863.97283

    Z 21    Zak, Monica

Dogboy novela juvenil sobre los
niños de la calle / Monica Zak
-- Guatemala, Piedra Santa : Uruguay :
Nordan, 2005

224 p ; 21 cm

   1. Literatura hondureña 2. Novela Hondureña

   3. Niños desadaptados socialmente I. t.

 

Edición original: Dogboy

Publicado en sueco por Bokforlaget Opal,

Bromma, Suecia, año 2002

(Box 20113, 161 02)

Tel. 4682 82179 Fax: 4682 96623

Financiamiento de traducción:
Svenska Institutet

Primera edición en español: 2005

Décimo cuarta reimpresión: 2015

Décimo quinta reimpresión: 2015

Décimo sexta reimpresión: 2015

Décimo séptima reimpresión: 2016

 

Traducción:
Ana Valdez

Ilustración de carátula e interiores:
Jan-Åke Winqvist

Diagramación:
Equipo editorial Nordan

Corrección de diagramación:
Sonia Ardón

Coordinación editorial:
Michelle Juárez

Corrección de texto:
Erwin Soto

Gerente de fabricación:
Ligia Bocaletti

Producción del ebook:
booqlab

ISBN: 978-99922-1-153-3

2002 © Monica Zak

Coedición:

2005 © para la presente edición

Editorial Piedra Santa

Gare de Creación, S.A.

5.ª calle 7-55 zona 1

Guatemala, C.A.

info@piedrasanta.com

2005 © para la presente edición

Editorial Nordan

Avenida Millán 4113

Montevideo, Uruguay

Índice

Conversación con los perros

Querida mamá

¿Dónde está papá?

¿Ha llamado alguien?

Una buena vida

La cámara frigorífica

Burger King Blues

Paraíso

Cinco niños vendidos

¿Qué hará con nosotros?

La fuga

Una niña de vestido rojo y 20 perros

Una denuncia no planeada

La caja

Dogboy

Al mar

Huracán, Alerta Roja

Y el agua y el barro subían

El muchacho en el árbol

Un frasco entero de mayonesa

Orfanato

Dos policías y una celda

Manuel Globo

La muerte de dos muchachos

Temprano en la mañana del cuarto día

Enamorado

Querida Alicia

Mucho pegamento y el encuentro con doña Leti

Un auto fantasma y un chofer de taxi que se ríe

Perseguido

La ruina

El guardaespaldas

Mamá, quiero verte la cara

La gran decisión

Conversación con los perros

El niño al que llamaban Dogboy (el niño de los perros), estaba sentado en la orilla de un río maloliente que corría por la ciudad. El pelo negro y rebelde le salía por debajo de la gorra de béisbol, los pantalones estaban sucios y el suéter le quedaba grande. Estaba descalzo ya que otro niño que también vivía en la calle le había robado los zapatos tenis durante la noche.

Sobre la rodilla tenía una perra amarilla con manchas negras, le acariciaba la espalda con suavidad.

Otro perro, de color marrón, más grande y peludo, estaba recostado a sus pies. El perro grande lo miraba continuamente. De vez en cuando movía la cola, con la que golpeaba rítmicamente la tierra seca.

Dogboy hablaba.

Hablaba en voz alta con sus perros.

Acostumbraba hacerlo cuando nadie lo podía oír.

Una vez más les contaba del día en que se escapó para la calle. El día en que no soportó esperar más.

-”Estaba harto”, les dijo, y se inclinó hacia adelante para acariciar al perro más grande, detrás de las orejas. No podía esperar más. La tía estaba haciendo la comida y no se dio ni cuenta de que yo entré a su dormitorio y abría los cajones de la cómoda. Busqué hasta que encontré lo que buscaba. Las fotografías. Encontré las dos fotografías que había de mi madre y la única que existía de mi padre, una foto de pasaporte.

Me guardé las tres fotografías debajo del suéter y me fui al patio. ¿Saben lo que hice entonces? ¿A ver si pueden adivinar? Sí, ya sé que saben porque se los he contado antes. Hice un fuego y quemé las dos fotografías de mi madre y la pequeña de mi padre. Lloré haciéndolo, pero ya estaba cansado, no aguantaba más esperarlos.

A pesar de que lloraba me sentía bien quemando las fotografías. Vi sus rostros desaparecer y volverse negros y finalmente convertirse en un poco de ceniza que caía en el fuego.

Ya no existen más, pensé. Soy libre ahora.

Quemé también mis certificados de la escuela y mi partida de nacimiento.

Cuando el fuego se apagó, me levanté y entré a la casa de la tía.

Es una casita pintada de verde que está en el Pedregal, cerca del aeropuerto. Primero caminé lentamente. Luego empecé a correr. Recuerdo que de repente me sentí enormemente feliz.

Ahora empezaría una nueva vida.

Iba a ser un niño de la calle.

Y nunca más pensaría ni en mi madre ni en mi padre.

Querida mamá

El niño que luego viviría con los perros nació en una pequeña ciudad cerca del mar.

Su madre ya había tenido varios hijos antes, pero el parto tomó mucho tiempo.

Cuando la partera levantó a un pequeño niño rojo y gritón dijo:

– Es un varón. Es lindo, aunque...

Luego se calló.

La madre miró al recién nacido con ojos inquietos. Gritaba como tenía que gritar y a la primera mirada parecía un niño como todos los que había tenido antes, tenía dedos en las manos y en los pies y una naricita simpática, pero luego la madre vio...

Las orejas.

Las orejas estaban mal.

El niño tenía pelo largo y negro en las orejas. El niño recién nacido tenía las orejas peludas. Pelo negro en las orejas.

– Tiene orejas de perro, susurró la madre con la voz espantada.

– No, no tiene orejas de perro, se apresuró a decir la partera. Tener orejas peludas no es nada raro en los recién nacidos. He visto otros niños que también nacieron con matas de pelo en las orejas. Ese pelo largo y negro se les cae después de un tiempo. ¿Te asustó un perro cuando estabas embarazada?

– Sí, murmuró la madre.

– Ahí tienes la explicación.

El niño que con el tiempo iba a ser llamado Dogboy e iba a vivir con los perros fue bautizado con el nombre de Alex. Los pelos que tenía en las orejas cuando era recién nacido se cayeron a la semana, como todo el mundo había previsto, pero todo el tiempo que vivió en la casa supo que había nacido con orejas de perro. Todos lo sabían y sus hermanos mayores y los niños vecinos se burlaban de él y le gritaban "Orejas de Perro". No le gustaba que lo llamaran así, pero los perros sí que le gustaban.

Como era el hijo más pequeño siempre se sentaba en las rodillas de su madre. Ella tenía un regazo generoso y amplio y siempre lo abrazaba cuando lo tenía sentado en las rodillas. Tenía el pelo negro y brillante y aretes de oro. Su mamá acostumbraba darle de comer con una cucharita. Y cuando él se caía lo levantaba y lo limpiaba y luego lo besaba primero en las mejillas luego en la boca. Y si se golpeaba le soplaba en el lugar en donde le dolía más.

Por lo menos creía que había sido así, cuando lo pensaba, mucho más tarde, ya cuando vivía con los perros. Pero en realidad no se acordaba de su mamá en esos primeros años al lado del mar.

De su papá si se acordaba. Y de sus hermanos. Y de su perro Blondie. Y se acordaba de las gallinas. Y recordaba que el mar tenía muchos rostros. Algunos días era tranquilo y de un azul brillante, otros días las olas furiosas llegaban a la playa. Recordaba que lo dejaban acompañar a su papá cuando iba a trabajar al puerto. Estaba parado en el muelle viendo cómo su papá cargaba racimos de bananos en los barcos.

Pero ¿por qué no podía recordar a su mamá?

El tenía cuatro años cuando su mamá los dejó.

¿No debería recordarla? ¿Algunos recuerdos debería tener? No, estaba vacío. Quizás porque era muy doloroso recordar. Era mejor que no se acordase del día en que se había ido.

El día en que su mamá desapareció.

No, no era la palabra correcta, no fue que desapareció.

El día en que ella abandonó a su familia.

Alex recuerda que su hermano mayor, Hugo, acostumbraba decir que mamá se había ido para Estados Unidos. Vive allí ahora, decía. Se fue para ganar dinero, pero va a volver. Un día va a volver a buscarnos, porque nos lo prometió. Un día va a entrar por esa puerta para llevarnos a Estados Unidos.

Alex esperaba. Lo primero que hacía al despertarse todas las mañanas era mirar hacia la puerta, era por allí que ella iba a entrar.

Cada tarde iba a la parada de autobuses. Sabía que allí se detenía el autobús de largo recorrido y que de allí se bajaban todos los que habían estado lejos. Miraba a todas las mujeres que se bajaban del autobús grande y plateado. ¿Era esa su madre? ¿O esta otra?

No le contaba a nadie por qué iba allí y esperaba el autobús de la tarde. El único que sabía que él iba a esperar a que su madre se bajara del autobús era el perro Blondie. Blondie lo acompañaba siempre. Esperaban juntos.

– ¿Cómo te parece que será?, acostumbraba decirle a Blondie. ¿Será alta, o será gorda como la mujer del vecino? ¿O se parecerá a alguna de mis hermanas?

Nunca bajó del autobús una madre desconocida.

Él no dejó de extrañar a su mamá, al contrario, cada día le hacía más falta. Era como una nube que estaba siempre sobre su cabeza. A veces le parecía blanca y suave como azúcar y otras veces negra y amenazadora.

Empezó la escuela. Un día estaba sentado a la mesa de la cocina haciendo los deberes, estaba en primer año y escribía el número tres en un renglón del cuaderno cuando un taxi se detuvo en la puerta de la casa y una mujer desconocida salió del auto. Ella se detuvo, sonrió y abrió los brazos y todos los hermanos salieron corriendo hacia ella gritando:

– ¡Mamá! ¡Mamá!

Su madre había venido.

Por fin su madre estaba de regreso.

Alex creyó que iba a explotar de alegría, se reía y saltaba alrededor de ella, tocándola. Su mamá estaba aquí. Su querida madre estaba de vuelta. No la podía dejar de mirar. Por fin sabía cómo era. Tenía el pelo largo y castaño atado en una cola de caballo y aretes en las orejas, una pulsera, ropa de muchos colores y sandalias blancas de tacón alto. Se reía mucho y cargaba unas maletas. Se acordaba de su nombre, porque dijo:

– Alex, mi pequeño Alex, ¡qué grande que estás!

Su mamá hacía todo lo que él había pensado que ella haría cuando regresase. Lo abrazaba y lo besaba y le revolvía el pelo. Abrió las maletas y sacó los regalos. Tenía regalos para todos. Para él había una camiseta de Batman y un auto de juguete.

Jugó con el auto y seguía a su madre por todas partes. Si iba para el cuarto o salía para el patio o a donde un vecino él la seguía. Nunca estaba a más de un metro de distancia de ella.

Después de un tiempo entendió que su mamá no había pensado en quedarse. Había venido para vender una tierra que tenía y para buscar a sus hijos. Iban a irse con ella a Estados Unidos. Alex entendió que era otro país. Él vivía en un país que se llamaba Honduras, sabía eso. Y había aprendido en la escuela que estaba en América Central. Su mamá los llevaría a un país mucho más grande que se llamaba Estados Unidos y que quedaba hacia el norte. Vivía allí en una ciudad que se llamaba Los Ángeles. Allí vivirían.

Su madre se llevó a todos los niños cuando se fue.

Pero a él no.

Alex cree que él tendría unos seis años cuando eso tan terrible aconteció, ese hecho que quedó en él como una herida abierta llena de pus. Durante el resto de su vida oiría las palabras de su madre dentro de su cabeza:

– Tú no puedes venir con nosotros.

Lloró y gritó y se agarró de su vestido, pero su mamá, su querida madre se fue con sus cuatro hermanos. No importó cuánto gritó y lloró, no lo llevaron.

¿Dónde está papá?

La ciudad de Tela quedaba en la costa del ruidoso Atlántico. De la pequeña casa de tablas en donde Alex vivía con su papá no podía ver el mar, pero lo podía oír a veces. Le tenía un poco de miedo al mar, se bañaba en el río San Juan.

Ahora eran nada más él y su papá. Y el perro Blondie. Comía muchos bananos. Había una plantación de bananos en la cercanía y era lo más barato que había. Se cansó de los bananos.

A veces, cuando su padre no trabajaba, pedían prestado un bote e iban al mar a pescar. Una vez llenaron un balde con pescados en pocos minutos. Alex puso un nuevo anzuelo y tiró el hilo. Se acordaría toda la vida de este momento como el más feliz de su infancia, además de cuando su mamá regresó. Tiró el hilo y sintió el tirón enseguida. Le corría la excitación por todo el cuerpo, sentía que era un pescado grande el que había mordido el anzuelo, sintió cómo luchaba debajo de la oscura superficie, nadando para un lado y para el otro.

– Ahora puedes recoger el hilo, dijo su padre, pero con cuidado para que el pescado no se escape. El pez invisible se resistía cuando él empezó a recoger el hilo. Miró a su padre, que le sonreía para darle ánimos y le decía:

– Anda despacio, lo vas a sacar.

Recogió el hilo de a poco, le cortaba las manos, pero no dejaba de tirar. El pez luchaba como un salvaje en el agua. Todavía no lo veía pero se sentía pesado y grande. Se apoyó en los pies firmemente y con el hilo alrededor de la mano seguía recogiendo, de a poco, centímetro a centímetro, sintiendo todo el tiempo el tamaño del pez, debía de ser enorme. De pronto el agua explotó en una nube que lo salpicó todo y allí estaba un inmenso pez brillante de color plateado. Se cayó para atrás en el bote.

El gran pescado plateado cayó encima de él.

– ¡Fantástico! Es un dorado, dijo su padre. ¡Qué buen pescador que eres! Has pescado un dorado inmenso.

El pescado era tan grande que les dio de comer toda una semana. Dorado frito era lo más rico que Alex había comido.

Peleaba mucho en la escuela. A Alex le gustaba pelear. De repente un día su padre lo dejó en la casa de un tío en el norte del país. No iba a ir más a la escuela, iba a trabajar. El tío manejaba autobuses. Alex los lavaba y cargaba el equipaje y gritaba en la estación de autobuses: ¡A la frontera con Guatemala! ¡A la frontera con Guatemala!

Un día el tío se accidentó con el autobús y murió. Era triste, pero lo bueno fue que su padre vino a buscarlo y volvió a su casa. El perro Blondie estaba contento de verlo de nuevo.

– Vamos a mudarnos, dijo el papá un día cuando volvió del puerto con un racimo de bananos cargado al hombro. Nos vamos a mudar a la casa de tu tía, en Tegucigalpa.

– ¿Dónde es?

– Es la capital de Honduras, te gustará.

Blondie no los acompañó. Cuando Alex le preguntó a su padre por el perro le dijo que se lo había dado a un vecino.

Se mudaron a la casa de la tía Ana Lucía. Tenía muchos niños. Alex empezó la escuela. Cuando estaba en tercer año, se despertó un día y vio que la cama de su padre estaba vacía.

– ¿Dónde está papá?, le preguntó a la tía.

– Se ha ido.

– ¿Adónde?

– A los Estados Unidos. Va a tratar de entrar sin papeles y a encontrar un trabajo. Cuando lo consiga va a mandar dinero.

– ¿Se ha ido con mi mamá?

– No, ella tiene otro marido ahora.

Ni su madre ni su padre mandaron noticias.

Alex estaba cada vez más callado, por las noches lloraba.

¿Ha llamado alguien?

Un día cuando Alex estaba solo en la casa entró al cuarto de la tía, en donde ella dormía con sus hijas. No había nada adentro que él quisiera ver, pero al lado de una de las camas estaba el único espejo grande de la casa.

Se vería de cuerpo entero.

Quería ver con sus propios ojos qué era lo que estaba mal en él. Quería entender por qué tanto su padre como su madre lo habían abandonado. Por qué él no valía nada.

Estaba claro que había algo mal en él.

Su madre se había llevado a sus hermanos pero a él lo había dejado. Quería saber por qué. ¿Era porque era feo? ¿O era tonto? ¿O había hecho alguna travesura? Pero por más que pensaba no podía recordar que hubiera hecho algo malo o hubiera sido más travieso que sus hermanos.

Miró al muchacho del espejo. No veía nada extraño en él, era como un niño cualquiera. Vio el pelo negro y enredado, los ojos oscuros, la boca que se quería reír pero que ahora estaba muy seria, con las comisuras de los labios para abajo.

Tenía una vaga memoria de que sus hermanos acostumbraban llamarlo “Orejas de perro”, hace como cien años, cuando vivían al lado del mar. Se levantó el pelo y se miró las orejas. No tenía orejas de perro, quizás eran un poco salientes, pero eran normales.

Oyó que la puerta que daba a la calle se abrió y salió en silencio del dormitorio.

La vida en la casa de la tía era una constante espera.

¿Vendrían pronto? Miraba para la calle varias veces por día, esperando que su madre se bajara de un taxi y que su papá también volviera. Sabía que su madre había encontrado un marido nuevo en Los Ángeles, en ese país que se llamaba Estados Unidos. Su padre había dicho que iba a tratar de ir a otra parte de los Estados Unidos. Iba a tratar de ir a Houston, le había dicho a la tía. Pero de todas maneras, Alex pensaba que vendrían a buscarlo juntos. Tenía en la cabeza una película que pasaba varias veces cada día. Un taxi que se detiene afuera de la casa, de él se bajan su padre y su madre, contentos de verlo, lo abrazan y dicen que lo han echado de menos. Le traen regalos. Su mamá le trae ropa y su papá le trae una pelota de fútbol y zapatos para jugar al fútbol. Se lo llevan. Van al aeropuerto y se suben a un avión. Allí acostumbraba terminar la película. No se podía imaginar la vida juntos, lejos, en los Estados Unidos.

La tía lo mandaba a la escuela. Estaba en tercer año. La maestra lo quería mucho y decía que era muy inteligente. La tía no era mala, no le pegaba, pero de todas maneras él se mantenía a distancia. No se sentía a gusto en esa familia tan grande. El esposo de su tía, su tío, trabajaba en un taller y volvía todas las noches y se sentaba a comer con su mujer y todos sus hijos. Les hablaba y reían juntos. Intentaba integrar a Alex a la conversación, pero Alex casi siempre estaba callado. Se sentaba en una esquina, comía rápidamente y era el primero en levantarse de la mesa.

Porque ésta no era su familia.

Él no quería que ésta fuera su familia. Él tenía una familia propia. Era con ellos con quienes quería estar.

Cada vez que se sentaban a comer pensaba: tienen que venir a buscarme, ahora tienen que venir.

El hijo más pequeño de la tía, Martín, era un año más joven que Alex. Alex sentía un odio profundo por Martín. No quería ir con él a la escuela y trataba siempre de empujarlo o de patearle las piernas cuando jugaban al fútbol. Un día rompió el juguete más bonito de Martín, un carro de bomberos.

Cada día que Alex volvía de la escuela preguntaba esperanzado:

– ¿Ha llamado alguien?

Nunca llamaba nadie, nadie que preguntara por él.

Alex no quería estar en la casa de su tía y trataba de estar lo más posible afuera. Empezó a ir al mercado cerca de la casa, allí vendían frutas y verduras. A veces lo dejaban ayudar, llevaba basura en una carretilla pesada, pelaba cebollas, apilaba naranjas. A veces le pagaban dándole algo de comer, a veces algo de dinero. Cada vez que le daban dinero compraba golosinas o jugaba a las maquinitas. No le contaba nunca a la tía que le habían dado dinero, no pensaba compartir con ella su plata.

Pero cada vez que volvía a la casa de la tía preguntaba:

– ¿Ha llamado alguien?

Un día no aguantó esperar más. Una gran rabia había salido a la superficie, se la quería agarrar con alguien. Quería romper algo, quería ver fuego. ¿Y si le prendía fuego a la casa? Su tía estaba de espaldas a la estufa y revolvía una gran olla con frijoles. Entró al dormitorio de ella y enojado abrió un cajón en donde guardaba fotografías. Buscó allí las que quería encontrar. Eran las dos fotos de su madre. Las habían tomado cuando su madre regresó; en una foto estaba ella sola, frente a una mata de flores, de hibiscos rojos.

En la otra estaba rodeada de todos sus hijos. Él estaba adelante de todos. Había tenido esas fotos en la mano tantas veces que ahora estaban gastadas y un poco sucias. También encontró la foto de pasaporte de su padre. Ni siquiera lo miró. En otro cajón encontró su partida de nacimiento y sus certificados de la escuela.

La tía estaba todavía en la cocina, dándole la espalda. Se llevó una caja de cerillas y se fue al patio. En un rincón encontró unos papeles de periódico con los que hizo una bola. Arriba puso ramitas secas y pasto, tenía suficiente para hacer una fogata. Las llamas tenían mucha fuerza.

Prendió otra cerilla. Primero quemó las fotos de su madre, luego la pequeña foto de su padre, al final quemó su partida de nacimiento y sus notas de la escuela.

Lloraba.

Cuando no había nada más que un pequeño montón de cenizas se enderezó y se fue.

– Adiós, gritó, dirigiéndose a nadie en particular y empezó a correr calle abajo, alejándose de la casa verde de su tía. Mientras corría sintió una gran alegría, una alegría desenfrenada y salvaje. Se distanciaba de la casa verde. Iba a empezar una vida nueva. Cuando dio vuelta a la esquina y tomó el camino que lo llevaría al centro se dio vuelta y gritó:

– ¡Y no volveré más!

Una buena vida

Ahora comienza la vida, pensó Alex.

Su amigo el Rata, que vivía en la calle, se lo había sugerido. Era el primer niño de la calle con el que había hablado. Se habían encontrado en el mercado: el Rata, un muchacho delgado y lleno de cicatrices, se le acercó:

– Me pareces conocido. ¿No vives en Pedregal?

– Sí, respondió, expectante.

Tuvo miedo al principio porque había oído que los niños de la calle eran peligrosos y podían de pronto sacar un cuchillo y acuchillarlo a uno.

– Yo también vivía en Pedregal, dijo el Rata. Crecí allí, en la casa de mi abuela. Pero me fui. Me fui a vivir a la calle. Es bonito vivir en la calle. Uno no necesita trabajar, alcanza con pedir limosna. Todos dan dinero, es fácil. Pero lo mejor de todo es que nadie lo manda a uno. Nadie molesta. Nadie dice: "Ahora tienes que ir a la escuela." Nadie dice que hay que lavarse los dientes. Nadie dice ahora es hora de acostarse.

Es una buena vida, dijo el Rata antes de irse y desaparecer entre toda la multitud del mercado.

Era para allí que Alex se iba ahora. A vivir la buena vida en la calle. Estaba excitado y contento. Como no tenía dinero para el autobús fue caminando hasta el centro de la ciudad. Caminaba con pasos largos, moviendo los brazos, silbaba.

Fue una larga caminata.

Cuando por fin llegó a uno de los puentes que atraviesan el río Choluteca supo que había llegado a su destino, estaba en el centro ahora, era allí que iba a vivir su nueva vida. Pero la larga caminata lo había cansado mucho, la camisa estaba pegada en la espalda, le dolían los pies y tenía mucha sed. También tenía hambre y se arrepentía de no haber comido nada en casa de la tía antes de salir para empezar su vida de niño de la calle.

La sed era lo peor. La boca estaba tan seca que tenía dificultades para tragar. Se preguntó ¿dónde tomarían agua los niños de la calle? ¿Dónde estaba el agua? En casa de la tía bastaba con abrir un chorro. Sí, el río, por supuesto. Se detuvo en la mitad del puente, se apoyó en la baranda y miró para abajo, para el río Choluteca.

Agua marrón oscura, olor pegajoso, basura maloliente en las orillas. Su mirada se detuvo en el cadáver hinchado de un perro que iba lentamente por debajo suyo. El mal olor y el perro muerto lo hicieron irse rápidamente. Se dio cuenta de que lo mejor era no beber el agua del río, pero ¿cómo apagaría su sed? ¿Había chorros en las calles? ¿Cómo hacían los niños que vivían en la calle?

No veía ningún chorro.

Alex entró en la enorme aglomeración que constituía centro de la ciudad. Autos sonando la bocina, amontonamiento en las aceras, vendedores gritando lo que vendían; todo lo inquietaba y lo confundía. La sensación de confianza lo estaba abandonando. La angustia lo envolvió como un pulpo de brazos largos. ¿Cómo se las iba a arreglar?

Afuera de un restaurante vio a unos niños sentados con la espalda recostada a la pared; de que eran niños de la calle no cabía ninguna duda. Se veía en la ropa que les quedaba demasiado grande y en las bolsitas con pegamento que rítmicamente se llevaban a la boca y a la nariz. Cuando vio que el Rata no estaba entre ellos caminó para el otro lado de la acera. Los niños estos lo asustaban, sin embargo, sabía que tenía que tomar contacto con ellos. De alguna manera se convertiría en uno de ellos.

Una buena vida, había dicho el Rata. Es fácil pedir limosna, todos dan, le había dicho.

Pero ¿cómo se hacía para pedir?

Llegó al Parque Central y vio las altas torres de la catedral gris. En la escalera de la iglesia vio unos mendigos acurrucados, no eran niños, sino ancianos, con ropas andrajosas y sin zapatos. Los miró un rato. Ninguno de ellos decía nada, pero extendían la mano como una garra hacia todos los que subían por los escalones que llevaban a la iglesia. Alex vio que eso funcionaba, de vez en cuando a alguno de los ancianos le daban alguna moneda.

El hambre y la sed lo hicieron animarse.

Subió por los escalones y se sentó en uno de ellos, un poco alejado de los viejos mendigos, él también extendió su mano derecha hacia todos los que venían. Los ancianos lo miraban fijo, sin simpatía, pero nadie dijo nada.

Ni una sola persona de las que entraba a la iglesia le puso una moneda en su mano extendida.

De todas maneras se quedó allí sentado, extendiendo la mano.

Debajo de la escalinata en donde estaba crecían árboles gigantescos. Allí arriba, dentro de las coronas de los árboles, había pájaros, no los veía pero los sentía. Se escondían entre la tupida hojarasca, los oía trinar con tono agudo. Sonaba desagradable y amenazador y aquí en la escalinata de la catedral desapareció el último resto de la sensación de aventura. Lo que le quedaba: el hambre, la sed y una gris y pesada tristeza.

Por último Alex se dio por vencido, se levantó y con el paso cansino descendió los escalones y empezó a moverse entre la gente de la plaza. Sabía que tenía que hacer algo. A la casa de la tía no iba a volver jamás. Por eso tenía que aprender a pedir.

Tenía que empezar ahora.

Pero no se animaba aquí, entre tanta gente.

Caminar por ahí era una tortura, todo lo que se vendía en la plaza era para comer. Un vendedor de helados iba con su carrito, tocando una campanita para atraer a los compradores. Para no verlo, Alex miró para otro lado. Su mirada se detuvo en un puesto donde vendían fresas rojas. Había comido fresas sólo una vez en su vida. No iba a olvidar jamás el gusto dulce de las fresas. ¿Comería fresas de nuevo? Sin fuerza siguió caminando. Por todas partes cosas para comer. Golosinas. Papitas. Tabletas de chocolate. Refrescos fríos. Algunas mujeres vendían tortillas de trigo rellenas de frijoles, muchos habían comprado y estaban sentados en el muro, a la sombra de los árboles y comían tortillas y bebían refrescos en latas frías.

Alex apartó la mirada para no ver.

Pero lo peor era el olor. Cinco mujeres vendían cosas para el almuerzo, servían grandes porciones de arroz y carne asada en platos de cartón. La carne olía tan bien que quería llorar y trató de no acordarse de las exquisitas tortillas de su tía y de su carne asada.

No, tenía que sobreponerse.

Tenía que empezar a pedir.

AHORA MISMO.

Como no soportaba los tentadores olores de la comida que se vendía en la plaza se fue de allí, a una calle con mucho movimiento de vehículos. Pero era peor. Allí estaba MacDonald’s. Afuera, en la acera, vendían helados. El olor dulce a helado de vainilla lo hizo detenerse a olerlo mejor.

El aroma que le entraba por la nariz le llenó todo el cuerpo de nostalgia. Una vez había estado allí con su tía y todos sus primos. 5 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla, 6 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla y chocolate. Se detuvo como paralizado recordando el sabor de su helado preferido, mitad de chocolate y mitad de vainilla, y recordó cómo se sentía el pasar la lengua sobre el helado frío y delicioso. La cola para comprar era larga y el olor a vainilla lo hizo quedarse. Probablemente fue el aroma de la vainilla que lo hizo valiente, porque de pronto se adelantó y se puso a la cabeza de la cola, mirando a todos los que pagaban y se iban con un helado en la mano. Los miraba a cada uno con mirada suplicante, inclinando la cabeza. Los que compraban debían darse cuenta de que allí había un niño de la calle, terriblemente hambriento, que más que nada en la vida quería un helado de vainilla y chocolate.

Uno detrás del otro pagaban, recibían su barquillo envuelto en una servilleta blanca y se iban. Nadie parecía darse cuenta del hambre que Alex tenía.

La gente no lo miraba.

Era como si fuera invisible.

El hambre lo obligó a cambiar de táctica.

Ahora iba a extender la mano justo en el momento en que un cliente recibía su helado.

Estaba claro que eso alcanzaría para hacerles ver que tenía tanta hambre y le darían el helado.

En ese momento vio a dos muchachos que con paso decidido venían hacia él. Dos chicos grandes, con las caras sucias y pantalones que se arrastraban por la tierra. Tenían suéteres grandes y rotos y bolsitas con pegamento en la mano. Fueron directamente a él.

– Vete a casa de tu madre, le gritaron con voces roncas.

Se fue corriendo.

Era fácil pedir, todos dan, había dicho el Rata. Pero ¿cómo se hacía? Quizás lo veían demasiado limpio. Se miró en el espejo de un escaparate y pensó que ahora entendía. No parecía un niño de la calle. Se había puesto sus pantalones vaqueros limpios por la mañana y una camisa azul y sus zapatos de tenis Adidas. No hacía mucho le habían cortado el pelo.

Ese era el problema.

No parecía un niño de la calle.

Dio vueltas sin meta alguna. No se acordaba ya de la gran alegría de la mañana. Lentamente se metió por una calle peatonal en donde los vendedores que vendían discos compactos trataban de ensordecerse con la música. Salsa, rock pesado y rap se mezclaban en gran algarabía. Dio vuelta y llegó a una pequeña plaza rodeada de casetas azules y verdes. Todas esas casillas eran restaurantes. Los comensales se sentaban en bancos afuera y comían. Alex vio que tres personas se levantaban y se iban, dejando tres botellas de Pepsi a medio beber en el mostrador.

Alex apresuró el paso. Se adelantó y bebió rápidamente de una botella y luego de la otra y luego la tercera.

Nadie le gritó. Nadie lo apresó. Se fue rápidamente de allí. Sintió cómo la alegría le volvía. Iba a salir adelante. Había aprendido el primer truco de supervivencia.

Por primera vez había saciado su sed en la calle.