Emilio Salgari

Sandokán

(texto completo, con índice activo)


Título original: La tigre della Malesia (1900)

e-artnow, 2013
ISBN 978-80-268-0289-1

Capítulo IX: LA TRAICIÓN


El almuerzo ofrecido por lord James a los invitados fue uno de los más espléndidos y alegres que se habían dado hasta entonces en la quinta.

Se brindó repetidas veces en honor de Sandokán y de la intrépida Perla de Labuán.

Al pasar las horas, la conversación se hizo animadísima; discutían acerca de tigres, cacerías, piratas, barcos. únicamente el oficial de marina estaba silencioso y parecía muy ocupado en estudiar a Sandokán, pues no apartaba de él la vista ni un solo instante.

De pronto se dirigió al Tigre, que estaba hablando de la piratería, y le dijo con brusquedad:
—Dígame, príncipe, ¿hace mucho tiempo que llegó a Labuán?
—Hace veinte días —contestó el Tigre.
—¿Por qué razón no he visto en Victoria su barco?
—Porque los piratas me robaron los dos paraos que me conducían.
—¡Los piratas! ¿Lo atacaron los piratas? ¿Dónde?
—En las cercanías de las Romades.
—¿Cuándo?
—Pocas horas antes de mi arribo a estas costas.

—Seguramente se equivoca usted, príncipe, porque precisamente entonces nuestro crucero navegaba por esos parajes y no llegó a nosotros el eco de ningún cañonazo.

—Pudiera ser, porque el viento soplaba de Levante —contestó Sandokán, que principiaba a ponerse en guardia, sin saber adónde iba a parar el oficial.

—¿Cómo llegó usted aquí?
—A nado.
—¿Y no asistió a un combate entre un crucero y dos barcos corsarios, que decían que iban mandados por el Tigre de la Malasia?
—No.
—¡Es extraño!
—¿Usted pone en duda mis palabras? —preguntó Sandokán poniéndose de pie.
—¡Dios me libre de ello, príncipe! —contestó el oficial con ligera ironía.
—Baronet William —intervino el lord—, le ruego que no promueva una disputa en mi casa.
—Perdóneme, milord, no tenía esa intención —respondió el oficial.
—Entonces, no se hable más. Bajaron todos al parque.
—¿Me permite una palabra, milord? —dijo el oficial.
—Por supuesto.
El marino susurró al oído del lord unas palabras que nadie pudo oír.
—Está bien —contestó lord James—. ¡Buenas noches, amigos, y que Dios nos libre de malos encuentros!
Los cazadores montaron a caballo y salieron del parque galopando.

Después de saludar al lord, que se había puesto de muy mal humor, y de estrechar apasionadamente la mano de Mariana, Sandokán se retiró a su cuarto. Se paseó largo rato. Una inquietud inexplicable se reflejaba en su rostro, y sus manos atormentaban la empuñadura del kriss. Sin duda pensaba en el interrogatorio que le había hecho el oficial. ¿Lo habría reconocido, o era nada más que una sospecha? ¿Tramaba algo contra el pirata?

—¡Si me preparan una traición —dijo al fin Sandokán alzando los hombros—, yo sabré deshacerla! Nunca he tenido miedo a los ingleses. Descansemos y mañana ya veré qué es lo que hay que hacer.

Se echó en la cama sin desnudarse, puso el kriss al lado, y se durmió tranquilamente con el dulce nombre de Mariana en los labios.

Despertó al mediodía, cuando ya el sol entraba por las ventanas.

Le preguntó a un criado dónde estaba el lord, pero le contestó que había salido a caballo antes del amanecer, en dirección a Victoria. Tal noticia lo dejó estupefacto.

—¿Se ha marchado sin haberme dicho nada anoche? —murmuró—. ¿Se estará tramando alguna traición en mi contra? ¿Y si esta noche volviera como enemigo? ¿Qué debo hacer con ese hombre que me ha cuidado como un padre y que es el tío de la mujer a quien adoro? ¡Ah, qué bella estaba Mariana la tarde en que intenté huir! ¡Y yo trataba de alejarme para siempre de ti, cuando tú me amabas ya! ¡Extraño destino! ¿Quién hubiera dicho que yo amaría a esa mujer? ¡Y cómo la amo! ¡Por esa mujer sería capaz de hacerme inglés, me vendería como esclavo, dejaría para siempre la borrascosa vida de aventurero, mal—

deciría a mis tigrecillos y a ese mar que domino y que considero como la sangre de mis venas!

Inclinó la cabeza y se sumergió en un mundo de pensamientos. Pero volvió a levantarla, con los dientes apretados y los ojos despidiendo llamas.

—¿Y si rechaza al pirata? —exclamó—. ¡No es posible, no es posible! ¡Aunque tenga que poner fuego a Labuán, será mía!
Bajó al parque y empezó a pasearse, dominado por una intensa agitación.
Mariana apareció caminando por un sendero.

—Lo buscaba, mi heroico amigo —dijo ruborizada. Se acercó un dedo a los labios como para recomendarle silencio, lo cogió de una mano y lo condujo a una pérgola.

—Escuche —dijo aterrada—. Ayer dejó usted escapar unas palabras que han alarmado a mi tío. Tengo una sospecha que usted debe arrancarme del corazón. Dígame, si la mujer a quien ha jurado amor le pidiera una confesión, ¿se la haría?

El pirata se hizo atrás bruscamente. Pareció que vacilaba bajo un terrible golpe.

—Milady —dijo al cabo de algunos instantes de silencio, y cogió las manos de la joven-, por usted lo haré todo. Si debo hacerle una revelación dolorosa para ambos, la haré. ¡Se lo juro!

Mariana levantó sus ojos hacia él. Sus miradas se cruzaron, suplicante la de ella, brillante la del pirata.

—No me engañe, príncipe —dijo Mariana con voz ahogada—. Quienquiera que sea, el amor que ha encendido en mi corazón no se apagará nunca. ¡Rey o bandido, lo amaré igual!

Un profundo suspiro salió de los labios del pirata.
—¿Quieres saber mi nombre?
—¡Sí, tu nombre!

—Escucha, Mariana —dijo Sandokán, como si hiciera un esfuerzo sobrehumano—, hay un hombre que impera en este mar que baña las costas de las islas malayas, que es el azote de los navegantes, que hace temblar a las gentes, y cuyo nombre suena como una campana funeral. ¿Has oído hablar de Sandokán, el Tigre de la Malasia? ¡Mírame a la cara: el Tigre soy yo!

La joven dio un grito de horror y se cubrió el rostro con las manos.

—¡Mariana —exclamó el pirata cayendo a sus pies con los brazos extendidos hacia ella—, no me rechaces, no te asustes! Fue la fatalidad la que me convirtió en pirata. Los hombres de tu raza no tuvieron piedad conmigo, que no les había hecho mal alguno. Me arrojaron al fango desde las gradas de un trono, me quitaron mi reino, asesinaron a mi madre, a mis hermanos, a mis hermanas. Me empujaron a los mares. No soy pirata por robar, sino que lo soy como justiciero, soy el vengador de mi familia y de mis súbditos, nada más. Si quieres, recházame, y me alejaré para siempre de estos lugares para no causarte miedo nunca más.

—¡No, Sandokán, no te rechazo, porque te amo demasiado!
—¡Me amas todavía! ¡Repítelo, repítelo!
—Sí, Sandokán, te amo, y ahora más que ayer.
El pirata la estrechó contra su pecho. Una alegría infinita iluminaba su rostro.
—¡Mía! ¡Eres mía! —exclamó con una felicidad inenarrable.
—¡Llévame lejos, a una isla cualquiera, pero donde pueda quererte sin peligro ni ansiedades!

—Si quieres, te llevaré a una isla lejana cubierta de flores, donde no oigas hablar de Labuán ni yo de Mompracem. A una isla encantada donde podrán vivir enamorados el terrible pirata y la hermosa Perla de Labuán. ¿Quieres, Mariana?

—¡Sí, si tú quieres, iré contigo! Pero ahora te amenaza un grave peligro, talvez se trama una traición contra ti.
—Lo sé —exclamó Sandokán-, pero no la temo.
—Te pido que te marches, Sandokán.
—¡Marcharme! ¡Si no tengo miedo!

—Huye, Sandokán, mientras sea tiempo. Temo que te suceda una desgracia. Mi tío no ha salido por capricho; debe haberlo llamado el baronet William Rosenthal, que probablemente te ha reconocido. ¡Por favor, parte, vuelve a tu isla ahora! ¡Ponte a salvo antes de que una tempestad caiga sobre tu cabeza!

En lugar de obedecer, Sandokán cogió a la joven y la levantó en los brazos. Su rostro tenía ahora otra expresión: le brillaban los ojos, las sienes le latían con furia y sus labios se entreabrían mostrando los dientes.

Un instante después se arrojó como una fiera a través del parque, saltando los arroyos y la cerca. No se detuvo hasta llegar a la playa, por la cual vagó largo tiempo sin saber qué hacer. Cuando decidió regresar, ya había caído la noche y salía la luna.

Apenas llegó a la quinta, preguntó por el lord, pero le informaron que no había vuelto.

Fue al saloncito y allí estaba Mariana, arrodillada ante una imagen, con el rostro inundado de lágrimas.

—¡Adorada Mariana! —exclamó el pirata—. ¿Lloras por mí? ¿Porque soy el Tigre de la Malasia, el hombre odiado por tus compatriotas?

—¡No, Sandokán! ¡Tengo miedo! ¡Huye de aquí, pronto!
—Yo no tengo miedo. El Tigre de la Malasia no ha temblado nunca y…
Se interrumpió. En el parque resonaba el galope de un caballo.
—¡Mi tío! ¡Huye, Sandokán! —exclamó Mariana.
—¡Yo! ¡Yo!
En ese momento entraba lord James, grave, con mirada torva, y vestido con el uniforme de capitán de marina.

—Si yo hubiera sido un hombre de su especie —dijo con desdén—, antes de pedir hospitalidad a un enemigo me hubiera dejado matar por los tigres del bosque. ¡Es usted un pirata y un asesino!

—¡Señor -exclamó Sandokán, dispuesto a vender cara su vida-, no soy un asesino, soy un justiciero! -¡No quiero una palabra más! ¡Salga de mi casa! Sandokán lanzó una larga mirada a Mariana, que había caído al suelo medio desvanecida y con paso lento, la mano en la empuñadura del kriss, alta la cabeza, fiera la mirada, salió del saloncito y descendió la escalera, ahogando con un poderoso esfuerzo los latidos furiosos de su corazón y la emoción profunda que lo dominaba.

En cuanto llegó al parque se detuvo y desnudó el kriss, cuya hoja brilló a los rayos de la luna.

A trescientos pasos se extendía una fila de soldados que, con la carabina en la mano, se disponían a hacer fuego sobre él.

Capítulo X: LA CAZA DEL PIRATA


En otros tiempos Sandokán, aun cuando se viera casi desarmado frente a un enemigo cincuenta veces más poderoso, no habría dudado un instante en arrojarse sobre las puntas de las bayonetas para abrirse paso. Pero ahora que amaba, que sabía que era correspondido y que quizás lo seguía ella con la vista y llena de ansiedad, no quiso cometer una locura que pudiera costarle la piel a él, y a ella, sabe Dios cuántas lágrimas.

Sin embargo, era preciso abrirse paso para llegar al bosque y luego al mar, su único asilo seguro.
Volvió a subir la escalera sin que los soldados lo hubieran visto y entró de nuevo al saloncito con el kriss en la mano.
Todavía estaba allí el lord; la joven había desaparecido.

—Señor —-dijo Sandokán acercándosele—, si yo le hubiese dado hospitalidad, si le hubiera llamado mi amigo y hubiera descubierto después que era un enemigo, le habría indicado la puerta, pero no le hubiera tendido una cobarde emboscada. Ahí abajo, en el camino que debo recorrer, hay cincuenta o cien hombres dispuestos a fusilarme. Mande que se retiren y que me dejen el paso libre.

—¿Es decir que el invencible Tigre tiene miedo? —preguntó el lord con fría ironía.
—¡Miedo yo! Por supuesto que no, milord. Pero aquí no se trata de combatir, sino de asesinar a un hombre.
—¡No me importa! ¡Salga de mi casa, o si no…
—Milord, no me amenace, porque el Tigre sería capaz de morder la mano que lo curó.
—¡Entonces nos veremos los dos, Tigre de la Malasia! —gritó el lord y desenvainó el sable.
—¡Ya sabía que intentaba asesinarme a traición! ¡Vamos, milord, ábrame paso o me arrojo sobre usted!
En lugar de obedecer, lord James tomó una trompeta de caza y lanzó una aguda nota.

—¡Ya es tiempo, asesino, que caigas en nuestras manos! —dijo—. ¡Dentro de pocos minutos estarán aquí los soldados y a las veinticuatro horas te ahorcarán!

Sandokán lanzó un sordo rugido. De un salto se apoderó de una silla y se subió a la mesa, con las facciones contraídas y una feroz sonrisa en sus labios.

En ese instante resonó fuera otra trompeta, y en el corredor la voz de Mariana que gritaba desesperada:

—¡Sandokán, huye!

El pirata levantó la silla y la arrojó con toda su fuerza contra el lord, que cayó al suelo. Rápido como el rayo, Sandokán se le fue encima con el kriss en alto.

—¡Mátame, asesino! —gritó el inglés.
El pirata le ató fuertemente brazos y piernas con su propia faja. En seguida le quitó el sable y se lanzó al corredor.
—¡Aquí estoy, Mariana!
Ella se precipitó en sus brazos y lo llevó a su habitación.
—¡Sandokán, he visto soldados! -sollozó-. ¡Dios mío, estás perdido!
—Todavía no, ya verás como escapo de los solda
dos.
La llevó hacia la ventana y la contempló un instante a la luz de la luna.
—Mariana —dijo—, júrame que serás mi esposa.
—Te lo juro por la memoria de mi madre.
—¿Me esperarás?
—¡Sí, te lo prometo!
—Voy a escapar, pero dentro de una semana, vendré a buscarte a la cabeza de mis hombres.

Subió a la ventana y saltó en medio de una espesa cortina de trepadoras que lo ocultaron por completo. Unos sesenta soldados avanzaban lentamente hacia la casa, con los fusiles preparados para hacer fuego. Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, el sable en la mano derecha y el kriss en la izquierda, no respiraba ni se movía. El único movimiento que hacía era levantar la cabeza para mirar hacia la ventana donde estaba Mariana.

Muy pronto los soldados se encontraron a muy pocos pasos de su escondite. En ese momento se oyó la trompa del lord.

—¡Adelante! —mandó el cabo—. ¡El pirata está en los alrededores de la casa!

Se acercaron con lentitud. Sandokán midió la distancia, se enderezó y de un salto cayó sobre los enemigos. Partir el cráneo del cabo y desaparecer en medio de la espesura fue cosa de un solo instante.

Los soldados, asombrados por tal audacia, vacilaron un momento, lo que bastó a Sandokán para llegar a la empalizada, saltarla de un solo brinco y desaparecer por el otro lado.

En seguida estallaron gritos de furor, acompañados de varias descargas de fusilería. Oficiales y soldados se lanzaron fuera del parque.

Ya libre en la espesura, donde sobraban medios para desplegar mil astucias y esconderse donde mejor le pareciera, no temía a sus enemigos. Sentía una voz que le murmuraba sin cesar: “¡Huye, que te amo!”

A cada momento los gritos de sus perseguidores se oían más lejos, hasta que se apagaron por completo. Para recobrar aliento se detuvo un rato al pie de un árbol gigantesco. Allí pensó en el camino que debía escoger a través de aquellos millares de árboles y plantas. La noche era clara, la luna brillaba en un cielo sin nubes y esparcía por los claros del bosque sus azulados rayos.

—A ver —dijo el pirata orientándose con las estrellas—, a mis espaldas tengo a los ingleses; delante, hacia el oeste, está el mar. Si voy directo hacia allá, puedo encontrarme con algún grupo de soldados. Es mejor desviarme en línea recta. Después me dirigiré al mar, a gran distancia de aquí.

Se internó de nuevo en la espesura y se abrió paso con mil precauciones entre la maleza, hasta que se encontró con un torrente de agua negra. Sin vacilar entró

en él, lo remontó unos cincuenta metros y llegó al pie de un árbol enorme, al que se subió.

—Con esto basta para hacer perder mi pista incluso a los perros —dijo—. Ahora puedo darme algún reposo sin temor de que me descubran.

Habría transcurrido media hora cuando se produjo a corta distancia un ligerísimo ruido que a otro oído menos fino que el suyo se le hubiera escapado.

Apartó un poco las hojas y, conteniendo la respiración, miró hacia lo más sombrío del bosque. Dos soldados avanzaban con todo cuidado.

—¡El enemigo! —murmuró—. ¿Me he extraviado o han venido siguiéndome tan de cerca?
Los dos soldados se detuvieron casi debajo del árbol que servía de refugio a Sandokán.
—Me da miedo esta espesura —dijo uno.

—A mí también —contestó el otro—. El hombre que buscamos es peor que un tigre, capaz de caer de improviso encima de nosotros. ¿Viste como mató a nuestro cabo en el parque?

—¡No lo olvidaré jamás! ¡No parecía un hombre! ¿Crees que lograremos prenderlo?

—Tengo mis dudas, a pesar de que el baronet William Rosenthal ofrece cincuenta libras esterlinas por su cabeza. Pero yo creo que mientras nosotros corríamos hacia el oeste para impedirle embarcarse en algún parao, él va hacia el norte o hacia el sur.

—Pero mañana saldrá un crucero y le impedirá huir.
—Tienes razón. ¿Qué hacemos ahora?
—Vayamos a la costa y después veremos. Allá esperaremos al sargento Willis, que viene cerca.
Lanzaron un último vistazo en derredor y continuaron su ruta hacia el oeste.
Sandokán, que no había perdido una sílaba del diálogo, esperó cerca de media hora y después bajó a tierra.

—¡Está bien! Todos me siguen hacia el oeste. Marcharé entonces siempre hacia el sur, donde no encontraré enemigos. Pero tendré cuidado porque el sargento Willis viene pisándome los talones.

Emprendió su marcha, volvió a cruzar el torrente y comenzó a abrirse paso a través de una espesa cortina de plantas. Iba a rodear el tronco de un enorme árbol de alcanfor cuando una voz imperiosa y amenazadora le gritó:

—¡Si das un paso, te mato como a un perro!

Capítulo XI: GIRO BATOL


Sin mostrar el menor miedo por tan brusca intimidación, que podía costarle la vida, el pirata se volvió lentamente empuñando el sable y dispuesto a servirse de él.

A seis pasos de él, un hombre, sin duda el sargento Willis, salió de un matorral y le apuntó fríamente, resuelto a poner en acción su amenaza.

Sandokán lo miró con tranquilidad, pero con ojos que despedían una extraña luz, y soltó una carcajada.
—¿De qué te ríes? —dijo desconcertado el sargento—. ¡Me parece que este momento no es para reír!
—¡Me río porque me parece raro que te atrevas a amenazarme de muerte! —contestó Sandokán—. ¿Sabes quién soy?
—El jefe de los piratas de Mompracem.
—Sí, soy el Tigre de la Malasia.

Y lanzó otra carcajada. El soldado, aunque espantado de encontrarse solo ante aquel hombre cuyo valor era legendario, estaba decidido a no retroceder.

—¡Vamos, Willis, ven a prenderme! —dijo Sandokán.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Un hombre escapado del infierno no puede ignorar nada —repuso el Tigre burlonamente.

El soldado, que había bajado el fusil, sorprendido, aterrado, no sabiendo si estaba delante de un hombre o de un demonio, retrocedió procurando apuntarle, pero Sandokán se le fue encima como un relámpago y lo derribó en tierra.

—¡Perdón, perdón! —balbuceó el sargento.
—Te perdono la vida —dijo Sandokán—. Levántate y escúchame. Quiero que contestes a las preguntas que te haré.
—¿Qué preguntas?
—¿Hacia dónde creen que voy huyendo?
—Hacia la costa occidental.
—¿Cuántos hombres me persiguen?
—No puedo decirlo, sería una traición.
—Es verdad, no te culpo; al contrario, estimo tu lealtad.
El sargento lo miró asombrado.
—¿Qué clase de hombre es usted? —dijo—. Lo creía un miserable asesino y veo que me equivocaba.
—Eso no importa. ¡Quítate el uniforme!
—¿Qué va a hacer con él?
—Me servirá para huir y nada más. ¿Son soldados indios los que me persiguen?
—Sí, son cipayos.

El soldado se quitó el uniforme y Sandokán se lo puso, se ciñó la bayoneta y la cartuchera, se colocó el casco de corcho y se cruzó la carabina.

—Ahora déjate atar.
—¿Quiere que me devoren los tigres?
—No hay tigres por aquí. Y yo debo tomar mis medidas para que no me traiciones.
Amarró al soldado a un árbol y se alejó rápidamente.

—Es preciso que esta noche llegue a la costa y me embarque —se dijo—. Puede ser que con el traje que llevo me sea fácil huir y tomar lugar en cualquier embarcación que vaya directamente a las Romades. Desde allí iré a Mompracem, y entonces… ¡Mariana, pronto volverás a verme!

Se puso nuevamente en camino con paso más rápido. Anduvo toda la noche, atravesando grupos de árboles gigantescos, pequeñas florestas, praderías con abundantes ríos. Se orientaba por las estrellas.

Al salir el sol se detuvo para descansar un poco. Cuando iba a ocultarse entre las lianas, oyó una voz que le gritaba:

—¡Eh, camarada! ¿Qué buscas allí adentro? ¡Ten cuidado, no sea que se esconda por ahí algún pirata, que son bastante más terribles que los tigres de tu país!

Sin sorprenderse, y seguro de no tener nada que temer por el traje que vestía, Sandokán se volvió tranquilamente y vio dos soldados tendidos a alguna distan cia bajo la fresca sombra de una areca. Reconoció a los que iban precediendo al sargento Willis.

—¿Qué hacen aquí? —masculló con acento gutural en un mal inglés.
—Descansamos —respondió uno de ellos—. Hemos estado de caza toda la noche y ya no podemos más. -¿También buscan al pirata?
—Sí, y hemos descubierto sus pisadas.
—¡Qué bien! —exclamó Sandokán, fingiendo asombro—. ¿Dónde?
—En el bosque que acabamos de atravesar, pero las hemos perdido —dijo con rabia el soldado.
—¿En qué dirección iban?
—Hacia el mar.

—Entonces son las mismas que Willis y yo encontramos en las cercanías de la colina roja. El pirata procura llegar a la costa, no hay duda.

—¡Entonces ahora vamos tras una pista falsa!

—No, amigos —dijo Sandokán—; lo que pasa es que el pirata los ha engañado subiendo hacia el norte a lo largo de un río. Pienso que dejó las huellas en el bosque, pero luego retrocedió.

—¿Qué debemos hacer ahora, sargento?
—¿Dónde están sus compañeros?
—A dos kilómetros de aquí, registrando el bosque.

—Vuelvan allí y denles orden de que se dirijan a las playas septentrionales de la isla. De prisa; el lord ha prometido un grado y cien libras esterlinas al que descubra al pirata.

No se necesitaba más para poner alas en los talones de los soldados. Cogieron precipitadamente sus fusiles y, después de saludar a Sandokán, se alejaron rápidamente y desaparecieron bajo los árboles.

El Tigre de la Malasia los siguió con la mirada hasta perderlos de vista y luego volvió a ocultarse en medio de la maleza.

—¡Mientras me limpian el camino —murmuró— puedo echar una siesta de algunas horas! Después veré qué hago.

Comió unos plátanos cogidos en el bosque, apoyó la cabeza en la hierba y se quedó profundamente dormido. Durmió unas cuatro horas; cuando volvió a abrir los ojos el sol estaba muy alto. Iba a levantarse cuando resonó un tiro disparado a corta distancia, seguido del galope de un caballo.

—¿Me habrán descubierto? —murmuró, ocultándose otra vez entre las matas.
Preparó la carabina y se asomó con cuidado entre las hojas. Escuchaba el galope cada vez más cerca.
—Quizás sea algún cazador que persigue a un animal —pensó.
Pero bien pronto hubo de desengañarse. Se cazaba a un hombre.
Un momento después, un malayo atravesaba corriendo la pradera, hacia un espeso grupo de plátanos.

Era un hombre bajo, no vestía más que unos pantalones rotos y un sombrero, pero en la diestra esgrimía un palo nudoso, y en la izquierda un kriss de hoja ondulada. Su carrera era tan rápida, que Sandokán no pudo verlo bien.

Se ocultó de un salto en medio de las hojas. -¿Quién será este malayo? -se preguntó Sandokán sorprendido.
De pronto cruzó por su imaginación una sospecha.
—¿Será uno de mis hombres? ¿Habrá embarcado Yáñez a alguien que me venga a buscar? Él sabía que yo venía a Labuán.

Iba a salir en busca del fugitivo, cuando apareció un hombre a caballo en los linderos del bosque. Era un soldado de caballería del regimiento de Bengala.

Parecía furioso; maltrataba al animal espoleándolo y atormentándolo con saltos violentos. A cincuenta pasos del grupo de plátanos saltó ágilmente a tierra, ató el caballo a una rama, tomó el fusil y escudriñó los árboles vecinos.

—¡Por todos los truenos del universo! —exclamó—.¡No se habrá metido bajo tierra! En alguna parte debe estar escondido; esta vez no se escapa sin un balazo. Sé muy bien lo que tengo que hacer con el Tigre de la Malasia, porque no le temo a nadie. ¡Si este caballo no fuera tan pesado, a estas horas ese pirata no estaría vivo!

Desenvainó el sable y se metió en medio de un grupo de arecas, apartando prudentemente las ramas. Estos árboles lindaban con los plátanos donde se escondía el fugitivo.

Sandokán no había logrado averiguar dónde se ocultaba el malayo.

—Trataré de salvarlo —murmuró—. Puede ser uno de mis hombres.

Iba a internarse entre los árboles, cuando vio que a pocos pasos se agitaban las lianas. Volvió con rapidez la cabeza y vio aparecer al malayo, que trepaba por aquellas cuerdas vegetales con objeto de encaramarse en la copa de un mango, entre cuyas espesísimas hojas tendría un magnífico refugio.

—¡Tunante! —murmuró.

Esperó a que se volviera. Apenas le vio la cara estuvo a punto de lanzar un grito de alegría y asombro.

—¡Giro Batol! —exclamó—. ¡Mi valiente malayo! ¿Cómo está vivo y en este lugar? Recuerdo haberlo dejado en el parao hundido, muerto o moribundo. ¡Yo te salvaré!

Tomó la carabina e irrumpió en el linde del bosque, gritando:
—¡Eh, amigo! ¿Qué busca por aquí con tanto empeño?
—¡Vaya! ¡Un sargento!
—¿De qué se sorprende?
—Por dónde ha llegado?
—Por el bosque. Oí un tiro y vine a ver qué ocurría. ¿Disparó usted contra algún animal?
—Disparé contra un animal bien peligroso, sargento; disparé contra el propio Tigre de la Malasia.
—¿Y lo hirió?
—Le fallé como un estúpido.
—¿Y dónde se ha escondido?

—Temo que ya esté muy lejos. Lo vi atravesar la pradera y esconderse entre estos árboles. Es más ágil que un mono y más terrible que un tigre.

Y muy capaz de enviamos a ambos al otro mundo.
—Lo sé, sargento. Si no fuera por el premio prometido por lord Guillonk, no me hubiera atrevido a perseguirlo.
—¿Quiere que le dé un consejo? Vuelva a montar a caballo y dé la vuelta al bosque.
—¿Usted vendrá conmigo?

—No, camarada. Si los dos lo perseguimos por un mismo sitio, el Tigre huirá por el contrario. Usted dé la vuelta al bosque y déjeme a mí registrar la espesura.

—Acepto, pero con una condición.
-¿Cuál?
—Que si tenemos la suerte de prender al Tigre, dividiremos el premio.

—De acuerdo -contestó Sandokán sonriendo. Esperó que el soldado desapareciera entre los árboles, y en seguida se acercó a donde estaba escondido su malayo.

—¡Baja, Giro Batol! —dijo.
No había terminado sus palabras, cuando ya el malayo caía a sus pies, gritando con voz ahogada:
—¡Mi capitán!
—Te sorprende verme vivo, ¿verdad?
—Estaba seguro de que lo habían matado los ingleses —repuso el malayo con lágrimas en los ojos.

—¡Los ingleses no tienen hierro suficiente para herir en el corazón al Tigre de la Malasia! Me hirieron gravemente, pero, como ves, ya estoy sano y dispuesto a comenzar la lucha de nuevo.

—¿Y todos los demás?
—Duermen en los abismos del océano.
—Nosotros los vengaremos, capitán.
—Sí, y muy pronto. Dime cómo es que te encuentro vivo.

—Un casco de metralla me hirió en la cabeza, pero no me mató. Me agarré a unos tablones y procuré dirigirme hacia la costa. Anduve errante sobre el mar algunas horas, hasta que perdí el sentido. Cuando lo recobré estaba en la cabaña de un indígena. Ese buen hombre me recogió cerca de la playa y me curó con gran cariño hasta que estuve completamente restablecido.

—Y ahora, ¿hacia dónde huías?
—Iba a la costa a echar al agua una canoa que construí, pero en el camino me atacó el soldado.
—¿Así que tienes una canoa?
—Sí, mi capitán.
—¿Querías volver a Mompracem?
—Esta misma noche.
—Nos iremos juntos, Giro Batol.