El almuerzo ofrecido por lord James a los invitados fue uno de los más espléndidos y alegres que se habían dado hasta entonces en la quinta.
Se brindó repetidas veces en honor de Sandokán y de la intrépida Perla de Labuán.
Al pasar las horas, la conversación se hizo animadísima; discutían acerca de tigres, cacerías, piratas, barcos. únicamente el oficial de marina estaba silencioso y parecía muy ocupado en estudiar a Sandokán, pues no apartaba de él la vista ni un solo instante.
—Seguramente se equivoca usted, príncipe, porque precisamente entonces nuestro crucero navegaba por esos parajes y no llegó a nosotros el eco de ningún cañonazo.
—Pudiera ser, porque el viento soplaba de Levante —contestó Sandokán, que principiaba a ponerse en guardia, sin saber adónde iba a parar el oficial.
Después de saludar al lord, que se había puesto de muy mal humor, y de estrechar apasionadamente la mano de Mariana, Sandokán se retiró a su cuarto. Se paseó largo rato. Una inquietud inexplicable se reflejaba en su rostro, y sus manos atormentaban la empuñadura del kriss. Sin duda pensaba en el interrogatorio que le había hecho el oficial. ¿Lo habría reconocido, o era nada más que una sospecha? ¿Tramaba algo contra el pirata?
—¡Si me preparan una traición —dijo al fin Sandokán alzando los hombros—, yo sabré deshacerla! Nunca he tenido miedo a los ingleses. Descansemos y mañana ya veré qué es lo que hay que hacer.
Se echó en la cama sin desnudarse, puso el kriss al lado, y se durmió tranquilamente con el dulce nombre de Mariana en los labios.
Despertó al mediodía, cuando ya el sol entraba por las ventanas.
Le preguntó a un criado dónde estaba el lord, pero le contestó que había salido a caballo antes del amanecer, en dirección a Victoria. Tal noticia lo dejó estupefacto.
—¿Se ha marchado sin haberme dicho nada anoche? —murmuró—. ¿Se estará tramando alguna traición en mi contra? ¿Y si esta noche volviera como enemigo? ¿Qué debo hacer con ese hombre que me ha cuidado como un padre y que es el tío de la mujer a quien adoro? ¡Ah, qué bella estaba Mariana la tarde en que intenté huir! ¡Y yo trataba de alejarme para siempre de ti, cuando tú me amabas ya! ¡Extraño destino! ¿Quién hubiera dicho que yo amaría a esa mujer? ¡Y cómo la amo! ¡Por esa mujer sería capaz de hacerme inglés, me vendería como esclavo, dejaría para siempre la borrascosa vida de aventurero, mal—
deciría a mis tigrecillos y a ese mar que domino y que considero como la sangre de mis venas!
Inclinó la cabeza y se sumergió en un mundo de pensamientos. Pero volvió a levantarla, con los dientes apretados y los ojos despidiendo llamas.
—Lo buscaba, mi heroico amigo —dijo ruborizada. Se acercó un dedo a los labios como para recomendarle silencio, lo cogió de una mano y lo condujo a una pérgola.
—Escuche —dijo aterrada—. Ayer dejó usted escapar unas palabras que han alarmado a mi tío. Tengo una sospecha que usted debe arrancarme del corazón. Dígame, si la mujer a quien ha jurado amor le pidiera una confesión, ¿se la haría?
El pirata se hizo atrás bruscamente. Pareció que vacilaba bajo un terrible golpe.
—Milady —dijo al cabo de algunos instantes de silencio, y cogió las manos de la joven-, por usted lo haré todo. Si debo hacerle una revelación dolorosa para ambos, la haré. ¡Se lo juro!
Mariana levantó sus ojos hacia él. Sus miradas se cruzaron, suplicante la de ella, brillante la del pirata.
—No me engañe, príncipe —dijo Mariana con voz ahogada—. Quienquiera que sea, el amor que ha encendido en mi corazón no se apagará nunca. ¡Rey o bandido, lo amaré igual!
—Escucha, Mariana —dijo Sandokán, como si hiciera un esfuerzo sobrehumano—, hay un hombre que impera en este mar que baña las costas de las islas malayas, que es el azote de los navegantes, que hace temblar a las gentes, y cuyo nombre suena como una campana funeral. ¿Has oído hablar de Sandokán, el Tigre de la Malasia? ¡Mírame a la cara: el Tigre soy yo!
La joven dio un grito de horror y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Mariana —exclamó el pirata cayendo a sus pies con los brazos extendidos hacia ella—, no me rechaces, no te asustes! Fue la fatalidad la que me convirtió en pirata. Los hombres de tu raza no tuvieron piedad conmigo, que no les había hecho mal alguno. Me arrojaron al fango desde las gradas de un trono, me quitaron mi reino, asesinaron a mi madre, a mis hermanos, a mis hermanas. Me empujaron a los mares. No soy pirata por robar, sino que lo soy como justiciero, soy el vengador de mi familia y de mis súbditos, nada más. Si quieres, recházame, y me alejaré para siempre de estos lugares para no causarte miedo nunca más.
—Si quieres, te llevaré a una isla lejana cubierta de flores, donde no oigas hablar de Labuán ni yo de Mompracem. A una isla encantada donde podrán vivir enamorados el terrible pirata y la hermosa Perla de Labuán. ¿Quieres, Mariana?
—Huye, Sandokán, mientras sea tiempo. Temo que te suceda una desgracia. Mi tío no ha salido por capricho; debe haberlo llamado el baronet William Rosenthal, que probablemente te ha reconocido. ¡Por favor, parte, vuelve a tu isla ahora! ¡Ponte a salvo antes de que una tempestad caiga sobre tu cabeza!
En lugar de obedecer, Sandokán cogió a la joven y la levantó en los brazos. Su rostro tenía ahora otra expresión: le brillaban los ojos, las sienes le latían con furia y sus labios se entreabrían mostrando los dientes.
Un instante después se arrojó como una fiera a través del parque, saltando los arroyos y la cerca. No se detuvo hasta llegar a la playa, por la cual vagó largo tiempo sin saber qué hacer. Cuando decidió regresar, ya había caído la noche y salía la luna.
Apenas llegó a la quinta, preguntó por el lord, pero le informaron que no había vuelto.
Fue al saloncito y allí estaba Mariana, arrodillada ante una imagen, con el rostro inundado de lágrimas.
—¡Adorada Mariana! —exclamó el pirata—. ¿Lloras por mí? ¿Porque soy el Tigre de la Malasia, el hombre odiado por tus compatriotas?
—Si yo hubiera sido un hombre de su especie —dijo con desdén—, antes de pedir hospitalidad a un enemigo me hubiera dejado matar por los tigres del bosque. ¡Es usted un pirata y un asesino!
—¡Señor -exclamó Sandokán, dispuesto a vender cara su vida-, no soy un asesino, soy un justiciero! -¡No quiero una palabra más! ¡Salga de mi casa! Sandokán lanzó una larga mirada a Mariana, que había caído al suelo medio desvanecida y con paso lento, la mano en la empuñadura del kriss, alta la cabeza, fiera la mirada, salió del saloncito y descendió la escalera, ahogando con un poderoso esfuerzo los latidos furiosos de su corazón y la emoción profunda que lo dominaba.
En cuanto llegó al parque se detuvo y desnudó el kriss, cuya hoja brilló a los rayos de la luna.
A trescientos pasos se extendía una fila de soldados que, con la carabina en la mano, se disponían a hacer fuego sobre él.
En otros tiempos Sandokán, aun cuando se viera casi desarmado frente a un enemigo cincuenta veces más poderoso, no habría dudado un instante en arrojarse sobre las puntas de las bayonetas para abrirse paso. Pero ahora que amaba, que sabía que era correspondido y que quizás lo seguía ella con la vista y llena de ansiedad, no quiso cometer una locura que pudiera costarle la piel a él, y a ella, sabe Dios cuántas lágrimas.
—Señor —-dijo Sandokán acercándosele—, si yo le hubiese dado hospitalidad, si le hubiera llamado mi amigo y hubiera descubierto después que era un enemigo, le habría indicado la puerta, pero no le hubiera tendido una cobarde emboscada. Ahí abajo, en el camino que debo recorrer, hay cincuenta o cien hombres dispuestos a fusilarme. Mande que se retiren y que me dejen el paso libre.
—¡Ya es tiempo, asesino, que caigas en nuestras manos! —dijo—. ¡Dentro de pocos minutos estarán aquí los soldados y a las veinticuatro horas te ahorcarán!
Sandokán lanzó un sordo rugido. De un salto se apoderó de una silla y se subió a la mesa, con las facciones contraídas y una feroz sonrisa en sus labios.
En ese instante resonó fuera otra trompeta, y en el corredor la voz de Mariana que gritaba desesperada:
—¡Sandokán, huye!
El pirata levantó la silla y la arrojó con toda su fuerza contra el lord, que cayó al suelo. Rápido como el rayo, Sandokán se le fue encima con el kriss en alto.
Subió a la ventana y saltó en medio de una espesa cortina de trepadoras que lo ocultaron por completo. Unos sesenta soldados avanzaban lentamente hacia la casa, con los fusiles preparados para hacer fuego. Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, el sable en la mano derecha y el kriss en la izquierda, no respiraba ni se movía. El único movimiento que hacía era levantar la cabeza para mirar hacia la ventana donde estaba Mariana.
Muy pronto los soldados se encontraron a muy pocos pasos de su escondite. En ese momento se oyó la trompa del lord.
—¡Adelante! —mandó el cabo—. ¡El pirata está en los alrededores de la casa!
Se acercaron con lentitud. Sandokán midió la distancia, se enderezó y de un salto cayó sobre los enemigos. Partir el cráneo del cabo y desaparecer en medio de la espesura fue cosa de un solo instante.
Los soldados, asombrados por tal audacia, vacilaron un momento, lo que bastó a Sandokán para llegar a la empalizada, saltarla de un solo brinco y desaparecer por el otro lado.
En seguida estallaron gritos de furor, acompañados de varias descargas de fusilería. Oficiales y soldados se lanzaron fuera del parque.
Ya libre en la espesura, donde sobraban medios para desplegar mil astucias y esconderse donde mejor le pareciera, no temía a sus enemigos. Sentía una voz que le murmuraba sin cesar: “¡Huye, que te amo!”
A cada momento los gritos de sus perseguidores se oían más lejos, hasta que se apagaron por completo. Para recobrar aliento se detuvo un rato al pie de un árbol gigantesco. Allí pensó en el camino que debía escoger a través de aquellos millares de árboles y plantas. La noche era clara, la luna brillaba en un cielo sin nubes y esparcía por los claros del bosque sus azulados rayos.
—A ver —dijo el pirata orientándose con las estrellas—, a mis espaldas tengo a los ingleses; delante, hacia el oeste, está el mar. Si voy directo hacia allá, puedo encontrarme con algún grupo de soldados. Es mejor desviarme en línea recta. Después me dirigiré al mar, a gran distancia de aquí.
Se internó de nuevo en la espesura y se abrió paso con mil precauciones entre la maleza, hasta que se encontró con un torrente de agua negra. Sin vacilar entró
en él, lo remontó unos cincuenta metros y llegó al pie de un árbol enorme, al que se subió.
—Con esto basta para hacer perder mi pista incluso a los perros —dijo—. Ahora puedo darme algún reposo sin temor de que me descubran.
Habría transcurrido media hora cuando se produjo a corta distancia un ligerísimo ruido que a otro oído menos fino que el suyo se le hubiera escapado.
Apartó un poco las hojas y, conteniendo la respiración, miró hacia lo más sombrío del bosque. Dos soldados avanzaban con todo cuidado.
—A mí también —contestó el otro—. El hombre que buscamos es peor que un tigre, capaz de caer de improviso encima de nosotros. ¿Viste como mató a nuestro cabo en el parque?
—¡No lo olvidaré jamás! ¡No parecía un hombre! ¿Crees que lograremos prenderlo?
—Tengo mis dudas, a pesar de que el baronet William Rosenthal ofrece cincuenta libras esterlinas por su cabeza. Pero yo creo que mientras nosotros corríamos hacia el oeste para impedirle embarcarse en algún parao, él va hacia el norte o hacia el sur.
—¡Está bien! Todos me siguen hacia el oeste. Marcharé entonces siempre hacia el sur, donde no encontraré enemigos. Pero tendré cuidado porque el sargento Willis viene pisándome los talones.
Emprendió su marcha, volvió a cruzar el torrente y comenzó a abrirse paso a través de una espesa cortina de plantas. Iba a rodear el tronco de un enorme árbol de alcanfor cuando una voz imperiosa y amenazadora le gritó:
—¡Si das un paso, te mato como a un perro!
Sin mostrar el menor miedo por tan brusca intimidación, que podía costarle la vida, el pirata se volvió lentamente empuñando el sable y dispuesto a servirse de él.
A seis pasos de él, un hombre, sin duda el sargento Willis, salió de un matorral y le apuntó fríamente, resuelto a poner en acción su amenaza.
Y lanzó otra carcajada. El soldado, aunque espantado de encontrarse solo ante aquel hombre cuyo valor era legendario, estaba decidido a no retroceder.
El soldado, que había bajado el fusil, sorprendido, aterrado, no sabiendo si estaba delante de un hombre o de un demonio, retrocedió procurando apuntarle, pero Sandokán se le fue encima como un relámpago y lo derribó en tierra.
El soldado se quitó el uniforme y Sandokán se lo puso, se ciñó la bayoneta y la cartuchera, se colocó el casco de corcho y se cruzó la carabina.
—Es preciso que esta noche llegue a la costa y me embarque —se dijo—. Puede ser que con el traje que llevo me sea fácil huir y tomar lugar en cualquier embarcación que vaya directamente a las Romades. Desde allí iré a Mompracem, y entonces… ¡Mariana, pronto volverás a verme!
Se puso nuevamente en camino con paso más rápido. Anduvo toda la noche, atravesando grupos de árboles gigantescos, pequeñas florestas, praderías con abundantes ríos. Se orientaba por las estrellas.
Al salir el sol se detuvo para descansar un poco. Cuando iba a ocultarse entre las lianas, oyó una voz que le gritaba:
—¡Eh, camarada! ¿Qué buscas allí adentro? ¡Ten cuidado, no sea que se esconda por ahí algún pirata, que son bastante más terribles que los tigres de tu país!
Sin sorprenderse, y seguro de no tener nada que temer por el traje que vestía, Sandokán se volvió tranquilamente y vio dos soldados tendidos a alguna distan cia bajo la fresca sombra de una areca. Reconoció a los que iban precediendo al sargento Willis.
—Entonces son las mismas que Willis y yo encontramos en las cercanías de la colina roja. El pirata procura llegar a la costa, no hay duda.
—¡Entonces ahora vamos tras una pista falsa!
—No, amigos —dijo Sandokán—; lo que pasa es que el pirata los ha engañado subiendo hacia el norte a lo largo de un río. Pienso que dejó las huellas en el bosque, pero luego retrocedió.
—Vuelvan allí y denles orden de que se dirijan a las playas septentrionales de la isla. De prisa; el lord ha prometido un grado y cien libras esterlinas al que descubra al pirata.
No se necesitaba más para poner alas en los talones de los soldados. Cogieron precipitadamente sus fusiles y, después de saludar a Sandokán, se alejaron rápidamente y desaparecieron bajo los árboles.
El Tigre de la Malasia los siguió con la mirada hasta perderlos de vista y luego volvió a ocultarse en medio de la maleza.
—¡Mientras me limpian el camino —murmuró— puedo echar una siesta de algunas horas! Después veré qué hago.
Comió unos plátanos cogidos en el bosque, apoyó la cabeza en la hierba y se quedó profundamente dormido. Durmió unas cuatro horas; cuando volvió a abrir los ojos el sol estaba muy alto. Iba a levantarse cuando resonó un tiro disparado a corta distancia, seguido del galope de un caballo.
Era un hombre bajo, no vestía más que unos pantalones rotos y un sombrero, pero en la diestra esgrimía un palo nudoso, y en la izquierda un kriss de hoja ondulada. Su carrera era tan rápida, que Sandokán no pudo verlo bien.
Iba a salir en busca del fugitivo, cuando apareció un hombre a caballo en los linderos del bosque. Era un soldado de caballería del regimiento de Bengala.
Parecía furioso; maltrataba al animal espoleándolo y atormentándolo con saltos violentos. A cincuenta pasos del grupo de plátanos saltó ágilmente a tierra, ató el caballo a una rama, tomó el fusil y escudriñó los árboles vecinos.
—¡Por todos los truenos del universo! —exclamó—.¡No se habrá metido bajo tierra! En alguna parte debe estar escondido; esta vez no se escapa sin un balazo. Sé muy bien lo que tengo que hacer con el Tigre de la Malasia, porque no le temo a nadie. ¡Si este caballo no fuera tan pesado, a estas horas ese pirata no estaría vivo!
Desenvainó el sable y se metió en medio de un grupo de arecas, apartando prudentemente las ramas. Estos árboles lindaban con los plátanos donde se escondía el fugitivo.
Sandokán no había logrado averiguar dónde se ocultaba el malayo.
—Trataré de salvarlo —murmuró—. Puede ser uno de mis hombres.
Iba a internarse entre los árboles, cuando vio que a pocos pasos se agitaban las lianas. Volvió con rapidez la cabeza y vio aparecer al malayo, que trepaba por aquellas cuerdas vegetales con objeto de encaramarse en la copa de un mango, entre cuyas espesísimas hojas tendría un magnífico refugio.
—¡Tunante! —murmuró.
Esperó a que se volviera. Apenas le vio la cara estuvo a punto de lanzar un grito de alegría y asombro.
—¡Giro Batol! —exclamó—. ¡Mi valiente malayo! ¿Cómo está vivo y en este lugar? Recuerdo haberlo dejado en el parao hundido, muerto o moribundo. ¡Yo te salvaré!
—Temo que ya esté muy lejos. Lo vi atravesar la pradera y esconderse entre estos árboles. Es más ágil que un mono y más terrible que un tigre.
—No, camarada. Si los dos lo perseguimos por un mismo sitio, el Tigre huirá por el contrario. Usted dé la vuelta al bosque y déjeme a mí registrar la espesura.
—De acuerdo -contestó Sandokán sonriendo. Esperó que el soldado desapareciera entre los árboles, y en seguida se acercó a donde estaba escondido su malayo.
—¡Los ingleses no tienen hierro suficiente para herir en el corazón al Tigre de la Malasia! Me hirieron gravemente, pero, como ves, ya estoy sano y dispuesto a comenzar la lucha de nuevo.
—Un casco de metralla me hirió en la cabeza, pero no me mató. Me agarré a unos tablones y procuré dirigirme hacia la costa. Anduve errante sobre el mar algunas horas, hasta que perdí el sentido. Cuando lo recobré estaba en la cabaña de un indígena. Ese buen hombre me recogió cerca de la playa y me curó con gran cariño hasta que estuve completamente restablecido.