La misericordia es amar al prójimo con un amor tierno, compasivo, vivo, ardiente, solícito.
G. J. CHAMINADE, Écrits et Paroles II, 88. 131
Descubrí por casualidad el cuadro El regreso del hijo pródigo del pintor James Tissot. Andaba buscando una imagen sugerente y poco conocida de esa parábola para una sesión de catequesis y, por azar, di con ella. Me sobrecogió. Ese caballero decimonónico, al que se le han removido las entrañas y ha corrido a abrazar a su hijo, encarna magistralmente la misericordia de Dios.
Huroneando por Internet descubrí que James Tissot (1836-1902) fue un pintor francés nacido en Nantes. Estudió en la Escuela de Bellas Artes de París. Durante la guerra franco-prusiana tomó parte en la defensa de la Comuna, por lo que, al final de la contienda, se vio obligado a exiliarse en Londres (1871). Expuso su obra en la Royal Academy, en la Galería Grosvenor. Regresó a París en 1883 y allí hizo su primera exposición individual. Visitó Palestina y desde entonces dedicó el resto de su vida a la ilustración de la Biblia. Su obra se caracteriza por el realismo y la precisión en el detalle.
También aprendí que su magistral obra El regreso del hijo pródigo forma parte de un conjunto de cuatro cuadros, presentados por el artista en la Exposición Universal de París en 1889, que pretendía ser una recreación actualizada de la parábola evangélica. El primer cuadro, La partida, es un interior que recoge el momento en que el hijo menor, en presencia de toda la familia, reclama su parte de la herencia. El segundo, En un país lejano, representa el interior de una casa de geishas con las que el joven derrocha sus bienes. El tercero, El regreso del hijo pródigo, reproducido en la portada de este libro, recoge su vuelta a casa y el perdón de su padre. El último, El becerro cebado, plasma la fiesta organizada para celebrar su regreso. Actualmente los cuadros se exponen en el museo de Bellas Artes de Nantes.
Tissot, movido por el deseo de encarnar la parábola en el mundo moderno, ha situado El regreso del hijo pródigo en Londres, a orillas del Támesis. La luz suave y dorada de un amanecer frío y destemplado permite vislumbrar la escena. Un barco de carga ha atracado en el muelle. De su bodega han ido emergiendo cerdos y vacas, entre los que el joven ha vivido los últimos años, que, ente voces y palos, son conducidos a su destino, que probablemente no es otro que un matadero londinense. Su carne sacrificada será alimento de una ciudad oscura y desangelada que se intuye entre las jarcias y el velamen del carguero.
De ese barco, como un animal acorralado, ha bajado también un joven apaleado y vejado por la vida. Desorientado, mareado por la travesía, emocionado al reconocer el paisaje familiar, ha caminado trastabillando por la plataforma de madera del puerto. Partió hace años, no precisamente de la terminal de carga, hacia un país lejano. Entonces era rico en dinero y en futuro. Vestía lujosos ropajes, se cubría con un sombrero de fieltro, lucía anillos en los dedos. Ahora vuelve descalzo, con la cabeza descubierta y cubierto de andrajos. Partió rico y vuelve pobre, se sabía poderoso y se siente humillado, era un hijo y se considera un criado. Ahora tiene hambre de pan y de hogar...
Al descender del carguero, el joven ha paseado una mirada distraída por el muelle y ha descubierto en la dársena a alguien que ha acelerado su ritmo cardíaco. A la luz del frío y desangelado amanecer ha reconocido una silueta familiar. Allí, envejecido por el paso del tiempo y la erosión de una ausencia, está su padre...
El hombre, ahora envejecido y encorvado, pero conservando la elegancia y prestancia de un caballero inglés, no ha dejado de acudir al muelle ni un solo día desde que su hijo partió. Con fidelidad y esperanza ha aguardado cada mañana el atraque de los barcos y escrutado en silencio el desembarco del pasaje. Durante años ha comprobado, con dolor, que su espera, un día más, ha sido inútil. Ha vuelto a casa cada vez más solo y más triste. Es verdad que su hijo mayor vive y trabaja para él, pero es un ser distante, frío y oscuro, que nunca expresa el cariño ni se duele de una ausencia.
Esa mañana gris, el anciano ha vuelto una vez más al puerto, en esta ocasión acompañado por su hijo mayor y su nuera. Una vez más ha visto desembarcar el ganado y a los pasajeros. Pero esta vez ha reconocido entre los viajeros el perfil inconfundible del hijo de sus entrañas. Sin pararse a pensarlo, con el pulso acelerado, ha corrido a su encuentro, perdiendo el sombrero y los papeles. Sin reproches ni amenazas lo ha estrechado entre sus brazos, y, enternecido, le ha cubierto de besos... Le está diciendo sin palabras: «Anda, hijo, déjate querer...».
Su hijo, sorprendido por la reacción, ha caído de rodillas, ha hundido la cabeza en su regazo, ha empapado con lágrimas su levita de costoso paño y ha rodeado su cuerpo con sus brazos, fundiéndose con él en un largo abrazo. No ha dicho nada. Llora serena y entrecortadamente ante el recibimiento entrañable y desconcertante de su padre.
Contemplando la escena, sombríos y huraños, serios y distantes, su cuñada y su hermano permanecen, como la mañana, gélidos y destemplados. No han dado un paso, no se han emocionado, no han llorado. Sus oscuros y gruesos abrigos no pueden caldearles el frío corazón. Para ellos, ese que ha bajado del barco es solo un muerto y un perdido por cuya vuelta no vale la pena alegrarse y menos montar una fiesta. Ambos encarnan la «solitariedad» y la inmisericordia. Los dos tienen un corazón de piedra.
Ese padre, que ha sentido un vuelco en el corazón y una descarga de adrenalina, que, perdiendo la compostura y dignidad, ha salido corriendo a su encuentro, que estrecha emocionado a su hijo perdido, que no pide explicaciones y perdona incondicionalmente, encarna, por el contrario, la misericordia. Este decimonónico caballero inglés personifica al Dios con entrañas de misericordia que Jesús nos ha revelado. Como él, tiene ojos abiertos, oídos despiertos, corazón de carne y pies ligeros para acoger y perdonar al que llega maltrecho de un largo camino.
En las páginas que siguen encontrarás una serie de reflexiones sobre la misericordia de Dios articuladas en un proceso catequético. Cada capítulo termina con unas propuestas de oración que pueden ayudarte a interiorizar y «metabolizar» lo leído.
Quiero terminar esta presentación dedicando este libro a los religiosos marianistas que ejercen su ministerio en Cuba. Con ellos pasé un interesante y cálido verano. Gracias a su testimonio callado, alegre y elocuente, aprendí en esa isla del Caribe a ser un agente de misericordia entre los últimos.
ANTONIO GONZÁLEZ PAZ
antonio.gonzalezpaz@marianistas.org