Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas
© Mason Currey, 2013
Edición original en inglés: Daily Rituals. How Artists Work Alfred A. Knopf, 2013

De la traducción: © José Adrián Vitier, 2014

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2014
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: febrero de 2014

ISBN: 978-84-15832-80-5

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Enric Jardí

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
               turner@turnerlibros.com

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ÍNDICE

Prólogo

W. H. Auden

Francis Bacon

Simone de Beauvoir

Thomas Wolfe

Patricia Highsmith

Federico Fellini

Ingmar Bergman

Morton Feldman

Wolfgang Amadeus Mozart

Ludwig van Beethoven

Søren Kierkegaard

Voltaire

Benjamin Franklin

Anthony Trollope

Jane Austen

Frédéric Chopin

Gustave Flaubert

Henri de Toulouse-Lautrec

Thomas Mann

Karl Marx

Sigmund Freud

Carl Jung

Gustav Mahler

Richard Strauss

Henri Matisse

Joan Miró

Gertrude Stein

Ernest Hemingway

Henry Miller

F. Scott Fitzgerald

William Faulkner

Arthur Miller

Benjamin Britten

Ann Beattie

Günter Grass

Tom Stoppard

Haruki Murakami

Toni Morrison

Joyce Carol Oates

Chuck Close

Francine Prose

John Adams

Steve Reich

Nicholson Baker

B. F. Skinner

Margaret Mead

Jonathan Edwards

Samuel Johnson

James Boswell

Immanuel Kant

William James

Henry James

Franz Kafka

James Joyce

Marcel Proust

Samuel Beckett

Igor Stravinsky

Erik Satie

Pablo Picasso

Jean-Paul Sartre

T. S. Eliot

Dimitri Shostakovich

Henry Green

Agatha Christie

Somerset Maugham

Graham Greene

Joseph Cornell

Sylvia Plath

John Cheever

Louis Armstrong

W. B. Yeats

Wallace Stevens

Kingsley Amis

Martin Amis

Umberto Eco

Woody Allen

David Lynch

Maya Angelou

George Balanchine

Al Hirschfeld

Truman Capote

Richard Wright

H. L. Mencken

Philip Larkin

Frank Lloyd Wright

Louis I. Kahn

George Gershwin

Joseph Heller

James Dickey

Nikola Tesla

Glenn Gould

Louise Bourgeois

Chester Himes

Flannery O’Connor

William Styron

Philip Roth

P. G. Wodehouse

Edith Sitwell

Thomas Hobbes

John Milton

René Descartes

Johann Wolfgang von Goethe

Friedrich Schiller

Franz Schubert

Franz Liszt

George Sand

Honoré de Balzac

Victor Hugo

Charles Dickens

Charles Darwin

Herman Melville

Nathaniel Hawthorne

Lev Tolstói

Piotr Ilich Chaikovski

Mark Twain

Alexander Graham Bell

Vincent van Gogh

N. C. Wyeth

Georgia O’Keeffe

Serguéi Rajmáninov

Vladimir Nabokov

Balthus

Le Corbusier

Buckminster Fuller

Paul Erdös

Andy Warhol

Edward Abbey

V. S. Pritchett

Edmund Wilson

John Updike

Albert Einstein

L. Frank Baum

Knut Hamsun

Willa Cather

Ayn Rand

George Orwell

James T. Farrell

Jackson Pollock

Carson McCullers

Willem de Kooning

Jean Stafford

Donald Barthelme

Alice Munro

Jerzy Kosinski

Isaac Asimov

Oliver Sacks

Anne Rice

Charles Schulz

William Gass

David Foster Wallace

Marina Abramović

Twyla Tharp

Stephen King

Marilynne Robinson

Saul Bellow

Gerhard Richter

Jonathan Franzen

Maira Kalman

Georges Simenon

Stephen Jay Gould

Bernard Malamud

Notas

Agradecimientos

Para Rebecca.

¡Quién podrá desvelar1 la esencia, el sello
del temperamento artístico! ¡Quién podrá
captar la profunda fusión instintiva
de disciplina y disipación en que se asienta!
Thomas Mann, Muerte en Venecia

Casi todos los días entre semana durante año y medio, me he levantado a las cinco y media de la mañana, me he cepillado los dientes, me he hecho una taza de café, y me he sentado a escribir sobre cómo algunas de las mentes más grandes de los últimos cuatrocientos años han abordado exactamente esa misma tarea; es decir, cómo encontraban tiempo cada día para su mejor quehacer, cómo organizaban sus horarios para ser creativos y productivos. Al escribir sobre detalles tan triviales de las vidas cotidianas de estas personas –su hora de dormir y de comer, de trabajar y de preocuparse– he pretendido dar un nuevo enfoque sobre sus personalidades y carreras, dibujar retratos entretenidos y sin pretensiones del artista como criatura de costumbres. “Dime lo que2 comes, y te diré quién eres”, escribió una vez el gastrónomo francés Jean Anthelme Brillat-Savarin. Yo digo: dime a qué hora comes, y si después te echas una siesta.

En ese sentido, este es un libro superficial. Aborda las circunstancias de la actividad creadora, no el producto; habla más bien sobre la producción que sobre el significado. Pero es también, inevitablemente, un libro personal. (John Cheever pensaba que no podíamos redactar siquiera una carta de negocios sin revelar algo de nuestro yo interno… ¿Y acaso no es verdad?). Mis preocupaciones subyacentes en este libro son problemas a los que me enfrento en mi propia vida: ¿cómo realizar una obra creativa que valga la pena mientras te ganas la vida al mismo tiempo? ¿Es mejor entregarse por completo a un proyecto o dedicarle pequeñas porciones de cada día? Y cuando parece no haber tiempo para todo lo que esperas lograr, ¿tienes que renunciar a algunas cosas (horas de sueño, ingresos, casa limpia), o puedes aprender a condensar tus actividades, hacer más en menos tiempo, “trabajar con más inteligencia, no más”, como siempre me dice mi padre? En líneas más generales, ¿son incompatibles la creatividad y la comodidad, o sucede lo contrario: encontrar un nivel básico de confort cotidiano es un requisito del quehacer creativo sostenido?

No pretendo responder a estas preguntas en las páginas siguientes –probablemente algunas de ellas no pueden ser respondidas, o solo puedan resolverse individualmente, en equilibrios personales imperfectos–, pero he intentado aportar ejemplos de cómo diversas personas brillantes y exitosas han logrado enfrentarse a muchos de esos mismos desafíos. He querido mostrar cómo las grandes visiones creativas se traducen en una suma de poquedades cotidianas; cómo nuestros hábitos de trabajo influyen en nuestra propia obra, y viceversa.

El título del libro es Rituales cotidianos, pero en realidad al escribirlo me centré en las rutinas de la gente. Esta palabra connota algo normal y corriente e incluso una ausencia de pensamiento: seguir una rutina es activar el piloto automático. Pero nuestra rutina cotidiana es asimismo una elección, o toda una serie de elecciones. En las manos adecuadas, puede ser un mecanismo finamente calibrado para explotar un conjunto de recursos limitados: el tiempo (el recurso más limitado de todos), así como la fuerza de voluntad, la autodisciplina, el optimismo. Una rutina sólida genera un entorno trillado para nuestras energías mentales y nos ayuda a conjurar la tiranía de los estados de ánimo. Este era uno de los temas favoritos de William James. Él pensaba que uno querría poner parte de la vida en automático; al crear buenos hábitos, decía, podemos “liberar nuestras mentes3 para pasar a campos de acción en verdad interesantes”. Irónicamente, el propio James era de esas personas dispersas que lo dejan todo para más tarde, e incapaz de atenerse a un horario regular (véase página 89).

Resulta que fue un inspirado ataque de dispersión lo que condujo a la creación de este libro. Un domingo por la tarde, en julio de 2007, me encontraba solo y sentado en las polvorientas oficinas de la pequeña revista de arquitectura para la que trabajaba, intentando escribir un artículo que debía entregar al día siguiente. Pero, en lugar de poner manos a la obra y terminarlo, me hallaba leyendo online el New York Times, ordenando compulsivamente mi cubículo, haciéndome tacitas de Nespresso en la kitchenette, y en general desperdiciando el día. Era una situación familiar para mí. Soy el clásico tipo “mañanero”, capaz de una concentración considerable en las primeras horas del día, pero bastante inútil después del almuerzo. Aquella tarde, para hacerme sentir mejor respecto a esta predilección tantas veces inconveniente (¿quién quiere levantarse a las cinco y media de la mañana todos los días?), comencé a buscar información en internet sobre los horarios de trabajo de otros escritores. Aquello resultó muy fácil de encontrar, y sumamente entretenido. Se me ocurrió que alguien debería reunir en un mismo sitio todas estas anécdotas –y de ahí surgieron el blog Daily Routines que lancé esa misma tarde (mi artículo para la revista fue escrito en un ataque de pánico de último minuto a la mañana siguiente), y ahora este libro.

El blog era algo informal; simplemente publicaba descripciones de las rutinas de la gente según las iba encontrando en biografías, reseñas de revistas, obituarios periodísticos y cosas así. Para el libro, he compilado una colección mucho más extensa y mejor investigada, intentando a la vez mantener la brevedad y la diversidad de las voces que hacían atractiva la selección original. Hasta donde ha sido posible, he dejado que las personas retratadas hablen por sí mismas, con citas de sus cartas, diarios y entrevistas. En otros casos, he hecho un resumen de sus rutinas a partir de fuentes secundarias. Y cuando otro escritor ha producido la síntesis perfecta de la rutina de un sujeto, lo he citado in extenso en vez de redactarla yo mismo. Debo señalar aquí que este libro hubiera sido imposible sin los escritos e investigaciones de los cientos de biógrafos, periodistas y estudiosos de cuya obra he bebido. Y he documentado todas mis fuentes en la sección de Notas, la cual espero que también sirva como guía de nuevas lecturas.

Al compilar estas entradas, he tenido presente un pasaje de un ensayo escrito en 1941 por V. S. Pritchett. Escribiendo sobre Edward Gibbon, Pritchett menciona la extraordinaria laboriosidad del gran historiador inglés: aun durante su servicio militar, Gibbon lograba encontrar tiempo para continuar su erudita obra, cargando con Horacio durante las marchas y estudiando teología pagana y cristiana en su tienda. “Más tarde o más temprano4 –escribe Pritchett– resulta que todos los grandes hombres se parecen. Nunca paran de trabajar. No pierden ni un minuto. Es muy deprimente”.

¿Qué aspirante a escritor o a artista no ha tenido esa misma sensación de vez en cuando? Contemplar los logros de las luminarias del pasado resulta alternativamente inspirador y totalmente desalentador. Pero Pritchett, naturalmente, se equivoca. Por cada entusiasta y laborioso Gibbon que trabajaba sin descanso y parecía libre de las dudas y crisis de autoestima que nos aquejan a los simples mortales, hay un William James o un Franz Kafka, grandes mentes que perdían el tiempo, esperando en vano que llegara la inspiración, que experimentaban bloqueos torturantes y sequías creativas, que padecían dudas e inseguridades. En realidad, la mayoría de la gente que aparece en este libro se halla en algún punto intermedio: entregados al trabajo diario, pero nunca del todo seguros de su avance, siempre temerosos del mal día que les deshará la racha. Todos encontraron tiempo para realizar su obra. Pero hay infinitas variaciones en el modo en que estructuraron sus vidas para ello.

Este libro trata sobre esas variaciones. Y espero que los lectores lo encuentren alentador y no deprimente. Al escribirlo, a menudo he pensado en una línea de una carta que Kafka escribió a su amada Felice Bauer en 1912. Frustrado por la estrechez en que vivía y por el aburrimiento mortal que le causaba su empleo, Kafka se quejaba: “El tiempo es corto5, mis fuerzas son limitadas, la oficina es un horror, el apartamento es ruidoso, y cuando no es posible llevar una vida placentera y sencilla uno debe intentar escabullirse mediante sutiles maniobras”. ¡Pobre Kafka! Pero, después de todo, ¿quién puede aspirar a una vida placentera y sencilla? Para la mayoría de nosotros, gran parte del tiempo es un camino cuesta arriba, y las sutiles maniobras de Kafka no son tanto un último recurso como un ideal. ¡Brindemos por poder escabullirnos!

W. H. AUDEN6 (1907-1973)

La rutina, en un7 hombre inteligente, es signo de ambición”, escribió Auden en 1958. Si esto es así, entonces Auden fue uno de los hombres más ambiciosos de su generación. El poeta era obsesivamente puntual y vivió toda su vida bajo un riguroso cronograma. “Consulta su8 reloj una y otra y otra vez –observó una vez un invitado de Auden–. Comer, beber, escribir, ir de compras, hacer crucigramas, incluso la llegada del cartero, todo está cronometrado al minuto y cuenta con rutinas asociadas”. Auden creía que esa vida de precisión militar resultaba esencial para su creatividad, un modo de uncir a la musa a su propio horario. “Un estoico moderno9 –comentó Auden– sabe que el camino más seguro para disciplinar la pasión pasa por disciplinar el tiempo: decide lo que quieres o debes hacer durante el día, hazlo siempre exactamente a la misma hora cada día, y la pasión no te dará ningún problema”.

Auden se levantaba poco después de las seis de la mañana, se preparaba café y se ponía a trabajar rápidamente, tal vez después de dar un primer pase al crucigrama. Su mente era más lúcida entre las siete y las once y media, y rara vez dejaba de aprovechar estas horas. (Desdeñaba a los noctámbulos: “Solo los ‘Hitlers10 de este mundo’ trabajan de noche; ningún artista honrado lo hace”). Auden usualmente reanudaba su labor después de almorzar y continuaba hasta el final de la tarde. La hora del cóctel empezaba a las seis y media de la tarde, con el poeta preparando varios martinis bien cargados con vodka para sí mismo y para sus invitados. Luego se servía la cena, con abundante vino, seguida de más vino y conversación. Auden se iba a la cama temprano, nunca después de las once y, al ir envejeciendo, más bien hacia las nueve y media.

Para preservar su energía y concentración, el poeta recurría a las anfetaminas, tomándose una dosis de bencedrina cada mañana del mismo modo en que mucha gente toma un complejo vitamínico. Por la noche, empleaba Seconal y otro sedante para poder dormirse. Siguió esta rutina –que llamaba “la vida química11”– durante veinte años, hasta que finalmente las píldoras fueron perdiendo su eficacia. Auden consideraba las anfetaminas uno de esos “inventos que ahorran trabajo12” en la “cocina mental”, junto con el alcohol, el café y el tabaco, aunque era consciente de que “estos mecanismos son muy toscos, tienden a perjudicar al cocinero, y fallan constantemente”.

FRANCIS BACON13 (1902-1992)

Para el observador externo, Bacon parecía florecer con el desorden. Sus talleres eran ambientes extremadamente caóticos, con las paredes manchadas de pintura y un batiburrillo que llegaba hasta la rodilla de libros, pinceles, papeles, muebles rotos y otros desechos apilados sobre el suelo. (Decía que los interiores agradables paralizaban su creatividad). Y cuando no estaba pintando, Bacon llevaba una vida de excesos hedonistas, consumiendo múltiples comidas fuertes al día, tremendas cantidades de alcohol, cualesquiera estimulantes tuviese a mano, y en general trasnochando y yéndose de juerga más que cualquiera de sus contemporáneos.

Y sin embargo, como ha escrito su biógrafo Michael Peppiatt, Bacon era “esencialmente una criatura14 de costumbres”, con un cronograma diario que varió poco a lo largo de su carrera. Pintar era lo primero. Por tarde que se acostara, Bacon siempre se levantaba al amanecer y trabajaba durante varias horas, usualmente hasta cerca del mediodía. Luego se extendía ante él otra larga tarde y noche de fiesta, y Bacon la aprovechaba a tope. Recibía a algún amigo en su estudio para compartir una botella de vino, o se iba de copas a un pub, para después almorzar largo y tendido en un restaurante y luego seguir bebiendo de club en club. Al llegar la noche, cenaba en un restaurante, hacía una ronda por los locales nocturnos, tal vez algún casino, y a menudo, en las primeras horas del día, volvía a comer en una fonda.

Al final de estas largas noches, muchas veces les pedía a sus tambaleantes camaradas que lo acompañaran a una última copa en su casa, según parece, para posponer su cotidiana batalla contra el insomnio. Bacon dependía de los somníferos, y solía leer y releer libros de cocina para relajarse antes de irse a la cama. Aun así, dormía solo unas pocas horas cada noche. No obstante, la constitución del pintor era sobremanera resistente. Su único ejercicio era dar vueltas frente al lienzo, y su idea de hacer dieta era tomar grandes cantidades de píldoras de ajo y evitar las yemas de huevo, los postres y el café mientras seguía trasegando seis botellas de vino y dos o más copiosas comidas en restaurantes cada día. Pero aparentemente su metabolismo podía procesar este excesivo consumo sin embotar su lucidez ni engrosar su cintura. (Al menos, no hasta sus últimos años, cuando al parecer la bebida decidió pasarle factura). Hasta la ocasional resaca era un impulso para Bacon. “A menudo me gusta15 trabajar con resaca –decía– porque mi mente chisporrotea de energía y logro pensar con mucha claridad”.

SIMONE DE BEAUVOIR16 (1908-1986)

“Siempre tengo17 prisa por ponerme en marcha, aunque en general no me gusta empezar el día –dijo Beauvoir a The Paris Review en 1965–. Primero tomo el té y luego, hacia las diez, me pongo a trabajar hasta la una. Luego veo a mis amistades y después de eso, a las cinco, vuelvo a trabajar y continúo hasta las nueve. No me resulta difícil retomar el hilo por la tarde”. De hecho, a Beauvoir rara vez le resultaba difícil trabajar; en todo caso, más bien sucedía lo contrario: cuando se tomaba sus dos o tres meses de vacaciones al año, comenzaba a aburrirse y a sentirse incómoda a las pocas semanas de estar alejada de su trabajo.

Aunque para Beauvoir su trabajo era lo primero, su cronograma diario también giraba en torno a su relación con Jean-Paul Sartre, que duró desde 1929 hasta la muerte de él en 1980. (La suya era una unión intelectual con un componente sexual un poco escalofriante; según un pacto propuesto por Sartre al inicio de su relación, los dos podían tener amantes, pero tenían la obligación de contárselo todo mutuamente). Por lo general, Beauvoir trabajaba18 sola por las mañanas, y después se reunía con Sartre para almorzar. Por las tardes los dos trabajaban juntos en silencio en el apartamento de Sartre. Por las noches, iban a cualquier evento político o social que hubiera en la agenda de Sartre, o al cine, o bebían whisky y escuchaban la radio en el apartamento de Beauvoir.

El cineasta Claude Lanzmann, quien fuera amante de Beauvoir dese 1952 hasta 1959, experimentó en carne propia este acuerdo. Así describió el inicio de su cohabitación en el apartamento parisiense de Beauvoir:

La primera19 mañana, pensé quedarme en la cama, pero ella se levantó, se vistió y se fue a su mesa de trabajo. ‘Tú trabaja ahí’, me dijo, señalando la cama. De modo que me levanté y me senté en el borde de la cama y fumé y fingí trabajar. No creo que ella me dijera ni una palabra hasta que llegó la hora de comer. Entonces se fue a ver a Sartre y almorzaron juntos; yo a veces me sumaba a ellos. Luego por las tardes ella se iba a la casa de él y trabajaban juntos tres, tal vez cuatro horas. Luego había reuniones, encuentros. Más tarde nos reuníamos para cenar, y casi siempre ella y Sartre hacían un aparte y ella le daba su opinión sobre lo que él había escrito durante el día. Después ella y yo regresábamos [al apartamento] y nos íbamos a dormir. No había fiestas, ni recepciones, ni valores burgueses. Evitábamos por completo todo eso. Estaba solo la presencia de lo imprescindible. Era una forma despejada de vivir, una simplicidad construida deliberadamente para que ella pudiera hacer su trabajo.

THOMAS WOLFE20 (1900-1938)

La prosa de Wolfe ha sido criticada por su excesiva autocomplacencia y su carácter adolescente, por lo que resulta interesante señalar que el novelista practicaba un ritual casi literalmente masturbatorio a la hora de escribir. Una noche en 1930, mientras se esforzaba por recuperar el espíritu febril que había nutrido su primer libro, El ángel que nos mira, Wolfe, en una hora poco inspirada, se dio por vencido y se desvistió para acostarse. Y entonces, desnudo frente a la ventana de su cuarto de hotel, descubrió que su cansancio se había evaporado de repente y que otra vez tenía grandes deseos de escribir. Regresó a la mesa, y escribió hasta el amanecer, según recordaría, con “asombrosa rapidez21, facilidad y seguridad”. Rememorando aquello, Wolfe intentó descifrar qué había provocado aquel cambio súbito y se dio cuenta de que, en la ventana, había estado acariciando inconscientemente sus genitales, hábito suyo desde la infancia que, sin ser exactamente sexual (su “pene permanecía flácido22 y no excitado”, comentó en una carta a su editor), inducía una tan “agradable sensación masculina” que había avivado sus energías creativas. Desde entonces, Wolfe utilizó regularmente este método para inspirar sus sesiones de escritura, explorando soñadoramente su “configuración masculina23” hasta que “los elementos sensuales de cada esfera de la vida se volvían más inmediatos, reales y hermosos”.

Wolfe comenzaba a escribir alrededor de la medianoche “entonándose con24 increíbles cantidades de té y café”, como ha señalado un biógrafo. Como nunca podía encontrar una silla o mesa que fueran totalmente cómodas para un hombre de su estatura (medía dos metros), solía escribir de pie, utilizando la parte de arriba del refrigerador como escritorio. No paraba hasta el amanecer, con breves pausas para fumarse un cigarrillo o caminar de un lado a otro por el apartamento. Luego se tomaba un trago y dormía hasta las once. Hacia el final de la mañana Wolfe comenzaba otra sesión de trabajo, a veces con la ayuda de una mecanógrafa que al llegar se encontraba las páginas de la noche anterior desparramadas por el suelo de la cocina.

PATRICIA HIGHSMITH25 (1921-1995)

La autora de thrillers con tanta carga psicológica como Extraños en un tren y El talento de Mr. Ripley era, en persona, igual de solitaria y misántropa que algunos de su protagonistas. Para ella escribir era menos una fuente de placer que una compulsión, sin la cual se deprimía profundamente. “No hay vida26 real salvo en el trabajo, es decir, en la imaginación”, escribió en su diario. Afortunadamente, rara vez le faltaba la inspiración; decía tener tantas ideas como orgasmos tienen las27 ratas.

Highsmith escribía a diario, usualmente unas tres o cuatro horas durante la mañana, llegando a completar dos mil palabras en un día bueno. El biógrafo Andrew Wilson documenta sus métodos:

Su técnica favorita28 para colocarse en el estado mental adecuado era sentarse en su cama rodeada de cigarrillos, cenicero, fósforos, una jarra de café, una rosquilla y un azucarero. Tenía que evitar todo sentido de disciplina y hacer del acto de escribir algo lo más placentero posible. Su posición, según ella misma comentara, era casi fetal y, de hecho, su intención era crearse ‘un útero para sí misma’.

Highsmith tenía también la costumbre de tomarse un trago fuerte antes de empezar a escribir, “no para animarse29 –señala Wilson– sino para reducir sus niveles de energía, que tendían a ser maniáticos”. En sus últimos años, al volverse una bebedora consuetudinaria con una alta tolerancia, tenía una botella de vodka junto a su cama, y tan pronto se despertaba la agarraba y marcaba en ella su límite para ese día. También fue una fumadora compulsiva durante la mayor parte de su vida, consumiendo un paquete diario de Gauloises. Era indiferente con respecto a la comida. Alguien que la conoció recordaría que “nunca comió otra cosa30 que bacon, huevos fritos y cereales, todo esto a horas irregulares del día”.

Aunque la mayoría de las personas la incomodaban, High-smith tenía una conexión inusualmente intensa con los animales, particularmente con los gatos, pero también con caracoles, que criaba en su casa. Highsmith tuvo la idea de tener gasterópodos como mascotas cuando vio a dos en una pescadería unidos en un extraño abrazo. (Después diría a un entrevistador de radio que “me trasmiten31 una especie de calma”). Con el tiempo llegó a albergar trescientos caracoles en su jardín en Suffolk, Inglaterra, y una vez se presentó en un cóctel portando un bolso gigantesco de mano que contenía una lechuga y cien caracoles: sus acompañantes de esa tarde, según dijo. Cuando más tarde se trasladó a Francia, Highsmith tuvo que eludir la prohibición de entrar con caracoles vivos al país, de modo que los introdujo de contrabando, cruzando múltiples veces la frontera con seis o diez criaturas escondidas bajo cada seno.

FEDERICO FELLINI32 (1920-1993)

El cineasta italiano afirmaba no poder dormir más de tres horas seguidas. En una entrevista en 1977, Fellini describió así su rutina mañanera:

Me levanto a las seis33 de la mañana. Camino por la casa, abro ventanas, husmeo en mis cajas, traslado libros de aquí para allá. Durante años he tratado de prepararme una taza de café decente, pero no es lo mío. Bajo las escaleras, salgo de la casa lo antes posible. A las siete ya estoy llamando por teléfono. Soy escrupuloso con respecto a quiénes puedo despertar a las siete de la mañana sin que se enfaden. A algunos les presto un verdadero servicio como despertador; se acostumbran a que yo los despierte alrededor de las siete.

Fellini de joven escribía para algunos periódicos, pero descubrió que su temperamento encajaba mejor con las películas; le gustaba la sociabilidad del proceso de hacer cine. “Un escritor puede34 hacerlo todo por sí mismo… pero necesita disciplina –decía–. Tiene que levantarse a las siete de la mañana, y estar solo en un cuarto con una hoja de papel en blanco. Yo soy demasiado vitellone [holgazán] para eso. Pienso que he escogido el mejor medio de expresión para mí. Adoro la muy preciosa combinación de trabajo y vida en común que ofrece el cine”.

INGMAR BERGMAN35 (1918-2007)

“¿Sabe usted lo36 que es hacer cine? –preguntó Bergman en una entrevista en 1964–. Ocho horas de duro trabajo cada día para obtener tres minutos de película. Y durante esas ocho horas habrá tal vez solo diez o doce minutos, si tienes suerte, de verdadera creación. Y tal vez ni los haya. Entonces tienes que prepararte para otras ocho horas y rezar por que esta vez sí lleguen tus diez minutos buenos”. Pero para Bergman hacer cine era también escribir guiones, lo cual hacía siempre en su casa en la remota isla de Fårö, Suecia. Para ello se rigió básicamente por el mismo horario durante décadas: se levantaba a las ocho, escribía desde las nueve hasta el mediodía, y luego comía de forma austera. “Constantemente almuerza37 lo mismo –recordaba la actriz Bibi Andersson–. Eso no cambia. Es una especie de crema agria batida, muy grasa, con mermelada de fresa muy dulce… Una suerte de extraña papilla de bebé que come con tortitas de maíz”.

Después de almorzar, Bergman retomaba el trabajo desde la una hasta las tres, y luego dormía una hora. Al caer la tarde salía a caminar o tomaba el ferry hasta la isla vecina para recoger los periódicos y el correo. Por las noches leía, veía a sus amigos, proyectaba alguna película de su gran colección, o veía la televisión (le gustaba especialmente Dallas). “Nunca consumo38 drogas ni alcohol –decía Bergman–. Lo más que bebo es una copa de vino y eso me hace increíblemente feliz”. La música era también “una absoluta necesidad” para él, y Bergman disfrutaba de todo, desde Bach hasta los Rolling Stones. Al hacerse viejo, comenzó a tener trastornos de sueño, a no poder dormir más de cuatro o cinco horas cada noche, lo cual hacía que las filmaciones le fuesen arduas. Pero incluso después de retirarse del cine en 1982, Bergman continuó haciendo películas para la televisión, dirigiendo obras de teatro y óperas, y escribiendo teatro, novelas y unas memorias. “He estado39 trabajando todo el tiempo –dijo– y es como un gran torrente que atravesara el paisaje de tu alma. Es bueno porque se lleva muchas cosas. Es purificador. Si no hubiera estado trabajando todo el tiempo, habría sido un lunático”.

MORTON FELDMAN40 (1926-1987)

Un periodista francés visitó a Feldman en 1971, cuando el compositor americano estaba pasando un mes en un pueblecito situado a una hora al norte de París para trabajar. “Estoy viviendo aquí41 como un monje”, dijo Feldman.

Me levanto a las seis de la mañana. Compongo hasta las once, y ahí termina mi día. Salgo, camino, incansablemente, durante horas. Max Ernst no está lejos. [John] Cage también vino por aquí. Estoy desvinculado de toda otra actividad. ¿Qué efecto tiene eso en mí?

Muy bueno […]. Pero no estoy habituado a tener tanto tiempo, tanta tranquilidad. Usualmente yo creo en medio de una gran barahúnda, de trabajo. Sabe usted, yo siempre trabajé en cosas que no eran la música. Mis padres tenían ‘negocios’ y yo participaba de sus preocupaciones, de su vida […].

Luego me casé, mi esposa tenía un empleo muy bueno y se pasaba fuera todo el día. Yo me levantaba a las seis de la mañana, hacía la compra, la comida, las tareas de la casa, trabajaba como un loco y por la noche recibíamos a un montón de amigos (no me daba ni cuenta de la cantidad de amigos que tenía). Al final del año, ¡descubrí que no había escrito ni una nota!

Cuando logró encontrar tiempo para componer, Feldman utilizó una estrategia que John Cage le enseñara: fue “el consejo más importante42 que jamás alguien me ha dado –dijo Feldman al público en una conferencia en 1984–. Me dijo que después de escribir un poco, era buena idea parar y copiar aquello. Porque mientras estás copiándolo, estás pensando en ello, y eso te está dando ideas. Y así es como trabajo. Y es maravillosa, simplemente maravillosa, la relación entre trabajar y copiar”. Las condiciones externas –tener la pluma adecuada, una buena silla– también eran importantes. Feldman escribió en un ensayo, en 1965: “Mi preocupación a veces43 no es otra que establecer una serie de consideraciones prácticas que me permitan trabajar. Durante años he dicho que rivalizaría con Mozart44 si fuera capaz de encontrar una silla cómoda”.

WOLFGANG AMADEUS MOZART44 (1756-1791)

En 1781, después de varios años buscando en vano48 una buena colocación entre la nobleza europea, Mozart decidió establecerse en Viena como compositor y concertista por cuenta propia. En esta ciudad había abundantes oportunidades para un hombre del talento y el prestigio de Mozart, pero mantener la solvencia le exigía una frenética ronda de clases de piano, conciertos y visitas sociales a los acaudalados mecenas de la ciudad. Al mismo tiempo, Mozart se hallaba cortejando a su futura esposa, Constanza, bajo la desaprobadora mirada de la madre de esta. Toda esta actividad le dejaba solo unas pocas horas al día para componer nuevas piezas. En una carta de 1782 a su hermana, Mozart hizo un recuento detallado de esos días ajetreados en Viena:

Siempre me peinan45 a las seis de la mañana y ya a las siete estoy completamente vestido. Luego compongo hasta las nueve. De nueve a una imparto clases. Entonces almuerzo, a menos que me inviten a alguna casa donde almuercen a las dos o incluso a las tres, como, por ejemplo, hoy y mañana donde la condesa Zichy y la condesa Thun. Nunca puedo trabajar antes de las cinco o las seis de la tarde, e incluso entonces muchas veces tengo algún concierto que me lo impide. Si nada se interpone, compongo hasta las nueve. Luego voy a ver a mi querida Constanza, aunque la dicha de vernos casi siempre se ve empañada por los comentarios amargos de su madre […]. A las diez y media o a las once regreso a casa… ¡Depende de los dardos de su madre y de mi capacidad para soportarlos! Como no puedo confiar en que vaya a componer por la noche debido a los conciertos, y también a la incertidumbre de que me llamen o no para estar ora aquí ora allá, me he hecho el hábito (especialmente si llego temprano a casa) de componer un poco antes de irme a la cama. A menudo sigo escribiendo hasta la una… y ya a las seis estoy levantado otra vez.

“En general es tanto46 lo que tengo que hacer que a menudo no sé si estoy cabeza arriba o cabeza abajo”, escribió Mozart a su padre. Aparentemente no exageraba; cuando Leopold Mozart fue a visitar a su hijo pocos años después, se encontró con que la vida del trabajador por cuenta propia era todo lo agitada que este había anunciado; en una carta a su casa desde Viena, escribió: “Tales son la prisa47 y el ajetreo que me resulta imposible describirlos”.

LUDWIG VAN BEETHOVEN48 (1770-1827)

Beethoven se levantaba al amanecer y sin perder apenas tiempo se ponía a trabajar. Su desayuno era café, preparado por él mismo con gran cuidado: decidió que tenía que haber sesenta granos por taza, y a menudo los contaba uno a uno para lograr la dosis exacta. Luego se sentaba en su escritorio y trabajaba hasta las dos o las tres, con algún descanso para salir a caminar, lo cual favorecía su creatividad. (Quizá por esta razón la productividad de Beethoven era casi siempre más alta durante los meses cálidos).

Tras almorzar al mediodía, Beethoven emprendía una larga y vigorosa caminata, que ocupaba gran parte del resto de la tarde. Siempre llevaba un lápiz y un par de hojas de papel pautado en el bolsillo, para registrar las ideas musicales que le sobreviniesen. A la caída del sol, a veces paraba en alguna taberna para leer los periódicos. Por las noches a menudo recibía visitas o iba al teatro, aunque en invierno prefería quedarse en casa y leer. La cena solía ser bien sencilla: un tazón de sopa, por ejemplo, y alguna sobra del almuerzo. Beethoven disfrutaba del vino en las comidas, y después de cenar le gustaba beber una jarra de cerveza y fumarse una pipa. Rara vez trabajaba en su música por la noche, y se iba a la cama temprano, a las diez como mucho.

Vale la pena mencionar aquí los inusuales hábitos de baño de Beethoven. Su discípulo y secretario Anton Schindler los recogió en la biografía El Beethoven que yo conocí.

Lavarse y bañarse49 estaban entre las necesidades más imperiosas de la vida de Beethoven. A este respecto era un verdadero oriental: en su opinión, Mahoma no exageraba ni un ápice en el número de abluciones que prescribió. Si no se había vestido para salir durante las horas de trabajo matutinas, solía colocarse en paños menores frente al lavabo y verter sobre sus manos grandes jarras de agua, cantando escalas a voz en cuello o a veces tarareando muy alto para sí. Entonces daba zancadas por el cuarto con ojos inquietos o fijos, anotaba algo, y tornaba a verter agua y a cantar ruidosamente. Estos eran momentos de profunda meditación, que a nadie hubieran incomodado de no ser por dos infortunadas circunstancias. La primera era que los sirvientes a menudo estallaban de risa. Esto encolerizaba al maestro, quien a veces los increpaba con un lenguaje que lo hacía parecer aún más ridículo. La segunda era que Beethoven entraba en conflicto con el casero, pues con demasiada frecuencia el agua derramada era tanta que se filtraba a través del piso. Esta era una de las principales razones de la impopularidad de Beethoven como inquilino. El piso de su sala tendría que haber estado asfaltado para impedir que se filtrase toda aquella agua. ¡Y el maestro era totalmente inconsciente del exceso de inspiración que corría bajo sus pies!

SØREN KIERKEGAARD50 (1813-1855)

La dos actividades predominantes del día del filósofo danés eran escribir y caminar. En general, escribía por las mañanas, emprendía una larga caminata por Copenhague al mediodía, y luego volvía a escribir durante el resto del día y las primeras horas de la noche. Estos paseos le aportaban sus mejores ideas, y a veces era tanta su prisa por anotarlas que, al regresar a casa, escribía de pie frente a su escritorio, con el sombrero puesto y todavía con el bastón o el paraguas en la mano.

Kierkegaard se energizaba con café, casi siempre después de la cena y de un vaso de jerez. Israel Levin, su secretario desde 1844 hasta 1850, recordaba que Kierkegaard poseía “por lo menos cincuenta51 juegos de tazas y platillos, pero solo uno de cada tipo”, y que, antes de que se pudiera servir el café, Levin tenía que elegir qué taza y platillo prefería para ese día, y luego, extrañamente, justificar su elección ante Kierkegaard. Y ahí no terminaba el extraño ritual. El biógrafo Joakim Garff escribe:

Kierkegaard tenía52 su propio modo peculiar de tomar café: con gran alegría agarraba la bolsa del azúcar y vertía azúcar en la taza hasta formar un montón que rebasara el borde. Luego venía el café negro increíblemente fuerte, que disolvía despacio la pirámide blanca. No bien concluía este proceso, el almibarado estimulante desaparecía en el estómago del magíster, donde se mezclaba con el jerez produciendo una energía que se propagaba hasta su cerebro bullente y burbujeante… que en cualquier caso ya había producido tanto a lo largo del día que en la penumbra Levin podía aún distinguir el hormigueo y el temblor con que los dedos exhaustos aferraban la fina asa de la tacita.

VOLTAIRE53 (1694-1778)

Al escritor y filósofo de la ilustración francesa le gustaba trabajar en la cama, sobre todo en sus últimos años. Un visitante registró su rutina54 en 1774: se pasaba la mañana en la cama, leyendo y dictando textos nuevos a uno de sus secretarios. Hacia el mediodía se levantaba y se vestía. Luego recibía visitas o, si no tenía ninguna, seguía trabajando, sosteniéndose con café y chocolate (no almorzaba). Entre las dos y las cuatro, Voltaire y su secretario principal, Jean-Louis Wagnière, salían en un coche a inspeccionar la finca. Luego volvía a trabajar hasta las ocho, hora en que se reunía con su sobrina viuda (y amante por muchos años) madame Denis y con otros para cenar. Pero su día de trabajo no terminaba allí: Voltaire a menudo reanudaba su dictado después de la cena, continuando hasta bien entrada la noche. Wagnière estimaba que55, en total, trabajaban entre dieciocho y veinte horas al día. Para Voltaire, era un acuerdo perfecto. “Me encanta mi celda56”, escribió.

BENJAMIN FRANKLIN57 (1706-1790)

Como es sabido, Franklin, en su Autobiografía, enumeró una serie de puntos para alcanzar una “perfección moral58” siguiendo un plan de trece semanas. Cada semana estaba dedicada a una virtud específica –templanza, limpieza, moderación, etcétera– y anotaba en un calendario sus transgresiones contra estas virtudes. Franklin creía que si lograba mantener su devoción por una virtud durante toda una semana, esta se convertiría en hábito; entonces podría pasar a la siguiente, incurriendo cada vez en menos transgresiones (señaladas en el calendario con una marca negra), hasta quedar completamente reformado y no necesitar en lo adelante más que algunas rondas ocasionales de mantenimiento moral.

El plan funcionó hasta cierto punto. Después de completar el curso varias veces seguidas, consideró necesario realizar tan solo un curso al año, y luego uno cada unos pocos años. Pero la virtud del orden –“Que cada una de tus cosas59 tenga su sitio; que cada uno de tus quehaceres tenga su momento”– al parecer siempre lograba eludirlo. Franklin no tenía una propensión natural a mantener organizados sus papeles y demás posesiones, e intentarlo le resultaba tan frustrante que estuvo a punto de renunciar. Además, las exigencias de su negocio –una imprenta– no siempre le permitían cumplir el riguroso programa diario que se había impuesto. El cronograma ideal, también registrado en el breviario de virtudes de Franklin, sería este:

Rutina diaria de Benjamin Franklin, tomada de su autobiografía.

Este programa fue formulado antes de que Franklin adoptase uno de sus hábitos favoritos en sus últimos años: su cotidiano “baño de aire”. En aquella época, los baños de agua fría eran considerados tonificantes, pero Franklin opinaba que el frío era un shock demasiado violento para el sistema. En una carta, escribió:

He encontrado60 mucho más aceptable para mi constitución bañarme en otro elemento, es decir, en aire frío. Para ello me levanto temprano casi todas las mañanas, y me siento en mi aposento sin ropa alguna, media hora o una hora, según la estación, leyendo o escribiendo. Esta práctica no es en absoluto dolorosa, sino por el contrario, agradable; y si luego regreso a la cama, antes de vestirme, como a veces sucede, le sumo a mi descanso nocturno una o dos horas del más placentero sueño que pueda imaginarse.

ANTHONY TROLLOPE61 (1815-1882)

Trollope logró producir cuarenta y siete novelas y otros dieciséis libros a golpe de sesiones matutinas invariables de escritura. En su Autobiografía, Trollope describió sus métodos de composición en Waltham Cross, Inglaterra, donde vivió durante doce años. La mayor parte de este tiempo trabajó como funcionario público en la oficina general de correos, una carrera que comenzó en 1834 y no abandonó sino hasta treinta y tres años más tarde, cuando ya había publicado más de dos docenas de libros.

Mi costumbre era62 estar frente a mi mesa cada mañana a las cinco y media; y mi costumbre era también no darme tregua. Un viejo sirviente, cuyo trabajo era llamarme, y al que le pagaba cinco libras de más al año por esa tarea, tampoco se daba tregua. Durante todos aquellos años en Waltham Cross, ni una sola vez se retrasó con el café que era su obligación darme. No me parece que haya otra persona con la que me encuentre más en deuda por el éxito que he alcanzado. Comenzando a esa hora lograba completar mi trabajo literario antes de vestirme para desayunar.