Editado por Harlequin Ibérica.
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Más allá de la belleza, n.º 123 - septiembre 2018
Título original: The Beauty Queen’s Makeover
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-901-4
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
Sólo quería sentarse junto a la piscina y sentir el calor del sol en la piel.
Aquél era el primer día en más de un año en que Kathryn Price salía de casa sin cubrirse la cara con un pañuelo. Pero se arrepintió de haberlo hecho, porque notó que alguien se aproximaba y pensó que, fuera quien fuera, notaría lo que ella pretendía ocultar.
Le había gustado gritar algo para evitar que se acercaran, pero sólo habría conseguido llamar la atención; sobre todo, teniendo en cuenta que estaba en un lugar tan público como el hotel Paul Revere, en las afueras de Boston. Por el sonido de las voces, supo que debía desaparecer de inmediato si no quería que la vieran. No estaba preparada para enfrentarse a nadie, así que se levantó de la tumbona y se dirigió a la salida que se encontraba al otro lado de la piscina. Cuando la gente la miraba a la cara, reaccionaban con un desagrado que era recíproco.
Había transcurrido un año desde que su caso había salido en los periódicos. Trescientos sesenta y cinco días desde que el accidente había llegado a los titulares de los diarios, por no mencionar también las revistas y las publicaciones sensacionalistas. No obstante, era bastante improbable que alguien la reconociera como la modelo cuya carrera la llevaba a convertirse, rápidamente, en la chica de referencia en el mundo de la moda. Ahora sólo era la desgraciada que nunca llegaría a aparecer en bañador en la portada del Sports Illustrated porque las cicatrices de una de sus piernas se lo impedían. Además, le habían puesto tantos tornillos en la operación que habría hecho saltar las alarmas en los controles de cualquier aeropuerto.
Sin embargo, aunque el peligro de que la reconocieran fuera pequeño, no estaba preparada para enfrentarse a miradas de curiosidad y de lástima.
Mientras se apresuraba hacia la salida, miró un momento hacia atrás y justo entonces tropezó con lo que le pareció un muro de piedra. El impacto fue lo suficientemente duro como para que rebotara, y habría terminado en el suelo de no haber sido porque unas fuertes manos se cerraron sobre sus brazos. Pero las mismas manos que la sostenían impidieron que se inclinara a recoger las grandes gafas de sol que llevaba para ocultar el rostro y que se le habían caído.
—Cuidado, chispa, ¿dónde está el fuego? —bromeó el desconocido, de voz ronca.
Contacto humano. Eso era precisamente lo que Kathryn pretendía evitar. Y para empeorar las cosas, no era un contacto humano cualquiera, sino uno con un hombre.
Se maldijo por haber tomado la decisión de salir de su habitación y se dijo que ni siquiera sabía lo que estaba haciendo allí. Aunque lo último no era literalmente cierto: se encontraba en el hotel porque era el único lugar decente para alojarse en las cercanías de la Universidad de Saunders. Y había ido porque un profesor, mentor y viejo amigo de la facultad, se lo había pedido.
—Lo siento mucho —se disculpó ella, alejándose del hombre—. Mis gafas…
—Permíteme.
El hombre se agachó galantemente y las recogió.
Kathryn siempre había sido una mujer muy ágil, y en otro tiempo se le habría adelantado con tal velocidad que, en comparación, aquel hombre alto y atlético habría parecido una vulgar tortuga. Pero el accidente lo había cambiado todo. Y por otra parte, la miraba con tal intensidad que la puso nerviosa.
Se giró levemente, lo suficiente para ocultar el perfil izquierdo de su cara, que permanecía en las sombras.
—¿Puedes darme mis gafas, por favor?
Kathryn se las arregló para preguntarlo con absoluta naturalidad, con un tono tranquilo e incluso elegante que no dejó entrever su nerviosismo.
—Sí, por supuesto… Aquí las tienes. ¿Cómo podría rechazar la petición de una mujer tan bella como tú?
Ella estuvo a punto de reír. Ya no se consideraba en modo alguno una mujer bella. Antes del accidente lo había sido, pero también eso había cambiado. De hecho, su vida había dado un vuelco.
—Gracias. Ahora, si no te importa, seguiré por mi camino.
Kathryn se puso las gafas y se llevó una mano a la cara para comprobar que todo estaba donde debía. Una vez satisfecha, alzó la vista y volvió a mirarlo con más detenimiento.
Era impresionante. Durante su carrera como modelo había conocido a algunos de los hombres más atractivos del mundo, con los que había posado. Pero aquel tipo los superaba. Encarnaba todas las virtudes del hombre alto y moreno que cortaba la respiración.
De alrededor de un metro ochenta y seis, tenía el cabello castaño y unos ojos marrones que brillaban con tanto calor como humor. En cuanto a su cara, Kathryn intentó encontrar algún calificativo que no fuera un cliché, pero llevaba tanto tiempo fuera de la circulación amorosa que no se le ocurrió nada salvo que estaba buenísimo. Pero en cualquier caso, era cierto. Era un rostro tan magnífico que parecía esculpido.
Su nariz era perfectamente recta, y su mandíbula, armoniosa y fuerte. Además, su cuerpo andaba a la zaga de su cara. Estaba acostumbrada a distinguir la calidad en un hombre y reconoció los anchos hombros bajo su cara chaqueta azul y un poderoso pecho bajo la camisa y la corbata roja.
Por muchas razones, Kathryn no era mujer a quien se pudiera impresionar con facilidad. Pero definitivamente era perfecto.
Con una simple mirada había descubierto muchas cosas del desconocido. Tantas, que no necesitó saber nada más para comprender que, fuera quien fuera aquel hombre, jugaba en una liga distinta.
Como le bloqueaba la salida, dijo:
—Tengo que marcharme…
El hombre no se apartó.
—No me lo digas. Deja que lo adivine… ¿Eres el conejo de Alicia en el país de las maravillas y llegas tarde a tu cita?
Ella no estaba citada con nadie, aunque le habría gustado ser el personaje de la conocida obra para poder escabullirse por el agujero de una conejera.
Sin embargo, la idea de escapar le resultó lo menos urgente de todo en aquel momento. Había algo en su voz, una sensación de calor, intensamente agradable, que llevó a Kathryn el eco de un recuerdo que no pudo concretar. Y por alguna razón, se sorprendió al descubrir que ya no deseaba alejarse de él.
Por fin, se movió lo suficiente para que le diera la luz del sol en la cara y lo miró directamente a los ojos. Entonces, la expresión del hombre cambió al asombro.
—¿Katie?
Ahora eran dos los asombrados. Nadie la llamaba así desde sus días en la facultad. ¿Quién era aquel tipo? ¿Cómo podía saber su nombre? En su desconcierto, deseó tener un espejo a mano para mirarse y comprobar de nuevo que todo estaba donde debía estar. A diferencia de don Perfecto, ella tenía, o creía tener, mucho que ocultar.
—¿Te conozco? —preguntó ella.
—No creo. Nadie me conoce —respondió, en voz prácticamente ininteligible.
—¿Cómo?
—No, nada —dijo, sonriendo—. El caso es que yo te conozco a ti. Estudiaste en la Universidad Saunders. Y yo estuve allí al mismo tiempo.
—¿En serio?
—Sí, pero dudo que te acuerdes de mí.
Kathryn pensó que se equivocaba. Había cosas que no quería recordar, pero no habría olvidado a un hombre tan guapo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
Él apartó la mirada casi con timidez, aunque ni sus maneras ni su evidente confianza en sí mismo eran propias de alguien tímido.
—Nate Williams.
Él se puso tenso, como si esperara una reacción negativa. Kathryn lo notó porque ella hacía lo mismo desde el accidente; cuando alguien la miraba, se preparaba para el desagrado que sentiría. Pero en cualquier caso, seguía sin recordar quién era aquel hombre.
Negó con la cabeza y preguntó:
—¿Estábamos en la misma clase?
—No. Yo estaba dos cursos por delante, en Derecho.
—Imagino entonces que nos conocimos de otro modo, porque yo no estaba muy centrada en los estudios —dijo ella, mientras recordaba sus días de estudiante—. ¿Qué tipo de actividades hacías? Tal vez compartíamos los mismos intereses y nuestros caminos se cruzaron…
Él se encogió de hombros.
—No tenía muchos intereses. Ni demasiado tiempo libre.
Como Kathryn seguía sin tener la menor idea de quién era, y como sus respuestas no le habían dado ninguna pista, dijo:
—Pues lo siento, pero no me acuerdo de ti.
Él sonrió.
—Descuida, no tiene importancia. Ha pasado mucho tiempo.
—Pero tú te acuerdas de mí…
—¿Cómo podría olvidarte? Eras algo grande, la chica más atractiva del campus. Estabas destinada a salir en todas las portadas y lo conseguiste al final —declaró—. Por supuesto que te recuerdo.
Ella se sintió desfallecer al comprobar que estaba informado de su pasado profesional. Dadas las circunstancias, no era algo que le agradara en absoluto.
—Bueno, discúlpame pero tengo que marcharme…
—No, por favor, no te vayas todavía.
Fuera quien fuera Nate Williams, irradiaba buen humor y sus ojos brillaban con una sinceridad que Kathryn no había visto desde hacía años en un hombre. De hecho, había pasado tanto tiempo que la sorprendió reconocer la expresión.
Sin embargo, su mayor preocupación en aquel momento era otra: ¿cómo podía sentirse tan cómoda y tan recelosa al mismo tiempo en su presencia?
—Quédate un poco más. Ten en cuenta que los tipos como yo tenemos muy pocas ocasiones de estar junto a una cara que ha servido para anunciar miles de pintalabios. Por no mencionar las sombras de ojos…
Antes de que ella pudiera evitarlo, él le quitó las gafas de sol.
Ahora ya no podía ocultarse. Sus cicatrices habían quedado a la vista de todo el mundo: la marca circular en su pómulo izquierdo, provocada por las gafas de sol que llevaba cuando sufrió el accidente en que se rompió una pierna.
Intentó consolarse pensando que al menos serviría para que Nate Williams comprobara que ya no era la mujer más bella del campus y para que se marchara de una vez, dejándola a solas con su vida. Ya sólo faltaba el habitual gesto de sorpresa en su rostro, seguido de la mirada de lástima que siempre le dedicaban.
Sin embargo, Kathryn no vio ni lo uno ni lo otro. Bien al contrario, su expresión siguió siendo tan agradable como antes. O casi, porque ella notó un ligero brillo en sus ojos, una especie de sentimiento de comprensión.
Pero la caballerosidad de Williams no sirvió para que se sintiera mejor. Si sabía tantas cosas sobre ella, también se habría enterado de que había sufrido un accidente; a no ser que fuera un ermitaño que no leía los periódicos. Sin duda alguna, ahora querría conocer los detalles de lo sucedido y finalmente le daría sus condolencias y afirmaría, con la mentira piadosa de rigor, que no se notaba en absoluto. A fin de cuentas sólo había perdido parcialmente la visión de un ojo. No se había quedado ciega.
Se abrazó a sí misma y se dispuso a soportar la situación. Luego, volvería a la seguridad de su dormitorio, del que evidentemente no debería haber salido.
Alzó la vista con aplomo y lo miró. El accidente la había dejado marcada, pero no le había robado ni un ápice de su dignidad.
—¿Puedes devolverme las gafas? —preguntó ella, haciendo un esfuerzo por sonar educada.
Él sonrió levemente.
—¿Nunca te han dicho que a los hombres les encantan las mujeres con cicatrices?
De todas las cosas que podía haber dicho, aquel hombre había elegido la más inesperada. Ella parpadeó y sonrió sin poder evitarlo.
—No, aunque sí he oído que a las mujeres les encantan los hombres con cicatrices.
Nate Williams había sido tan franco y directo que la había desarmado por completo. En lugar de evitar lo evidente, había optado por una aproximación sin hipocresía alguna. Y de un modo tan inteligente e irónico al tiempo que parecía imposible en un tipo con aspecto de modelo.
—Pues es verdad —insistió él—. Las cicatrices son un signo tangible de carácter. Y los hombres siempre buscan carácter.
—Oh, vamos. No me digas que tú te fijas en primer lugar en el carácter de las mujeres y no en el tamaño de sus…
Kathryn no se molestó en terminar la frase. Se limitó a llevarse las manos al pecho y a mirarlo con ironía.
Nate sonrió.
—Dime una cosa. En todos esos artículos sobre las diez cosas que resultan más atractivas en una persona, ¿no aparece siempre en primer lugar el sentido del humor?
—Ninguna de mis amigas guarda su sentido del humor en sus senos, y sin embargo es la primera parte que miran los hombres. Además, tener sentido del humor no es lo mismo que tener carácter. Pero qué me vas a contar a mí de ese tipo de artículos… me he pasado media vida saliendo en las portadas de las revistas que los publican.
—En ese caso, hemos llegado a la conclusión de que los autores de los artículos se equivocan —bromeó.
—Mira, aprecio que hayas intentado que me sienta mejor, pero…
—¿Es que no lo he conseguido?
—Tal vez me sentiría mejor si me devolvieras las gafas.
Nate Williams miró con cierta sorpresa las gafas que tenía entre las manos, como si hubiera olvidado que estaban allí. Después, miró a Nate y suspiró.
—Está bien, aquí las tienes. Pero te las devuelvo sólo porque es un día soleado y no me gustaría que la luz ciegue esos preciosos ojos… La chica más guapa del campus no tiene nada que ocultar.
—Eres un mentiroso compulsivo —dijo ella, sonriendo.
Nate frunció el ceño ante el comentario y se pasó una mano por el pelo, en un gesto de nerviosismo.
Al ver su reacción, ella le puso una mano en el brazo.
—Era una broma, hombre. ¿Dónde está tu sentido del humor?
—Una broma. Sí, claro. Ya lo sabía.
Nate suspiró al darse cuenta de que Kathryn no sabía que había acertado sin pretenderlo. Sólo había mentido por omisión, pero una mentira era una mentira con independencia del nombre que se le pusiera. Le había dicho cómo se llamaba, pero no quién era. Entre otras cosas, porque Nate no esperaba volver a verla de nuevo. Su único contacto con Kathryn desde la universidad habían sido las fotografías que veía en las portadas de las revistas. Pero un año antes le había perdido la pista. Era obvio que había ocurrido algo traumático, algo que explicaba que la famosa modelo estuviera fuera de circulación.
Kathryn se puso de nuevo las gafas y dijo:
—Me sorprende que no preguntes por lo que me pasó.
En ese momento, Nate supo que había sido algún tipo de accidente.
—¿Quieres contármelo?
—No.
La respuesta fue breve, clara e inequívoca. Él se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.
—Entonces, eso es suficiente para mí.
Nate comprendía muy bien que alguien no quisiera hablar sobre sus cicatrices. Durante su adolescencia había sufrido un grave problema de acné, y por si eso fuera poco, le partieron la nariz en una pelea. En aquella época, todo el mundo se burlaba de él porque decían que tenía cara de cráter. Todo el mundo, salvo Katie.
Katie salía entonces con un cretino que se alojaba en el mismo colegio mayor que Nate, de modo que se veían con cierta frecuencia. Y cada vez que alguien se burlaba de él, ella intervenía, encontraba la forma de dedicarle algún cumplido y lograba neutralizar las críticas.
Le estaba eternamente agradecido por ello, y no había mentido al hacer la referencia a su carácter. Para él, el corazón y el alma de Katie eran aún más bellos que su rostro; lo cual no era poco, teniendo en cuenta que tampoco había exagerado al afirmar que había sido la chica más atractiva del campus.
Pero Nate sabía que ella siempre había querido ser modelo. Y se preguntó qué habría pasado con su carrera.
De todas formas, a Nate no le extrañaba que Kathryn no hubiera reconocido su nombre. En la época de la facultad, casi todos lo conocían por los humillantes motes que le ponían. Sin embargo, eso era agua pasada. Su vida había cambiado. Después de terminar sus estudios, había conseguido un empleo en un bufete de abogados y empezó a ganar dinero suficiente como para pagar a un cirujano especializado en reconstrucciones faciales que le quitó el problema generado por el acné y le arregló la nariz.
Ya no quedaba nada del joven del que todos se burlaban. Ahora era un hombre distinto, y la mejora de su aspecto le había proporcionado la confianza necesaria como para asumir papeles protagonistas en su trabajo.
En el fondo, se alegraba de que Katie no lo hubiera reconocido, de que no lo hubiera asociado con aquel chico solitario y sin amigos. Jamás habría esperado reconocer una expresión de admiración en sus ojos, así que lo estaba disfrutando.
Desde los tiempos de la universidad, había recorrido un largo camino. Ahora era un conocido abogado defensor cuyos servicios estaban disponibles para cualquiera que se pudiera permitir el precio. Sin embargo, no se sentía especialmente orgulloso de ello y no ardía en deseos de contárselo a Katie. A fin de cuentas, algunos de sus clientes eran individuos sin decencia, honestidad e integridad. Su abuela solía decir que la gente no era más que el resultado del medio donde vivía, y si se aplicaba la norma a su ámbito laboral, Nate suponía que no quedaría en muy buen lugar.
—¿Nate? ¿Sigues aquí o estás en la luna? —preguntó ella, al notar su mirada perdida.
Nate reaccionó y regresó al presente.
—Lo siento mucho. Tengo la fea costumbre de perderme en mis propios pensamientos. Es típico de los empollones… Puede que ese detalle te refresque la memoria y recuerdes quién soy.
En realidad, Nate esperaba que no se acordara. Y tuvo suerte.
—Me temo que sigo sin acordarme. No encuentro nada sobre ti en mis bancos de memoria —dijo ella.
Él, en cambio, no podía decir lo mismo. Su memoria estaba llena de detalles.
La mujer que se encontraba ante él tenía el mismo cabello rizado y sedoso, de color castaño oscuro, que años atrás. Era algo baja para ser modelo y sólo le llegaba a los hombros. Siempre delgada, la blusa sin mangas y la falda a la altura de las rodillas la hacían parecer más frágil de lo que recordaba. Además, Nate había notado que la cicatriz de la cara no era la única marca que le había dejado el accidente. De vez en cuando se llevaba una mano a la espalda, como si le doliera; y cuando cambiaba de posición para apoyar el peso en la otra pierna, hacía un gesto de dolor.
Nate frunció el ceño al pensar en ello. Katie ya había dicho que no quería hablar del accidente, pero él estaba interesado en todo lo relativo a aquella mujer. Por ejemplo, quería saber qué había pasado con el brillo de energía y pasión que siempre habían tenido sus ojos y que ahora había desaparecido.
En cualquier caso, no se había convertido en un gran abogado defensor por el procedimiento de evitar las preguntas difíciles. Sabía que averiguaría lo que quería saber: qué había hecho Katie durante los diez últimos años y qué estaba haciendo ahora. Pero antes de interrogarla, sería mejor que se sentaran.
—Hay un banco muy agradable a la vuelta de la esquina —dijo él—. Como parece que tardarás un poco en recordar quién soy, le harías un favor a este viejo si te sentaras conmigo.
Ella lo miró con detenimiento, como valorando la propuesta. Pero, por fin, asintió y sonrió levemente.
—Muy bien, abuelo —se burló.
Nate suspiró y comprendió lo importante que era para él que aceptara.
Avanzaron lentamente por el pintoresco camino de piedra. A ambos lados, los arbustos y los macizos de flores amarillas y moradas se mecían bajo la brisa de la tarde. Cuando por fin se sentaron en el banco, a la sombra de majestuosos árboles , él pasó un brazo por encima del respaldo y dejó la mano a escasos milímetros del hombro de Kathryn.
—¿De modo que eres abogado? —preguntó ella, apartándose ligeramente.
Él la miró y se preguntó si habría reconocido algo en él, tal vez algo que había visto en las noticias. Pero en su mirada sólo había curiosidad.
—¿Qué te hace pensar que lo soy?
—Antes dijiste que estuviste en la facultad de Derecho.
A Nate lo sorprendió que lo hubiera olvidado, pero estar tan cerca de ella lo ponía tan nervioso que se le fundían las neuronas.
—Ah, es cierto… Sí, soy abogado criminalista.
—Supongo que establecer un objetivo y alcanzarlo debe de resultar muy placentero —observó con nostalgia.