Paco Cabrales, Rey de Vidmar, señor de la casa blanca de las babosas gigantes, era un pobre hombre sin nada que perder. Subsistía recluido en una casa heredada, con un trabajo basura y sin nada en su vida de lo que sentirse orgulloso. Hasta que dio con sus huesos en un reino fantástico dentro de una botella de cerveza, que llevaba treinta y cinco años en la nevera.

Allí conocerá un universo increíble lleno de animales extraños y un pueblo dispuesto a lo que haga falta para salvarse de un terrible mal que amenazaba con destruirlo todo y a todos.

La casa blanca de las babosas gigantes

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

@Jorge Cervantes Vázquez

Impresión y editorial: BoD-Books on Demand

info@bod.com.es – www.bod.com.es

ISBN: 9788413733159

Inhaltsverzeichnis

Capítulo I

C omo tantos días, me sobresalté al oír la alarma del despertador, que resonó en mi cabeza como si estuviera hueca. La noche anterior me había pasado bastante con la bebida y sentía un horrible dolor y unas considerables náuseas.

Rodé en la cama con la mano derecha extendida en busca del maldito chisme, que hacía repiquetear un ornamento metálico sobre una pequeña campana, emitiendo una intensidad sonora muy por encima de lo que cualquiera hubiera imaginado de tan diminuto artefacto. Derribé, a mi paso por encima de la mesilla de noche, varios objetos que había ido acumulando a lo largo de la semana. Tenía la manía de vaciar el contenido de mis bolsillos antes de quitarme los pantalones y hacia el domingo me encontraba con una gran diversidad de “souvenirs”, que normalmente acababan en la bolsa de la basura. ¿Por qué no usas la alarma del móvil?, solían preguntar mis amigos. Ya nadie tiene estos aparatos, insistían. En realidad, usaba una gran cantidad de tecnología desfasada por una razón. Tras su muerte, mi abuelo me había dejado en herencia su casa y yo me había mudado allí. No tenía mucho sentido seguir abonando un alquiler cuando tenía un sitio perfectamente habitable a mi disposición.

Paco Cabrales, que así se llamaba, me había criado junto a su mujer desde niño y compartía con él mi nombre completo, aficiones, facciones e incluso el carácter, según comentaba habitualmente mi abuela. Mis padres murieron en un accidente de tráfico siendo yo un bebé y mis abuelos paternos asumieron mi custodia. Eran buenas personas, humildes y sinceros. Derrochaban amor por cada poro de su piel y entre ellos aún se querían más. Fuimos una familia de revista hasta la desgraciada muerte de mi abuela que enfermó de cáncer cuando yo contaba con solo diez primaveras.

A partir de aquel momento todo cambió. Mi abuelo, aunque seguía siendo cariñoso conmigo, cayó en una profunda depresión que lo volvió huraño y reservado. Se encerraba en casa y procuraba no tener demasiados contactos. Lo recuerdo siempre sentado escudriñando antiguos libros y pergaminos que coleccionaba, en el mismo sillón en el que yo había cenado una pizza y diez cervezas la noche anterior.

Pero volviendo a la casa. Se trataba del típico piso de los noventa, decorado al gusto de dos jubilados en aquella época. Tapetes sobre cada mesa, papel pintado en las paredes, alfombras y muebles pasados de moda, tan envejecidos que parecía que se iban a desintegrar con solo tocarlos. Según uno entraba por la puerta le envolvía un olor a rancio y humedad, a tuberías, no sabría describirlo mejor, pero era como el “olor a casa de viejo”. Por mi parte, tenía la idea de renovar todo aquello algún día, cuando contara con ahorros para invertir en tales banalidades, aunque de momento no ocupaba precisamente el número uno de mi lista. Me conformaba con vivir el día a día, mis cervezas por la noche y dejar que el paso del tiempo me fuera consumiendo.

Aún tumbado, logré accionar el botón del despertador y detener aquella tortura. Noté cómo menguaba el dolor en mi sien derecha nada más dejó de sonar y me dejé caer sobre el roñoso colchón de muelles en el que dormía, o al menos lo intentaba, cada noche.

Ya era cerca del mediodía y debía levantarme y asearme para ir a trabajar al cine del barrio. El único cine no perteneciente a una gran multinacional, con infinidad de salas y comodidades, que aún resistía abierto en mi ciudad. Proyectábamos, sobre todo películas de bajo presupuesto o de dominio público y contábamos con una clientela muy fiel a la que, en realidad, poco les debía importar el título en sí. Un lugar pintoresco y raro de encontrar en los tiempos que corrían, donde parecía que la década de los noventa nunca hubiese terminado y todo estuviera exactamente igual que en aquel entonces.

Ataviado con mi pantalón de pinzas, mi camisa blanca metida por dentro y mi pajarita roja, me ocupaba yo solo de todo. Acomodaba al público, vendía palomitas, proyectaba la película, cobraba las entradas…, para eso tenía que preparar minuciosamente cada detalle antes de abrir o sería incapaz de cumplir con todas mis tareas. Aun así, mi trabajo me gustaba. Era lo único en mi vida que no me daba ganas de colgarme de la primera viga que encontrase. Tenía treinta años, sin pareja, ni estudios, unos cuantos amigos para jugar a algún videojuego y poco más. No había nada que me apasionase o por lo que hacer ningún esfuerzo más allá de seguir respirando.

Perezoso, llegué hasta la cocina con el propósito de desayunar algo que aplacara las ganas de vomitar. El antes lugar predilecto para reuniones familiares, donde hacía los deberes del colegio acompañado de mi abuela, o cenábamos entre risas viendo alguna comedia en la televisión, era ahora un cenagal lleno de suciedad en los azulejos. Los fogones estaban anegados de la grasa de las fritangas que acostumbraba a prepararme, el suelo estaba impracticable debido al tiempo que llevaba sin barrerse o fregarse, lleno de restos de comida y polvo pegado, que se habían convertido en parte inseparable de las baldosas. Me aproximé a la nevera a sabiendas de que poca cosa me estaría esperando. Con suerte un poco de fiambre para meter entre dos rebanadas de pan de molde y tirar con eso el resto de la jornada, hasta que al llegar la noche pudiera prepararme unas croquetas congeladas o alguna guarrería precocinada y fácil de hacer.

Tal y como vaticiné, un poco de chorizo y un queso mohoso descansaban en la balda superior. Los cogí de mala gana y cuando me disponía a cerrar, vi la mayor de las excentricidades de mi abuelo. Eso que había sido motivo de disputa cientos de veces seguía colocado en el espacio del interior de la puerta.

Una botella de cerveza que llevaba allí guardada desde que tengo uso de razón, sin que nadie tuviese permiso para tocarla bajo ningún concepto. Tenía escrito un mensaje a rotulador permanente: “No abrir”

Por encima, pegado al cuerpo del electrodoméstico y lleno de escarcha, un cartel hecho a mano que repetía la misma orden.

Como un basilisco me lo había gritado en muchas ocasiones. “¡Jamás abras esta botella!, ¡jamás!”, “no sabes las cosas que te pueden pasar si la abres”.

Y allí se había conservado por lo menos treinta años, aunque seguramente más, la dichosa botella de cerveza de cristal ámbar cerrada con un tapón de rosca. Nadie había osado siquiera acercarse al objeto que tan celosamente guardaba, ni nadie había conseguido una explicación al respecto. Simplemente no se tocaba y punto.

Esa, como he dicho, era la mayor de las rarezas de Paco Cabrales, senior. No quiero con esto decir que fuera la única, pero sí la más extravagante.

El día transcurrió de forma normal. Salí de casa con tiempo para no tener que apurar el paso, cosa que me molestaba sobremanera. Mejor arrancar cinco minutos antes e ir andando despacio que tener que correr y pasar todo el día con la ropa sudada. El recorrido de siempre, con las personas de siempre en los comercios habituales, ocho horas en el trabajo, una visita a mi proveedor habitual de hierba y de vuelta a casa cargado con seis latas para una noche de consola y porros.

Emitiendo un suspiro, me apoyé en la puerta nada más llegar. Mi momento preferido del día era precisamente cuando cerraba a cal y canto, vaciaba los bolsillos en la mesita y me quitaba los pantalones para poder empezar a ser yo mismo.

Me dispuse a cumplir con mi ritual nocturno en el sofá del abuelo, abrí la primera cerveza y me lie el primer canuto cuando vi en la televisión una película interesante sobre un accidente de aviación en la que salía una de mis actrices favoritas, de modo que ya tenía plan. Habría sido uno bueno de no ser por el craso error que cometí aquel día. Consumidas ya todas las existencias de alcohol y drogas me dieron las seis de la mañana y aún seguía con ganas de prolongar la velada, así que, no teniendo nada más que llevarme a la boca, cogí la botella del abuelo. Sabía que no debía, entre otras cosas, porque seguramente me provocaría alguna enfermedad estomacal. Una cerveza metida en la nevera más de treinta años… ¿A quién se le ocurre?

La sujeté y me la puse frente a los ojos, tratando de examinar el interior. Todo parecía normal así que con un gesto de pasotismo me dispuse a girar la rosca y a bebérmela de un trago. Daba igual el sabor, daba igual todo, solo quería estar un rato más colocado.

La mano izquierda la sujetaba con fuerza, la derecha agarraba el tapón con la muñeca totalmente flexionada y de un giro se abrió con un ruidito de gas saliendo expulsado.

Una gran corriente de aire me empujó por la espalda, hasta el punto de tener que dar un paso hacia delante antes de tratar de darme la vuelta para ver qué ocurría. El viento aumentaba de manera exponencial. Me giré y aquella fuerza cambió de dirección. Entonces me di cuenta. No venía aire hacia mí, sino que todo el contenido de la habitación se estaba desplazando hacia la boca de la botella. No tardé en verme luchando contra la nada. Algo tiraba tan fuerte de mí que hacía que arquearse la espalda. Me ardían los brazos y las manos y me dolía tanto el cuello que finalmente me dejé ir, acabando con la cara pegada a la boquilla que ejercía una presión descomunal contra mi frente. Noté como mi cabeza se reducía y alargaba y cómo, poco a poco, entraba por el cuello de aquella botella. Veía mi casa a través del cristal translúcido mientras seguía avanzando por el conducto. El roce de mi piel contra el vidrio emitía un sonido atronador y mis hombros se desencajaron provocándome un dolor atroz, que terminó por hacer que me desmayase.

Aún sumido en la oscuridad escuché el sonido del mar a mi alrededor. Olas rompían una y otra vez de manera rítmica y muy cerca. Tenía todo el cuerpo aletargado, sobre todo el torso que estaba agarrotado y comprimido como si me hubieran colocado un enorme peso encima. A la vez, notaba alivio como si ese elemento pesado acabara de desaparecer mágicamente. Bajo mis manos arena fina que se me pegaba como si estuviera mojada. Ya a esas alturas era evidente que me encontraba en una playa, y ya sin abrir los ojos empecé a preguntarme cómo era posible que me hubiese transportado hasta allí. Pero fue mucho peor cuando vi lo que me rodeaba.

Efectivamente estaba junto al mar, pero no un mar corriente de aguas turquesa con olas rompiendo y generando espuma. Era amarillento. Un océano ámbar hasta donde alcanzaba la vista y se perdía en un horizonte del mismo color, surcado por aves marrones similares a las gaviotas, pero con los picos negros. Revoloteaban sobre mí, quién sabe si ávidas de conseguir carroña o simplemente para saciar su curiosidad. Nunca había visto a aquellos animales que se me acercaban y huían sobresaltadas con cada uno de mis movimientos. Me senté tratando de buscar una explicación racional y pensé que quizás con los golpes había desarrollado una especie de daltonismo, aunque lo descarté enseguida al ver mi ropa. Era como se suponía que debía ser.

Tras unos minutos reuní las fuerzas necesarias para ponerme de pie y buscar algún rastro de civilización. A medida que avanzaba me iba quedando más y más claro que aquel lugar era imposible, que no existía en el mundo un sitio que pudiese ser así. La playa terminaba en una selva llena de una extrañísima vegetación de tonos color ocre y marrón, similares a palmeras y helechos, aunque distintos a cualquier especie que hubiese visto antes. Incluso los insectos y la fauna que allí habitaba exhibían las mismas tonalidades y eran similares a los que conocía por los documentales de la televisión, aunque no del todo idénticos.

Pensé que si seguía la línea de la costa encontraría, tarde o temprano, alguna construcción o muelle que me llevaría directo a alguna ciudad o pueblo pesqueros, de modo que me puse manos a la obra y caminé observando durante horas, quedando asombrado de las diferencias y las similitudes con todo lo que conocía.

¿Dónde estaría?, ¿qué lugar de la Tierra sería para que los efectos de luz del crepúsculo hicieran parecer que todo lo que me rodeaba había cambiado de color? ¿Cómo habría llegado hasta allí?