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Este libro (y esta colección)
Introducción
1. La gravedad de acuerdo con Einstein
De Aristóteles a Newton
Relatividad especial
Relatividad general: una nueva teoría de la gravedad
El éxito de la teoría de Einstein
Einstein en la Argentina
La teoría del Big Bang
2. La larga y difícil historia de las ondas gravitacionales
Las ondas en la relatividad general
Las ondas en la física
Las ondas en la gravedad
Cómo se producen las ondas gravitacionales
Einstein cuestiona las ondas gravitacionales
La marea baja de la relatividad general
3. El origen astrofísico de las ondas gravitacionales
La vida y la muerte de las estrellas
Masas pequeñas: enanas blancas
Masas medianas: estrellas de neutrones
Masas extremas: agujeros negros
Agujeros negros y púlsares: el renacimiento de la relatividad
Las fuentes astrofísicas de ondas gravitacionales
4. La construcción de detectores de ondas gravitacionales
Las minúsculas ondas gravitacionales
Detectores de barras
Detectores interferométricos
Historia de los detectores interferométricos de ondas gravitacionales
El enemigo: ruido en los detectores
Detecciones ¡por fin!
5. Las primeras detecciones
La primera detección
La segunda detección: GW151226
Más detecciones
¿Qué aprendimos con las detecciones?
6. La astrofísica del día después
La red de detectores
La astronomía con mensajeros múltiples
El misterio de los rayos gamma venidos del espacio
Todo lo que reluce… ¿viene del choque de dos estrellas de neutrones?
La velocidad de expansión del universo
La astronomía a partir de O3
7. El futuro
Detectores terrestres
Detectores de frecuencias más bajas
Epílogo
Agradecimientos
Lidia Díaz
Mario Díaz
Gabriela González
Jorge Pullin
LA MÚSICA DEL UNIVERSO
Qué son la ondas gravitacionales y por qué cambiaron nuestra forma de entender el cosmos
La música del universo / Lidia Díaz… [et al.].- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2021.
Libro digital, EPUB.- (Ciencia que ladra, serie Mayor // dirigida por Diego Golombek)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-801-054-0
1. Astrofísica. 2. Astronomía. 3. Agujeros Negros. I. Díaz, Lidia.
CDD 520.1
© 2021, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
<www.sigloxxieditores.com.ar>
Diseño de portada: Pablo Font
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: febrero de 2021
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-054-0
Este libro (y esta colección)
Haced como ellos:
llenaos de infinito,
abrid las ventanas al espacio.
David Jou i Mirabent, “Einstein y las ondas gravitatorias”
Más cerca de la tierra se te exige
que corras más, y no queda otra fuga
que ir a parar donde el destino fije.
Miguel de Unamuno, “La ley de la gravedad”
El récord del experimento más largo del mundo lo tiene el de la gota de brea: en 1927, el profesor Thomas Parnell calentó una muestra de esta sustancia y la colocó dentro de un embudo de vidrio con el extremo tapado. Tres años más tarde, una vez que la brea llegó a temperatura ambiente, el embudo fue destapado y… de nuevo, a esperar un buen rato. Para sorpresa de todos, esta brea con toda la apariencia de ser un sólido es en realidad un fluido extremadamente viscoso (cien mil millones de veces más viscoso que el agua). La primera gota tardó unos ocho años en caer y, en los noventa años que lleva el experimento, cayeron solo otras ocho más: sí, un total de nueve gotas de brea. Lo curioso es que el profesor Parnell ya no está para verlas, tampoco el segundo “guardián del experimento” y la cuestión ya está en manos de una tercera generación de pacientes breólogos.
En 1794, el joven físico John Dalton presentó su primer trabajo científico, en el que comentaba sus “anomalías visuales”, esas que le impedían identificar los colores. Con el tiempo se fue convenciendo de que dentro de su ojo debía de haber una tintura azul, que absorbía de forma selectiva algunos colores. Tan seguro estaba de esta idea que, con el propósito de comprobarla, dejó instrucciones para que a su muerte le sacaran los ojos. Obediente, en 1844 su médico estudió los ojos del amigo recién fallecido, pero no encontró ningún rasgo azul que confirmara esa teoría. Incluso hubo quienes miraron (muy literalmente) a través de los ojos de Dalton: nada de nada, el mundo parecía perfectamente normal. Entonces llegaron a la conclusión de que lo que ahora conocemos como “daltonismo” no se debía a cambios en las tinturas ópticas, sino a lo que en la época denominaron “alguna anomalía en el cerebro”. Pero el buen Dalton ya no estaba para enterarse y asimilarlo.
En 1915, pizarrón y tiza mediante, Albert Einstein predijo que algunos procesos masivos del universo deberían causar ondulaciones en el espacio-tiempo, como si fueran arrugas en una enorme sábana que cubre el cosmos. De alguna manera, esta predicción se deriva de su teoría general de la relatividad: los objetos muy masivos distorsionan este espacio-tiempo, lo cual es percibido por nosotros, los mortales, como gravedad. Entonces, los grandes choques que ocurren en algún lugar del universo dejarían huellas que viajan y, eventualmente, llegan hasta la Tierra. El problema, razonó mister o Herr Albert, es que esas huellas son muy pero muy pequeñas; tanto que no pueden ser percibidas ni por los más sensibles instrumentos terrestres.[1] Pero lo predicho predicho estaba, esperando paciente en los pizarrones de los físicos hasta que se inventaran los ojos y oídos que permitieran comprobar o refutar el vaticinio. Solo que Einstein ya no estaría para disfrutarlo (o para retorcerse si el resultado no sonriese tanto a su hipótesis).
Estas tres historias son ejemplos de lo maravillosa que puede ser la aventura de la ciencia. Debemos saber, y lo demás no importa nada. Ni que estemos muertos, ni que pasen cien años hasta que la tecnología esté madura para retomar nuestras ideas: lo importante es comprender el universo. La empresa que se narra en estas páginas es quizá una de las epopeyas más fascinantes de la física moderna: allí hay una hipótesis, y nos toca ser pacientes hasta inventar la forma de demostrarla. En palabras de Marcel Proust, “la auténtica travesía de descubrimiento no consiste en buscar paisajes nuevos, sino en tener ojos nuevos”, y fueron esos ojos nuevos, los de los interferómetros de LIGO, los que permitieron encontrar lo que se sospechaba debía estar allí. Eso no es todo: tenemos el privilegio de escuchar esta aventura relatada por sus protagonistas, científicos y científicas que estuvieron allí cuando se construyó el laberinto que sería los oídos del experimento, y también alguien gritó “¡tierra!” o “¡eureka!” (o lo que hayan gritado cuando vieron esas agujas moverse al compás de la música del universo).
Sí: con paciencia, cálculos y el equipamiento más avanzado que alguna vez se haya construido, nuestros héroes pudieron escuchar los ecos de lo que Einstein había predicho un siglo antes. Un choque de agujeros negros que llegaba hasta nosotros desde los límites del tiempo. Una aguja en un universo. Después vendrían las noticias, las misteriosas conferencias de prensa, el Premio Nobel y todo lo demás, pero, sobre todo, la emoción de escuchar el cosmos… y entenderlo. Y en estos años que pasaron desde el descubrimiento de la primera arruga cósmica (confirmación de las ondulaciones en el espacio-tiempo que preveía el gran Albert), aparecieron muchas otras: un nuevo universo desplegado frente a nuestras narices (o bien, frente a los instrumentos de detección).
Claro que esta historia no comenzó en 2016, con el anuncio de las ondas gravitacionales. Mario Díaz, Gabriela González, Jorge Pullin y Lidia Díaz, con corazón argentino y ciencia de excelencia internacional, hacen desfilar a todo el elenco que nos llevó hasta allí: Aristóteles, Newton, Galileo, Einstein y, por supuesto, los propios autores de este hermoso texto que, quizá sin saberlo, nos están contando su vida, el amor y la amistad que los hicieron estar en el lugar adecuado, en el momento justo. Descubramos su historia juntos.
Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.
Ciencia que ladra… no muerde, solo da señales de que cabalga.
Diego Golombek
[1] Y, como se cuenta en este libro, el propio Einstein fue el primero en dudar sobre la existencia de estas ondas, lo que generó una comedia de enredos, papers y contrapapers.
Introducción
El 11 de febrero de 2016, se anunció un descubrimiento que sacudió al mundo: se habían detectado por primera vez ondas gravitacionales. La noticia se hizo pública en el Club Nacional de Prensa de Washington, DC, donde la colaboración científica LIGO comunicó el descubrimiento. Esas ondas habían sido predichas por Albert Einstein en 1916 y constituyen una nueva manera de estudiar el universo. Desde distintos roles, Gabriela, Jorge, Lidia y Mario –l@s autor@s de este libro– participamos con emoción en el anuncio oficial de este descubrimiento.
Se podría decir que esta historia empezó hace más de mil millones de años, cuando dos agujeros negros chocaron; o hace cuatrocientos años, cuando Galileo miró los cielos con un telescopio; o hace cien años, cuando Einstein publicó que su teoría del espacio-tiempo predecía ondas gravitacionales; o hace cincuenta años, cuando se empezaron a imaginar detectores que pudieran medir esas ondas; o… No importa cuándo empezó la historia, lo importante es que ese día comenzó una nueva manera de hacer astronomía: no solo recibimos luz desde las estrellas, sino que ahora se le agregaba un “sonido”. A las imágenes que obtenemos del universo con nuestros telescopios ahora se les puede sumar otra dimensión sensorial, como cuando al cine mudo se le agregó la banda sonora. ¡Ahora podemos escuchar la música del universo!
Contaremos la historia de cómo fue posible que descubriéramos y entendiéramos las ondas gravitacionales, y compartiremos con ustedes anécdotas y experiencias de la gente que hizo posible este logro.
Pero antes de empezar con temas sesudos como la teoría de Einstein, queremos que nos conozcan un poco.
Mario y Lidia Díaz se habían mudado de Buenos Aires a la ciudad de Córdoba. Ambos trabajaban en la fábrica de automóviles Renault, Lidia en las oficinas y Mario era mecánico de mantenimiento en las líneas de ensamblaje primero, y luego –cuando comenzó en 1978 a estudiar la carrera de Física– en el turno de la noche, en el mantenimiento de la matricería de forja. Ambos estudiaron en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), donde Lidia se licenció en Ciencias de la Educación. Mario hizo su investigación con el grupo que estudiaba la teoría de Einstein en la Facultad de Matemática, Astronomía y Física, y recibió el primer doctorado de Física Teórica otorgado en la UNC. En esos trabajos incluyó a un estudiante de doctorado del Instituto Balseiro de Bariloche, Jorge Pullin, y a una estudiante de licenciatura de Córdoba, Gabriela González. Jorge y Gaby se enamoraron (probando que –contrariamente a lo que dijo Einstein– su teoría de la gravedad sí tiene la culpa de que alguna gente caiga en los brazos del amor). Estas dos parejas continuaron la amistad de por vida.
Gaby y Jorge se casaron en 1988, y un año después se mudaron a los Estados Unidos, ella a empezar un doctorado y Jorge con una beca posdoctoral, ambos en física. En la Universidad de Syracuse, Gaby hizo sus estudios con Peter Saulson –un profesor dedicado al proyecto LIGO, cuyo financiamiento recién empezaba– y a ella le encantó la idea de medir lo que hasta entonces solo se había calculado. En 1995 terminó su tesis y trabajó un par de años en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) con el futuro Premio Nobel Rainier Weiss, mientras Jorge calculaba, entre otras cosas, las ondas gravitacionales que producían dos agujeros negros después de fusionarse.
Como es tristemente común en la vida académica en los Estados Unidos –y en muchos otros lugares–, Jorge y Gaby pasaron varios años (¡seis!) viviendo por trabajo en lugares distintos. Durante parte de ese período compraron una casa rodante y la estacionaron a mitad de camino entre State College, Pensilvania –donde estaba Jorge– y Boston –donde estaba Gaby– (si no, eran diez horas de auto). Finalmente siguieron una vida juntos como profesor@s primero en la Universidad Estatal de Pensilvania y luego en la de Luisiana, cerca de uno de los observatorios LIGO que describiremos luego en detalle. Como profesora e investigadora en Luisiana, Gaby y su grupo colaboraron con cientos de colegas para disminuir el ruido instrumental en los observatorios para poder detectar ondas gravitacionales, que se consiguió el 14 de septiembre de 2015. En ese momento, Gaby era la líder y vocera de la colaboración científica de LIGO, y le tocó organizar la validación del descubrimiento y ser parte del anuncio, aquel 11 de febrero de 2016.
Mario y Lidia también se habían mudado a los Estados Unidos, un año antes que Gaby y Jorge. Mario obtuvo una beca posdoctoral para trabajar en la Universidad de Pittsburgh con el grupo dirigido por Ted Newman, un físico reconocido mundialmente por sus contribuciones a la teoría de la relatividad general y de agujeros negros. Cuando su beca se terminó, dado que Lidia estaba cursando un doctorado en literatura latinoamericana, Mario buscó un puesto académico en los Estados Unidos. En 1996 fue contratado por la Universidad de Tejas en Brownsville (hoy Universidad de Texas de El Valle del Río Grande). Se trataba de una institución nueva en un área de los Estados Unidos con mayoría de población hispana y bilingüe. Inspirado por los trabajos de Gaby en LIGO y de Jorge con sus estudios de las fuentes de radiación gravitacional, Mario decidió formar un grupo asociado a la colaboración científica LIGO. Su trabajo fue financiado por la NASA primero y luego por la Fundación Nacional de Ciencia (NSF) –el equivalente al Conicet en los Estados Unidos–, permitiendo la creación del Centro de Astronomía de Ondas Gravitacionales en Tejas en 2003. Estas eran épocas en las que muy poca gente en el ambiente científico veía la detección de las ondas gravitacionales como una posibilidad cercana en el tiempo.
Lo que sigue es la historia del arduo y difícil camino hacia esa detección, el descubrimiento de un fenómeno de la naturaleza, resultado de la evolución y muerte de las estrellas, y medido por instrumentos superprecisos construidos gracias a la creatividad, el ingenio y el trabajo en equipo de muchos seres humanos.