Tienen ideas muy distintas de cómo es una relación,

pero la atracción que sienten es innegable…

Jet Keller, con su aspecto salvaje y sus pantalones de cuero ajustados, es la fantasía de todas las chicas amantes del rock and roll. Pero Ayden Cross parece ser una de las pocas que se resisten a caer bajo su encanto. Ella ya no quiere salir con “chicos malos”; esa época de su vida terminó. Conoce muy bien los peligros de jugar con fuego. Y además, sabe cómo son las relaciones para Jet: una noche y todo se termina. Pero hay algo más que lo caracteriza, siempre consigue lo que quiere, y Ayden no será la excepción.

 

¿Podrán transformar la pasión en amor? ¿O dejarán consumir sus sueños hasta convertirlos en cenizas?

 

 

“Una lectura salvajemente adictiva”.

Cora Carmack,

autora best-seller de Losing It

 

“Los personajes de la serie Hombres tatuados son excéntricos, originales, irresistiblemente apasionados y tan genuinos que sus historias se vuelven inolvidables”.

RT Books Reviews

 

 

 

 

 

 

Siempre me preguntan a quiénes admiro, así que, en lugar de una dedicatoria, me pareció mejor responder esa pregunta.

 

Mi mamá

La amo. Es todo lo que una madre debe ser: cariñosa, fuerte, amable, divertida; es mi fan número uno y, cuando me desarmo, vuelve a poner todas mis piezas en su lugar; me recuerda que soy extraordinaria y merezco lo mejor. Es mi mejor amiga, y todo lo que he logrado se dio gracias a que nunca dudó de mí. Jamás me decepciona, ni siquiera cuando me equivoco o cuando odia mi color de pelo.

 

Mi papá

Es como el muchacho sobre el que leemos en estos libros. Es un titán de carne y hueso que daría su vida por mi madre y siempre, y quiero decir SIEMPRE, hace por mí aquello que necesito: desde reparar mi auto hasta dejarlo todo para venir a resolver algún problema que me supera, como solo él sabe hacerlo. Es mi héroe, y en la vida real no encontrarán a nadie tan fabuloso.

 

Mi abuela

Una persona increíble. Es la matriarca en una familia de mujeres fuertes y decididas. Gracias a ella, tenemos la costumbre de respetar nuestras propias opiniones y aprendimos el valor de la familia. Jamás me dio la espalda cuando le pedí ayuda y, a pesar de algunos problemas de salud, es la dama más atrevida y picante que conozco.

 

Mi tía Linda

Linda es la persona más inteligente del mundo y, cuando le envié un e-mail en estado de pánico porque Rule comenzaba a venderse, y yo no sabía dónde ubicarme, me prometió muy firme que siempre contaría con ella para sostenerme. Por eso le compartí, apresurada, mis decisiones comerciales, a lo que respondía: “Está todo bien. Cálmate y disfruta de tu éxito”. Durante mi niñez, soñaba que, al crecer, sería como Linda. A veces, todavía lo deseo.

 

Mi mejor amiga

Es la voz de la razón. Tiendo a ser melodramática y de reacciones explosivas, y ella es la única persona en el planeta que puede hacerme ver claro. Siempre lista para la diversión, viene de Kentucky y posee toda la gracia sureña que uno pudiera desear. Es una madre excelente, supergenerosa y nunca, jamás, se harta de que la atosigue con preguntas. La adoro y, cuando mi vida se desbarrancó, la suya también lo hizo; creo que ninguna de las dos podría haber salido del pozo sin el apoyo de la otra.

Por último, aquel a quien no nombraré. Si mi vida no se hubiera convertido en un desastre, jamás me habría sentido obligada a buscarle una salida. Tampoco hubiera considerado hacer algo solo para mí ni a desafiarme a probar que podía. Y ganar.

Sí quiero agradecerles a ustedes, los blogueros, los twitteros, mis seguidores de Facebook y todos los que se tomaron un segundo para enviarme un e-mail o que compartieron mi trabajo con sus amigos. Casi desde el principio descubrí lo importante que son en este proceso y cómo influye, en el éxito de una historia, que abracen lo que un autor escribe. Les agradezco su afecto y les pido que continúen leyendo. ¡Esto significa mucho para mí, ya que cada uno de ustedes ha cumplido un rol importante en mi búsqueda de la siguiente etapa! Gracias desde lo más profundo de mi corazón tatuado.

 

Ayden

Jet Keller era la personificación de toda clase de tentaciones, enfundado en unos jeans demasiado ceñidos y con esos ojos oscuros con ribetes dorados, que hablaban de demonios personales. Era la fantasía de todas las rockeras, y su veta peligrosa lo convertía en alguien difícil de manejar. Y yo no deseaba otra cosa que manejarlo de todas las maneras posibles.

El problema residía en que se suponía que, en esa etapa, yo debía tomar decisiones sabias y andar por un camino más sano y mucho más estrecho. No me convenía hacer escalas para el tipo de cosas que Jet despertaba ni desviarme hacia la combustión espontánea que me provocaba. Lamentablemente –o por fortuna, dependiendo de cómo se mire–, se libraba una batalla de dos contra uno, en la que mi cerebro perdía contra mi cuerpo y mi corazón, que a cada paso anulaban mi capacidad de razonar.

 

Jet

Ayden Cross era un rompecabezas en el que, cuando yo creía que estaba cerca de resolver, aparecían cinco piezas más que no encajaban. La veía como una belleza sureña, con sus piernas kilométricas y las botas de vaquero, pero, de pronto, descubría algo fuera de lo esperado y me desconcertaba por completo.

Tenía la impresión de que no conocía en absoluto a la verdadera Ayden. Encantado hubiera dedicado el tiempo que hiciera falta para descubrir sus misterios. Pero sabía por experiencia que, cuando dos personas sostienen ideas diametralmente opuestas de cómo debe ser una relación y fuerzan las circunstancias para que funcione, se obtienen resultados desastrosos. No me sentía en condiciones de hacerlo. Aunque ella encendía cada parte de mi ser como nadie lo había hecho antes.

 

Ayden

Pedirle que me llevara a casa a un dios que formaba parte de una banda de rock era lo primero que no debía hacer en mi nueva vida. Me había impuesto reglas, normas; requisitos que necesitaba para no volver a ser la que había sido. Y quedarme a esperar a Jet Keller era lo menos recomendable. Él tenía algo que, al aullar y enloquecer al público desde el escenario, convertía mi mente, por lo general sensata, en una papilla.

Era inútil preguntarle a mi mejor amiga qué andaba mal conmigo. Su onda eran los muchachos cubiertos de pies a cabeza con tatuajes y que lucían piercings en lugares que el Señor jamás previó para eso.

Jet era impresionante. Cautivaba a todos en ese bar repleto y conseguía que el público sintiera –pero sintiera de verdad– lo que él transmitía.

Yo detestaba el rock metálico. Para mí, sonaban gritos y aullidos acompañados por instrumentos igualmente estruendosos. Pero el espectáculo, la intensidad y la innegable potencia que liberaba su voz despertaron un ansia que me impulsó a arrastrar a Shaw hasta el borde del escenario. No podía dejar de mirarlo.

Sí, de acuerdo, el tipo resultaba más que atractivo. Todos los del grupo de Shaw lo son. Y no soy inmune a un cuerpo y una cara bonitos; de hecho, esa debilidad, en su momento, me metió en más problemas de los que quisiera recordar. Ahora prefiero salir con chicos que me atraen en un sentido más intelectual.

Sin embargo, varias copas de Patrón y las feromonas que Jet emanaba me hacían olvidar mis nuevos y elevados modelos en cuanto a la elección de los hombres.

Su pelo lucía alborotado como si su última conquista se lo hubiera revuelto minutos antes. En medio del fragor del show se quitó la camiseta y dejó al descubierto el ángel de la muerte, tatuado en gris y negro, que se extendía en su pecho firme y musculoso desde la base del cuello hasta algún punto más allá del cinturón.

Nunca había visto en un hombre unos jeans tan ajustados y con una variedad de cadenas que le colgaban del cinturón al bolsillo trasero; un conjunto que casi nada dejaba librado a la imaginación.

Es probable que por eso Shaw y yo no fuéramos las únicas mujeres al pie del escenario.

Lo había visto antes, por supuesto. Era cliente habitual del bar donde yo trabajaba. Sabía que sus ojos –ahora cerrados con fuerza mientras aullaba de un modo tal que le provocó un orgasmo espontáneo a la chica ubicada a mi izquierda– eran de un color castaño profundo y brillaban con un humor displicente. Yo conocía su inclinación hacia el coqueteo descarado. Jet era el seductor del grupo, y no tenía reparos en usar sus encantos y su sonrisa letal para conseguir lo que quería.

De pronto, sentí una mano cálida en mi hombro; se trataba de Rule, el novio de Shaw. Sobresalía por su altura y, por el gesto de su boca, me di cuenta de que estaba listo para irse. Antes de que dijera nada, ella volteó hacia mí sus límpidos ojos verdes.

–Me voy con él. ¿Vienes?

Con Shaw, defendemos la política de no dejar nunca a la otra atrás; pero yo no estaba lista para dar por terminada la noche, en absoluto.

Para entendernos, gritamos por encima de las canciones atronadoras que nos aturdían en nuestro puesto privilegiado. Me incliné para chillar en su oreja.

–Me quedaré un poco más. Tal vez le pida al amigo de Rule que me lleve.

Noté su mirada especulativa, pero Shaw tenía su propio drama amoroso que resolver y no dijo nada. Enlazó su brazo al de Rule y me sonrió con cierto pudor.

–Llámame si me necesitas.

–Claro.

No soy del tipo de chica que necesita que la acompañen. Estaba acostumbrada a volar en solitario y me había estado cuidando desde hacía tanto que ya me resultaba natural. Shaw no vacilaría en buscarme si yo no conseguía que alguien me llevara a casa o si no había taxis, y eso me bastaba.

Me quedé extasiada hasta el final del show y juro que, cuando Jet soltó el micrófono después del último tema, me guiñó un ojo antes de beberse de un trago una copa de Jameson. Aunque la lista que me había propuesto me taladraba el cerebro, ese guiño fue decisivo.

Hacía mucho que no me movía por el lado salvaje, y Jet representaba el guía perfecto para un curso de actualización.

Cuando desapareció detrás del escenario con los otros chicos de la banda, me acerqué a la barra donde habíamos estado antes de que empezaran a tocar. Nash, el compañero de apartamento de Rule, debió ser cargado por los dos enamorados, ya que no estaba en condiciones de salir por sus propios medios. Rowdy, el mejor amigo de Jet, estaba ocupado en comerle la boca a una chica que nos había mirado mal toda la noche a Shaw y a mí. Cuando se separó un instante para respirar, le dediqué una mirada como diciendo “podrías haber elegido algo mejor”, y me trepé a un taburete vacante frente al mostrador.

El asunto con los bares metálicos es que te encuentras con muchachos metálicos en todos los rincones.

Pasé la siguiente media hora desalentando los avances y las invitaciones a un trago por parte de tipos que parecían no haber visto una ducha o una máquina de afeitar en años. Comenzaba a ponerme de mal humor cuando una mano conocida, cargada de pesados anillos plateados, se apoyó en mi rodilla. Giré y me encontré con los ojos risueños de Jet, que ordenaba una copa más de tequila para mí, pero un vaso de agua para él.

–¿Te dejaron plantada? Por el modo en que se miraban esos dos, me sorprende que hayan podido llegar siquiera hasta la salida.

Choqué mi copa contra su vaso y le dediqué la sonrisa que usaba en el pasado para conseguir lo que se me antojara.

–Creo que Nash tuvo batalla con el tequila, y el tequila ganó.

Rio y se volteó a hablar con una pareja que vino a felicitarlo por el espectáculo. Cuando se volvió hacia mí, se lo veía algo avergonzado.

–Eso siempre me ha resultado muy raro.

Levanté una ceja y, al ver que rondaba una pelirroja en un vestido demasiado ceñido, me aproximé un poco más a él.

–¿Por qué? Ustedes son muy buenos, y es evidente que a la gente le gusta.

Soltó una carcajada al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás, y por primera vez noté que un piercing le atravesaba la lengua.

–¿A la gente sí, pero a ti no?

–Soy de Kentucky –respondí encogiéndome de hombros, como si eso lo explicara todo.

–Rule me envió un mensaje de texto diciéndome que necesitas que te lleve a tu casa. Debo separar a Rowdy de esa chica y ayudar a los muchachos a cargar los equipos, pero, si puedes esperar unos treinta minutos, encantado te llevo.

No quise parecer demasiado ansiosa. No era mi intención transmitirle que lo que quería era que me llevara a destinos muy diferentes, y volví a encogerme de hombros.

–Bueno. Está bien.

Presionó suavemente mi rodilla, y debí controlar el estremecimiento que me recorrió de pies a cabeza. Algo sucedía, sin dudas, si apenas un leve roce como ese podía hacerme temblar.

Volteé hacia la barra, y pedí un vaso de agua y la cuenta. Me sorprendí cuando el barman me informó que ya estaba paga, y me molestó no saber a quién debía agradecer. Giré en mi taburete y observé cómo la gente se abría paso con dificultad en el salón repleto de muchachos demasiado entusiastas y chicas muy obvias. No se puede decir que yo fuera una santa, pero lo cierto es que no sentía ningún respeto por alguien que estaba dispuesto a degradarse y regalarse por una noche de placer, solo porque Jet se veía muy hot en sus pantalones ceñidos.

Lo que fuera que estaba ocurriendo conmigo era más profundo que eso, solo que no me sentía capaz de clasificarlo. Y esa noche había bebido más de la cuenta y echaba de menos a mi antigua yo, tanto como para prestarle atención.

Cuando Jet regresó, me encontró fingiendo interés en uno que parecía haber revuelto el armario de Glenn Danzig y que me conversaba en un intento de avance. Hablaba de los distintos géneros de música metálica y que, según lo que escuchaba la gente, unos eran imbéciles, y los otros, genios. Debí contenerme para no meterle goma de mascar en la boca para tapar su aliento denso y alcohólico. Jet lo apartó con un empujón de puño al tiempo que flexionaba el índice en señal de llamado.

–Nos vamos, Piernas.

Hice una mueca de fastidio porque había oído variaciones del sobrenombre toda mi vida. Soy alta, no tanto como el metro ochenta y seis de Jet, pero le llevo una cabeza a Shaw, y tengo piernas realmente largas y bien formadas. En ese momento se tambalearon un poco, pero me concentré y caminé tras él hasta el estacionamiento.

El resto de la banda y Rowdy subieron a una van modelo Ecoline, y nos gritaron algunas cosas interesantes por la ventanilla mientras se alejaban. Jet sacudió la cabeza y, con el control remoto de sus llaves, destrabó las puertas de un Dodge Challenger que se veía bestial y poderoso. Me desconcertó que abriera la puerta para mí, y eso lo hizo sonreír, así que me acomodé en mi asiento e intenté trazar un plan de ataque. Al fin y al cabo, era un tipo acostumbrado a las admiradoras y a las zorras que se le echaban encima a diario, y lo último que quería era que me tomara por una más.

Bajó la música que tronó al encender el sistema de sonido que, a las claras, era bien costoso, y arrancó sin dirigirme una palabra. En algún momento se había vuelto a poner la camisa y, encima, una chaqueta que evidentemente adoraba, adornada con tachas de metal y el emblema de una banda de la que yo jamás había oído hablar. La combinación de este galán rockero con el exceso de tequila y el excitante aroma a cuero y sudor comenzó a marearme. Abrí la ventanilla una rendija y observé pasar las luces de la ciudad.

–¿Estás bien?

Giré la cabeza hacía él y noté una preocupación genuina en su mirada oscura. A la tenue luz de la consola, los anillos dorados que bordeaban sus iris semejaban halos sagrados.

–Sí, no debí competir con Nash esa primera hora.

–Es verdad, mala idea. Esos chicos no tienen límite.

No respondí porque, en general, aguantaba bien cuando se trataba de beber al mismo ritmo que cualquiera, pero no era algo de lo que me gustara hablar. Para cambiar de tema, pasé un dedo por el interior de lo que claramente era un vehículo nuevo y original.

–Es un auto fabuloso. No tenía idea de que desgañitarse contra un micrófono fuera tan redituable.

Me observó por el rabillo del ojo mientras rebuznó con una mezcla de ronquido y risa.

–Debes ampliar tus horizontes, Ayd, y dejar tu pueblo natal. Hay infinidad de bandas independientes, asombrosas, de música country y de folklore norteamericano, que estoy seguro te encantarían.

–Me gusta lo que me gusta –respondí–. De veras, ¿tu banda es tan famosa como para poder costear un auto como este? Rule dijo que ustedes son populares en el circuito local, lo cual es evidente dada la cantidad de público que reunieron, pero aun así, no parece suficiente para que puedan vivir solo de la música.

Estaba entrometiéndome, pero de pronto pensé que, en realidad, no sabía nada de este tipo, salvo que me aceleraba el ritmo cardíaco. También disparaba interesantes escenas en mi mente donde ambos estábamos con mucha menos ropa.

Él seguía el ritmo golpeteando el volante con sus dedos de uñas pintadas de negro, y yo no podía apartar los ojos.

–Tengo un estudio de grabación aquí, en la ciudad. Hace tiempo que estoy en el circuito y conozco muchas bandas, tengo buenos contactos. Escribo música que otros terminan grabando, y Enmity tiene el éxito suficiente como para no preocuparme nunca de pasar hambre. Hay mucha gente que vive solo de tocar música. Aunque es muy duro y hay que ocuparse; pero preferiría morirme de hambre y dedicarme a lo que amo antes de ser acaudalado y con un trabajo de oficina.

Para mí, eso no tenía ningún sentido. Ansiaba la seguridad de un futuro con cimientos sólidos. Necesitaba saber que podía abastecerme por mí misma; que jamás tendría que depender de nadie para lo básico. La felicidad no tenía nada que ver con todo eso.

Quería hacerle más preguntas, pero enseguida llegamos al apartamento que yo compartía con Shaw y todavía no había ni empezado a insinuarle que me interesaba algo más que ser traída a casa.

Giré todo el cuerpo en el asiento para quedar frente a él y me colgué la sonrisa que dice “házmelo”. Alzó una ceja en mi dirección, pero no dijo nada, ni siquiera cuando me apoyé en el centro de la consola y posé una mano sobre la suya, que reposaba en su muslo. Noté que la vena en su cuello daba un respingo, y eso me hizo sonreír. Hacía mucho que no me había interesado tan abiertamente por alguien, y resultaba agradable descubrir que él no era tan inmune a mí.

–¿Subes a tomar una copa conmigo? Shaw se quedará en casa de Rule, y estoy segura de que no la veré en dos días, al menos.

Sus ojos castaños se oscurecieron con algo que no pude identificar porque, en realidad, éramos dos extraños, pero puso su mano sobre la mía y le dio un suave apretón.

Deseé inhalarlo; hubiera querido introducirme en él y nunca volver a salir. Había en Jet algo tan especial que pulsaba todas las cuerdas que creía cercenadas de cuajo cuando dejé a mi viejo yo atrás.

–No me parece una buena idea, Ayd –su voz era baja, con corrientes subterráneas que no pude descifrar.

Me incorporé en el asiento y, con mi otra mano, lo obligué a voltear su rostro hacia mí.

–¿Cómo que no? Estoy soltera, estás soltero, somos adultos de mutuo acuerdo. Creo que es una idea estupenda.

Suspiró, me sujetó las manos y las colocó de nuevo en mi regazo. Ahora lo observaba con cautela porque, mientras yo había modificado mi vida en forma dramática estos últimos años, era lo suficientemente inteligente como para saber que me veía mucho más hermosa que cualquiera de las zorras que lo habían estado acechando toda la noche en el bar. Eso, y que no existe un hombre que se niegue al sexo sin ataduras.

–Tenemos amigos que están saliendo. Bebiste media botella de tequila y, seamos realistas, no eres el tipo de mujer que se lleva a la cama a un hombre que apenas conoce. Eres inteligente y tienes proyectos, y no tienes ni idea de lo que me provoca tu acento sureño ni de lo rápido que nos llevaría a terminar desnudos y enredados. Eres una chica buena de pies a cabeza.

»No me malinterpretes –continuó–. Eres hermosa, y por la mañana, cuando repase una y otra vez esta conversación en mi mente, voy a querer patearme el trasero, pero tú no quieres esto. Tal vez, si tuviera la absoluta certeza de que no nos veríamos más y que no tendremos que cruzarnos, lo haría con la conciencia tranquila, pero me caes bien, Ayden, de veras, así que prefiero no arruinar las cosas.

Estaba tan equivocado.

Yo justamente deseaba esto, lo deseaba a él; pero que creyera saber qué tipo de chica era yo fue como un cubo de agua helada sobre mi libido. Eché la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que me golpeé contra la ventanilla y, de pronto, el auto se convirtió en un ataúd. Abrí con torpeza la portezuela y salí disparada. Oí que Jet me llamaba preguntándome si estaba bien, pero solo quería alejarme de él. Pulsé el código de seguridad y entré a la carrera en el apartamento.

Recién después de cerrar la puerta y darme un baño caliente, me di cuenta de lo cerca que había estado de dejar que todo por lo que había luchado tanto se derrumbara a mi alrededor. Sea lo que sea que Jet me despertó esa noche, hacerlo realidad hubiera sido demasiado peligroso. No solo terminé humillada y en pánico, sino que había arriesgado lo que ahora era importante para mí, y no podía permitírmelo.

Tendría que guardar a Jet Keller en el mismo cofre donde retuve a la Ayden que fui antes de Colorado. Solo que ahora me iba a asegurar de que la tapa estuviera tan bien cerrada que jamás existiera la posibilidad de abrirse. El riesgo no valía la pena.

Capítulo 1

Ayden, un año después

Me encontraba frente a mi computadora abierta, haciendo un trabajo para mi clase de bioquímica. Cora, con quien comparto el alquiler, se pintaba las uñas de un llamativo verde fosforescente antes de ir a trabajar. De pronto, escuchamos que se abría la puerta del fondo. Con un dedo empujé los lentes nariz arriba y le dirigí a Cora la mirada. Se volteó en el sofá, y sus brazos quedaron colgando por encima de los cojines.

Esperamos atentas.

Desde que vino Jet a vivir con nosotras, hace tres meses, esto se había convertido en nuestro ritual. Al menos dos o tres veces por semana, sometíamos a la chica que trajera a pasar la noche con él al escrutinio más riguroso. Humillante para ellos, divertidísimo para nosotras.

Con Cora las clasificábamos del uno al diez según el grado de “desgaste” que mostraban al día siguiente. Por ahora, Jet había traído consistentes sietes y ochos, pero un par de ellas se habían ido tan disgustadas por su falta de interés en volver a verlas que debimos darles solo cuatros o cincos. La que se encerró en el baño y se rehusó a salir hasta que Cora la amenazó con gas pimienta, recibió un uno.

La de hoy daba buen puntaje.

Una rubia con una gran delantera y piernas largas. El maquillaje corrido, del día anterior, no la favorecía demasiado, pero lucía un esbozo de marca de dientes en la barbilla, y la mirada soñadora y el aspecto satisfecho que la mayoría mostraba al salir de esa alcoba.

En forma automática, le aumenté la calificación porque llevaba su ropa interior en la mano como aferrada a un salvavidas. Podía jurar que el top estaba puesto de adentro hacia afuera. Sus ojos fueron de Cora a mí, y un rubor avergonzado trepó por sus mejillas.

Nunca pude descubrir por qué Jet no les avisaba a estas chicas que compartía la casa con dos mujeres. Deduje que era un bastardo enfermo que gozaba con hacerlas pasar por este momento una vez que terminaba de hacer lo suyo con ellas, pero cuando se lo pregunté, ni lo confirmó ni lo negó.

–Eh, hola –tartamudeó un saludo incómodo la pobre, y eso despertó una sonrisa lunática en Cora. En un buen día, Cora decía lo que se le venía en gana a todo volumen; si le dabas munición, se convertía en una piraña que había olido sangre en el agua.

Mi compañera de casa parecía una princesa de las hadas en miniatura; bueno, una princesa punk. Su tamaño engañaba a las pobres criaturas que cruzaban la sala y las dejaba sin defensas contra el ataque que les preparaba. La rubia venía envuelta en una nube de éxtasis posorgásmico, y era cuestión de segundos hasta que Cora descargara su inventiva neoyorkina sobre ella.

–¿Dormiste bien?

La pregunta parecía inocente, pero saliendo de la boca de esta rubia de ojos de distinto color, yo sabía que no lo era en absoluto.

–Sí, claro, eh, ya me voy. Dile a Jet que le dejé mi número en el mueble.

–Lo haré –dijo Cora moviendo una mano–, porque seguro te llamará. ¿No es así, Ayd? Él no querrá perder ese número.

No me agradaba que quisiera involucrarme en sus juegos verbales, así que me limité a encogerme de hombros y a levantar mi taza de café para ocultar mi sonrisa reticente. Era como observar un accidente automovilístico frente a mis narices.

Cora extendió ambos brazos abarcando un espacio dramático y le dijo a la desconcertada joven:

–Estoy segura de que llamó a la pelirroja que salió ayer por la mañana. Estoy segura de que llamó a la morena que estuvo todo el fin de semana y no tengo dudas de que te llamará, probablemente. ¿Cierto, Ayd?

Se desplomó contra el respaldo del sofá como si no hubiera hecho añicos los sueños románticos de la pobre chica.

Miró a Cora, luego a mí. Su boca se contrajo antes de mascullar “perra” y salir, indignada, por la puerta de calle. Le aumenté el puntaje al ver que el resto de su ropa interior asomaba por el bolsillo trasero.

Sin levantar la cabeza, Cora extendió siete dedos en el aire.

–Ni contraatacó. Le habría dado un ocho si me hubiera mandado a la mismísima o a que me la den. Algo.

–Fuiste un poco extrema.

–De algún modo me tengo que divertir –rio–. ¿Cuántos puntos le das?

Estaba por responder cuando alguien más salió de la habitación. Pensarías que después de tres meses de cruzarme con él al salir o al entrar en el baño, o de verlo pasar sin la camisa mientras se prepara para cambiarse, o de verlo bailar casi desnudo en el escenario, estaría inmunizada contra Jet Keller a pecho descubierto.

Pero mientras atravesaba el vestíbulo poniéndose una camiseta negra, se me borraron todos los pensamientos y mi cerebro quedó en blanco como me sucedía cada vez.

Después del desastroso incidente en la puerta de mi apartamento el invierno anterior, desarrollamos una amistad algo particular. Aprendí detrás de qué límites debía mantener a Jet, y él me trataba como si fuera una especie de diosa virginal a la que no le estaba permitido desflorar. De alguna manera, funcionaba.

Cuando Shaw decidió ir a vivir con Rule y Nash, a Cora y a mí nos inquietó el tema de quién la reemplazaría para compartir la renta. Por suerte, a la chica que estaba viviendo con Jet le dio un ataque de locura mientras él estaba de gira y puso todas sus pertenencias en el jardín; no hace falta decir que consiguió quién la consolara en sus momentos de soledad. Jet terminó sin techo y debió buscar un lugar donde meterse, y aquí estaba. Lo veía todos los días y pasaba mucho tiempo con él.

Aun así, esos abdominales, esa tinta que los cubría y esos aretes gemelos que atravesaban sus pezones convertían mis pensamientos controlados y mis buenas intenciones en imágenes sexys y calientes, donde, seguro, no debía entrar. Lo veía y me obnubilaba, se me borraba su rechazo y olvidaba qué debía hacer para impedir que su sonrisa pícara anulara mi autocontrol.

Aparté la vista y me obligué a no inspirar cuando se inclinó sobre mí para arrebatar la otra mitad del bocadillo que yo no había tocado. No me estaba permitido respirar su aroma, aunque oliera a pura tentación y rock and roll.

Levantó una ceja en mi dirección y señaló a Cora con el bocadillo.

–¿Qué clase de estragos están causando aquí? Oí el portazo desde el fondo de la casa –extendió las piernas enfundadas en sus jeans súper ajustados y volví a preguntarme cómo hacía para meterse en ellos. Jamás he visto a un tipo usar pantalones tan ceñidos, pero le sentaban. Dediqué un tiempo obscenamente largo a imaginar cómo quitárselos.

–Cora solo se despidió de tu última conquista.

Se detuvo antes de meter el resto del bocadillo en su boca, con los ojos fijos en la espalda de Cora.

–Exactamente, ¿qué le dijiste?

Los hombros de Cora se sacudían por su risa silenciosa, pero no se volteó.

–Nada. Bueno, nada que no fuera verdad.

Dio un mordisco a su desayuno y afiló la mirada. Sus ojos eran tan oscuros que resultaba difícil decir dónde se encontraba el iris con la pupila.

–Estás molesta porque Miley Cyrus te copió el peinado y te desquitas con todas las chicas inocentes de la Tierra.

Cora soltó una carcajada sorprendida al tiempo que se levantaba de un salto y apuntaba a la cabeza de Jet con el esmalte de uñas. Por suerte, los reflejos de Jet eran buenos y lo atrapó en el aire antes que le lastimara la cara o se hiciera añicos contra el suelo.

–¡Me hice este peinado antes que ella! No tengo la culpa de que, de pronto, decidiera ser rockera –exclamó, y se marchó echando chispas mientras Jet y yo compartíamos una sonrisa cómplice.

–Está muy sensible con ese tema. Sé bueno.

–Y ustedes no muy buenas tampoco con su tabla de calificaciones para las chicas que traigo a casa, pero no me quejo, ¿verdad?

No tenía respuesta para eso, así que me concentré en la pantalla de mi computadora.

–Uno de estos días habrá una diez, y no van a saber qué hacer.

Me sorprendió que nos hubiera descubierto. Eso no hablaba muy bien de su opinión de las chicas que traía regularmente.

Hacía poco había decidido hacerme un peinado elegante y corto. Acomodé la punta de un mechón detrás de la oreja y le clavé la mirada por encima de mis gafas. No estaba segura de cómo me sentía con él enterado.

–¿Por qué no dijiste nada si sabías de nuestro juego?

Levantó un hombro y observé cómo una comisura de sus labios se fruncía hacia abajo. Su rostro era muy expresivo. Creo que esto nacía del esfuerzo por proyectar su emoción y su pasión al público desde el escenario. Yo conocía bien ese medio gesto: significaba que estaba pensando en algo de lo que prefería no hablar. Siempre me intrigó saber qué lo originaba.

–Reciben lo que vienen a buscar y se vuelven a casa satisfechas. Si al salir deben trenzarse con ustedes, las arpías, supongo que es parte del costo de admisión –me miró y esta vez frunció el ceño de verdad–. ¿Dónde estabas anoche? Fueron todos a Cerberus y se quedaron hasta tarde. Shaw dijo que vendrías después, pero nunca apareciste.

Carraspeé y jugueteé con el asa de mi tacita de café.

–Salí con Adam. Él no tenía ganas de ir, así que le pedí que me trajera a casa para adelantar unos estudios atrasados.

Abrió enormes los ojos, y pude ver en ellos un relámpago que iluminaba sus aureolas doradas. A Jet no le caía bien Adam, y Adam aborrecía con toda su alma que yo compartiera mi casa con Jet. Intentaba mantenerlos alejados a uno del otro, pero eso se convertía en una tarea cada vez más complicada, porque ahora Adam presionaba para que fuéramos más que una pareja informal. Estábamos saliendo desde hacía unos cuatro meses y, por lógica, me daba cuenta de que había llegado el momento de pasar a otra instancia, aunque algo me detenía.

–Por supuesto que Adam no quería ir. ¿Cuándo hace algo que te guste a ti? Diablos, Ayd, ¿a cuántas malditas óperas, ballets, y exposiciones soporíferas te arrastró ese idiota? ¿Por qué no puede acompañarte por un minuto a compartir un trago en el bar y conocer a tus amigos?

Habíamos tenido esta conversación más de una vez, así que me limité a suspirar.

–Mis amigos lo intimidan. Convengamos que Rule y Nash no son, precisamente, un comité de bienvenida, y tú y Rowdy se divierten burlándose de todos y de todo lo que no les gusta. Sería incómodo para el grupo, y por eso prefiero evitarlo por completo. Adam es un buen tipo.

Me repetía eso diez veces al día como mínimo. Adam era bueno e infinitamente más apropiado para un futuro seguro que alguien que planeaba vivir del heavy metal. Eso sin mencionar que, con él, no tenía esas ansias de perder el control a cada segundo y echar por la borda toda precaución, como me pasaba con Jet.

–Somos tus compañeros, Ayden, y Shaw es tu mejor amiga. Si este tipo piensa seguir contigo, ¿no crees que debería hacer un esfuerzo y acostumbrarse a nosotros? ¿O planeas abandonarnos por las clases altas en cuanto puedas?

Había algo en su tono que manifestaba parte de una conversación más profunda de la que estábamos teniendo. Pero como es habitual, antes de que yo pudiera profundizar, decidió pasar a otro tema que, claramente, le resultaba menos riesgoso.

–Además, si no quiere que Rowdy y yo nos burlemos de él, ¿por qué anda de chaleco tejido por todos lados? ¿Quién demonios usa esas cosas en nuestros días?

Le di un suave puntapié por debajo de la mesa.

–Sé bueno. Esos chalecos no están tan mal.

Hizo una mueca y se puso de pie. Me esforcé por no babear cuando levantó los brazos para pasarlos por su pelo alborotado y el borde de su camiseta trepó por encima de la cintura de sus pantalones. Tendrían que torturarme para que lo confesara, pero averiguar hasta dónde llegaba ese maldito ángel tatuado y recorrerlo entero con mi lengua era lo que daba sentido a mi vida.

Aclaré mi garganta en un intento de quitar mi cabeza de la alcantarilla y vi que me observaba con atención.

–De eso se trata, justamente: no ves nada de malo en salir con alguien que piensa que usar un chaleco es genial, y yo no veo nada de malo en engancharme con chicas a quienes las comemierdas de mis compañeras de casa les ponen calificaciones. Mundos diferentes, Ayd, mundos diferentes por completo.

Me acarició la cabeza con la mano y, al marcharse, se llevó unos cuantos de mis cabellos enganchados en sus anillos. Lo observé muy seria hasta que se perdió en su habitación y recién entonces solté el aire que había retenido hasta ese momento. Me llevó un minuto aflojar el puño que sostenía mi taza de café.

Jet no tenía idea de lo que era yo, realmente, por debajo de esa pátina de distinción que me había echado encima cuando vine a vivir a Colorado con solo lo puesto. Nadie lo sabía. Había hablado sobre eso con Shaw, pero poco y de un modo vago, y ni ella, mi mejor amiga, tenía la más mínima noción del tipo de vida que había llevado antes de venir y empezar la universidad, tres años atrás.

Tenía solo veintidós años, pero sentía que había vivido mil vidas en ese corto período. La chica buena, esa chica que Jet veía como intocable y tan distinta de él, era una ilusión que yo luchaba a diario por mantener. Tenerlo tan cerca y tan presente ponía a prueba mi deseo de dejar a la vieja Ayden enterrada en las suaves colinas de Kentucky.

–¡Oye! –exclamé indignada cuando una toalla húmeda de pronto me golpeó la cara.

Cora se dejó caer en el asiento que Jet acababa de dejar y me dedicó una mirada significativa.

–Me pareció que podías necesitar algo como eso para la baba en tu barbilla.

–Basta con eso –protesté, fastidiada.

–Como sea. Todas las veces, Ayd, es como si estuvieras en celo o algo así. No sé cómo se las arreglan para ignorar la electricidad y las chispas que saltan cuando están a pocos centímetros de distancia; verlos es agotador.

Abrí la boca para informarle, en términos categóricos, que no sentíamos ninguna atracción, pero ella levantó una mano y me fusiló con la mirada antes de que pudiera decir una palabra.

–Y no me vengas con eso de que solo son buenos amigos. De hecho, tengo más amigos que amigas y no los miro como si quisiera arrancarles la ropa, dejarles marcas y romper la cama teniendo sexo salvaje con ellos. Cuando lo observas sin que él se dé cuenta, Ayd –dijo abanicándose la cara con la toalla que recuperó–, siento que necesito una ducha helada.

No supe qué responder, así que me mantuve en terreno conocido.

–Somos amigos. Ni él es mi tipo, ni yo el suyo; y ya te conté lo que ocurrió la única vez que permití que el alcohol me convenciera de lo contrario.

Apoyó su espalda en el asiento y me observó con esos ojos suyos, absurdos. El castaño oscuro reflejaba censura y escepticismo, y el color turquesa brillaba con humor y comprensión. Era difícil embaucar a Cora, pero eso no significaba que yo dejara de intentarlo. Para construir la vida que quería para mí, la vida que ansiaba con desesperación, debía, desde un principio, convencer a todos de que eso era lo que merecía. No podía permitir que mi antiguo yo se transformara en un factor que influyera en quien me había convertido ahora, y no importaba que Jet fuera tan atractivo ni que me hiciera desear apartarme del camino de las buenas intenciones. Simplemente, no lo permitiría.

–Además, queremos cosas distintas de la vida. Una vez que me gradúe, de inmediato me apuntaré para hacer una maestría. Jet ha estado jugando a ser una estrella de rock desde que era un adolescente. Me es imposible entender que no tenga más ambición que eso, que no desee un futuro más seguro. Aspiramos a cosas totalmente diferentes –pero no mencioné que él me hacía estallar la cabeza al punto de que olvidaba todo lo que yo sabía sobre los peligros del lado salvaje.

Sacudió la cabeza de un modo tal que pareció una Tinker Bell que me juzgaba. Era difícil imaginar tanta actitud envasada en un contenedor tan pequeño.

–Seré honesta contigo, nena. Desde afuera, tú y ese muchacho quieren exactamente lo mismo, salvo que, por algún motivo, están aterrados de admitirlo. Y para que lo sepas, nadie, pero absolutamente nadie, se ve bien en un chaleco tejido, así que deberías dejar de vendernos a ese Adam como material de novio –se puso de pie y se sujetó del respaldo de la silla y, en un modo típico de Cora, cambió de velocidad mientras yo intentaba procesar lo que me acababa de decir–. Nunca me dijiste cuánto puntaje le dabas a la admiradora del día, ¿cómo la clasificas?

Cada vez que una chica salía de esa habitación, me hacía daño, pero me rehusaba a admitirlo, así que alcé nueve dedos y jugué, como se suponía que debía hacer.

–Le había dado un siete gracias a que no llevaba nada debajo de su blusa, pero, después que te dijo perra y metió su ropa interior en el bolsillo trasero de sus pantalones, sumó puntos.

Cora estalló en una sonora carcajada y se reía tan alto que temí que hiciera salir a Jet de su habitación.

–Diablos, me perdí lo de la ropa interior. Sabes que él tiene razón, uno de estos días traerá a una diez, alguien a quien deje tan satisfecha que no nos hará ninguna gracia, porque sabremos que recibió lo mejor.

Mordí el interior de mi mejilla para no fruncir el ceño.

–No veo la hora.

Ni por un segundo engañé a Cora.

–Sí, claro.

Frustrada por la conversación y por la mañana en general, cerré mi laptop y me puse de pie.

–Debo apresurarme para llegar a clase –anuncié a nadie en particular, porque Cora estaba ocupada con su teléfono y Jet no había vuelto a aparecer. Me cambié y me puse ropa lo suficientemente abrigada para febrero en Denver y mi calzado deportivo más cómodo. El que uso para correr.

Adoraba correr. Me despejaba la cabeza y, como vivía en uno de los lugares con mayor conciencia de lo saludable del país, era solo una más entre decenas de personas que salían a hacer un poco de ejercicio. Con los auriculares en su lugar, sintonicé a todo volumen lo que Jet llama “ese horrible pop-country”. Me agradaba la música que no me hacía pensar, y las letras de las baladas country no eran un misterio. La chica estaba furiosa porque el chico la había engañado; él se sentía indignado porque había chocado con la pick-up; todos estaban tristes porque murió el perro, y Taylor Swift tenía casi tanta suerte con los muchachos, como yo.

Jet prefería temas más estridentes y pesados, pero, en realidad, era solo un esnob de la música. Hacía más de un año que lo conocía, y todavía me irritaba discutir qué es bueno y qué es malo en ese asunto.

El aire frío cortaba mi piel mientras iba a paso rítmico por mi ruta habitual hacia Washington Park. Cuando corría, me agradaba bloquear todo, suprimir el constante murmullo de lo que me preocupaba, y sentir solo el piso bajo mis pies y el aire en mi cara. Pero esta vez estos recursos no funcionaban demasiado bien.

No podía hacer caso omiso al hecho de que vivía una mentira. Estaban Ayden Cross, una nadie, de Woodward, Kentucky, y Ayden Cross, estudiante de química, de Denver, Colorado. Constituían dos partes de un todo y, por momentos, yo sentía que una iba a asfixiar a la otra, y no quedarían más que cenizas y malos recuerdos.

Woodward no era un mal lugar, pero sí un pueblo pequeño, muy pequeño, en el que todos se conocían.

Cuando tu familia se convertía en el blanco de todos los comentarios, y la gente de tu edad, los mayores que tú y los que estaban de paso hablaban de ella, la vida no era precisamente fácil.

Mi madre no era una mala mujer, simplemente no estaba preparada para ser madre a los dieciséis ni, mucho menos, para llevar adelante a una hija rebelde y a un hijo que nació para meterse en problemas. Mi hermano mayor, Asa, no se cruzó nunca con un delito que no quisiera cometer o una ley que no quisiera romper. Tanto su padre como el mío se fueron pronto, y quedó mi mamá sola con nosotros dos en estado salvaje, tratando de mantener el daño al mínimo. Aprendí a fuerza de golpes que, si te dicen que eres esto o aquello las veces suficientes, no te queda otra posibilidad que empezar a creer que es cierto.

De la mano de mi hermano mayor, interesado únicamente en sí mismo y en la estafa en curso, aunque sabía que no me convenía empecé a andar con un grupo ideal para destruir cualquier tipo de futuro. Éramos basura; jamás llegaríamos a nada. Además, con todo el drama de Asa y los problemas que creaba, resultaba sorprendente que todavía estuviéramos vivos.

Si no hubiera sido por un profesor de ciencias de mi secundaria bienintencionado y sobreprotector, es más que probable que hubiera terminado como mi mamá, embarazada y señalada para siempre por todo el pueblo.

Pero me apliqué en los estudios, conseguí becas y me esforcé al máximo trabajando para asegurarme de nunca volver a eso. Jamás daría, otra vez, motivos a nadie para que pensaran que yo era fácil, tonta y que no valía nada. Cuidaría de mí misma, me construiría un futuro sólido como una roca, y, si el Señor así lo quería, sacaría a mi madre de ese pueblo. Le mostraría que en la vida existía algo más que una caja de cigarros Miller High Life y un camionero para echarse cada mes. En lo que a mí concernía, Asa era un caso perdido, y según había escuchado, ahora estaba preso, aunque no estaba segura de que fuera cierto, porque ya no pertenecía al circuito de los rumores de Woodward. Y hacía tiempo que no intentaba salvar a mi hermano de sí mismo.

Había cometido demasiados errores, muchas barbaridades, pero ahora me encontraba en el camino correcto. Sabía con certeza que obtener buenas calificaciones, contar con un grupo de amigos increíbles que me querían sin condiciones y no tener que volver a preocuparme por despertarme sin nada era mi recompensa por vivir la vida del modo apropiado.

Si eso significaba sepultar esta atracción y este persistente deseo que Jet despertaba en mí, bueno, lo haría. Si él prefería verme como a una estudiante pura e intocable, mejor aún, eso me ayudaría a comportarme. No había motivos para convencerlo de que no solo estaba equivocado, sino que, incluso, yo podía ganarle a cualquiera de sus conquistas en el terreno de pagar el costo de admisión.

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Me quedé tan pasmada que solo atiné a mirarla. Estaba segura de que toda mi sangre fluía de mi cabeza directo a mi rostro porque, uno, no podía creer que ahora se interesara en Jet después de que Shaw hiciera añicos su interés por Rule, y dos, tampoco podía creer que criticara a Adam y mi gusto en hombres.

Loren era el prototipo perfecto de la esposa trofeo que sería engañada cuando perdiera su brillo. Ella no tenía idea de cómo era un futuro de verdad o lo que un hombre serio tenía para ofrecer.

Entonces me dispuse a descargar un torrente de palabras sobre ella, lista para despedazarla verbalmente y tal vez hasta físicamente dado mi estado de ánimo. Pero el impulso murió cuando Lou, el guardia de seguridad de Goal Line, asomó la cabeza por la puerta y dijo que dejáramos de perder el tiempo. Había entrado un gran número de hombres a la salida de su trabajo, y ganarme la vida era mucho más importante que ponerla a Loren en su lugar. El camino directo a mi objetivo tampoco incluía escalas para llevarme por delante a una rubia tonta y buscona.

Le dediqué una sonrisa despectiva y le dije por encima de mi hombro:

–Y a mí me resulta tan tierno el modo en que te babeas por esos muchachos tan hot y comestibles con los que salgo, como si tuvieras una remota chance de ser catalogada de amiga, siquiera. Esos chicos pueden descubrir a alguien falso a una milla de distancia, Loren, y por eso, aun con todos tus atributos –dije con una mirada despectiva hacia sus pechos artificiales–, no te dan ni la hora.

Me apresuré hacia mi sector, esperando haber terminado con toda posible conversación respecto de pedirle ningún favor a Jet. Los muchachos podían descubrir lo falso; de hecho, los había visto hacerlo en varias ocasiones. En lo que me concernía, era milagroso que todavía pensaran que yo era una buena chica, merecedora de su amistad y protección, y si eso implicaba aprender a amar los chalecos tejidos para sostener la actuación, entonces, por Dios, lo haría con una sonrisa.