y no derivado en absoluto del color pardo de su aspecto veraniego–. Andalucía consta de dos mil doscientas ochenta y una leguas cuadradas. Es tierra de montaña y valle; la parte más productiva es la cuenca del Guadalquivir, que corre bajo la sombra de Sierra Morena. Al sudeste se levantan los montes de Ronda y Granada, que siguen hasta el mar. Sus cimas están cubiertas de nieves eternas, mientras que la caña de azúcar madura en sus laderas. La gama botánica es, por lo tanto, interminable. Estas sierras están literalmente preñadas de mármol y metal. Las ciudades son de lo mejor de España por lo que se refiere a las bellas artes y a la vida social. En ninguna parte es más amable el trato; en ninguna parte son mejor recibidos los ingleses, porque Andalucía produce frutos y vinos y es una provincia exportadora. De esta manera, Málaga y Jerez son diametralmente opuestas a la Cataluña antibritánica, monopolizadora y manufacturera. Aquí, igualmente, vemos una parte de la misma Inglaterra: Gibraltar, mientras que Sevilla, Córdoba, Ronda y Granada, cada una a su manera peculiar, no tienen rival ni en España ni en Europa.

Por fértil que sea el suelo y favorable el clima, no hay provincia en España, excepto Extremadura, de la que hayan sacado menor partido sus habitantes, quienes con su extraña apatía, han permitido que los dos distritos más ricos y mejor cultivados bajo los romanos y los moros se hayan cubierto de malas hierbas y de maleza; por todas partes la abundancia de vegetación silvestre muestra qué cosechas podrían crecer con el más elemental cultivo. De aquí, de los recovecos de la barrera de Sierra Morena hasta las llanuras que bordean el estrecho de Gibraltar, se extiende un campo vasto e inexplorado para el botánico y el deportista. Nada sorprende más que la brillante flora de mayo y junio: es la de un invernadero que se ha desbocado; flores de todos los colores, como copas perfumadas de rubíes, amatistas y topacios llenos de luz solar, que tientan al forastero a cada paso; florecen y se sonrojan sin que el indígena se fije en ellas. La nomenclatura de las plantas más corrientes está tomada casi siempre del árabe, indicio suficiente del lugar de donde el español ha tomado sus limitados conocimientos.

Estas dehesas y despoblados, o llanuras desiertas, son de gran extensión. El país sigue tal y como quedó después de la derrota de los moros. Las primeras crónicas, tanto de cristianos como de musulmanes, están llenas de narraciones de las incursiones anuales que ambos infligían unos a otros, y a las que las zonas fronterizas estaban siempre expuestas. El objeto de esta guerra de guerrillas fronteriza era la extinción, talar, quemar y robar, cortar árboles frutales y exterminar a las aves del cielo. La guerra de exterminio fue la propia de naciones y credos rivales. Fue verdaderamente oriental, y la misma que ha descrito Ezequiel, que conocía bien a los fenicios: “Id en su pos por la ciudad y golpeadles; que vuestro ojo no tenga piedad, y no la tengáis tampoco vosotros; matad completamente a viejos y a jóvenes, a doncellas y niños pequeños y mujeres”. El deber religioso de golpear al infiel vedaba la piedad a ambos bandos por igual, porque la incursión cristiana y la cruzada eran la exacta contrapartida de la algara musulmana y la algihad; mientras que, por razones militares, todo era convertido en un desierto, para crear una frontera edomita de hambre, una zona defensiva por la que ningún ejército invasor pudiera pasar con vida, “las bestias del campo eran las únicas que proliferaban” (Deut., VII, 2). La naturaleza, abandonada de esta manera, volvía por sus fueros, y ha arrojado de sí toda huella de antiguos cultivos, y distritos que fueron graneros de romanos y moros ofrecen ahora los más tristes contrastes de su antigua prosperidad e industria. La fisonomía del suelo y el clima en estas llanuras desiertas es ahora verdaderamente africana. Algunos campesinos nómadas, medio bereberes, cuidan de sus rebaños, que merodean por las llanuras solitarias y sin vallar. Los principales arbustos y plantas de hoja perenne que cubren tanto estas llanuras como la mayor parte de los páramos y las partes cálidas de la Península; estos montes, cotos, matas y dehesas, estos reductos del deportista y el botánico, son variedades de brezos: helecho; de retama, hiniesta; de romero; de lechetrezna, torvisco; de lavándula, espliego, cantueso, alhucema; de tamarisco, tamariz; de tomillo; de Cytisus laurustinus phillarea, sao, y de laurel; de junípero, enebro; de Arbutus, madroño; de ladierna y ligustro; de Artemisia; de regaliz, oruzuz; de sabina y Passerina hirsuta; de Oleander, adelfa; de toda clase de Cistus o cergazos, jara; de miraguano enano, palmito, Chamaerops humilis; de la aceituna silvestre, Acebuche; de Ilex, encina; de coscojo; de chaparro; de mirto, arrayán; de alcornoque; de rododendro, ojaranzo; de Cistus halinifolius, saquazo; de Hedysarum coronatum; de Caper, alcaparro; de lentisco; por no hablar de las plantas acuáticas de los pantanos y ciénagas. Las vallas, donde las hay, se componen de higo chumbo, Ficus indica, Cactus opuntia y de aloe, pita, Agava americana. No hay nada más impenetrable; estas empalizadas desafiarían a un regimiento de dragones o de cazadores de zorras. Los nativos llaman a las hojas puntiagudas del aloe, “mondadientes del diablo”.

La botánica de España, como otras ramas de su historia natural, no ha sido aún suficientemente descrita: y lo que se ha descrito de ella, como en el Oriente, ha sido en gran parte obra de extranjeros, y por su iniciativa. Fue Linneo quien acusó primero a los españoles de una barbaries botanica, y envió a su discípulo, Peter Loefling, a coleccionar una Flora Hispánica. Richard Wall, irlandés y primer ministro de Carlos III, empleó también a su compatriota William Bowles para investigar la historia natural de España. Su trabajo, Introducción a la historia natural, aunque apenas comienza a atacar la periferia del problema, sigue siendo uno de los más citados en la Península. Ha tenido muchas ediciones: la tercera, Madrid, 1789, es la mejor. En nuestra época, el capitán Widdrington ha prestado mucha atención a este tema, y ha indicado a futuros investigadores las diversas ramas que requieren su atención; ciertamente, la mayor parte de la Península sigue siendo casi una terra incognita para el naturalista.

La agricultura está también en baja y, sin embargo, esta es la verdadera fuente de la riqueza de España, la mina inagotable que yace sobre la superficie misma. Los cartagineses Mago y Columela fueron los maestros de la Italia antigua, de la misma manera que los moros lo fueron de la Europa medieval. Su sistema de irrigación en Valencia y Murcia no tiene rival. Las obras de Abu Zucaria Ebn al Auan llegaron a ser autoridad en Europa, y Gabriel Alonso de Herrera, que se inspiró en ellas, es el padre de la moderna labranza. Pero la agricultura ha decaído al ritmo de la mayor parte de las cosas en España. Los procedimientos de elaboración de aceite y vino semejan los de los antiguos. Y este es el país que puede servir perfectamente de ilustración para la obra de Adam Dickson sobre la labranza de los antiguos (2 vols., Edimburgo, 1788). España estuvo en otros tiempos a la cabeza de Europa en muchas cosas, pero su sol lleva mucho tiempo parado; atado por el orgullo y los prejuicios, el país ha permitido que el mundo le pase de largo para acabar dejándolo a mucha distancia. Nunca florecieron aquí la geología, la zoología, la ornitología, la entomología, ni ninguna de las otras “ologías”; la mayor parte de la gente prefiere la olla y apenas siente el amor de la naturaleza, ni se ha ocupado de investigar sus procesos. Y, sin embargo, el aire allí está saturado de la vitalidad de la creación, y la tierra está siempre ocupada en abastecernos de flores y frutos; cuánto queda aún por observar en estos campos de estudio, los más fascinadores de todos, ya que sitúan al estudiante en contacto íntimo con la naturaleza. Al mismo tiempo, esta agradable ocupación no carece de peligro: es fácil coger fiebres en los pantanos cuando se trata de seleccionar curiosos juncos, y el botánico corre peligro de ser robado por raterillos, inquietado por alcaldes ignorantes y puesto en entredicho por los campesinos, que le sospechan buscador de tesoros ocultos. Conviene, por lo tanto, ir siempre con un guía, después de haber puesto debidamente sobre aviso a las autoridades, explicándoles anticipadamente los objetivos.

EXCURSIONES Y GIRAS BÁSICAS POR ANDALUCÍA

 

Las mejores ciudades para residencia son Granada en verano y Sevilla en invierno; en Gibraltar (que es inglés, no español) abundan el bienestar material y la ayuda médica, pero la Roca es, después de todo, una mera prisión militar. La primavera y el otoño son los mejores periodos para una gira por Andalucía: los veranos, excepto en los distritos montañosos, son tremendamente calurosos, y los inviernos muy lluviosos.

El río Guadalquivir está bien abastecido de barcos de vapor que van a Sevilla, pero, excepción hecha del Camino Real a Madrid y el de Málaga a Granada, no hay coches públicos; más aún, apenas carreteras, aunque se habla mucho ahora de raíles. Desde Cádiz, por lo tanto, hasta Játiva, cerca de Valencia, domina el medio beduino de transporte, es decir, el caballo. Hay, desde luego, algunas galeras, que transportan su lento peso a lo largo de fangosos baches, tan profundos como la rutina y los prejuicios españoles, o bien por veredas pedregosas hechas por las cabras salvajes, pero por las que ningún hombre que aprecie su tiempo, o sus huesos, se arriesgaría. ¡Que Diable!, allait-il faire á cette galère? ”.

 

GIRA DE TRES MESES

Esta gira puede realizarse por medio de una combinación de vapor, caballo y coche.

Abril

Gibraltar, vapor.

Tarifa, caballo.

Cádiz, caballo.

Jerez, coche.

Sanlúcar, coche.

Sevilla, vapor.

Córdoba, coche.

Andújar, coche.

Jaén, caballo.

Mayo

Bailén, coche.

Jaén, coche.

Granada, coche.

Lanjarón, caballo.

Berja, caballo.

Junio

Motril, caballo.

Vélez Málaga, caballo.

Alhama, caballo.

Málaga, caballo.

Loja, coche.

Antequera, caballo.

Ronda, caballo.

Gibraltar, caballo.

 

Los que vayan a Madrid pueden ir a caballo desde Ronda hasta Córdoba, por Osuna. Los que vayan a Extremadura pueden ir a caballo desde Ronda hasta Sevilla, por Morón.

 

GIRA MINERO-GEOLÓGICA

Sevilla.

Villanueva del Río, caballo, carbón.

Almadén de la Plata, caballo, plata.

Guadalcanal, caballo, plata.

Almadén, caballo, mercurio.

Excursión a Logrosán, caballo, fosfato de cal.

Córdoba, caballo.

Bailén, coche.

Linares, caballo, plomo.

Baeza, caballo, plomo.

Segura, caballo, bosques.

Baza, caballo.

Purchena, caballo, mármoles.

Macael, caballo, mármoles.

Cabo de Gata, mármoles.

Adra, caballo, plomo.

Berja, caballo, plomo.

Granada, caballo, mármoles.

Málaga, coche.

Marbella, caballo, hierro.

Giraltar, caballo.