CORAZONES DE PIEDRA
SIMON SCARROW
Título original: Hearts of Stone
Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados
Primera edición: junio de 2016
Primera edición en e-book: octubre de 2017
© Simon Scarrow, 2015
© del mapa: John Gilkes, 2015
© de la traducción: Ana Herrera, 2016
© de la presente edición: Edhasa, 2017
Diputación, 262, 2º 1ª
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España
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ISBN: 978-84-350-4672-5
Epílogo
Mayo, 2014
Sonó la campana que marcaba el final de la pausa para la comida, y Anna, con mucho cuidado, quitó las migas del escritorio en su cubículo de trabajo con la palma de la mano, y las depositó en la papelera. Todavía estaba masticando los últimos bocados de su sándwich de atún y pepino, cuando se puso de pie y recogió su bolso y la pila de libros de ejercicios que esperaban para entregárselos a sus estudiantes de noveno curso. Al pasar por la sala de descanso, los otros profesores estaban bebiéndose unas tazas de té a toda prisa antes de dirigirse a sus clases.
En abril había recibido una llamada de su madre, desde Norwich, anunciándole que Eleni había muerto mientras dormía. Anna la había visitado siempre que había podido los últimos meses de su vida, y había visto consumirse poco a poco a su abuela. Sus últimos recuerdos habían sido para Andreas y los breves y peligrosos episodios de su vida que habían compartido ambos en el andartes. El funeral fue discreto, con sólo un puñado de familiares en el crematorio. Ella le había dejado lo poco que tenía a Marita, y sus cenizas fueron colocadas en la tumba junto a su marido inglés, muerto hacía mucho tiempo.
Para Anna, la sensación de pérdida fue doble. Había perdido a su querida abuela, pero también a Eleni, la joven a la que acababa de descubrir recientemente, pocos meses antes. Sintió un mayor pesar cuando le dio por pensar que Eleni había encontrado al gran amor de su vida en un momento extraordinario de la Historia, mientras que Anna todavía no había encontrado a nadie que pudiera inspirarle unos sentimientos tan profundos. Sin embargo, era joven todavía, y las cosas podían cambiar, se dijo a sí misma. Además, ya era hora de seguir adelante. Había decidido volver a ponerse en contacto con Dieter e informarle de la muerte de Eleni. Quizás hiciera un viaje a Léucade y explorase la isla ella misma, tanto para comprender mejor a su abuela como para encontrar el lugar de descanso de Andreas.
Fuera, el pasillo estaba lleno de alumnos que corrían a las clases, ignorando totalmente el sistema de dos carriles para los profesores que permitía un mejor movimiento por la vía principal. Anna se puso detrás de un gran grupo de chicos del undécimo curso y aprovechó su empuje para avanzar por el pasillo, y luego tomó una puerta lateral que conducía a las clases sin aula fija. El habitual grupo de estudiantes aplicados ya había tomado asiento cuando entró en el aula, y sonrió como respuesta al saludo que le dedicaron. El resto llegó entonces, incluso después de que la campana anunciara el inicio de las lecciones. Como de costumbre, Jamie fue el último, y arrojó la bolsa a su escritorio por encima de la cabeza de dos de las chicas, obligándolas a encogerse.
Anna pasó lista y sacó las hojas de ejercicios que había pasado toda la hora de la comida fotocopiando, y pidió a uno de los chicos que las fuera repartiendo. Se oyó el roce de mochilas y los estudiantes sacaron sus bolígrafos y cuadernos, y cuando vio que todo el mundo estaba preparado para empezar, Anna se quedó de pie frente a la clase.
–Hoy empezamos con un tema nuevo –anunció Anna a los alumnos–. Vamos a hablar de la República de Weimar y del auge del partido nacionalsocialista. Habréis oído hablar de ellos, aunque normalmente se les suele nombrar como «nazis». Buscaremos pruebas de la situación de Alemania en los años 20, los agravios del pueblo alemán y por qué los nacionalsocialistas fueron capaces de convencerlos de que les votasen. Tenéis el texto de uno de sus panfletos delante de vosotros, junto con un artículo periodístico sobre uno de sus primeros mítines. Lo que tenéis que hacer ahora es leer en parejas...
Un movimiento al fondo de la clase captó su mirada, y vio que Jamie murmuraba a uno de sus compañeros.
–Jamie –empezó ella, paciente–. Si tienes algo que decir sobre este tema que pueda interesar a los demás, dilo.
Él asintió lentamente.
–Sí, ahora que lo dice, pues sí.
Dio unos golpecitos en la hoja de ejercicios.
–Esto pasó hace cien años, ¿verdad?
–Eso es.
–Entonces, ¿cómo se supone que me va a ayudar a encontrar trabajo? ¿Para qué me interesa? Todo es sobre gente muerta y aburrida. Deberíamos aprender sólo cosas útiles.
–El proceso de aprendizaje es lo que resulta útil, Jamie.
–Eso es lo que dice usted, señorita. Pero yo quiero saber algo interesante. Algo real.
–¿Ah, sí? ¿De verdad? –Anna se sentó en el borde de su escritorio y miró las caras de sus alumnos. Jóvenes y llenos de promesas. Notó que algo se removía en su corazón. Algo inspirador e importante. Mucho más importante que las insulsas hojas de ejercicios que tenían ante ellos–. Está bien. Podéis hacer los ejercicios como deberes en casa. Pero ahora quiero que los dejéis a un lado. Dejad también los bolígrafos. Todo. Quiero que escuchéis. Os voy a contar una historia de la Historia. Algo interesante. Algo real... Escuchad.
CORAZONES DE PIEDRA
Prólogo
Léucade, septiembre de 1938
El obturador hizo clic. Karl Muller bajó la cámara y sonrió a los tres adolescentes, dos chicos y una chica, sentados en el banco. Tosió y les habló en griego.
–Ya está. Hecho.
Mientras guardaba su Leica en la funda de piel, los tres adolescentes se levantaron y se dirigieron a la mesa donde habían colocado los últimos hallazgos de las excavaciones. Sólo quedaba un estudiante de Berlín trabajando como ayudante de Muller; el resto ya había hecho las maletas y había vuelto a casa, tras la convocatoria del jefe de departamento de la universidad. No sólo los de su expedición, sino también los de las otras dos que había en las islas jónicas y, por lo que Muller sabía, todos los equipos arqueológicos del Mediterráneo habían recibido órdenes de abandonar el trabajo y volver a casa. Todo por culpa del deterioro de la situación internacional. Muller lo había postergado tanto como había podido, pero había acabado cediendo tras el último telegrama de Berlín, en el que le instaban a cumplir órdenes o asumir las consecuencias.
Al recordar el telegrama miró ansioso a su hijo. Peter era muy alto para sus dieciséis años, por lo que podían confundirlo con alguien mayor. Aún no tenía músculo en su cuerpo esbelto, por lo que parecía un tanto frágil. Las gafas le hacían parecer más delicado todavía. Muller soltó un breve suspiro. Su hijo era lo único que le quedaba en el mundo tras el fallecimiento de su esposa varios años atrás. Muller temía por el chico mientras observaba, de pie, fascinado, los últimos hallazgos. En otras circunstancias, Peter sería libre de seguir los dictados de su corazón y compartir el interés de su padre por la arqueología. Pero el mundo era como era, dominado por los despiadados credos de duros gobernantes y sus secuaces. Amenazaban con la guerra y, si lograban sus propósitos, Peter se vería atraído hacia el peligroso abrazo bélico. Muller había visto al ejército en el frente occidental durante la primera gran lucha del siglo actual, y le costaba olvidar el horror de entonces. Rezaba porque su chico, y millones de chicos más, no tuvieran que compartir el mismo destino de la generación anterior.
La chica se le había acercado tímidamente, y lo miraba mientras guardaba la cámara. Muller se volvió hacia ella con una sonrisa cálida:
–¿Qué puedo hacer por ti, Eleni?
–Herr Muller –la chica se dirigió a él por su apelativo alemán, y luego siguió, titubeante, en el alemán que le había enseñado Peter–. La foto que ha hecho... ¿Es posible...? ¿Me podría dar una copia?
Muller asintió.
–Claro. Me encargaré de ello cuando vuelva a Léucade y revele la película. –Señaló al otro chico–. Y también haré una copia para Andreas.
Eleni Thesskoudis sonrió ampliamente. Sus dientes blancos contrastaban con el tono oliva de su piel y el cabello largo y oscuro que enmarcaba su rostro ovalado con los ojos castaños. Guapa chica, pensó Muller para sí. Entendía por qué Peter se sentía atraído hacia ella. Era evidente que el chico estaba prendado de ella, aunque no quisiera admitirlo ante su padre, negándolo de ese modo categórico y nervioso propio de los adolescentes.
–Gracias, Herr Muller. Es usted muy amable.
–Y tú sabes cómo encandilar a los hombres para que hagan lo que quieres, ¿eh? –bromeó Muller. Eleni sonrió tímidamente y meneó la cabeza, y luego se volvió y se unió a sus amigos, que se inclinaban hacia la mesa que quedaba más cerca. Peter señalaba un fragmento de cerámica que todavía conservaba el asa delicadamente curva, y le explicaba un detalle a Andreas. El sol se reflejaba en sus gafas cada vez que levantaba la vista hacia el joven griego. Muller concentró la atención en el estudiante sentado en la mesa siguiente, y carraspeó:
–¡Heinrich!
El estudiante miró a su alrededor. Tenía el pelo perfectamente peinado. Heinrich Steiner llevaba la camisa y los pantalones cortos cubiertos de sudor y polvo, pero Muller sabía que se los quitaría en cuanto llegara a Léucade para ponerse su combinación habitual de pantalones de franela y camisa blanca, con esa insignia espantosa del partido sujeta al bolsillo superior. Muller se acercó y se quedó de pie al otro lado de la mesa.
–¿Has terminado de catalogar lo que hemos encontrado hoy?
–Casi, Herr Doctor. Dos entradas más y acabo.
–Bien. Luego recoge tus cosas y vuelve al pueblo. Yo me encargo de este lote. Cuando veas al capataz, dile que quiero que todo esto esté recogido mañana a primera hora. Los mejores artículos se almacenarán en Léucade. Y con el equipo haremos lo mismo.
Los estudiantes arquearon una ceja.
–¿Lo vamos a dejar todo aquí?
–¿Qué otra cosa podemos hacer? –Muller se encogió de hombros–. La universidad quiere que volvamos ya. Tengo que intentar organizar el envío de nuestros hallazgos desde Berlín.
El estudiante asintió y se concentró de nuevo en su libreta, completando los detalles sobre los últimos objetos que tenía delante. Muller volvió con los adolescentes.
–Vosotros tres os podéis ir con Heinrich. Os llevará a Léucade. Yo os seguiré con el coche.
–¿Te quedas aquí? –Peter frunció el ceño–. Pero el padre de Andreas nos ha invitado a todos a cenar esta noche...
–Iré. No quiero decepcionar al señor Katarides. Pero aún tengo que encargarme de algunas cosas antes de marcharme del yacimiento. –Muller frunció los labios y volvió la vista hacia el pequeño valle rodeado de colinas empinadas–. Antes de abandonarlo para siempre.
–Volverás, padre. En cuanto pase el conflicto.
Muller le dio una palmadita en la espalda.
–Sí, claro que sí, y tú también, si quieres.
Peter sonrió.
–¡Intenta impedírmelo! Además, echaría demasiado de menos a mis amigos. –Señaló a la chica y el chico, y volvió a hablar en griego–. Mi padre dice que volverá. Cuando el mundo recupere la razón.
–¡Bien! –Andreas esbozó una de sus poco habituales sonrisas, y a continuación frunció brevemente el ceño cuando la chica le apretó afectuosamente el brazo–. Te estaremos esperando –continuó con una voz teñida de ironía–. Seguiremos aquí, muertos de aburrimiento, esperando que alguien nos explique nuestra propia historia con un montón de detalles fascinantes e interminables.
Peter meneó la cabeza tristemente.
–Soy un hombre civilizado entre ignorantes...
–¡Basta de juegos, chiquillos bobos! –interrumpió Muller mientras su ayudante terminaba el trabajo, cerraba el cuaderno de golpe y se levantaba del banco–. Id con Heinrich. Ahora.
La impaciencia era evidente en su voz, y Peter y sus amigos se alejaron de las mesas y siguieron al estudiante, tomando el camino que salía del valle en dirección del campamento donde vivían los miembros de la expedición cuando no se encontraban en la casa de Léucade, alquilada por la universidad. Las tiendas, camas y hornillos no tardarían en sumarse al resto del equipo, que quedaría guardado en el almacén, a la espera del retorno de los arqueólogos. Muller continuó mirándolos hasta que los perdió de vista, y esperó unos minutos más hasta oír la vibración de la camioneta al ponerse en marcha. Chirriaron las marchas, el sonido del motor subió de volumen cuando Heinrich apretó el acelerador, y el vehículo se alejó traqueteando por el camino lleno de baches.
Cuando el ruido del motor desapareció por completo y se hizo el silencio, Muller miró a su alrededor, hacia el pequeño valle. Nada se movía. No había señal alguna de vida. Muller se puso a recorrer, con zancadas decididas, la excavación principal, donde estacas y cuerdas muy tirantes delimitaban cada zona. Una parte de los cimientos de una gran estructura que habían descubierto se encontraba medio metro por debajo de la superficie del terreno, y la habían ido destapando minuciosamente a lo largo de los dos últimos años. Ahora había que abandonarlo todo, dejar que volviera a su estado natural si las grandes potencias de Europa decidían volver a enfrentarse.
Muller se alejó del yacimiento principal y pasó junto a los arbustos y los robles mediterráneos atrofiados, en dirección al acantilado cercano. Al dejar atrás la fina hilera de árboles se detuvo y miró a su alrededor. Escuchó para asegurarse de que estaba totalmente solo y, ya satisfecho, rodeó una aulaga y empezó a subir por un camino estrecho que recorría el acantilado. Aunque Muller superaba la cuarentena, el ascenso no era difícil, y había múltiples salientes a los que agarrarse.
Tras subir cinco metros, alcanzó la cornisa que se alzaba levemente en dirección a una roca que sobresalía en la pared del acantilado. Había que acercarse mucho para ver que la roca no formaba parte del mismo. Lo cierto es que hacía solamente una semana que Muller se había aventurado por aquella zona, buscando un punto desde el que tomar fotos del yacimiento entero.
Fue entonces cuando se fijó en su peculiaridad geológica, y decidió investigarla.
Respirando entrecortadamente debido al esfuerzo, fue avanzando por la cornisa arrastrando los pies hasta que vio la abertura oscura de la cueva, oculta tras la roca. Sintió que se le aceleraba el corazón por la excitación que sentía al acercarse. En la boca oscura de la cueva notó el frescor de su interior, y tembló. Muller recuperó el aliento, se agachó y se metió por la abertura.
Sólo se veía algo en la entrada, pues la luz directa del sol no llegaba al interior de la cueva. Muller buscó a tientas la linterna que llevaba en el bolsillo, la sacó y la encendió. Un halo de luz atravesó bruscamente la penumbra, y lo dirigió hacia la parte trasera del fresco y húmedo interior. El aire olía a moho, y las botas de Muller crujieron al pisar las piedrecitas que cubrían el suelo de la cueva. El hombre sintió que un nerviosismo enorme le corría por las venas, algo que prácticamente no había sentido nunca en la vida. Y luego una frustración amarga. Allí se encontraba el gran descubrimiento arqueológico de su época. Pero no podría aprovecharlo ahora que le obligaban a abandonar su trabajo en la isla. Si hubiera tenido más tiempo..., más tiempo para explorar la cueva a fondo y descubrir todos sus secretos...
Como había hecho un par de veces antes, Muller se acercó despacio a la parte trasera de la cueva, donde la roca labrada daba paso a una superficie plana. Dos columnas, talladas a partir de la montaña, flanqueaban una gran losa de piedra. No tenía ninguna característica especial, a excepción de una frase corta grabada en la superficie, obra de un picapedrero que había abandonado la tierra casi tres mil años atrás, pero estaba tan bien conservada que bien podría haberla tallado ayer. Muller inclinó la linterna para que mostrara claramente las palabras. No había error posible en el nombre, ni el epitafio. Muller se juró a sí mismo que algún día aquel descubrimiento le haría famoso. El mundo asociaría su nombre para siempre a aquel lugar y a los tesoros que yacían en la oscuridad, más allá de la pared de piedra.
Capítulo uno
Noviembre de 2013, Kent
–¿Por qué tengo que hacerlo, señorita?
Anna volvía hacia su escritorio entre las mesas de grupo del noveno curso. Se detuvo y se volvió en dirección a su voz. Jamie Gould se la quedó mirando con una expresión inquisitiva. Era consciente de que otros tantos rostros habían levantado la vista de sus hojas de ejercicios, esperando a ver cómo reaccionaba. Anna conocía muy bien a la clase y era capaz de identificar a aquellos que podían ser problemáticos, y no sólo negados; Jamie no era de estos últimos. Anna se puso en guardia al instante, y pensó rápidamente cómo debería responder a la pregunta.
Carraspeó levemente.
–¿Hacer qué, exactamente, Jamie?
–Esto. –Jamie señaló su hoja de ejercicios, y su cabello oscuro y ondulado ondeó durante un instante. Era innegable que se trataba de un muchacho guapo, y Anna sabía que muchas chicas de la clase se sentían atraídas por él. Incluida, por desgracia, Amelia Lawrence, una joven estudiosa que seguro que sacaría un sobresaliente en Historia, siempre que decidiera estudiar para el examen de la asignatura de bachillerato. Anna esperaba que lo hiciera. Sentía un deseo de protección hacia Amelia, como suele pasar a las profesoras con aquellas alumnas que esperan que se labren un buen futuro, sin la carga de niños, novios o, Dios no lo quiera, maridos y parejas como Jamie Gould.
–La hoja de ejercicios forma parte del proceso de evaluación, Jamie –respondió Anna con paciencia–. Tienes que completar los ejercicios para que vea cuánto sabes del tema.
–Pero es aburrido, señorita.
Anna sonrió.
–No hay garantías de que todo lo que aprendas en la escuela tenga que ser entretenido. Hay cosas que, sencillamente, son importantes. Estoy segura de que lo entenderías si concentraras tu atención en la asignatura, Jamie.
Hubo un silencio y Anna vio un destello hostil en la mirada del chico, por lo que lamentó de inmediato su desaire. Anna despreciaba a los maestros que disfrutaban bajando los humos a sus estudiantes. Como si fuera un logro humillar a un ser humano más joven, menos formado y experimentado. Y, sin embargo, acababa de caer en eso mismo. De manera casi instintiva. No tenía excusa, por lo que se reprendió a sí misma.
–¿Y por qué debería hacerlo, señorita? –Jamie soltó bruscamente el boli y se reclinó en el asiento, estirando las piernas–. La Historia es aburrida. No tiene sentido. ¿Por qué nos obliga a estudiarla? No me servirá de nada en cuanto me vaya de este sitio de mala muerte.
«Y yo no veo el momento de que llegue ese día, querido Jamie.» Anna se acercó a la mesa que Jamie compartía con cinco personas más, escogidas cuidadosamente para que se rodeara de modelos de conducta positivos, como si la actitud trabajadora de los demás se le pudiera contagiar. La profesora mantuvo una expresión neutra al mirarle a los ojos desafiantes, mientras intentaba decidir a toda velocidad cómo lidiar con ese último asalto a su autoridad.
–Vaya, has sacado muchos temas. ¿Por dónde empiezo?
–Usted debería saberlo, señorita. Es la profesora de Historia. –Jamie miró a su alrededor mientras parte de la clase se reía nerviosa y otros observaban con curiosidad el enfrentamiento. Anna volvió la vista y vio que los labios de Amelia esbozaban una sonrisa al observar a Jamie. Esa sonrisa, aunque fuera un pequeño gesto inconsciente, le resultó dolorosa, por lo que volvió a mirar al chico con una expresión helada.
–Sí, soy la profesora, mi trabajo es intentar enseñarte. Por tu propio bien. ¿Qué quieres hacer cuando salgas de aquí, Jamie?
–Quiero hacer algo interesante. Algo bien pagado. No ser profesor –hizo una pausa–. Es aburrido.
–Ya. ¿Aburrido, verdad? –había tantas respuestas que deseaba expresar... La primera, y la que más necesitaba reprimir, era decirle a ese adolescente arrogante que, si abandonaba ahora, saldría de la escuela con un puñado de malas notas que servirían poco más que como certificados de asistencia, y que ya vería dónde llegaba en la vida con la crisis actual. Luego estaba el deseo de explicarle de qué iba la educación. Lo importante que era, para Jamie, para todos. Que servía de respaldo para todo lo que posibilitaba la vida civilizada. Anna decidió que sería mejor limitarse a un argumento más concentrado.
–Dices que la Historia es aburrida.
–Aburrida –asintió él–. Sólo son cosas que han pasado. Hace mucho. Todo eso no podemos cambiarlo. No significa nada para mí. Nada para nadie que exista ahora. No tendríamos que perder el tiempo con estas chorradas –y apuntó con un dedo la hoja de ejercicios donde Anna veía que sus respuestas equivalían a poco más que un puñado de palabras mal garabateadas en los espacios que les había proporcionado para ello. Un garabato se extendía también por uno de los márgenes.
Anna levantó la vista y la clavó en los ojos del chico. Vio en ellos la peculiar hostilidad hacia las profesoras que había visto en muchos chicos en los cinco años que llevaba dando clases. Trató de ignorarla al elaborar su respuesta.
–Me resulta imposible compartir tu opinión, Jamie. Para mí, la Historia no tiene nada de aburrido. La Historia es como un gran relato, y lo explica todo. Nos cuenta por qué las cosas son como son. Por eso es importante. Para todos. Incluso para ti, Jamie. Mi trabajo consiste en conseguir que lo veas.
–Pues no puede –Jamie chasqueó la lengua–. No puede obligarme a hacer lo que usted quiera. Y si no quiero estudiar Historia, pues no tiene ningún derecho a obligarme. ¿Por qué no puedo aprender algo que valga? ¿Algo que me sirva para encontrar un trabajo de verdad? –Había un brillo peligroso en su mirada, y se inclinó hacia delante al alzar la voz–. ¿De qué sirve todo esto? –El chico levantó la hoja y la agitó delante de Anna–. Un montón de preguntas de mierda sobre un puente que se cayó en Great Yarmouth hace más de cien años. ¿Para qué sirve?
Anna notó que su corazón latía más rápido y tuvo esa sensación horrible, reconocible, de un remolino en la boca del estómago, ante el desafío del chico. La verdad es que a ella tampoco le gustaban las hojas de ejercicios, estaba cansada de las antiguas evaluaciones de primaria y secundaria, pero el director de Humanidades de la escuela insistía en utilizarlas. Resultaba deprimente observar a los estudiantes resolviendo los ejercicios de las carpetas de colores, separadas por capacidades, año tras año.
Anna intentaba adaptar sus clases para compartir su pasión por la Historia, pero excepto para un pequeño porcentaje de los estudiantes, era un reto que habría agotado al mismísimo Sísifo. Anna quería decirle a Jamie que estaba de acuerdo con su opinión sobre las hojas de ejercicios. Quería hablarle de los grandes relatos que llenaban las páginas de la Historia, de los personajes, de los que eran héroes y villanos, enfrentados entre ellos, o que emprendían audaces caminos en los cuales adquirían principios y tolerancia. Compartir con Jamie lecciones importantes del pasado. Una cita le vino a la mente, unas pocas frases de una tarjeta que había colgado en su pequeño puesto de trabajo de la sala de profesores: «Los que no estudian la Historia están condenados a repetirla. Pero los que estudian la Historia están condenados a observar, impotentes, mientras todos los demás la repiten...». Había guardado aquella tarjeta para que le recordase a diario por qué había elegido hacerse profesora. Algún día, puede que hubiera gente suficiente que valorara lo bastante la Historia como para romper esa dinámica. Pero hasta entonces tenía que enfrentarse a Jamie y a todos aquellos que le seguían.
Anna percibió un movimiento repentino y miró hacia un lado lo bastante rápido como para ver que Lucy, una chica rubia muy maquillada, señalaba el reloj por encima de la pizarra blanca y hacía un movimiento sinuoso con la mano. Jamie también lo había visto, y entonces se dio cuenta de que su profesora también, y sonrió débilmente, aunque desafiante.
Así que de eso se trataba. El viejo truco de entretener a la profesora para perder el tiempo hasta que sonara el timbre. Anna se enfadó consigo misma por haber caído en la trampa. Respiró hondo muy despacio. Formaba parte del toma y daca de la profesión. Ya acabaría equilibrándose, se dijo.
Habría clases mejores, en las que Jamie se contentaría con aburrirse en vez de alterar el orden o, mejor aún, se contentaría con otra ausencia injustificada. Anna se inclinó hacia delante y habló con voz calmada.
–Jamie, de esto no te puedes librar, así que más vale que lo aproveches al máximo. Acaba la hoja de ejercicios y no vuelvas a interrumpir la clase, ¿entendido?
Mientras hablaba, Anna se estremeció mentalmente por lo que Jamie había conseguido. Interrumpir la clase. Ése era su premio. Una recompensa inútil en su lucha constante contra la autoridad, que lo acabaría destruyendo. Y ahora el pequeño idiota sonreía.
Apartándose de la mesa, Anna volvió a su escritorio en la parte delantera de la clase y miró el reloj.
–Quedan diez minutos. Se acabó la charla. Acabad la hoja de ejercicios y punto. Los que la completéis, podéis entregarla al final de la clase. Los demás podéis acabarla como deberes, y la recojo mañana a primera hora. Ya podéis seguir.
Jamie estuvo un instante sin hacer nada, mirándola desafiante, y por fin se encogió de hombros y se puso a describir movimientos circulares con el boli. Anna se planteó volver a enfrentarse a él e insistir en que hiciera lo que le había dicho, pero se dio cuenta de que sólo serviría para que volviera a interrumpirla y para que el resto de la clase trabajara menos.
Se sintió aliviada cuando el timbre agudo de la escuela anunció la pausa para comer. Antes de que pudiera decir nada, se oyó el ruido que hacían siempre los estudiantes al recoger las mochilas y empezar a guardar los lápices y bolígrafos.
–Los ejercicios acabados, en mi escritorio. Espero el resto mañana a primera hora en mi casillero. –Anna tuvo que levantar la voz cuando los chicos se pusieron a arrastrar las sillas por el suelo de vinilo desgastado y los zapatos y las mochilas chocaron contra las patas de metal de las mesas. Jamie y la mayoría de los demás salieron por la puerta. Sólo un puñado de estudiantes se dirigió al escritorio de Anna y colocó sus ejercicios a toda prisa en una pila mal formada, a un lado de la lista de clase. Amelia fue la última en salir, y sonrió rápidamente al entregar la hoja, con cada casilla de respuesta pulcramente completada. Había algo en su sonrisa que indicaba lo violenta que se sentía por su profesora, y Anna asintió levemente para compartir ese breve instante de entendimiento.
Amelia salió, y Anna se quedó sola en la clase. Se preguntaba por qué a tantos chicos les costaba compartir su pasión por la Historia. Ya era lo bastante duro batallar contra un sistema que parecía obsesionado por marginar su asignatura en favor de «habilidades pertinentes». Aún era peor cuando los políticos utilizaban la Historia como una simple excusa para imponer una ideología patriotera, o para concienciar de cualquier tema social contemporáneo que sacara de quicio a los miembros más progresistas del parlamento. A veces parecía que a nadie le gustaba la Historia en sí misma.
Anna abrió los ojos y se levantó. Cogió el pequeño fajo de ejercicios acabados y se detuvo. Aún quedaba una hoja de papel en la mesa donde estaba sentado Jamie. Con un suspiro, Anna atravesó la sala y la recogió. Una serie de remolinos de tinta rodeaban dos líneas que cruzaban la hoja en diagonal. «La Historia debería ser puta historia.»
Anna meneó la cabeza, y se planteó informar del asunto al director del colegio para que tomara más medidas contra Jamie.
–Pero ¿para qué? –se preguntó en voz baja. Metió la hoja bajo las otras que llevaba en la mano, salió del aula y recorrió el pasillo hasta la sala de profesores. Cuando abrió la puerta, la escena era tan familiar para Anna como el comedor de la casita adosada que había alquilado. Aún más, en diferentes aspectos. La misma gente estaba sentada en las mismas sillas, y abría los recipientes de plástico y sacaba sándwiches, fruta y galletas. El olor penetrante del café de filtro salía del mostrador estrecho de la cocina donde los profesores apilaban sus tazas. Unas cuantas caras se levantaron y le hicieron una seña a modo de saludo.
Anna se dirigió hacia la puerta que llevaba a la sala estrecha llena de cubículos para trabajar. Le habían concedido uno como profesora recién titulada cuando llegó a la escuela, pero nadie se había molestado después en cambiarla de sitio, y ahora Anna lo consideraba un espacio propio. Colocó las hojas de trabajo en la estantería por encima del escritorio abarrotado y se sentó. El técnico informático de la escuela había sustituido su salvapantallas habitual por una animación de una chimenea acogedora rodeada de acebo y calcetines de Navidad con un reloj digital en la repisa, con la cuenta atrás de los segundos que faltaban para el final del semestre.
La imagen desapareció cuando Anna pasó por encima el ratón, y luego desplazó el cursor hasta la casilla de inicio de sesión, escribió su dirección de correo electrónico y contraseña y apareció la carpeta con sus aplicaciones. Anna desplazó el cursor hasta Facebook e hizo clic dos veces. Apareció la reconocible cabecera azul junto con las actualizaciones recientes, y Anna no tardó en ir pasando la página para ver las noticias. Estaba la ronda habitual de actualizaciones personales, anuncios y ofertas para jugar a juegos o participar en una encuesta. Lo leyó todo sin interés y se concentró en tres iconos rojos en la parte superior. Dos amigos de amigos querían que los aceptara. Anna pulsó el botón «ahora no» y pasó a los mensajes. Había un mensaje nuevo, de alguien llamado Dieter Mueller. No reconocía el nombre, así que lo abrió porque le despertaba cierta curiosidad.
> ¿Es ésta la cuenta de Facebook de Anna Hardy-Thesskoudis? ¿Hija de Marita Thesskoudis y nieta de Eleni Thesskoudis?
Anna estaba sorprendida. No conocía a nadie llamado Dieter Muller, y le inquietaba que pareciera saber algo sobre su familia. Sus dedos dudaron encima del teclado, hasta que tecleó una respuesta rápida.
> ¿Quién quiere saberlo, y por qué?
Capítulo dos
En cuanto envió la respuesta, Anna pasó a la página de noticias de la BBC y miró los titulares. Luego volvió a la sala principal de profesores y se hizo un café. Cargado, solo y dulce, justo como su madre lo hacía siempre. A la manera griega, insistía. Igual que lo hacía su madre antes que ella.
Al volver a su zona de trabajo, Anna dejó la taza en la mesa y volvió a mirar Facebook. De nuevo había un mensaje de Dieter Muller.
> No pretendía molestarla. Estoy siguiendo una pista relativa a una tesis que estoy preparando aquí en Múnich. Debería presentarme. Soy un estudiante alemán de Filología Clásica y estoy investigando las expediciones a las islas Jónicas que tuvieron lugar antes de la Segunda Guerra Mundial. Busco a los descendientes de una familia griega que vivía en Léucade en aquella época. Me encontré con el nombre de Eleni Thesskoudis, que se fue a Inglaterra poco después de la guerra. ¿Es su abuela?
Anna volvió a leer el mensaje, esta vez más despacio. Tenía una desconfianza innata hacia Facebook, pues había visto una y otra vez que los estudiantes abusaban de él para gastarse bromas, y en ocasiones para acosarse. Ni siquiera el personal de la escuela era inmune a tales acciones, y Anna se preguntaba si aquello tendría algo que ver con Jamie. Pensó que mejor andarse con cuidado mientras redactaba la respuesta.
> No sé quién es, y no tengo por costumbre dar detalles personales a extraños en Facebook. Si todo esto es cierto, envíeme su correo y pruebas de que es quien dice ser.
Anna se reclinó en la silla y chasqueó la lengua. Se mostraba brusca, casi maleducada. Quería saber más sobre esa persona que afirmaba ser alemán y conocer a su familia, pero no quería dejarse engañar por alguna broma estudiantil patética o algún chanchullo peor. Volvió a teclear.
> ¿Cómo ha encontrado mi nombre?
Anna vio un aviso indicando que el extraño estaba tecleando, hasta que apareció una palabra en la casilla de mensajes.
–Maldito Google –murmuró Anna–. ¿Es que ya no hay nada privado?
Aparecieron más palabras en el recuadro.
> Google me dio registros genealógicos, y me imaginé que estaría en Facebook. Busqué su nombre y... ¿Es la persona que estoy buscando? Si no es así, le pido disculpas. Si lo es, quizá pueda ayudarme con unos detalles sobre la historia de su familia en Léucade. Eso es todo. Puede que le interese mi investigación...
Anna levantó una ceja, pensativa. La familia de su abuela tenía un hotelito en Nidhri. Los había visto unas cuantas veces, cuando unos primos lejanos de su madre vinieron a Inglaterra para ver a Eleni, y sólo había ido una vez, para la boda, dos años atrás. Parecía la típica familia griega: ruidosa, orgullosa y afectuosa. Al menos en lo que se refería a sus parientes.
Más allá de la familia inmediata, parecía haber enemistades cuyas causas eran tan antiguas que nadie sabía cuál había sido el agravio inicial. Anna decidió que no era información interesante.
Así que, ¿por qué le interesaban a Dieter Muller? La había encontrado a través de Google, y ella no podía ser menos. Pasó al motor de búsqueda y escribió el nombre junto a la universidad de Múnich. Apareció la lista de referencias. Había más de trescientos resultados, pero afortunadamente sólo siete combinaban el nombre y la institución. Hizo clic en el primer enlace probable y apareció la página del Departamento de Arqueología, con la opción de ver los contenidos en inglés. Hizo clic otra vez y tras esperar un poco apareció una página con la lista alfabética de los estudiantes de posgrado y los resúmenes de sus proyectos de investigación. Anna se desplazó por la página hasta que vio el nombre y accedió a la entrada. En ella apareció una foto en pequeño de un hombre joven que parecía de su misma edad. Tenía el pelo corto y negro, llevaba gafas sin montura y la barba pulcramente recortada. Intentaba sonreír para que no pareciera la foto del pasaporte, y Anna se fijó en que llevaba un pendiente rojo en forma de estrella en una oreja. Le pareció que tenía una expresión bastante amable. Desde luego no parecía ni amenazador ni inquietante. Anna se fijó en la presentación de su investigación, y aunque mal traducido, estaba lo bastante claro como para hacerse una idea de su campo de estudio. Efectivamente, Muller estaba examinando un programa de excavaciones que habían llevado a cabo unos arqueólogos alemanes en Ítaca y Léucade en los años anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial.
–Muy bien, Dieter –dijo Anna entre dientes–. Parece que todo cuadra.
Anna escribió un nuevo mensaje.
> Muy bien, ¿qué puedo hacer por usted?
> Me gustaría entrevistar a Eleni Thesskoudis, si es posible. También me gustaría examinar cualquier fotografía, diario u otro registro de la época que me permitan consultar.
Anna escribió.
> ¡Pues no pide nada! Mi abuela tiene más de noventa años.
> Lo entiendo. Pero, permítame que le pregunte, ¿está bien mentalmente?
Anna no pudo evitar sonreír. Había visto a su abuela tan sólo un mes antes, cuando la visitó en casa de su madre en Norwich, y la mente de Eleni seguía tan aguda como siempre, aunque estaba delgada como un palillo y sólo se aventuraba a salir a la oficina de correos del pueblo una vez a la semana para reclamar su pensión de viudedad. Sí, estaba bien, y con la lengua bien afilada. Anna sonrió al recordar a Eleni hablándole con dureza, insistiéndole en que debía casarse. Le insistía en que la vida era demasiado corta, apuntándola con el dedo huesudo mientras le hablaba con un marcado acento griego. Desde luego que Eleni estaba en sus cabales, pero ésa no era la auténtica dificultad para la entrevista que el estudiante alemán pudiera tener en mente. Anna volvió a acercarse al teclado.
> Mi abuela está bien mentalmente. Pero dudo que le interese. Por lo que me ha contado de su juventud en Grecia, sospecho que no se tomaría bien que un alemán le pidiera revivirlo. Lo siento. No creo que pueda ayudarle.
> Cuánto lo siento. Pero piénselo, por favor. Si Eleni no desea conceder una entrevista, entonces quizá podría entrevistar a su madre o a usted misma en relación a lo que usted, o ella, puedan saber. Estaré en Londres el próximo mes, investigando. ¿Podríamos vernos y hablar de esto? Podría explicarle mi proyecto con más detalle. Estoy seguro de que le interesará.
Anna negó con la cabeza. Pese al tono educado y formal de sus peticiones, no sabía prácticamente nada de Dieter Muller. Pero algo la hizo dudar. Sería interesante saber más sobre el pasado de su abuela... Entonces levantó la vista y vio las hojas de ejercicios que tenía que corregir. Le quedaban veinticinco minutos del descanso para comer. Si trabajaba rápido podría terminarlo, y no tendría que llevárselo a casa. Tecleó rápido.
> Lo siento, no puedo ayudarle.
Pero entonces le pareció que el rechazo tan brusco resultaba una respuesta muy pobre para el estudiante alemán, y escribió unas pocas palabras más.
> Seguro que es un proyecto muy interesante, pero ahora mismo no tengo tiempo libre para ayudarle. Buena suerte con su investigación, Dieter.
Hubo una pausa breve hasta que apareció el mensaje «Dieter está escribiendo» en la caja del chat.
> Entiendo. Le doy mi correo por si acaso: dietermuller34@hotmail.com. Si cambia de opinión, hágamelo saber. Le deseo lo mejor, Dieter.
Por un instante Anna sintió la tentación de continuar la charla y escribirle un último mensaje, pero volvió a mirar las hojas de ejercicios y, haciendo un esfuerzo, cerró la pantalla de Facebook y apagó el ordenador. Apartó el teclado en dirección al monitor de pantalla plana, se puso las hojas delante y cogió el bolígrafo verde para corregir la primera de ellas. Mientras repasaba las respuestas de los alumnos, Anna no podía dejar de pensar en los mensajes del alemán y se preguntaba por qué buscaría aquel joven a su abuela. Tenía que ser por algo importante. Algo que Anna decidió que tenía que averiguar.
Capítulo tres
Anna se despertó temprano a la mañana siguiente. Abrió los ojos y automáticamente miró el reloj de la mesilla. En la pantalla de un amarillo apagado ponía que sólo eran las seis y cuarto. Aún faltaba media hora para que sonara la alarma. La calefacción aún no estaba encendida, y el aire de la habitación era cortante, así que se cubrió aún más con el edredón. Anna recordó que aún le quedaba un puñado de hojas de ejercicios para corregir, y que tenía que completar un esquema para el séptimo curso, así que se armó de valor y salió de la cama.
Vestida con un pantalón de chándal bajo el camisón, se puso las zapatillas y atravesó el rellano hasta el segundo dormitorio pequeño que usaba de estudio. Se sentó en el escritorio. Había dejado las hojas delante del teclado del ordenador la noche pasada para no olvidarse. Cogió un rotulador, pero a continuación se detuvo y miró el monitor sin imagen mientras se pasaba el rotulador lentamente entre el pulgar y el índice. Dejó el rotulador en la mesa y tocó el teclado.
El ordenador salió de inmediato del modo hibernación, se lo oyó zumbar bajo el escritorio y pocos instantes después el monitor se encendió. Anna entró en Facebook y abrió el intercambio de mensajes con Dieter Muller. Volvió a leerlos, y reflexionó sobre la perspectiva de averiguar algo sobre la historia de su familia. En ocasiones sentía que la asignatura que enseñaba obviaba la historia de la mayoría de la gente. Un número incontable de experiencias extraordinarias se habían perdido para siempre, porque se pasaba por alto a la gente corriente, cuyos recuerdos no quedaban registrados. Igual ella podía hacer algo para resistirse a ese proceso... Puede que descubriera algo sobre las experiencias de su abuela durante la Segunda Guerra Mundial. Una historia que valiera la pena contar y transmitir a las generaciones posteriores. Puede que incluso pudiera utilizarla para inspirar a sus estudiantes, para que se dieran cuenta de que todo el mundo participa en la elaboración de la Historia.
Aunque tenía la dirección de correo electrónico del alemán, decidió no utilizarla. Aún no estaba preparada para establecer una línea de comunicación. Era mejor utilizar la mensajería de Facebook. Así que se inclinó hacia delante y escribió.
> Le pido disculpas si le parecí maleducada ayer, pero se dirigió a mí de una forma que me pilló desprevenida, por así decirlo. Ahora he tenido tiempo de pensármelo, y me gustaría saber más acerca de su proyecto. Si tiene tiempo libre durante su visita a Londres podríamos vernos para comer o tomar algo. Termino las clases el 16. Así que me iría bien en cualquier momento entre el 16 y el 23. Ya me dirá si le va bien.
Anna envió el mensaje y se quedó mirando la pantalla durante unos instantes, pero no había señal de que se estuviera preparando una respuesta. Suspiró, cogió el rotulador y empezó a puntuar los ejercicios, con la vista desviada al mismo tiempo hacia la pantalla. Para cuando terminó con las hojas no había habido respuesta, por lo que empezó con el esquema.
A diferencia del rápido intercambio de mensajes del primer día en que el alemán se puso en contacto con ella, no hubo respuesta al mensaje de Anna en el que accedía a quedar. Ni aquel día, a la semana siguiente, ni a la siguiente. Al principio se sintió decepcionada, pero se fue olvidando a medida que avanzaba el semestre hacia la Navidad. Además, le parecía rebajarse enviarle otro mensaje para ver si había leído el anterior, y decidió que debía de haberla dejado por imposible, que la conversación no había sido más que uno de esos brotes de actividad propio de las redes sociales.
Anna decidió olvidarse totalmente del asunto y concentrarse en la vida escolar. Las clases iban pasando. El director se había reunido con Jamie Gould a propósito de su mala actitud, y el gran festival musical de la escuela se preparaba a toda velocidad. Llegó la noche del gran estreno, y el auditorio quedó repleto de padres obedientes y miembros del personal a los que obligaban a asistir. Tras sumarse a los aplausos y quedarse hablando con algunos de los padres, Anna decidió recoger sus cosas y volver a casa.
La sala de profesores estaba vacía, y Anna se dirigió a toda prisa a su lugar de trabajo para coger el bolso y el abrigo que colgaba en el respaldo de la silla. El ordenador seguía encendido y se dispuso a apagarlo, pero dudó y se conectó a Facebook. Tenía un mensaje. De Dieter Muller. Anna hizo clic rápidamente sobre él.
> Discúlpeme por el retraso en responder a su mensaje. He estado en Grecia, y no podía conectarme. Estoy encantado de que desee verme. La semana que viene estoy en Londres. Sólo puedo verla para comer el martes. Yo pagaré, claro. Digamos, por ejemplo, ¿a las 13:00 en el restaurante Le Grand de Baker Street? Dígame si es posible, en cuanto pueda. Gracias. Y que vaya bien mientras.
Anna se quedó quieta un momento, hasta que se acercó al teclado y tecleó rápidamente.
> De acuerdo, allí estaré.
Las calles de Londres estaban abarrotadas cuando Anna salió de la estación de Charing Cross varios días más tarde. A la izquierda, la multitud usual de turistas que visitaban Trafalgar Square daba vueltas en torno a los actores callejeros. Las luces de Navidad colgaban por encima del tráfico como un entramado de estrellas brillando en el aire helado. La escuela había terminado el viernes anterior, y hordas de chavales acompañaban a sus padres a comprar los últimos regalos.
Anna tenía realmente curiosidad por saber por qué Dieter le había dicho que le interesaría su proyecto de investigación. Si lograba descubrir algo sobre el pasado de su abuela, valdría la pena. Eleni rara vez hablaba de su infancia con Anna, y nunca le había comentado lo que había vivido durante la guerra. Anna le preguntó a su madre por el motivo de su reticencia, pero tampoco sabía mucho, sólo había oído cuatro cosas de unos parientes de ese lado de la familia.
Los griegos habían sufrido mucho durante la ocupación alemana e italiana de su país. Sólo en Atenas, más de trescientas mil personas habían muerto de hambre. La situación no había sido mucho mejor en el campo. Aunque había más comida, el conflicto encarnizado entre los partisanos, los andartes y los fascistas había generado represalias, de modo que habían asesinado a más de diez mil griegos a quemarropa, y arrasado sus pueblos. Eleni se crió en la isla jónica de Léucade, que, por lo que Anna sabía, había sufrido menos durante la ocupación. Puede que Dieter Muller le contara algo al respecto, así como sobre el periodo que estaba investigando, sobre los años anteriores a la guerra en los que sus compatriotas estaban más interesados en desenterrar el pasado que en aplastar a los que vivían en el presente.
En cuanto pensó en ello, Anna sintió un pinchazo de culpa. Recordar el pasado parecía una obsesión típicamente británica. Los documentales interminables en televisión, las reposiciones de El ejército de papá, ¡Aló, aló! y Goodnight Sweetheart. Y las estanterías de Waterstones repletas de libros sobre la guerra. Y ya no hablemos de los juegos de ordenador sobre los que no paraban de charlar los chicos en la escuela, y de los titulares e imágenes infantiles en la prensa amarilla cada vez que el equipo de fútbol inglés jugaba contra Alemania. Habían transcurrido más de setenta años desde que empezó la guerra, pero la herida seguía abierta en las mentes de quienes la habían sufrido, y se había convertido en objeto de fascinación y luego de entretenimiento de las generaciones posteriores.
Anna sabía que era distinto en Alemania. Había ido a Berlín en un viaje de la escuela, y había visto con sus propios ojos los santuarios a la culpabilidad nacional: el memorial del holocausto y el museo, que detallaba, con una crudeza atroz, la barbarie asesina de la Gestapo y las SS. A veces el pasado pesaba muchísimo en Anna, y le recordaba por qué se había hecho maestra de Historia. Estaba la obligación de recordar, de aprender del pasado, aunque sólo fuera para entender mejor el presente. Y, aun así, en Inglaterra había una tendencia alarmante a trivializar la catástrofe que había arrancado el corazón a la mitad del siglo xx y seguía marcando al número menguante de personas que lo habían vivido y sufrido.
Anna estaba tan concentrada en sus pensamientos que ya había girado por Oxford Street y se dirigía hacia el norte en dirección a Baker Street sin darse cuenta. Al mirar el reloj, vio que justo eran las doce y media, y asintió satisfecha. Llegaría la primera al restaurante, e intentaría identificar a Dieter antes de que la viera. Tenía la ventaja de saber qué aspecto tenía, y podría hacerse una impresión de él antes de que se presentaran. Era una vieja costumbre que se remontaba a sus primeras citas, cuando quería ver cómo eran los chicos antes de que se pusieran la máscara con la que esperaban impresionarla. Pero claro, también era probable que él la reconociera; había tan poca intimidad hoy en día por culpa de Internet... Pero se dijo que tampoco era una cita, sino una reunión rápida con alguien que quería compartir información que podría arrojar luz sobre la historia de su familia. Algo interesante. De eso se trataba, y punto.