El verano en que mi madre
tuvo los ojos verdes
Tatiana Ţîbuleac
Traducción del rumano a cargo de
Marian Ochoa de Eribe
Tatiana Tibuleac nació en 1978 en Chisináu, Moldavia. Estudió Periodismo y Comunicación. Su primer libro, una colección de relatos titulada «Fábulas modernas», se publicó en 2014. «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes» (2016), su primera novela, ha recibido varios premios, entre los que destacan el otorgado por la Unión de Escritores Moldavos y la revista literaria rumana «Observator Cultural», y se ha traducido a numerosos idiomas. En 2018 ha publicado su segunda novela, «Jardín de vidrio». Actualmente, Tbuleac trabaja como periodista y vive en París.
Título original: Vara în care mama a avut ochii verzi
Edición en ebook: marzo de 2019
Copyright © Tatiana Țîbuleac, 2016
Copyright de la traducción © Marian Ochoa de Eribe, 2019
Copyright del prólogo © Alan Hollinghurst, 2013
Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2019
Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid
www.impedimenta.es
Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel
Maquetación: Daniel Matías
Corrección: Ane Zulaika y Belén Castañón
Composición digital: leerendigital.com
ISBN: 978-84-17553-15-9
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Una de las sensaciones de la reciente literatura europea. Una novela brutal y afilada sobre la muerte, la redención, la maternidad y la reconciliación.
«Es cruel, abrupta, inflexible. Tatiana Ţîbuleac no tiene piedad. Zarandea a sus personajes, los engaña, los manipula, nos manipula, a nosotros, los lectores de carne y hueso.»
— Actualitté
El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes
Aleksy aún recuerda el último verano que pasó con su madre. Han transcurrido muchos años, pero pronto vuelve a verse sacudido por las mismas emociones que lo asediaron en aquel momento: el rencor, la tristeza, la rabia. ¿Cómo perdonar a la madre que lo rechazó? ¿Cómo enfrentarse a la enfermedad que la está consumiendo? Este es el relato de un verano de reconciliación en el que madre e hijo bajan las armas, espoleados por la llegada de lo inevitable y por la necesidad de hacer las paces entre sí y consigo mismos. Un brutal testimonio que conjuga el resentimiento, la impotencia y la fragilidad de las relaciones maternofiliales. Una poderosa novela que entrelaza la vida y la muerte en una apelación al amor y al perdón. Uno de los grandes descubrimientos de la literatura europea actual.
Índice
Portada
El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Sobre este libro
Sobre Tatiana Ţîbuleac
Créditos
Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento. Junto a mí, silenciosos y asustados, desfilaban los padres. Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venido a recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente. Al menos ellos se habían tomado la molestia de subir. A mi madre yo le importaba un pimiento, al igual que el hecho de que hubiera conseguido terminar unos estudios.
Dejé que sufriera casi una hora; observé que al principio se mostraba irritada, caminaba arriba y abajo a lo largo de la valla, luego se quedó inmóvil, a punto de echarse a llorar, como alguien con quien se hubiera cometido una injusticia.
Tampoco entonces bajé. Pegué la cara al cristal y permanecí así, contemplándola, hasta que salieron todos los chicos: incluso Mars, con su silla de ruedas, incluso los huérfanos, a los que tras la puerta esperaban las drogas y los hospicios.
Jim, mi mejor amigo, me saludó con la mano y gritó que no me suicidara en verano. Estaba con sus padres, que lo habrían vendido por sus órganos en un abrir y cerrar de ojos si no les hubieran importado los comentarios de la gente. La madre de Jim, guapa y nacarada, lanzó una larga carcajada con la barbilla levantada y el pelo arreglado en tres capas. Rieron también nuestra tutora psicótica y el profe de Matemáticas, y la directora… La única persona normal de la escuela. De hecho, nos echamos a reír todos, porque había sido un chiste muy bueno. No era necesario fingir cuando estábamos solo nosotros.
Además, el último día de clase los profesores se habrían reído de cualquier cosa con tal de vernos marchar. Si no para siempre, sí al menos para el verano; entretanto, la mitad de ellos intentaría encontrar otro trabajo. Algunos lo conseguían y se les perdía la pista. Otros, sin embargo, menos afortunados, se veían obligados a regresar cada otoño con los mismos alumnos diabólicos a los que detestaban y temían. Despegué la cara de la ventana como una pegatina desgastada. Era, por fin, libre, pero mi futuro tenía algo de la solemnidad de un cementerio engalanado.
Empecé a descender lentamente las escaleras. En el segundo piso, junto al despacho de la psiquiatra, me detuve y garrapateé con las llaves, en la pared, «Puta». Si me hubiera visto alguien, le habría dicho que era mi agradecimiento por todos aquellos años de terapia. Pero los pasillos estaban desiertos, como después de un terremoto. En nuestra escuela no aguantaban ni las infecciones.
En la planta baja, como una mierda de perro, estaba Kalo —mi segundo mejor amigo—, que fumaba un cigarrillo a la espera de una tía lejana que tenía que llevárselo a su casa una semana. La madre de Kalo se había ido a España para dar masajes a un oligarca ruso —esta era su versión, por supuesto—. Salvo Kalo, todos sabían a qué se dedicaba su madre, pero se lo callaban porque era un chaval majo. Y lo era. Retrasado, pero majo.
Le pregunté si sabía qué iba a hacer después de estar con su tía y antes de que nos fuéramos a Ámsterdam, pero me dijo que no iba a hacer nada. Como todos nosotros, por otra parte. Las nonadas no iban a hacer nada. Durante los años que pasé en esa escuela, no escuché a ningún compañero presumir de unas vacaciones, como si, además de estar locos, fuéramos también unos leprosos. Ya teníamos suficiente con que nos dejaran pasar los veranos sin correa ni bozal. ¿Para qué íbamos a gastar en unas vacaciones? Sentí asco de Kalo, de Jim, de mí mismo. Éramos unos despojos humanos —pólipos y quistes, y encima extirpados—, pero teníamos las pretensiones de unos riñones y un corazón. Siempre me ha gustado la anatomía. Me viene, seguramente, de mi madre, que tendría que haber sido profesora de Biología, pero se quedó en vendedora de rosquillas. De mi padre no tengo nada.
Me quedé con él y fumamos juntos un cigarrillo porque vi que estaba triste y que esquivaba mi mirada; luego me acordé de su hermana mayor, casada en Irlanda con un granjero. Le pregunté por qué no pasaba con ella una semana en lugar de con la vieja. Kalo me respondió como a un idiota: la pasaría, claro que la pasaría, le había enviado ya una limusina, porque su hermana se moría de ganas de cuidar de ese «desquiciado» durante todo el verano. Cuando me despedí, le solté un capirotazo y le dije que nos veríamos dentro de dos semanas en la estación y que no se gastara todo el dinero. Kalo respondió simplemente que allí estaría.
En cuanto me vio, mi madre empezó a gritar que me diera prisa, que no había pagado el aparcamiento. Encendí otro cigarrillo y subí al coche fumando. «Has vuelto a fumar hierba, has vuelto a fumar hierba», la oí hablando sola. Abrí la ventanilla y lancé un escupitajo hacia la puerta. La escuela empezó a menguar a nuestras espaldas junto con los siete años que había perdido allí a lo tonto, como en un juego de azar. No había cambiado nada. Mika seguía muerta, y yo todavía quería pegar a la gente.
Además de sus otros defectos, mi madre estaba siempre deslumbrantemente blanca, como si antes de acostarse se quitara la piel y la dejara toda la noche en una bañera llena de nata. Su piel no tenía arrugas ni lunares. No tenía olor, ni vello ni otras señales corrientes. A veces me preguntaba si no sería un trozo de masa resucitada.
Bajo los sobacos de mi madre nacían dos pechos como dos balones de rugby, orientados en direcciones distintas y, en la cabeza, un cabello de muñeca que llevaba siempre trenzado en forma de cola de sirena. Su cola de sirena me volvía loco; sin embargo, era el tema de conversación favorito de los chicos de la escuela.
«Sirena en celo», le decían todos y se meaban de risa cuando venía a buscarme para llevarme a casa. Mi padre la llamaba «vaca imbécil». La nueva mujer de mi padre, «kielbasa».[1] Y solo yo estaba obligado a llamarla «mamá».
Hasta el día de hoy, cuando soy casi tan viejo como ella aquel verano, no he conocido nunca a una mujer peor vestida. Ni siquiera aquellos dos años en que, justo después del accidente, viví junto a una fábrica procesadora de pescado en el norte de Francia. Imaginad a más de cien mujeres feas que se visten cada día para matar cangrejos, gambas, langostinos y otras porquerías. Mi madre se vestía aún peor. Era aún más fea. Tenía unos pantalones, unas blusas y una ropa interior más horribles que toda la fábrica, las empleadas y los crustáceos de mierda juntos.
De haber podido, la habría cambiado en dos segundos por cualquier otra madre del mundo. Incluso por una borracha, incluso por una que me zurrara todos los días. Las borracheras y las palizas las habría soportado yo solo, mientras que su fealdad y su cola de sirena estaban a la vista de cualquiera. Las veían mis compañeros, las veían los profesores y la gente del barrio. Lo peor, sin embargo, era que las veía Jude.
Algunas tardes, cuando volvía a casa después de clase —yo sin decir ni pío en todo el camino y ella diciendo tonterías sin parar—, no la podía soportar. Me daban ganas de meterla en la lavadora y poner en marcha el programa de escaldar sábanas. Encerrarla en el congelador y sacarla hecha migas. Irradiarla. En aquellos momentos, cuando tenía en la cabeza las caras de mis compañeros deformadas por la risa y a Jude lánguida, degustando sus chistes guarros, quería que mi madre estuviera muerta.
Sabía que todos se reían de mí. Que los chicos escupían cuando yo pasaba a su lado, que Jude me despreciaba. Que era un don nadie y que tendría mucho más sentido que me ahogara o que me ahorcara de una puta vez, o que me pegara un tiro, o cualquier otra cosa. Porque cualquier otra cosa sería mejor que lo que yo era: el producto asqueroso de una piel blanca.
[1]. «Salchicha» en polaco. (Todas las notas son de la traductora.)
En la contribución de mi padre no quería siquiera pensar. La idea de mi padre me hacía vomitar. Mi padre había huido de mi madre, la abandonó por una polaca con un piercing en la lengua. Se había divorciado porque, si la hubiera matado —eso es lo que habría preferido él y lo más rápido—, habría acabado en la cárcel. Mi padre también me habría matado a mí si no hubiera estado seguro de que me moriría enseguida.
El divorcio fue rápido y salió ganando él. Pero mi madre, como la tonta que era, pensaba que había ganado ella. Durante una semana telefoneó a su única amiga vendedora y le contó cómo había reventado a aquel imbécil y cómo lo había desgraciado porque yo me quedaba con ella. Solo la abuela lo comprendió, pero no le dijo ni pío a mi madre. «Déjala —me dijo—, que así tiene algún motivo de alegría.»
No quiero ni pensar en la alegría de mi padre al escuchar la sentencia del juez. Creo que se cagó de felicidad. Librarte al mismo tiempo de dos seres por cuya muerte habrías pagado era demasiada suerte incluso para el conductor de un tráiler.
Ese aspecto tenía mi madre aquella mañana en que cumplió treinta y nueve años.
Yo la habría tirado a la chatarra y habría empezado por el pelo. Solo una cosa desentonaba en toda esta historia: los ojos. Mi madre tenía unos ojos verdes tan bonitos que parecía un despropósito malgastarlos en un rostro fermentado como el suyo.
Los ojos de mi madre eran un despropósito
Llegué por fin a casa y me dirigí inmediatamente a mi habitación. Me pareció extraño que mi madre hubiera permanecido callada todo el camino, pero pensé que sería debido a la abuela, que había ingresado esa noche en el hospital. Para recordar que había nacido, mi madre había hecho ese día una tarta de nata y había comprado diez botellas de cerveza. Le dije, no sin un cierto regocijo, que no le había comprado ningún regalo. Me respondió que no le importaba. Envidiaba su capacidad para ignorar las cosas evidentes. Yo la odiaba, mi padre la odiaba, su única amiga vendedora la odiaba. Mika estaba muerta. Sin embargo, ya ves, había hecho una tarta y había comprado cerveza. Si al menos hubiera estado la abuela en casa, pero no estaba, y eso quería decir que nadie, pero absolutamente nadie en todo el universo, daba un duro por ella, por su cumpleaños o por su vida, dicho sea de paso.
Me puse a contar el dinero para ir a Ámsterdam —lo hacía todos los días, como si al contarlo aumentara—. Estaba todo, aunque era mucho menos de lo que habría querido. A la abuela no le podía robar más porque había cambiado la cerradura, probablemente también el escondite, y me había dejado claro que no financiaba sexo ni drogas. Mientras pensaba en otras posibilidades —todas condenables—, mi madre llamó a la puerta y me dijo que estaba lista la comida. Le dije que se largara, que no tenía hambre, pero ella respondió a gritos que tenía manzanas asadas.
Esa era la principal característica de mi madre: sabía cómo camelar a la gente. Además, su cara necia tenía siempre una expresión de asombro infantil que desarmaba a todo el mundo y que le había servido para vender durante muchos años toneladas de comida barata a precios astronómicos. Fui, por supuesto. Las manzanas asadas eran mi debilidad.
La mesa del banquete hacía pensar en un basurero en el que alguien hubiera colgado una guirnalda. Sobre un mantel de hule con estampado de amapolas —mi abuela acababa de recibir mercancía en la tienda— mi madre había dispuesto toda clase de asquerosidades: paté de hígado de pescado, pepinillos encurtidos, salchichón seco con trozos de tocino, alas de gallina cocidas con mayonesa, arenques en vinagre, en una palabra, todos sus platos favoritos. Se veía que había pasado por Kalinka —la tienda de productos rusos donde trabajaba su amiga Kasza— y que se había obsequiado con una botella de vodka.