CARLOS CUAUHTÉMOC SÁNCHEZ
Hay decisiones que marcan el futuro.
Leer este libro puede ser una de ellas.
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Edición ebook © Mayo 2012
ISBN: 978-607-7627-31-9
Edición impresa - México
ISBN: 968-7277-02-5
Derechos reservados: D.R. © Carlos Cuauhtémoc Sánchez. México,1994.
D.R. © Ediciones Selectas Diamante, S.A. de C.V. México, 1994.
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El matrimonio es imposible para quienes presenciaron en su niñez problemas conyugales, pero es viable y extraordinario para quienes observaron esposos felices.
Papá y mamá, gracias por haberme brindado un gran ejemplo de amor conyugal.
Sin la esencia de sus enseñanzas, este libro no existiría.
Prefacio
Un fracaso matrimonial es algo para lo que comúnmente no estamos preparados. Al casarnos, solemos abrigar grandes ilusiones y expectativas. Yo pensaba: El divorcio es un infortunio que sucede sólo a los demás, a los que no se aman, a los que descuidan a su pareja… Eso nunca me ocurrirá a mí…
De la misma forma visualizamos una familia unida, con niños gráciles y sanos… ¿Y los bebés enfermos? Ah, son raros y espero no tener que criar a uno de ellos.
Al exponer mis antiguas ponderaciones no puedo menos que sonreír con aciaga melancolía. Los hechos son a veces tan distintos de los anhelos…
Era de noche cuando tomé pluma y papel por primera vez, con la sola intención de desahogarme. Me encerré en la habitación y permanecí estático por varios minutos. Jugueteé con la pluma. Tracé algunos garabatos tenues. Necesitaba poner en orden mis ideas, descubrir en qué momento comencé a bajar el tobogán; incluso discutir con Dios y calibrar los recuerdos de algunos hechos que aún no entendía.
Al fin mi letra se dibujó redonda y grande:
¿En qué pensabas, Señor, cuando hiciste aparecer en mi vida a esa mujer y propiciaste nuestra unión, sabiendo que no éramos compatibles? ¿En qué pensabas cuando, hincado con ella frente a tu altar, nos bendijiste sabiendo las enormes dificultades que nos esperaban? ¿En qué pensabas cuando me ocultaste sus defectos para después permitirme percibirlos, siendo ya demasiado tarde? ¿En qué pensabas cuando dejaste que nuestro hijo viniera al mundo en un cuerpo a veces sano y otras, traicioneramente enfermo? ¿Por qué no me preparaste? ¿Por qué te has deleitado en jugar conmigo?
Detuve la incipiente reclamación. Miré por la ventana. La noche era clara y diáfana. Hacía tiempo que no veía un cielo nocturno así… Mi alma estaba descosida; mi espíritu atribulado; mi cuerpo cansado… Reinicié la escritura como el viajero que se aventura a una tierra extraña, tratando de hallar tesoros escondidos en los que nadie cree.
Atrapado por las deprimentes circunstancias entendí los conceptos más importantes de mi existencia. Tuve que caer hasta el sumidero para detenerme a reflexionar. Una y otra vez me preguntaba, mientras escribía, por qué no lo hice antes.
1 Cuando la presión interior estalla
La epilepsia de nuestro hijo Daniel fue evolucionando poco a poco. Primero tuvo las llamadas crisis focales: constantemente decía oler o escuchar cosas que nosotros no percibíamos. Más tarde aparecieron las “ausencias del pequeño mal”: lapsos breves en los que suspendía toda actividad y permanecía con la mirada fija, como estatua, sin conocimiento y sin capacidad para responder a los estímulos. Por último, después de un largo periodo en el que no sufrió ataque alguno, padeció la primera “crisis convulsiva tónico-clónica del gran mal”.
Aquella noche también hizo explosión la bomba familiar. Nos disponíamos a dormir cuando escuchamos la voz de Daniel que nos llamaba desde su recámara. Mi esposa acudió de inmediato. Yo tardé en reaccionar.
—¡Guillermo, ven rápido por favor! —la voz de Shaden sonó muy alarmada.
Corrí al cuarto del niño.
—Tiene alucinaciones... Otra vez.
Mi pequeño lloraba, levantaba la mano derecha y señalaba a un ente monstruoso que sólo él veía. Su mirada angustiada y sus palabras incoherentes eran muestra inequívoca de la actividad eléctrica desordenada de su corteza cerebral.
—Cálmate, mi vida —le decía tratando de abrazarlo—. No es nada... Cierra los ojos...
Pero Daniel seguía gritando, lleno de un terror indecible.
—No quiero que se vayan —articulaba entre gemidos.
—¿Qué dices? No nos vamos a ir...
De momento se tranquilizó.
—Los brazos me hormiguean —balbuceó—, tengo mucho miedo.
—No pasará nada... —respondí al momento en que lo recostaba en su cama, anticipando lo que sí podría pasar...
—Los quiero a los dos... juntos...
Fue lo último que dijo antes de paralizarse. Entonces comenzaron las convulsiones.
Shaden y yo habíamos leído respecto a las diferentes manifestaciones de la epilepsia, pero nunca, hasta esa noche, presenciamos de cerca la fuerza de un ataque espasmódico del gran mal. Con torpeza, aflojé la ropa del pequeño para ayudarlo a respirar y puse almohadas a sus costados. La impotencia que me invadió, era tanto más terrible cuanto más violentas las contracciones. Se recomendaba no tratar de inmovilizarlo, no introducir objetos en su boca ni darle medicamentos... Sólo esperar...
Pasados algunos minutos, las sacudidas se fueron haciendo menos intensas hasta que desaparecieron. El niño recobró parcialmente el conocimiento, moviendo la cabeza y quejándose.
Lo abracé y le susurré al oído que lo amábamos. Shaden también se acercó a acariciarlo. Era muy doloroso enfrentar el sufrimiento de un hijo y no poder hacer nada para ayudarlo.
—No se divorcien... —articuló pastosamente, como si su mente se hubiese detenido en la misma idea anterior a la crisis.
—Aquí estamos, mi vida —le dije con un nudo en la garganta—. Los dos, juntos. No te preocupes... Trata de descansar... Todo está bien.
Ignoro cuánto tiempo pasamos contemplándolo.
Después de un largo rato me incorporé e indiqué a mi esposa que debíamos dormir. No contestó. Me encogí de hombros. Si quería pasarse la noche dándose de topes contra el entresijo era asunto suyo.
Salí del cuarto de mi hijo y me metí a la gélida cama matrimonial. Durante largo rato permanecí recostado con los ojos fijos en el techo. Cuando mi esposa entró a nuestra recámara, simulé dormir. Encendió la luz y se detuvo de pie junto a mí para observarme.
—Sé que estás despierto.
Permanecí inmóvil. ¡Qué infame se presentaba ante mi mente la cadena de preocupaciones! Sentía deseos de salir corriendo. ¿Cuánto tiempo hacía que no compartía con alguien mis sentimientos?
Shaden comenzó a desvestirse. No entreabrí los ojos para admirar sus bellas formas, como lo hacía antaño. Se puso una bata y se acercó para decirme:
—¿Qué nos está pasando, Guillermo? Me siento muy sola.
Quise contestar “yo también”, pero mi boca permaneció cerrada. Trató de sentarse a mi lado y, como no halló espacio, se incorporó, confundida y triste.
Se respiraba una atmósfera nostálgica, como si el aire hubiese multiplicado su densidad y tratara de aplastarnos...
—¿Qué te ocurre? —insistió—. ¿Estás enojado conmigo? ¿Hice algo malo? ¡Dímelo! ¡Ya me cansé de tu silencio!
—¡Déjame en paz! —espeté—. Estoy afligido por lo que acaba de suceder, ¿no te das cuenta?
—¿Y tú crees que yo estoy feliz? ¿Por qué no podemos compartir nuestras ideas ni siquiera en momentos como éste?
Miré el reloj.
—Van a dar las tres de la mañana. Tengo que levantarme a las seis. No es momento para compartir nada.
—¡Siempre debes levantarte temprano! ¡Ahora trabajas más y tenemos menos dinero! ¿A qué se debe? ¿Por qué ya no vienes a comer? ¿Por qué llegas cada vez más tarde a casa?
—¡Ya basta! ¡Déjame en paz!
—¡No, no basta! Por favor, Guillermo. Explícame qué rayos está pasando. ¿Acaso hay otra mujer?
—Sería bueno...
Shaden se quedó quieta frente a mí, tratando de recuperar el aplomo. Un abismo infranqueable nos separaba.
Recordé haber leído que cuando le preguntaron a cuatrocientos psiquiatras por qué realmente fracasaban los matrimonios, el cuarenta y cinco por ciento contestó que uno de los factores principales era la incapacidad de los maridos para expresar sus sentimientos.
—Si tú y yo nos entendiéramos mejor, el más beneficiado sería nuestro hijo.
Su último argumento me aplastó. Yo era capaz de hacer cualquier cosa por mi niño...
Me senté al borde de la cama frotándome la cabeza. ¡Cómo necesitaba dar escape a tanta presión interna, expulsar las penas, vomitar las toxinas de mi conciencia! La máscara que me caracterizaba era, en realidad, un mecanismo de defensa para ocultar mi naturaleza vulnerable. Ya no podía llevar más tiempo a cuestas esa carga de preocupaciones, miedos y conflictos irresolutos. ¿Cómo escaparía del laberinto? En el mundo competitivo de los negocios o de la política sólo se triunfa siendo diplomático, suspicaz y frío. Yo era así. Me resultaba muy difícil desahogarme porque estaba demasiado acostumbrado a callar...
—Hace tiempo que dejaste de luchar por nuestro matrimonio —remarcó mi esposa al verme enmudecido—, y Daniel no se merece eso.
—¡Otra vez lo mismo! —contesté cayendo en la cuenta que intentaba chantajearme—. ¿Quieres apartarte de mi vista?
—Mira, Guillermo, yo también me estoy cansando de ti... He hablado con otras personas y todos están de acuerdo en que no puedes seguirme tratando de esa forma.
—¿Todos están de acuerdo? ¡Vaya! Y de seguro tu madre es la primera en estarlo... ¿Cuándo aprenderá esa señora a no meter la nariz en lo que no le importa?
—Pues, independientemente de lo que otros opinen, me estoy cansando, y debo decirte que si las cosas no cambian, vas a perderlo todo...
Me puse de pie sintiendo cómo la ira comenzaba a calentarme las manos.
—¿Estás amenazándome?
Tardó en contestar. Le costó trabajo cruzar ese puente y sincerarse. Al fin lo hizo:
—Sólo quiero hacerte saber que ya no estoy dispuesta a dejarme tratar como basura... He comenzado a buscar asesoría legal.
La miré con los ojos muy abiertos.
—¡Pues pongamos manos a la obra! Diles a tus abogados mañana que envíen los papeles del divorcio a mi oficina. Yo me voy de una vez y para siempre.
Caminé hasta el armario y comencé a arrojar mi ropa al suelo sin ton ni son. En realidad no deseaba divorciarme ni irme de la casa, pero tampoco podía mostrarme doblegado ante su desafío.
Comencé a hacer mi maleta en espera de que se retractara, lo cual solía ocurrir: podíamos alegar durante horas sin llegar a ningún lado, pero en el momento en que yo usaba el recurso de esfumarme, ella cambiaba de actitud, se ponía en medio, me pedía que no me fuera y yo aprovechaba para lanzar blasfemias, e insultos superlativos. Era una forma de recuperar mi autoridad. No era la mejor, pero a veces me sentía tan infeliz y devaluado, que precisaba echar mano de cualquier recurso para lograr respeto. En la empresa, la gente me trataba con gran deferencia: los empleados me adulaban, las secretarias me brindaban un trato delicado, los proveedores me llevaban regalos y nadie podía entrar a mi oficina sin previa cita. En mi hogar, en cambio, yo era “el viejo”, “el ogro”, “el gruñón”, “el panzón”; cuando llegaba, las risas se apagaban y las conversaciones entusiastas entre mi esposa y mi hijo se desvanecían.
—Tú debiste ser hombre —dije metiendo la ropa sin cuidado en la valija—. Quieres llevar las riendas, pero a mí no me vas a manejar.
—¡Claro que me hubiera venido bien ser hombre para tener derecho a gritar, igual que tú!
—De todas formas lo haces. ¿O es que no te has oído, bruja histérica? Te gusta mandar y disponer, pero lo absurdo es que también quieres que te mantengan.
—¡Lárgate de esta casa!
—Claro que me voy. Ese siempre fue tu deseo, ¿verdad? ¿Por qué no lo dijiste antes?
—Porque te tenía miedo, pero ya no, ¿me oyes?
—Así que ése es tu plan. ¿Y desde cuándo? ¿Las feministas te lavaron el cerebro? ¿Te dijeron que debes estar en la moda de la liberación? Te advierto que si salgo por la puerta ahora, no volverás a verme.
—Ya no amenaces. Inspiras lástima. Vete. ¡Te estás tardando!
Me volví de espaldas y seguí haciendo mi maleta.
Mi esposa me tomo del brazo haciendo un último intento.
—Quiero que cuando estés lejos recuerdes la enfermedad de tu hijo —remató—. Ya viste cómo le afectó la idea de nuestra separación.
Me sacudí su mano.
—¿Le dijiste que estás consultando abogados?
—Sí. Para prevenirlo.
Pateé el equipaje y comencé a dar vueltas por el cuarto.
—¡Maldición! —mascullé—. ¿Sabes que haberle dicho eso pudo ser la gota que derramó el vaso en su sistema nervioso? ¡Maldición, maldición! —Repetí dando dos, tres, cuatro puñetazos con todas mis fuerzas en la pared, hasta que un intenso dolor en los nudillos me detuvo.
Esta vez nuestra familia parecía a punto de sufrir un colapso radical. Salí del cuarto. Mi esposa me siguió hasta la sala.
—No podemos ocultarle a Daniel la realidad —dijo—. ¿Crees que es tonto? ¡Se da cuenta de todo! Además, no fue por eso que sufrió el ataque. Hace dos semanas le suspendimos el medicamento, porque los síntomas habían desaparecido ¿ya no te acuerdas? ¡Por eso pasó lo que pasó!
—¿Dejaste de darle..? —me aproximé a ella respirando agitadamente. Dio un paso atrás.
—Sí. Acuérdate que te lo comenté.
—¡Nunca me dijiste nada!
—Lo hice, pero tienes la costumbre de no escucharme. Cuando hablo, piensas en otras cosas y me contestas a todo que sí.
El organismo de los animales, ante la ira o el miedo, deja de irrigar sangre al cerebro para tonificar los músculos y disponerse a huir o atacar. Algo parecido me ocurrió.
—Vaya. ¡Le suspendiste la medicina al niño y le produjiste angustia diciéndole que quizá sus padres se divorciarían! No cabe duda de que eres una real y reverenda estúpida.
—Y tú eres un cobarde. Como marido dejas mucho que desear.
—¡Cállate!
—¡Nunca has madurado! ¡Te crees muy listo, pero la verdad es que eres un cerdo que se escuda en el trabajo para no cumplir en su casa..!
Entre nubes detecté el peligro de mis impulsos y me volví hacia el vitral que estaba detrás; lo empuje dando un alarido. El emplomado cedió y el cristal se hizo añicos. Sufrí algunas cortadas.
—Todas estas figurillas son basura —bufé—. La casa entera lo es. ¿Qué caso tiene haber invertido tanto en ella si tú estás planeando divorciarte? —Caminé batiendo muebles, rompiendo floreros y estatuillas—. Nos divorciaremos —dije acercándome a ella—, pero tarde o temprano me quedaré con el niño. Me iré de tu vida y me llevaré a Daniel.
—¡Estás loco! —gritó—. Vales más muerto que vivo. ¡Desaparece! Eres un maldito psicópata que...
No la dejé terminar. Alcé la mano derecha e impacté el dorso sobre su cara. Rodó por el piso. Se arrastró hacia atrás, aterrada, al tiempo en que rompía a llorar.
Todo era inútil ya; nuestro matrimonio se había ido por las cloacas. Miré mi rostro desencajado en el espejo: parecía una bestia sin control. Sentí lástima y rabia.
Me dirigí a la recámara. La escena recién vivida me parecía un sueño incongruente y despiadado… ¡Le había pegado a mi esposa! ¡Yo, que siempre argumenté en contra de la violencia familiar! ¿Por qué? ¿Cómo caí en esa trampa?
Mucho tiempo después, reflexioné que los hombres solemos incurrir con mayor frecuencia en adulterio, alcoholismo, infidelidad, abandono de hogar o mal humor crónico, no porque la naturaleza masculina sea más proclive a la corrupción ni porque a los hombres nos guste el libertinaje egoísta, sino porque las emociones no habladas, los sentimientos acumulados sin desahogo, ocasionan una presión interna que, tarde o temprano, nos hace estallar en escapes inaceptables y extremos ridículos.
Escuché a mi mujer hablando por teléfono. ¿A quién podría estar llamando a las cuatro de la mañana? Observé la extensión en la mesita del pasillo y me acerqué al aparato color pistache para averiguarlo; estaba a punto de descolgar cuando descubrí sobre la mesa un papel amarillento que hacía años no veía. Había sido colocado de forma evidente para que lo descubriera…
Shaden lo puso ahí. Era una mujer demasiado lista o demasiado ingenua…