Edición en formato digital: abril de 2021

 

En cubierta: ilustración de © Bequest of William Jerdone Braikenridge,
1908/Bridgeman Images

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Óscar Juan Martínez García, 2021

© Ediciones Siruela, S. A., 2021

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18708-41-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Introducción

 

UN PRINCIPIO

CASA DE LOS VETTII (POMPEYA)
Buena fortuna a quien entra y a quien sale3

 

UMBRALES SAGRADOS

DOLMEN DE MENGA (ANTEQUERA)
Rostros en el paisaje

ABADÍA DE SAINTE-FOY (CONQUES)
Mitos, dioses y superhéroes

PÓRTICO DEL PANTEÓN DE ADRIANO (ROMA)
Del cuadrado al círculo; del aquí al más allá; de la tierra al cielo

BASÍLICA DE SAN MARCOS (VENECIA)
Oriente en Occidente

TEMPLO FUNERARIO DE RAMSÉS III (MEDINET HABU)
La inconfesable belleza de una buena mentira

TEMPLO DE LA CONCORDIA (AGRIGENTO)
De columnas, árboles y bosques

IGLESIA DE SANTA MARÍA DE LOS REYES (LAGUARDIA)
Un arcoíris de piedra

 

ACCESOS A LO PRIVADO

JOYERÍA FOUQUET (PARÍS)
El afortunado fruto de un golpe de fortuna

FACHADA DEL PALACIO DE COMARES DE LA ALHAMBRA (GRANADA)
Fe, belleza y geometría

CASTEL DEL MONTE (APULIA)
Renacimientos octogonales en el sur de Italia

PORTAL DE SERRANOS (VALENCIA)
Cárcel y refugio

REJA DE LA FINCA GÜELL (BARCELONA)
Un monstruo necesario

CASTEL NUOVO (NÁPOLES)
Vínculo entre la Edad Media y el Renacimiento

 

ENTRADAS A OTROS MUNDOS

COMPLEJO FUNERARIO DEL FARAÓN DJOSER (SAQQARA)
Una puerta para todos los vivos, el resto para un solo muerto

VILLA BARBARO (MASER)
Accesos entreabiertos al mundo de las imágenes

EDIFICIO DE LA BAUHAUS (DESSAU)
Puerta de entrada a la modernidad

ARCO DE TITO (ROMA)
Un umbral ¿a la inmortalidad?

PARCO DEI MOSTRI (BOMARZO)
Infiernos interiores

PERSPECTIVA DEL PALACIO SPADA (ROMA)
Reina diabólica de los engaños

QUINTA DA REGALEIRA (SINTRA)
Un regalo oculto para la vista y el espíritu

PABELLÓN DE LA SECESIÓN (VIENA)
A cada época su arte

 

UN FINAL

POETA GARCÍA CARBONELL, N.º 10, 1.º D-A (ALBACETE)
En un lugar de la Mancha

 

Agradecimientos

Bibliografía

 

Para Aitor, quien hace ya demasiado tiempo cruzó la única puerta sin retorno. Estés donde estés no me esperes por ahora, hermano. Me gusta demasiado lo que hay a este lado del umbral...

Introducción

«La puerta simboliza el lugar de paso entre dos estados, entre dos mundos, entre lo conocido y lo desconocido, la luz y las tinieblas, el tesoro y la necesidad. La puerta se abre a un misterio. Pero tiene un valor dinámico, psicológico; pues no solamente indica un pasaje, sino que invita a atravesarlo. Es la invitación al viaje hacia un más allá».

JEAN CHEVALIER Y ALAIN GHEERBRANT

 

«La puerta es una frontera en la que la transmisión de las ideas funciona mejor».

PAOLO RUMIZ

 

La primera frase de un libro es la puerta de entrada al relato que se desplegará ante nuestros ojos. Esas primeras palabras son así el umbral por el que adentrarse en el resto de los cientos de páginas que contiene, el acceso a todos sus enigmas y secretos. Comenzar a leer un texto tiene pues algo de aventura y desafío, y lo mismo ocurre al traspasar una puerta. Ya sea esta arquitectónica o metafórica, el lugar que nos aguarda tras un umbral está siempre colmado de misterio. Y estén selladas, abiertas o apenas entornadas, las puertas nos obligan siempre a imaginar qué encontraremos al otro lado. Al enfrentarnos a la elección que supone cualquiera de ellas, no podemos evitar cierta inquietud, un ligero desasosiego ante qué sorpresa nos deparará el espacio al cual estamos accediendo o el futuro hacia el que nos dirigimos. Cada umbral es un dilema, y todo libro debería plantear también alguno. Este ensayo no aspira a tanto, pero sí a intentar ser una travesía en la que, como en el poema de Kavafis, «el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias».

 

 

 

 

Umbrales es un libro sobre puertas, sobre qué hace especiales a estos elementos arquitectónicos y sobre cómo el ser humano ha llenado de simbolismos y mensajes las entradas de sus edificios y construcciones. A su vez, no es un texto únicamente sobre arquitectura. Intenta ser también una suerte de libro de viajes que descubra puertas que quizá no se conozcan y abra ojos y oídos a nuevas historias sobre umbrales ya conocidos.

No cabe duda de que, a lo largo de la historia, el ser humano ha prestado atención a la construcción y a la decoración de las puertas; de hecho, hay pocos elementos que hayan marcado tanto la civilización. Si hay algo que nos diferencia de nuestros antepasados prehistóricos, además de la escritura, el comercio o la organización social en ciudades, son también las puertas. Y ello es así porque están íntimamente ligadas a uno de los grandes inventos de la humanidad: la arquitectura. No hay arquitectura sin puertas, y casi la práctica totalidad de las puertas en las que podamos pensar están unidas de forma indisoluble a la noción de construcción arquitectónica.

Pese a lo fundamentales que son para nuestra cultura, el ritmo de vida actual hace que en muchas ocasiones no seamos conscientes de su mera presencia. La rapidez que nos envuelve y nos condiciona y el ansia por alcanzar nuestros objetivos lo antes posible hacen percibir los umbrales y los lugares de tránsito como obstáculos entre nosotros y nuestros anhelos. Lo queremos todo y lo queremos ya, y cuando trasladamos esta máxima al turismo y a los viajes, las puertas quedan relegadas a un segundo plano. Si visitamos el Panteón de Roma, lo que deseamos es entrar cuanto antes sin detenernos demasiado en el exterior; cuando nos acercamos a la basílica de San Marcos de Venecia, no vemos el momento de penetrar en su interior. De igual manera, apenas dedicamos una mirada distraída a muchos pórticos medievales o a las fachadas de los edificios a los que ansiamos acceder en el menor tiempo posible.

Toda puerta marca un tránsito. El umbral enmarcado por las jambas y los dinteles o por los arcos de la entrada es un espacio híbrido, un momento entre dos realidades, la frontera entre dos mundos y dos estados. Las puertas no son solo elementos arquitectónicos que nos permiten trasladarnos entre espacios interiores, o desde el exterior al interior de un edificio, y viceversa, sino que también poseen un potente significado simbólico. Como lugares de paso, están relacionadas con conceptos tan importantes como los de cambio y evolución, y ello hace que los simbolismos que poseen sean también de gran trascendencia y universalidad. Las puertas pueden ser consideradas, por tanto, como el vínculo entre el sueño y la vigilia o entre la luz y las tinieblas, pero también como el paso desde la ignorancia a la sabiduría y, sobre todo, de la vida a la muerte. En multitud de sarcófagos etruscos, romanos y paleocristianos, pueden encontrarse puertas entreabiertas que intentaban facilitar el tránsito del espíritu del difunto a la otra vida, y las tumbas egipcias estaban llenas de puertas falsas por las que el alma del muerto podía entrar y salir a su antojo.

Como lugares especiales que son, los umbrales desempeñan un papel clave en multitud de historias, relatos y mitologías. Existen divinidades protectoras de las puertas en casi todas las culturas, siendo el más conocido el dios romano Jano, que con sus dos cabezas guardaba las entradas de las casas y vigilaba tanto hacia un lado como hacia el otro. En numerosas leyendas aparecen criaturas guardianas de las puertas como Cerbero, el perro que custodia el acceso al Hades de la mitología grecolatina e impide que las almas escapen del inframundo, o el dragón Ladón que guarda la entrada al Jardín de las Hespérides. También san Pedro se representa en muchas ocasiones con las llaves que lo identifican como el portero del cielo, y la propia Virgen María se asocia simbólicamente a la puerta por la que el mismísimo Dios entró en el mundo al encarnarse en Cristo.

Todo tránsito y cambio implica un riesgo; por eso los umbrales deben ser protegidos de los innumerables peligros que acechan a cualquiera que los traspase. Esta protección puede conseguirse tanto mediante rituales y supersticiones como a partir del uso de amuletos. Entre los primeros, destacan tradiciones tan arraigadas como las de descalzarse en la entrada de algunos edificios o llevar a las novias en volandas al cruzar el umbral de la casa durante la noche de bodas. Hay quien cree que no se debe cruzar una puerta con el pie izquierdo ni dar de mamar a los bebés en las entradas de las viviendas, y en las islas británicas existía incluso la tradición de abrir las puertas cuando un familiar estaba a punto de morir, pues así su alma podría salir sin problemas de la casa y viajar a la otra vida.

La lista de talismanes que han protegido las entradas de los edificios es tan variada como las propias culturas y civilizaciones. Desde los llamativos falos de las viviendas romanas hasta las manos de Fátima de la cultura musulmana, el ser humano ha intentado resguardar por numerosos medios las entradas y accesos a sus casas y templos. Ojos, herraduras, ramas de árboles y arbustos con propiedades mágicas, pequeñas figuras antropomórficas o conchas y huesos de animales de formas particulares han servido durante milenios para ahuyentar a los malos espíritus. También imágenes de animales reales e imaginarios han sido usadas como amuletos. De ahí la larga lista de ejemplos de puertas monumentales protegidas por fieros leones, híbridas esfinges o monstruosos seres que con su sola presencia espantaban los presagios nefastos y las energías negativas. De igual manera, las religiones más organizadas han recurrido a este tipo de supersticiones o creencias. El propio cristianismo ha hecho un uso masivo de las cruces y las figuras de santos y vírgenes como imágenes protectoras de las puertas, llegando a colocar pequeñas capillas en la parte superior de muchas entradas a ciudades amuralladas. La puerta es el lugar más débil de cualquier fortificación ante un hipotético ataque enemigo, por lo que cualquier ayuda era bienvenida a la hora de aumentar su poder y su resistencia. Las puertas son sitios especiales. Son espacios frágiles y como tales deben ser protegidas, decoradas y ensalzadas. Estas líneas intentarán descubrir algunos de esos umbrales y desvelar sus secretos y enigmas, porque las puertas también son lugares misteriosos repletos de historias, relatos y leyendas.

 

 

 

 

Este libro comienza con la puerta de una casa, pues a día de hoy quizá sean esos umbrales los que más nos determinan como ciudadanos, pero enseguida se adentra en el terreno de la arquitectura religiosa. La primera gran arquitectura de la humanidad fue sin duda la dedicada a los dioses y a su culto, y no es de extrañar que algunos de los más antiguos ejemplos de puertas monumentales se encuentren en templos y santuarios.

Desde la prehistoria hasta la Edad Media, en los siete umbrales sagrados que se visitan se repasarán culturas arquitectónicas que han conformado la civilización occidental durante milenios. Las entradas a santuarios prehistóricos, a templos egipcios, griegos y romanos y, por supuesto, a iglesias medievales serán las protagonistas de este primer gran bloque, al que seguirán los umbrales de viviendas, fortalezas, castillos e incluso negocios. Palacios, residencias privadas, murallas y comercios tienen todos ellos puertas que muchas veces cuentan historias que van más allá de la mera función del edificio al que dan acceso. El tercer gran bloque está dedicado a un tipo especial de umbrales. Algunos de ellos son todavía accesos a edificios y construcciones, pero el resto son puertas que nos permiten adentrarnos en otros espacios, no tanto arquitectónicos como simbólicos e imaginarios. En efecto, la pintura y la arquitectura pueden abrirnos posibilidades perceptivas que amplían nuestra experiencia del mundo, permitiéndonos viajar a entornos simbólicos que enriquecen la realidad. Estas páginas terminan con la entrada a una casa, aunque en esta ocasión no se trate de la de una vivienda de la Antigüedad romana, sino de la puerta de un moderno apartamento. Se cierran así el círculo y la lista de umbrales. De lo privado a lo sagrado, pasando por lo simbólico y lo militar, para terminar de nuevo con la puerta de una vivienda.

La lista de umbrales en estas páginas es, obviamente, subjetiva. No pretende en ningún momento ser un recorrido exhaustivo por la historia de la arquitectura, sino tan solo por algunos de los ejemplos que puedan permitir atisbar la importancia extraordinaria que estos elementos han tenido en el desarrollo de la civilización en algunos lugares de Occidente. Es evidente que se podrán echar de menos algunas obras que a priori deberían aparecer en un libro de este tipo, pero la intención ha sido también la de descubrir algunos ejemplos que quizá no sean los más conocidos, pero que pueden permitir la exploración de enfoques diferentes.

Quien lea estas líneas no encontrará el pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, aunque sí otros umbrales medievales que pueden servir como introducción a facetas no tan evidentes del arte románico y gótico. Tampoco visitará la puerta de Alcalá de Madrid ni la de Brandeburgo de Berlín, pero el carácter de arco triunfal conmemorativo que pueden tener esas construcciones sí que será analizado. Algo similar se podría comentar acerca de las puertas de las murallas de Roma o del baptisterio de Florencia, o de fachadas tan interesantes como la de la Universidad de Salamanca, todas ellas ausentes aquí. Ellas no están, pero sí otras que sirven para profundizar en cuestiones relacionadas con la simbología, la historia o la mitología.

Cada puerta es una insinuación. Cada umbral es una rendija por la que acceder a otro espacio. Por eso cada capítulo pretende ser, no solo un acercamiento a la obra arquitectónica, sino también una invitación a explorar cuestiones que, en principio, poco parecen tener que ver con la protagonista de cada epígrafe. Cada página es también un umbral, por lo que lo único que queda es invitar a pasar esta para cruzar así la primera de las puertas con las que está construido este libro.

 

UN PRINCIPIO





CASA DE LOS VETTII (POMPEYA)

Buena fortuna a quien entra
y a quien sale

Los rayos son de Júpiter; el tridente es el arma de Neptuno; el potente Marte tiene espada; la lanza, Minerva, es tuya; con tirsos unidos Líber arremete en la batalla; la flecha que lleva Apolo es lanzada por su mano; de Hércules la mano derecha está armada con invicta maza, y a mí me hace terrible el pene tendido.

 

Poema romano dedicado al dios Príapo

 

El estruendo rasgó el ambiente, el sol se cubrió de oscuridad y el aire fue sustituido por un vapor denso y negro. El olor a azufre llegó más tarde y con él comenzó el cataclismo y se inauguró la hecatombe. Durante horas el azul se transformó en gris, el cielo se convirtió en suelo y las nubes en ceniza. El otoño mediterráneo dejó paso a un infierno que calcinó los árboles, convirtió los pétalos de los jardines en pinceladas carbonizadas e hizo hervir el agua de los estanques. En el peristilo, la estatua de Príapo ya no sonreía; más bien parecía huir de la olla hirviente en la cual se había convertido la fuente.

Toda la ciudad se vistió de silencio. Un silencio denso y espeso, solo roto por el rumor constante de la lluvia de piedras. Un silencio en ocasiones quebrado por el derrumbe del muro de un cubículo o por el colapso de un atrio. La ciudad se convirtió en un campo de batalla con un único ejército vencedor, y tras unos instantes de inútil resistencia los techos de los edificios se desplomaron con un ruido sordo y grave. Un crujido que duró tan solo unos segundos pero que sepultó Pompeya en una oscuridad de siglos. Un estruendo que destruyó todas las casas y selló todas las puertas de la ciudad, aunque preservó su memoria y su recuerdo.

La destrucción de Pompeya tuvo lugar en el año 79 y es uno de los desastres más célebres de toda la historia de la humanidad. La erupción del cercano Vesubio se fechó tradicionalmente en verano de ese año; sin embargo, descubrimientos recientes retrasan la hecatombe hasta otoño o invierno. Lo cierto es que una ciudad de alrededor de veinte mil habitantes quedó sepultada bajo una capa de piedra pómez y ceniza volcánica que destruyó la vida de la Pompeya del siglo I y que al mismo tiempo la conservó en el tiempo para que, casi dos mil años después, se pueda estudiar y conocer mejor que cualquier otra urbe de la Antigüedad.

 

 

 

 

Las puertas que más veces cruzamos a lo largo de nuestra vida son quizá las de las casas que vamos habitando. Casi nunca nos damos cuenta de que están ahí, aunque marquen la barrera entre nuestro espacio doméstico y el exterior, pero son seguramente las más importantes de todas las que franqueamos a lo largo del día. Es por ello por lo que comenzamos por la entrada a una casa, y no a una cualquiera, sino a una de las casas más lujosas y sorprendentes de toda la Antigüedad. A una de las casas de la ciudad que también es, desde su descubrimiento a mediados del siglo XVIII, una auténtica puerta de entrada al mundo antiguo, sus misterios y su pasado.

La visita a Pompeya fue sin duda uno de los platos fuertes de aquel viaje a la bahía de Nápoles. Alojado en casa de una pareja de amigos en la pequeña localidad de Arienzo, aquella Semana Santa se presentaba como la ocasión perfecta para conocer no solo Nápoles y sus maravillas, sino también la señorial Caserta, los encantadores pueblos de la Costiera Amalfitana y, principalmente, las ciudades sepultadas de Pompeya y Herculano.

La mañana se presentó nublada y el trayecto en coche hasta Pompeya transcurrió entre amenazas de tormenta, advertencias que se convirtieron en una tremenda tromba de agua poco antes de llegar a las ruinas de la antigua ciudad. Hubo que esperar unos minutos en el coche a que la tempestad amainara, pero al entrar en Pompeya el chaparrón tuvo un efecto casi mágico. El agua caída hacía relucir las piedras de las calles y la luz matinal arrancaba destellos plateados en los charcos, provocando una sensación extraña. Era como si los turistas que aquel día tuvimos la suerte de visitar la ciudad la estuviéramos estrenando, limpia y brillante, sin una mota de polvo ni de aquella ceniza que la sepultó.

Había tanto por ver que el día se hizo corto. Después de años esperando aquel momento, el afán por intentar visitar tantos edificios hizo que, casi con toda seguridad, no prestara la suficiente atención a todo lo que me rodeaba. El amplio foro y las basílicas; las lujosas termas, el anfiteatro y los templos; los mercados y los teatros, tan bulliciosos hace casi dos mil años y otra vez repletos, esta vez de turistas. Y las casas. Sobre todo las casas. Decenas, cientos de casas romanas, algunas prácticamente intactas, con los mosaicos y las pinturas como recién acabados, con las estatuas en los jardines de los peristilos y las puertas todavía en sus jambas. Y entre todas esas casas, en la zona noroeste de la ciudad y cerca de la entrada de la muralla por la cual salían de Pompeya quienes se dirigían a Herculano, se levanta una de las viviendas más lujosas y célebres de la antigua urbe romana: la Casa de los Vettii.

 

 

 

 

Una antigua domus romana era muy diferente a los pequeños apartamentos modernos en los que muchos vivimos. Eran más similares a viviendas unifamiliares de gran tamaño, con un buen número de habitaciones ricamente decoradas y jardines traseros repletos de fuentes y estatuas, y en las que, obviamente, vivían las capas más altas de la sociedad romana.

Descubierta en la década de 1890, la Casa de los Vettii fue probablemente habitada por una pareja de libertos o antiguos esclavos liberados conocidos como Aulo Vettio Conviva y Aulo Vettio Restituto. Ricos comerciantes de mediados del siglo I, tradicionalmente se los ha considerado como hermanos, si bien la naturaleza exacta de su relación aún no es segura a día de hoy. Es posible que fueran en efecto hermanos, pero también podrían haber sido padre e hijo, e incluso esclavos liberados por el mismo señor que habían decidido convivir juntos. Lo que es seguro es que se hicieron construir una fantástica domus con todas las características de las grandes viviendas romanas de la época y que la decoraron después del terremoto del año 62 con fabulosas pinturas del conocido como cuarto estilo. Cualquiera que visite en la actualidad la casa todavía puede pasearse por un gran atrio alrededor del cual se organizaba la vida pública de la vivienda y entrar en dormitorios y comedores ricamente decorados. También puede buscar el jardín trasero y perderse entre columnas y esculturas de mármol de estilo griego y, al final, volver a salir a la calle cruzando el vestíbulo donde se encuentra la pintura más singular de toda la casa y, quizá, de toda Pompeya.

Siempre me sorprende la reacción del público durante una conferencia sobre erotismo y sexualidad en el arte que llevo varios años ofreciendo. Es obvio que la respuesta no es la misma cuando la audiencia es un curso de estudiantes de bachillerato que cuando estoy ante alumnos universitarios, o delante de un grupo de personas en un centro cultural. Lo que suele repetirse es la reacción al proyectar en la pantalla la pintura que decora el vestíbulo de la puerta de la Casa de los Vettii.

Tocado con el gorro frigio típico de las divinidades orientales, un personaje barbado descansa tranquilo con su brazo izquierdo apoyado sobre una repisa, mientras con la mano derecha sujeta una balanza. Hasta aquí todo aparenta ser normal; de hecho, durante un breve lapso de tiempo la audiencia no parece darse cuenta de lo llamativo de la imagen. Tras apenas unas décimas de segundo suelen oírse las primeras risas, a las que siguen algunas exclamaciones de sorpresa cuando perciben que el personaje de la pintura se halla desnudo de cintura para abajo. Además, muestra sin ningún tipo de reparo un enorme falo absolutamente desproporcionado que está pesando en la balanza junto a una bolsa llena de monedas. Se trata del dios Príapo, divinidad relacionada con la fecundidad y la fertilidad, con la riqueza y la abundancia; no en vano, la escena la completa un frutero repleto que de inmediato remite al símbolo de la cornucopia o cuerno de la abundancia. Hijo de Dionisio y Afrodita, Príapo era el protector de los jardines y las huertas, también de los rebaños de ovejas y cabras e incluso de las colmenas de abejas. No obstante, en la puerta de la vivienda de los Vettii, que ni tenían ovejas, ni cabras ni abejas, es muy posible que este Príapo y su enorme falo cumplieran otra misión. Es más que probable que el miembro del dios fuera un potente amuleto contra el mal de ojo.

En todos los lugares y culturas del mundo las puertas se han protegido con diversos tipos de artefactos, construcciones, amuletos o símbolos. En el mundo romano existía una divinidad dedicada casi en exclusiva a las puertas, el dios bifronte de dos cabezas Jano, protector de los umbrales y los tránsitos, guardián de los inicios y a quien se acabó dedicando el primer mes del año, la puerta por la que comenzamos cada ciclo solar anual. No es extraño que los nombres del dios y del mes estén directamente relacionados en la práctica totalidad de idiomas europeos, aunque en el enero castellano hayamos perdido una primera letra que nos indicaría de manera más evidente su origen. El gennaio italiano, el janvier de los franceses, el janeiro portugués y brasileño, e incluso el Januar alemán y el January inglés, todos ellos son ecos del nombre de aquel antiquísimo dios romano que miraba tanto al pasado como al futuro, tanto al interior como al exterior de las puertas. Sin embargo, en el vestíbulo de la Casa de los Vettii no aparece una efigie de Jano, sino un Príapo con el falo hinchado o itifálico, lo que puede indicar que los propietarios quisieran protegerse del mal de ojo y no tanto honrar al dios de los umbrales y los comienzos.

 

 

 

 

Para los antiguos romanos, el mal de ojo era una realidad indiscutible. A medio camino entre la superstición, la religión y la magia pero sin ser en realidad parte de ninguno de esos fenómenos, lo que en la actualidad llamamos mal de ojo tenía unas características muy diferentes en la Pompeya de aquellos siglos. Conocido como fascinatio o fascinus, el mal de ojo no era una maldición voluntaria y consciente tal y como podemos entenderla hoy en día. Al contrario, esta influencia perniciosa podía ser provocada por cualquiera de manera involuntaria e inconsciente, y en general estaba relacionada con un fuerte sentimiento de envidia. Era por tanto muy peligroso, y a él se achacaban muchas veces las enfermedades, las malas cosechas, los fracasos comerciales, las derrotas militares o cualquier otra desgracia que pudiera sobrevenir, las cuales no hace falta decir que eran múltiples y de muy diferente naturaleza. No es de extrañar que una de las obsesiones de aquellos tiempos fuera la de protegerse contra esta fuerza maligna e intentar mantenerla lo más lejos posible. Tampoco parece sorprendente que dos ricos comerciantes, que acababan de ascender socialmente desde la esclavitud hasta el éxito, quisieran mantener a raya una envidia que pudiera arrastrarles a la ruina. También es del todo lógico que cualquier amuleto se colocara en la puerta de las casas, pues en la antigua Roma esos lugares eran más frágiles que en muchas otras culturas. Las entradas a las domus romanas estaban casi siempre abiertas, y la propia vivienda tenía una parte pública por la que pasaban cada día decenas de personas. Personas que podían albergar sentimientos de envidia que provocaran una desgracia. Personas cuya influencia había que intentar anular.

Todas las culturas han tenido amuletos. Se trata de una creencia casi universal, e incluso en nuestras sociedades actuales, en las que lo espiritual, lo mágico o lo sagrado ha quedado relegado a un segundo plano, los talismanes siguen existiendo. Los hay de todo tipo de materiales y formas, figurativos y abstractos, de pequeño tamaño para poder portarlos siempre encima y de grandes dimensiones para proteger edificios o incluso ciudades enteras. Es obvio que los romanos también hicieron uso de ellos y poco a poco van siendo más estudiados por los investigadores, pues permiten abrir una ventana por la que poder conocer los miedos, las dudas y los temores de una sociedad tan alejada en el tiempo. Y entre todos los amuletos en los que los romanos depositaron su confianza, los falos fueron un tipo especialmente destinado contra el mal de ojo, hasta el punto de que el término fascinum acabó definiendo no solo a la influencia maligna y envidiosa, sino también al miembro viril masculino. Incluso llegaron a desarrollar un tipo especial de amuleto protector de los umbrales y las puertas, los tintinnabula, cuyos mejores ejemplos pueden verse en el Museo Arqueológico de Nápoles. Estos talismanes eran por lo general figuras de bronce con la forma de un enorme falo alado y con patas de animal, figuras de las que además colgaban pequeñas campanas. El melodioso sonido de estas al ser movidas por el viento o por las puertas al abrirse y cerrarse ayudaba a eliminar los malos pensamientos envidiosos y el mal de ojo. Puedo confirmar también que la visión de estos tintinnabula en todas y cada una de las charlas sobre erotismo y arte que ofrezco siempre provoca la aparición de una epidemia de sonrisas, también un poderoso talismán contra todo tipo de males y desgracias.

Ahora bien, sería un error pensar que la utilización de imágenes fálicas fue exclusiva del mundo romano. Las divinidades de la fertilidad y la fecundidad han estado muchas veces relacionadas con el miembro viril erecto, y casos como el del dios egipcio Min no hacen sino demostrar que tal asociación simbólica dista mucho de ser excepcional. Lo que sí es cierto es que en la antigua Roma este tipo de talismanes fueron extraordinariamente corrientes. En la propia Pompeya pueden encontrarse tantos ejemplos que, cuando comenzaron las excavaciones durante los siglos XVIII y XIX, muchos investigadores malinterpretaron estas imágenes y las atribuyeron a una hipotética obscenidad generalizada de la población de la ciudad. No es de extrañar que, para aquellas mentalidades, la erupción del Vesubio y la consiguiente destrucción de Pompeya fuera una especie de castigo divino ante el comportamiento vicioso y libertino que creían ver en aquellas gentes. Hubo que esperar a 1825 para que se publicara Il fascino e l’amuleto contro del fascino presso gli antichi, un pequeño estudio del arqueólogo italiano Michele Arditi en el que, por vez primera, se comprendía con profundidad el sentido de todas aquellas imágenes.

Gracias a este y a otros análisis posteriores, cuando en 1894 fue descubierta la Casa de los Vettii y la pintura del vestíbulo, el Príapo fue perfectamente identificado como un amuleto contra el mal de ojo. De hecho, su figura y su enorme miembro cumplirían una doble función protectora. Por un lado, la imagen del dios intentaría propiciar la fertilidad, la riqueza y la abundancia para la casa de los antiguos esclavos, y no sorprende que en el peristilo de la domus se encontrara una estatua de mármol del dios con el mismo miembro desproporcionado. Por la riqueza de la que hacían gala los Vettii poco antes de que su casa fuera sepultada por las cenizas del volcán, parece ser que su devoción por Príapo fue recompensada con creces. El enorme falo del dios colocado justo en la puerta de la casa debía también de conseguir lo que cualquier otro amuleto con la misma forma: que el aojador y el envidioso apartaran la mirada ante lo obsceno y grotesco de la imagen, anulando así su influjo maligno y protegiendo al portador del talismán. No cabe duda de que los Vettii consiguieron su propósito con sus conciudadanos. Lo que no pudieron evitar es que un volcán cercano, no sabemos si envidioso o no de su riqueza y éxito, decidiera sepultar su casa hace cerca de dos mil años.

Las puertas son lugares sensibles, delicados. Marcan el paso de un ámbito a otro, el tránsito entre dos estados determinados, el límite, la frontera. Una puerta que se abre es el inicio de un recorrido, de igual manera que el primer capítulo de un libro es el comienzo del viaje que supone toda lectura. Los romanos protegían sus puertas con amuletos, algunos de ellos tan llamativos como los grandes falos y los dioses dionisiacos, y al principio de este libro hemos colocado uno de esos amuletos. De todas las puertas a las que viajaremos he escogido la de la Casa de los Vettii como la primera en la que detenernos. Espero así invocar el amparo de Príapo y su enorme falo y que ambos nos guarden de cualquier peligro que podamos encontrar en el recorrido que acabamos de comenzar.

 

 

 

 

La visita a Pompeya fue casi perfecta. El agua fue secándose y los brillos fueron dejando paso a una pátina satinada que dotó a las ruinas de un aspecto incluso más evocador. El cielo se despejó y las nubes pasaban rápidas, aunque la cima del Vesubio en ningún momento dejó de estar cubierta por un amenazante nubarrón gris.

Pude visitar casi todos los lugares que llevaba anotados: la Villa de los Misterios con sus apabullantes pinturas murales, quizá las mejores de todo el mundo romano; la enorme Casa del Fauno y su réplica del célebre mosaico de la batalla de Issos entre Alejandro Magno y Darío; las tabernas y tiendas; las calles principales y los callejones secundarios. A pesar de ello, la felicidad no pudo ser completa. Al doblar la esquina de la calle en la que se encuentra la puerta de la Casa de los Vettii, unas cintas de plástico me hicieron sospechar. Los millones de euros destinados a la restauración y conservación de las ruinas pompeyanas empezaban tan solo a mostrar sus efectos, y la de los Vettii era una de las primeras casas en las que se había decidido invertir. Pero yo había llegado demasiado pronto. La entrada a la domus estaba cerrada con una simple valla metálica y, lo que es peor, unos metros más allá y en mitad del vestíbulo de entrada la pintura con el Príapo itifálico estaba tapada con lo que parecía una mísera bolsa de basura. Tras un primer momento de desilusión y tristeza, me dije que el destino acababa de ofrecerme un motivo más para volver a visitar la ciudad. Tan solo espero que, cuando alguien me pregunte por qué vuelvo a la zona del Vesubio, no se sorprenda demasiado si digo que uno de los motivos es ver el falo inflamado de una antigua divinidad romana en la puerta de una casa de Pompeya.

UMBRALES SAGRADOS





DOLMEN DE MENGA (ANTEQUERA)

Rostros en el paisaje

HAMLET:

¿Veis esa nube que tanto se parece a un camello?

POLONIO:

Por Dios que es igual que un camello.

WILLIAM SHAKESPEARE, Hamlet

 

«No se ve solo de fuera adentro,
sino también de dentro afuera».

CARL JUNG

 

En el castillo sueco de Skokloster se conserva la obra más famosa del italiano Giuseppe Arcimboldo. Pintada en 1591 para Rodolfo II, Vertumno es un retrato del emperador en el que el rostro está formado por frutas y verduras en una obvia alegoría de la fertilidad y la abundancia. Dos cerezas se convierten en el prominente labio inferior típico de la familia Habsburgo, mientras que la nariz es una imponente pera y las cejas dos doradas espigas de trigo. En el resto del semblante de Rodolfo II hay higos, calabazas, racimos de uva, brillantes granadas y un collar en el que las gemas han sido sustituidas por flores. Pese a la amalgama de formas, texturas y colores, cualquier espectador reconoce de inmediato un rostro humano en esta mezcolanza de elementos vegetales.

Lo mismo ocurre con la enorme obra de Salvador Dalí Gala desnuda mirando el mar que cuelga bajo la cúpula geodésica del Teatro-Museo Dalí de Figueres. Al mirarla desde cierta distancia, la composición se convierte en un retrato del presidente Abraham Lincoln en el que la cabellera de la musa del pintor hace las veces del ojo derecho del político estadounidense. Ambos son ejemplos artísticos de pareidolia, un fenómeno psicológico por el cual se perciben figuras familiares en imágenes aleatorias, figuras que en muchas ocasiones son rostros humanos. Descubrir animales en las formas de las nubes o caras en las manchas de humedad de la pared no son meros entretenimientos infantiles, sino que denotan una especie de programación mental que permite al ser humano organizar los millones de impulsos visuales que recibe a cada instante. La visión no es pasiva, sino un acto creativo, y parece ser que a nuestra mente le entusiasma percibir rostros y caras a su alrededor, quién sabe si para aliviar la soledad inherente al hecho mismo de vivir.

 

 

 

 

Cuando el chamán terminó la ceremonia, pudo comenzar la construcción. Lo primero era orientar la puerta hacia el Rostro. A diferencia de en otros lugares, aquí no hizo falta esperar a que el sol saliera por un lugar determinado del horizonte. El Rostro había estado siempre allí, inmóvil sobre la llanura, y allí seguiría hasta el final de los tiempos. Después de aplanar el terreno todo lo posible, los hombres jóvenes comenzaron a excavar la zanja con las medidas exactas que había decidido uno de los ancianos, ayudándose de un cordón de esparto que siempre llevaba anudado a la cintura. Al acabar el profundo surco, el trabajo se trasladó a las canteras. Allí se necesitó mucho más tiempo para arrancar todos los grandes bloques de piedra y transportarlos hasta el lugar. Colocarlos en su sitio tampoco fue una tarea fácil. Todo el poblado debía echar una mano, ya fuera empuñando las palancas de madera o tirando de las cuerdas hasta conseguir que cada piedra quedara clavada en el suelo y en posición perfectamente vertical.

Cuando los muros de la galería estuvieron terminados, entre todos rellenaron el espacio con tierra hasta la altura misma de las enormes paredes, pues sobre esa tierra debían apoyar las aún más enormes losas que cerrarían el espacio. Vaciar de arena el interior después de haber arrastrado los bloques horizontales fue quizá lo menos laborioso, pero el último paso volvió a ser agotador. De nuevo toda la aldea tuvo que colaborar en cubrir de tierra la construcción para crear una colina donde antes había llanura. Tras la ceremonia que llevó a cabo el chamán durante un gélido y brumoso amanecer, los difuntos podrían empezar a descansar en el interior de la galería, y, al mirar hacia el exterior a través del umbral, verían la silueta majestuosa del Rostro en el horizonte.

A las afueras de la localidad malagueña de Antequera se levanta el dolmen de Menga, cuya construcción, de hace alrededor de cinco mil quinientos años, acabo de imaginar. Junto con el muy cercano dolmen de Viera y el algo más alejado tholos de El Romeral, forma uno de los mejores conjuntos megalíticos de toda Europa, recientemente reconocido por la Unesco como Patrimonio Mundial. Conocido desde antiguo por los habitantes de Antequera, quienes le atribuyeron en muchas ocasiones orígenes legendarios, la comunidad científica española no se interesó por el dolmen hasta 1847. La publicación del texto del investigador Rafael de Mitjana Memoria sobre el templo druida hallado en las cercanías de la ciudad de Antequera fue el pistoletazo de salida a una carrera por desvelar los secretos de una construcción única en el continente europeo.

El dolmen de Menga es uno de los de mayores dimensiones conservado. Su entrada es absolutamente colosal, con tres grandes bloques que configuran un umbral que da paso a una galería de unos veinticinco metros de longitud y que se ensancha algo en la parte más profunda. Los muros del espacio están formados por enormes losas conocidas como ortolitos, mientras que las cinco gigantescas piedras que cubren el espacio se apoyan, de manera muy poco común, en tres pilares que contribuyen a reforzar la estructura. Tras unas excavaciones llevadas a cabo en 2005, se redescubrió un pozo de casi veinte metros de profundidad situado justo tras el último pilar y en el lugar más protegido de toda la construcción, pozo que aún a día de hoy sigue deparando sorpresas a los investigadores.

Los dólmenes son quizá una de las manifestaciones más espectaculares de lo que conocemos como megalitismo. Erigidas en la zona occidental del continente europeo durante el Neolítico y la posterior Edad del Bronce, las construcciones megalíticas son extraordinarias por varios motivos. Su antigüedad es más que destacable, pues se han datado ejemplos construidos hace siete mil años, pero lo que hace de los dólmenes, menhires y otros conjuntos de enormes bloques de piedra un hecho clave en la historia humana es su capacidad de modificar el paisaje. El ser humano del Paleolítico, el cazador recolector que se cobijaba en cuevas y que nos dejó las fascinantes pinturas de Altamira, Chauvet o Lascaux, vivía en una armonía absoluta con la naturaleza. Durante decenas de miles de años, aquellos grupos se movieron por la superficie terrestre sin apenas dejar rastro ni señal ni marca. Es probable que dado su escaso número no hubieran podido modificar el entorno, pero es seguro que esa idea estaba absolutamente fuera de su esquema mental. El ser humano del Neolítico da un paso de gigante en su relación con la naturaleza. El desarrollo de la agricultura y la ganadería le demuestran su capacidad de dominar las fuerzas naturales en su propio beneficio, y tras ese control de las energías de su entorno vendrá la alteración del propio paisaje que le rodea. Elevar colinas artificiales, erigir enormes bloques de hasta veinte metros de altura o colocar cientos de rocas en complejas estructuras son solo algunas de las acciones humanas que modificaron una naturaleza que había permanecido virgen desde hacía millones de años. Si en algún momento el lector se ha preguntado en qué momento el ser humano comenzó a intervenir en el entorno natural, la respuesta está en los megalitos neolíticos. Los antepasados lejanos de la presa de Asuán o de las islas artificiales del mar de la China Meridional no son los acueductos romanos, sino dólmenes como el de Menga.

Los lugares donde se levantan las construcciones megalíticas no fueron elegidos al azar y los materiales con los que están edificadas tampoco se escogieron de manera arbitraria. Para el habitante de la Prehistoria, la naturaleza estaba llena de energías espirituales y mágicas que se manifestaban en los fenómenos atmosféricos o en los accidentes geográficos. Colinas, manantiales de agua, árboles milenarios o formaciones rocosas de aspecto caprichoso fueron en aquellos años lugares especiales donde se veneraba a los antepasados y se adoraban divinidades ancestrales. Con el pasar del tiempo, sobre esos emplazamientos sagrados fueron levantadas las construcciones megalíticas, y para ello, en ocasiones se eligieron rocas y piedras de lugares singulares que podían estar a decenas de kilómetros de distancia. Así, no es de extrañar que algunos de estos monumentos se convirtieran en auténticos núcleos que atrajeron a viajeros de lejanos territorios. Las peregrinaciones no comenzaron en la Edad Media, sino que ya en aquellos tiempos había quienes se enfrentaban a peligros y amenazas con tal de llegar a ciertos santuarios. Ha sido muy estudiado el caso de un hombre nacido en la Europa continental y cuya tumba se ha encontrado a dos kilómetros del majestuoso megalito de Stonehenge, en el sur de Inglaterra, pero los ejemplos son numerosos y futuras excavaciones seguramente descubran casos similares. Sin duda, también el dolmen de Menga debió de ejercer un poder de atracción similar, pues todavía hoy, más de cinco mil años después de su construcción, es un auténtico imán de poderoso magnetismo.