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SOPHIE KINSELLA

MI VIDA (NO DEL TODO)
PERFECTA

Traducción de
Patricia Valero Mous

A Nicki Kennedy

1

Primero: podría ser peor. En cuanto al desplazamiento hasta allí, podría ser mucho peor; debo tener esto siempre en mente. Segundo: merece la pena. Quiero vivir en Londres; quiero hacer esto, y tener que soportar un largo trayecto es parte del trato. Forma parte de la experiencia londinense, como la Tate Modern.

(En realidad, no tiene nada que ver con la Tate Modern. Mal ejemplo.)

Mi padre siempre me dice: «Si quieres el perro, acepta las pulgas». Y yo quiero ese perro. Por eso estoy aquí.

De todos modos, el paseo de veinte minutos hasta la estación está bien. Es incluso agradable. El aire gris de diciembre me pesa en el pecho como si fuese plomo, pero me siento bien. El día acaba de empezar. Estoy en camino.

Mi abrigo es bastante calentito pese a que solo me costó 9,99 libras en un mercadillo. Llevaba una etiqueta, Christin Bior, pero la corté en cuanto llegué a casa. No puedes trabajar donde yo y que en tu abrigo ponga Christin Bior. Podría llevar una etiqueta de Christian Dior vintage auténtica. O de una marca japonesa. O no llevar etiqueta por ser de la clase de chicas que se hacen la ropa ellas mismas con telas retro que encuentran en Alfies Antiques.

Pero nunca Christin Bior.

A medida que me acerco a Catford Bridge empiezo a notar un nudo en el estómago. No quiero llegar tarde. Mi jefa ha tenido varias pataletas últimamente por culpa de la gente que «entra a cualquier hora», así que he salido veinte minutos antes por si acaso hoy es un mal día.

Como si lo viera: seguro que es un día horrible.

Ha habido un montón de problemas en mi línea y no paran de cancelar trenes sin previo aviso. La cuestión es que en Londres, en hora punta, no se pueden cancelar trenes como si nada. ¿Qué se supone que debe hacer toda la gente que iba a subirse a ellos? ¿Evaporarse?

Al pasar por el torno de la entrada ya tengo la respuesta. Allí están, apiñados en el andén, mirando las pantallas de información, empujándose para coger el mejor sitio, mirándose unos a otros con el ceño fruncido e ignorándose a la vez.

Ay, Dios. Seguro que han cancelado al menos dos trenes, porque la gente que hay aquí parece la que cabría en tres; todos esperan para entrar en un vagón, apelotonados en lugares estratégicos cerca del borde del andén. Estamos a mediados de diciembre, pero el espíritu navideño brilla por su ausencia. Todo el mundo está demasiado tenso y tiene demasiado frío y se nota demasiado que es lunes por la mañana. El único toque festivo consiste en una ristra de tristes lucecitas y una serie de avisos sobre los horarios de transporte durante las vacaciones.

Haciendo acopio de valor, me uno a la multitud y respiro aliviada al ver un tren acercarse a la estación. No porque vaya a caber en él (¿coger el primer tren? ¡Qué ridiculez!). Se ve gente aplastada a través de las ventanas empañadas y cuando se abren las puertas solo se baja una mujer que parece que está a punto de desplomarse después de vérselas para poder salir.

Aun así, la multitud avanza y de algún modo hay gente que consigue embutirse en el tren. Cuando se va, estoy mucho más adelante en el andén. Ahora lo único que debo hacer es mantenerme firme en mi posición y no dejar que ese tipo flacucho con el pelo engominado se me cuele. Me he quitado los auriculares para poder escuchar los avisos y estar preparada y al acecho.

Llegar al trabajo en Londres es básicamente la guerra. Es una lucha constante por ganar territorio, avanzando centímetro a centímetro, sin bajar la guardia. Porque si no, alguien dará un paso para adelantarte. O directamente te pisará.

Justo once minutos más tarde llega el siguiente tren. Avanzo con la multitud intentando apartar de mi mente las airadas exhortaciones como «¿No puedes tirar para delante?», «¡Hay sitio dentro!» o «¡Lo único que tienen que hacer es avanzar un poco!».

Me he fijado en que la expresión de la gente de dentro de los trenes es completamente diferente a la de la gente del andén, sobre todo la de los que han conseguido asiento. Ellos son los que han logrado cruzar las montañas y llegar a Suiza. Ni siquiera levantan la mirada. Se mantienen firmes en no involucrarse: «Ya sé que estáis ahí fuera, ya sé que es horrible y que yo estoy a salvo aquí dentro, pero yo también he sufrido lo mío, así que dejadme leer mi Kindle en paz sin lanzarme miradas asesinas, ¿vale?».

La gente empuja y empuja; alguien me propina un buen empellón —noto sus dedos en la espalda— y de repente siento que piso el suelo del interior del tren. Ahora necesito agarrarme a un poste o una barra, lo que sea, para afianzar mi posición. Una vez dentro, lo has conseguido.

Parece que hay un hombre detrás de mí que está muy enfadado; se oyen gritos e insultos. Y de pronto noto una especie de corriente detrás de mí que me arrastra, como un tsunami de gente. Solo me ha pasado un par de veces en la vida y es aterrador. Me veo propulsada hacia delante sin tocar el suelo y, mientras las puertas del tren se cierran, acabo apretujada entre dos tipos, uno con traje y otro con chándal, y una chica que se está comiendo un panini.

Estamos tan juntos que la chica sostiene su panini a unos diez centímetros de mi cara. Cada vez que le da un bocado me llega un leve olor a pesto. Pero los ignoro con todas mis fuerzas. Al olor y a la chica. Y a los dos tíos. A pesar de que noto el cálido muslo del tipo del chándal contra el mío y podría contarle los pelos de la nuca. Cuando el tren emprende la marcha, todos chocamos unos contra otros, pero nadie se mira. Creo que si estableces contacto visual en el tren llaman a la policía o algo así.

Para distraerme intento planear el resto de mi trayecto. Cuando llegue a Waterloo East miraré qué línea funciona mejor hoy. Puedo coger la Jubilee-District (que tarda lo indecible) o la Jubilee-Central (pero entonces tengo que andar bastante) o el Overground (pero tengo que caminar todavía más).

Y sí, si hubiese sabido que iba a acabar trabajando en Chiswick no hubiese alquilado un piso en Catford. Pero cuando llegué a Londres por primera vez fue para ser becaria en una empresa al este de Londres. (En el anuncio ponía «Shoreditch». Aunque aquello no era Shoreditch ni por asomo.) Catford era barato y no estaba excesivamente lejos; ahora no puedo permitirme los precios del oeste de Londres y, al fin y al cabo, el trayecto no es tan tan malo...

—¡Ay! —grito cuando el tren se para de golpe y salgo disparada hacia delante bruscamente.

A la chica le pasa lo mismo y me acerca la mano peligrosamente a la cara hasta que, casi sin darme cuenta, tengo un extremo del panini en la boca. «¿Perdona?»

Estoy tan en shock que no puedo ni reaccionar. Tengo la boca llena de masa de pan caliente y mozzarella fundida. ¿Cómo demonios ha pasado?

Aprieto los dientes por instinto, algo de lo que me arrepiento al instante. Aunque... ¿qué podía hacer, si no? Nerviosa, levanto la mirada hacia ella con la boca todavía llena.

—Perdona —mascullo, aunque suena como «mehmohma».

—Pero ¿qué haces? —exclama la chica, incrédula, dirigiéndose al resto de los pasajeros—. ¡Me está robando el desayuno!

Me suda la frente por el estrés. Esto no está bien. Nada bien. ¿Qué hago ahora? ¿Le doy un bocado al trozo de panini? (Mejor no.) ¿Lo escupo? (Peor. ¡Puaj!) No hay forma decente de salir de esta situación. Ninguna.

Al final muerdo el panini roja como un tomate. Ahora voy a tener que masticar hasta conseguir engullir un trozo de pan blandengue que es de otra persona con todo el vagón mirando.

—Lo siento mucho —le digo a la chica con torpeza en cuanto consigo tragar—. Espero que disfrutes del resto.

—Ahora no lo quiero —dice mirándome fijamente—. Está lleno de gérmenes tuyos.

—Bueno, ¡yo tampoco quería tus gérmenes! No ha sido culpa mía, tu panini ha acabado en mi boca.

—¡Ja! Ha acabado en tu boca, ya... —repite escéptica, y yo la miro indignada.

—¡Pues claro! ¿Qué te crees? ¿Que lo he hecho a propósito?

—¿Quién sabe? —responde poniendo una mano protectora sobre el resto del panini, como si fuese a abalanzarme sobre ella y a pegarle otro bocado—. Con la de gente rara que hay en Londres...

—¡Yo no soy rara!

—Puedes acabar en mi boca siempre que quieras, cariño —me dice el tipo del chándal con una sonrisa de medio lado—. Mientras no me muerdas... —añade, y todo el vagón estalla en carcajadas.

La cara se me pone más roja si cabe, pero no pienso decir nada. La conversación acaba aquí.

Durante los siguientes quince minutos miro obstinada hacia delante, intentando existir solo en mi pequeña burbuja. En Waterloo East el tren nos vomita a todos e inhalo el aire frío y contaminado con gran alivio. Camino lo más rápido que puedo hasta el metro, escojo la línea Jubilee-District y me uno a la multitud que hay en la puerta. Al hacerlo, miro el reloj y suspiro. Llevo cuarenta y cinco minutos de trayecto y ni siquiera estoy cerca.

Alguien me pisa con un tacón de aguja y me viene un repentino flashback de papá abriendo la puerta de la cocina, saliendo fuera, extendiendo los brazos para abrazar los campos y el cielo infinito, y diciendo: «El trayecto más corto al trabajo del mundo, cariño. El más corto del mundo». Cuando era pequeña no tenía ni idea de a qué se refería, pero ahora...

—Avanza, ¿quieres? ¡Avanza de una vez!

El hombre que está a mi lado en el andén me chilla tan fuerte que me encojo del susto. Acaba de llegar el metro y se produce la habitual batalla entre la gente de dentro del vagón, que cree que ya va lleno hasta los topes, y la de fuera, que mide los huecos con ojos analíticos y experimentados, y calcula que caben unos veinte cuerpos más, como mínimo.

Consigo entrar en el vagón y llegar entre empujones hasta Westminster, donde me bajo y cambio a la District Line, y entonces voy resoplando hasta Turnham Green. Al salir de la estación del metro, vuelvo a mirar el reloj y empiezo a correr. Mierda. No tengo ni diez minutos.

Nuestra oficina está en un edificio grande de color claro que se llama Phillimore House. A medida que me acerco ralentizo el paso y me noto el corazón desbocado. Tengo una ampolla gigante en la planta izquierda, pero lo importante es que lo he conseguido: he llegado a tiempo. Como por arte de magia hay un ascensor esperando; me meto e intento alisarme el pelo, que se ha movido en todas direcciones mientras corría por Chiswick High Road. El trayecto completo me ha llevado una hora y veinte minutos en total; podría ser peor...

—¡Espera!

Una voz arrogante hace que se me hiele la sangre. Al otro lado del vestíbulo veo una figura familiar. Mechas caras, piernas largas enfundadas en botas de tacón alto, cazadora de cuero y minifalda de tela naranja con una textura que hace que el resto de las prendas del ascensor de repente parezcan viejas y aburridas. Sobre todo mi falda de lana negra de 8,99 libras.

Tiene unas cejas increíbles. Hay gente en el mundo que tiene la suerte de tener unas cejas increíbles, y ella pertenece a ese grupo de elegidos.

—¡Qué trayecto tan horrible! —dice al entrar en el ascensor. Su voz es ronca, metálica, suena adulta. Es una voz que sabe cosas, que no tiene tiempo para tonterías. Aprieta el botón del piso con un dedo de manicura perfecta y empezamos a subir—. Absolutamente horrible —reitera—. Los semáforos no se ponían en verde en el cruce de Chiswick Lane. He tardado veinticinco minutos en llegar aquí desde casa. ¡Veinticinco minutos!

Me lanza una de sus miradas aguileñas, de costado, y me doy cuenta de que está esperando algún tipo de respuesta o comentario por mi parte.

—Oh —digo sin mucha convicción—. Pobre.

Las puertas del ascensor se abren y sale a paso ligero. La sigo un metro por detrás; veo su corte de pelo volver a caer perfectamente en su lugar tras cada paso y advierto ese perfume tan característico suyo (según dicen, creado especialmente para ella por Annick Goutal en París durante el viaje de su quinto aniversario de boda).

Es mi jefa. Es Demeter. La mujer con la vida perfecta.

No exagero. Cuando digo que Demeter tiene la vida perfecta, creedme, es verdad. Todo lo que podríais desear en la vida, ella lo tiene. Trabajo, familia, glamur en general. Sí, sí, sí. Incluso su nombre. Es tan único que ni se molesta en usar su apellido (Farlowe). Es simplemente Demeter. Igual que Madonna es simplemente Madonna. «Hola —la oigo decir por teléfono en ese tono confiado y más alto que el de cualquiera—, soy De-meee-ter.»

Tiene cuarenta y cinco años y es directora creativa de Cooper Clemmow desde hace poco más de un año. Cooper Clemmow es una agencia de publicidad, y algunos de nuestros clientes son peces bastante gordos, así que Demeter también lo es. Su despacho está lleno de premios y de fotos suyas con gente famosa y de productos con cuyas marcas ha colaborado.

Es alta y delgada, tiene el pelo castaño brillante y, como ya he dicho, unas cejas increíbles. No sé lo que ganará, pero vive en Shepherd’s Bush, en una casa que quita el hipo y por la que al parecer pagó más de dos millones de libras, según me contó mi amiga Flora.

Flora también me dijo que Demeter hizo importar el suelo de su sala de estar, de parqué de roble antiguo, desde Francia, y que cuesta una fortuna. Flora es la más cercana a mí en la jerarquía empresarial —creativa asociada— y una constante fuente de cotilleos sobre Demeter.

Una vez fui a ver la casa de Demeter, no porque sea una triste acosadora, sino porque por casualidad estaba por la zona y tengo su dirección y, bueno, ya sabéis, ¿por qué no ir a echar un vistazo a la casa de tu jefa si surge la oportunidad? (Vale, lo confieso: solo sabía el nombre de la calle; busqué en Google el número de la casa una vez allí.)

Por supuesto, es muy elegante. Parece salida de una revista. En realidad, ha salido en revistas. Como en Living-lo-que-sea, con Demeter de pie en su cocina blanca impoluta, con aspecto de directora creativa glamurosa luciendo una blusa de estampado retro.

Me quedé allí de pie y la contemplé un rato. No babeando exactamente, sino más bien anhelando algo así. La puerta de entrada es de un precioso verde grisáceo —de Farrow & Ball o Little Greene, estoy segura—, con un picaporte antiguo en forma de cabeza de león y unos elegantes escalones de piedra color gris pálido que llevan hasta ella. El resto de la casa también es bastante impresionante, con los marcos de las ventanas pintados y persianas venecianas, y una cabaña de madera en un árbol en el jardín trasero que se ve un poco desde la entrada; pero fue la puerta principal lo que me cautivó. Y los escalones. Imaginad tener unos preciosos escalones de piedra por los que bajar todos los días como la princesa de un cuento. Empezaríais la mañana sintiéndoos fabulosas.

Dos coches en la entrada. Un Audi gris y un SUV Volvo negro, ambos nuevos y relucientes. Todo lo que tiene Demeter es, o bien nuevo, o reluciente y a la moda; o bien antiguo y auténtico (como el antiguo y enorme collar de madera que compró en Sudáfrica). Creo que auténtico debe de ser su palabra favorita: la usa unas treinta veces al día.

Demeter está casada, por supuesto, y tiene dos hijos, faltaría más: un niño que se llama Hal y una niña que se llama Coco. Tiene millones de amigos que conoce «de siempre» y no para de ir a fiestas, eventos y entregas de premios de diseño. A veces suspira y dice que es la tercera noche que sale esa semana y exclama: «¡Es que mira que soy masoquista!, ¿eh?» mientras se calza sus zapatos Miu Miu. (Llevo muchos de sus paquetes vacíos de Net-A-Porter a reciclar y por eso sé las marcas que lleva. Miu Miu. Marni de rebajas. Dries van Noten. También muchas prendas de Zara.) Pero entonces, en cuanto sale por la puerta, le empiezan a brillar los ojos y lo siguiente que vemos son todas las fotos que aparecen en las cuentas de Facebook y Twitter de Cooper Clemmow y en todas partes: Demeter con un top negro a la última (puede que de Helmut Lang, también le gusta), con una copa de vino en la mano y sonriendo junto a un montón de diseñadores famosos. Perfecta.

Y la cosa es que no le tengo envidia. No exactamente, vaya. Yo no quiero ser Demeter. No quiero tener sus cosas. Quiero decir que solo tengo veintiséis años, ¿qué iba a hacer yo con un SUV Volvo?

Sin embargo, cuando la miro, noto ese pinchacito de... algo y pienso: «¿Podría ser yo? ¿Llegaré a ser como ella algún día? Cuando me lo haya ganado, ¿tendré la vida de Demeter?». No solo sus cosas, sino su seguridad en sí misma. Su estilo. Su sofisticación. Sus contactos. Me daría igual que me llevase veinte años conseguirlo. En realidad, ¡me encantaría! Si me dijerais: «¿Sabes qué? Si trabajas duro, dentro de veinte años tendrás esa vida», me pondría a ello ahora mismo, a destajo.

Pero es imposible. Nunca pasará. La gente habla de «escaleras» y de «carreras» y de «subir categorías», pero por muy duro que trabaje, no veo ninguna escalera que vaya a llevarme a la vida de Demeter.

Y es que, a ver, ¿dos millones de libras por una casa?

¿Dos millones?

Una vez lo calculé. Supongamos que el banco me prestase esa cantidad (cosa que no haría); con mi sueldo actual tardaría 193,4 años en pagar la deuda (y, bueno, tendría que vivir). Cuando apareció ese número en la calculadora me entró una especie de risa nerviosa. La gente habla de brecha generacional. Yo diría más bien abismo generacional. Gran Cañón generacional. No hay ascensor que suba lo suficiente como para llevarme de mi vida a la de Demeter, no sin algo extraordinario como la lotería, unos padres ricos o una idea genial que consiga hacerme millonaria. (No creáis que no lo estoy intentando. Todas las noches trato de inventar un nuevo tipo de sujetador o un caramelo casi sin calorías. Pero todavía nada.)

En fin. El caso es que no puedo aspirar a la vida de Demeter, no exactamente. Pero puedo aspirar a partes de ella. A las partes alcanzables. Puedo observarla, estudiarla de cerca. Puedo aprender a ser como ella.

Y también puedo aprender a no ser como ella.

Porque ¿no lo he mencionado ya? Demeter es una pesadilla. Es perfecta y es una pesadilla. Las dos cosas.

Mientras enciendo el ordenador, Demeter aparece en nuestra oficina de planta abierta, sin tabiques, dando sorbitos a su latte con leche de soja.

—Gente —dice—. Gente, escuchadme.

Esta es otra de las palabras favoritas de Demeter: gente. Llega a nuestro espacio y dice «gente» en ese tono dramático suyo como de función escolar, e inmediatamente tenemos que dejar lo que estamos haciendo, como si fuese a anunciarnos algo importante para todos. Lo que quiere es algo en concreto que solo sabe hacer una persona, pero, como apenas se acuerda de a qué se dedica cada uno o de cómo nos llamamos, se dirige a todos en general.

Vale, puede que exagere un poco. O no. Nunca he conocido a nadie tan malo a la hora de recordar nombres como Demeter. Flora me dijo una vez que Demeter tiene un problema de visión, algo relacionado con el reconocimiento de las caras, pero no quiere admitirlo porque cree que eso no tiene nada que ver con su capacidad para hacer bien su trabajo.

Bueno, inciso informativo: sí tiene que ver.

Y, segundo inciso informativo: ¿qué tiene que ver el reconocimiento facial con recordar un nombre correctamente? Llevo aquí siete meses y juraría que todavía no sabe si soy Cath o Cat.

Soy Cat, por cierto. Cat como diminutivo de Catherine. Porque... Bueno. Es un diminutivo guay. Es corto y tiene gancho. Es moderno. Es londinense. Es muy yo. Es Cat. Cat Brenner.

«Hola, soy Cat.»

«Hola, soy Catherine, pero llámame Cat.»

Vale, lo admito: no es del todo yo. Todavía no. En parte sigo siendo Katie. Llevo llamándome Cat desde que empecé a trabajar aquí, pero por algún motivo la cosa no acaba de cuajar. A veces no respondo tan rápido como debería cuando la gente se dirige a mí como Cat. Dudo antes de firmar con ese nombre y una vez incluso tuve que borrar la K con la que había empezado a escribir mi nombre en una de esas enormes tarjetas de cumpleaños para una compañera. Por suerte, nadie lo vio. Es que ya me vale, ¿quién no sabe escribir su propio nombre?

Pero estoy decidida a ser Cat. Seré Cat. Es mi nombre londinense, nuevo y reluciente. He tenido tres trabajos en mi vida (vale, en los dos primeros era becaria), y con cada uno me he ido reinventando a mí misma un poco más. Pasar de Katie a Cat es el último paso.

Katie es mi yo casero. Mi yo de Somerset. Una chica de mejillas sonrosadas y pelo rizado que vive en vaqueros, botas de agua y un polar que le regalaron con un pedido de pienso para ovejas. Una chica cuya vida social se limita al pub de la ciudad o, como mucho, al Ritzy de Warreton. Una chica que he dejado atrás.

Desde que tuve uso de razón deseé irme de Somerset. Quise estar en Londres. Nunca tuve pósteres de grupos musicales de chicos en la pared: tenía el mapa del metro. Láminas del London Eye y del Gherkin.

El primer puesto de becaria que conseguí fue en Birmingham, también una gran ciudad. Tiene tiendas, vidilla, glamur, pero... no es Londres. No tiene ese algo que hace palpitar el corazón. Su skyline. Su historia. Pasar junto al Big Ben y oír sus campanas repicar. Estar en las mismas estaciones de metro que has visto en un millón de películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Sentir que estás en una de las mejores ciudades del mundo, sin duda. Vivir en Londres es como vivir en un plató de cine, desde las callejuelas dickensianas hasta los rascacielos relumbrantes pasando por las escondidas placitas con jardín. Puedes ser quien quieras.

La mayoría de las cosas de mi vida jamás conseguirían la primera posición en una encuesta de satisfacción general. No tengo el mejor trabajo, ni un fondo de armario a la última, ni un piso maravilloso. Pero vivo en una ciudad realmente increíble. Vivir en Londres es algo que le encantaría a gente de todo el mundo, y aquí estoy yo. Y por eso no me importa que mi trayecto hasta el trabajo sea un infierno, ni que mi habitación sea de medio metro cuadrado. Estoy aquí.

No llegué a la primera. La única oferta que recibí al acabar la carrera fue la de una pequeña empresa de marketing de Birmingham. Así que me mudé allí y de inmediato empecé a crearme una nueva personalidad. Me corté el flequillo. Empecé a alisarme el pelo a diario y a llevar un moño elegante. Me compré unas gafas de pasta con los cristales claros. Parecía diferente. Me sentía diferente. Incluso empecé a maquillarme diferente, usando todos los días un labial y contundente eyeliner líquido negro.

(Me llevó un fin de semana entero aprender a aplicarme bien el perfilador de ojos. Se requiere mucha destreza, como con la trigonometría, y digo yo: «¿Por qué no enseñan eso en el colegio, eh?». Si yo gobernase este país, se impartirían cursos de cosas que realmente se usasen toda la vida. Por ejemplo: cómo perfilarse los ojos, cómo hacer la declaración de la renta, qué hacer cuando se te atasca el váter y tu padre no contesta al teléfono y estás a punto de dar una fiesta en tu apartamento.)

Fue en Birmingham cuando decidí perder mi acento del sudoeste. Estaba en el lavabo, haciendo mis cosas, cuando oí a dos chicas burlarse de mí. «La granjera Katie», me llamaron. Y sí, me quedé en shock; y sí, me dolió. Podría haber salido del cubículo y haberles gritado que su acento de Birmingham tampoco es que fuese mucho más glamuroso...

Pero no lo hice. Me quedé allí sentada, pensando. Fue un bofetón de realidad. Para cuando conseguí mi segundo puesto de becaria —el del este de Londres—, ya era una persona diferente. Me había espabilado. No parecía ni sonaba como Katie Brenner de la granja Ansters.

Y ahora ya soy Cat Brenner, de Londres. Cat Brenner, la que trabaja en una oficina superguay de ladrillo visto, mesas blancas pulidas, sillas raras y un perchero en forma de hombre desnudo. (Todo el mundo se asusta la primera vez que viene y lo ve.)

A ver, que cuando digo que soy Cat me refiero a que lo seré. Solo tengo que perfeccionar lo de no firmar con el nombre que no es.

—Gente —dice Demeter por tercera vez, y todo el mundo se calla.

Aquí somos diez personas, todos con títulos diferentes, y llevamos a cabo tareas diferentes. En el piso de arriba está el equipo que organiza eventos y el que se encarga de la parte digital, y también el de planificación. Luego hay otro equipo de creativos al que llaman el «equipo visionario» y que trabaja directamente con Adrian, nuestro director ejecutivo. Además de otros departamentos como Recursos Humanos, Finanzas y cosas así. Pero esta planta es mi mundo, y en él yo soy el último mono. Soy la que menos gano de lejos y mi mesa es la más pequeña, pero por algo se empieza. Es mi primer trabajo remunerado y le doy gracias a la vida por él cada día que pasa. Y, además, bueno, mi trabajo es interesante.

En cierto modo.

Quiero decir que supongo que depende de cómo definas interesante, pero, por ejemplo, ahora estoy trabajando en un proyecto de lo más emocionante para lanzar una crema de leche de Coffeewite que hace su propia espuma estilo capuchino. Y eso conlleva, en mi día a día...

Vale. Esa es la cuestión. Hay que ser realista. Nunca empiezas dedicándote a lo más guay, a lo más divertido. Papá no lo entiende. Siempre me pregunta si se me ocurren a mí todas las ideas o si conozco a gente importante o si voy a comidas de negocios molonas cada día. Lo cual es ridículo.

Y sí, a lo mejor es que me pongo un poco a la defensiva, pero es que no hay forma de que lo pille y no me ayuda nada cuando empieza a hacer muecas y a negar con la cabeza y a decir: «¿Seguro que eres feliz en la capital, Katie, cariño?». Soy feliz. Pero eso no quiere decir que esto no sea duro. Papá no sabe nada sobre trabajos, sobre Londres, sobre economía o sobre, qué sé yo, el precio de una copa de vino en un bar londinense. Ni siquiera le he dicho exactamente a cuánto asciende mi alquiler porque sé que diría, diría...

Oh, Dios. Respira hondo... Lo siento. No quería empezar a despotricar sobre mi padre. Las cosas no han ido demasiado bien entre nosotros desde que me fui de casa al acabar la carrera. No entiende por qué me mudé aquí y nunca lo entenderá. Podría intentar explicárselo mil veces, pero es que, si no te gusta Londres, lo único que le ves es tráfico, humo y gastos desorbitados, y a tu hija escogiendo vivir a más de ciento cincuenta kilómetros de ti.

Tuve dos opciones: seguir los dictados de mi corazón u optar por no romper el suyo. Y creo que al final rompí un poco el de ambos. Algo que el resto del mundo no acaba de entender, porque creen que irse de casa es de lo más normal. Pero ellos no son mi padre y yo, que hemos vivido juntos, solos los dos, muchos años.

Pero, bueno, vuelvo a mi trabajo. La gente de mi categoría no tiene contacto con los clientes. Es Demeter quien lo tiene. Y Rosa. Ellas van a las comidas de negocios y vuelven con las mejillas sonrosadas y con muestras gratuitas. Y entonces convocan una reunión, que suele involucrar a Mark, a Liz y a alguien del equipo digital, y a veces a Adrian, que no solo es el director, sino también el fundador de Cooper Clemmow y que tiene una oficina abajo. (Hubo un cofundador llamado Max, pero se retiró prematuramente y se fue a vivir al sur de Francia.)

Adrian es increíble, la verdad. Tiene unos cincuenta años y una buena mata de pelo gris ondulado, lleva camisas vaqueras y parece salido de los setenta. Supongo que en cierto modo es así. También es medio famoso. Tanto que su foto aparece en la galería de alumnos del King’s College que hay en The Strand.

Podría decirse que es un pez gordo. Y yo no estoy a ese nivel, claro, ni por asomo. Como decía, trabajo en la parte de investigación, lo cual quiere decir que esta semana a lo que me dedico es a...

Un momento, antes de que os lo diga, os advierto de que no suena demasiado glamuroso, ¿vale? Pero en realidad no es tan malo como parece, en serio.

Me dedico a introducir datos. Para ser más específica, los resultados de la encuesta final que realizamos a clientes para Coffeewite sobre café, leche en polvo, capuchino y, bueno, todas esas cosas. Dos mil encuestas escritas a mano, cada una de ocho páginas. Lo sé, lo sé. ¿Papel? ¡Si nadie hace encuestas en papel hoy en día! Pero Demeter quería algo de la «vieja escuela» porque leyó en no sé qué estudio que la gente es un veinticinco por ciento más sincera cuando escribe con bolígrafo que cuando contesta online. O algo así.

Así que, aquí estamos. O mejor dicho, aquí estoy, con cinco cajas de cuestionarios todavía por introducir.

Puede resultar algo cansado, porque son las mismas preguntas todo el rato y porque los participantes han garabateado sus respuestas a boli y a veces no se leen bien. Pero, siendo positivos, ¡esta investigación es lo que dará forma a todo el proyecto! Flora no paraba de decirme: «Dios, pobre Cat, ¡menuda pesadilla!», pero a mí me parece fascinante.

Bueno. A ver, quiero decir que eres tú quien debe convertirlo en algo fascinante. Me ha dado por intentar acertar los ingresos de la gente basándome en sus respuestas a la pregunta sobre la densidad de la espuma. Y ¿sabéis? Casi siempre acierto. Es como si pudiese leer sus mentes. Cuantas más respuestas introduzco en la base de datos, más aprendo sobre los clientes; al menos, eso espero.

—Gente, ¿qué narices pasa con Trekbix?

La voz de Demeter vuelve a meterse en mis pensamientos. Está de pie sobre sus afilados tacones, pasándose una mano por el pelo con esa expresión tan suya de impaciencia y frustración que significa «qué-demonios-le-pasa-al-mundo».

—Me guardé unas notas sobre esto —dice haciendo scroll en su móvil e ignorándonos de nuevo—, estoy segurísima...

—Yo no he visto ninguna nota —contesta Sarah desde su mesa en su habitual tono bajo y discreto.

Santa Sarah, como la llama Flora. Sarah es la secretaria de Demeter. Tiene el pelo sedoso y pelirrojo, que lleva en una cola de caballo, y los dientes bonitos y muy blancos. Ella es la que se hace su propia ropa: vestidos retro espectaculares años cincuenta con faldas de vuelo. Y no tengo la menor idea de cómo logra mantenerse cuerda.

Demeter tiene que ser la persona más dispersa del universo. Todos los días, al parecer, pierde un documento o se equivoca de hora en alguna reunión. Sarah siempre se muestra paciente y educada con Demeter, pero su boca delata su frustración: se le tensa un montón y acaba formando una mueca de disgusto. Se ve que es una crack enviando correos desde la dirección de Demeter sin que se note que no es ella para salvar la situación, disculparse y, en general, suavizar las cosas.

Ya sé que el trabajo de Demeter es muy importante. Y que además tiene que preocuparse por su familia y por las funciones escolares y todas esas historias, pero ¿cómo se puede ser tan pájara?

—Aquí está. Las he encontrado. ¿Qué hacían en mi carpeta personal?

Demeter levanta la mirada del teléfono con esa expresión confundida y punzante que pone a veces, como si el mundo entero la desorientase.

—Solo tienes que guardarlas en... —empieza a decir Sarah intentando coger el móvil de Demeter, pero esta la aparta.

—Ya sé usar el móvil. Esa no es la cuestión. La cuestión es...

Se calla de golpe y todos nos quedamos sin aliento. Ese es otro de los hábitos de Demeter: empieza una frase para captar la atención de todos y luego se detiene a la mitad, como si se le hubiese acabado la batería. Miro a Flora y la veo poner los ojos en blanco.

—Sí. Eso. —Demeter retoma donde lo había dejado—: ¿Qué pasa con Trekbix? Porque pensaba que Liz iba a escribir una respuesta a su correo, pero acabo de recibir otro de Rob Kincaid en que me pregunta por qué no le hemos dicho nada todavía. ¿Entonces? —Se vuelve hacia Liz, por fin centrándose en la persona que necesita, por fin siendo clara y concisa—. ¿Liz? ¿Dónde está la respuesta? Me prometiste enseñarme un borrador esta mañana. —Da un golpecito a la pantalla de su móvil—. Lo tengo aquí, en mis notas de la reunión del lunes pasado: Liz escribirá un borrador. ¿Primera regla de la atención al cliente, Liz?

«Llevarlos de la mano», digo para mis adentros, pero no en voz alta porque eso sería demasiado descarado.

—Llevarlos de la mano —declama Demeter—. Llevarlos de la mano durante todo el proceso. Hacer que se sientan seguros cada minuto. Es entonces cuando tienes a un cliente satisfecho. Y tú no estás llevando a Rob Kincaid de la mano, Liz. Tiene la mano colgando y eso no le hace muy feliz.

Liz se pone colorada.

—Todavía estoy trabajando en el borrador.

—¿Todavía?

—Hay muchas cosas que incluir.

—Bueno, pues ve más deprisa. —Demeter frunce el ceño—. Y envíamelo a mí primero para que lo apruebe, no se lo rebotes a Rob y ya. Lo quiero antes de la hora del almuerzo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —murmura Liz con cara de amargada.

Es raro que Liz meta la pata. Es gestora de proyectos y tiene la mesa muy ordenada, y un cabello liso y claro que lava todos los días con champú con olor a manzana. También come muchas manzanas. La verdad es que nunca antes había conectado ambos factores. Qué raro...

—¿Dónde está el correo de Rob Kincaid? —Demeter está haciendo scroll arriba y abajo en su móvil—. ¡Ha desaparecido de mi bandeja de entrada!

—A lo mejor lo has borrado por error —apunta Sarah con paciencia—. Te lo mando de nuevo.

Esta es otra de las cruces de Sarah: Demeter siempre elimina sin darse cuenta correos que luego necesita urgentemente y se pone histérica. Sarah dice que se pasa la mitad del día reenviándole e-mails a Demeter, menos mal que una de las dos tiene un sistema eficiente de filtrado.

—Ya está —añade Sarah algo brusca—. Ya te he enviado el correo de Rob. De hecho, te he reenviado todos sus correos, por si acaso.

—Gracias, Sarah —admite Demeter—, no sé dónde habrá ido a parar ese mail. —Sigue con la mirada fija en la pantalla, pero a Sarah no parece interesarle lo más mínimo.

—Demeter, me voy a mi formación de primeros auxilios —salta cogiendo su bolso—. ¿Recuerdas que te lo dije? Porque soy la delegada de seguridad.

—Ya... —Demeter parece desconcertada. Está claro que se le ha olvidado por completo—. ¡Genial! Bien por ti. Pero, Sarah, antes de que te marches, repasemos... —Sigue bajando por la pantalla del móvil—. Esta noche son los London Food Awards y tengo que ir a la peluquería esta tarde.

—No puedes —la interrumpe Sarah—. Tienes toda la tarde ocupada.

—¿Qué? —Demeter levanta, por fin, la mirada del teléfono—. ¡Si pedí hora!

—Para mañana.

—¿Mañana? —Demeter parece horrorizada y sus ojos vuelven a buscar por la pantalla con avidez—. No. Pedí hora para el lunes.

—Mira tu agenda. —Sarah parece a punto de perder la paciencia—. Reservaste hora para el martes, Demeter, siempre vas los martes.

—Pues necesito teñirme las raíces urgentemente. ¿No puedo cancelar nada esta tarde?

—Vienen los de la polenta. Y luego el equipo de Green Teen.

—Mierda. —Demeter frunce el ceño contrariada—. ¡Mierda!

—Y tienes una videoconferencia dentro de quince minutos. ¿Me puedo ir ya? —pregunta Sarah en tono impaciente.

—Sí. Sí. Vete, vete. —Demeter le dice adiós con la mano—. Gracias, Sarah. —Se dirige de nuevo a su cubículo transparente, resoplando—. Mierda. ¡Mierda! ¡Ah! —Reaparece—. Rosa, ¿el logo de Sensiquo? Tendríamos que probar con un cuerpo de letra mayor. Se me ha ocurrido mientras venía. Y el círculo en aguamarina. ¿Podrías hablar con Mark? ¿Dónde está Mark? —pregunta en tono quejumbroso mirando hacia la mesa de este.

—Hoy trabaja desde casa —responde Jon, un creativo júnior.

—Ya... —dice Demeter, desconfiada—. De acuerdo.

A Demeter no le gusta que la gente trabaje desde casa. Dice que se pierde el ritmo si el equipo desaparece todo el rato. Pero Mark lo negoció en su contrato antes de que llegase Demeter, así que no hay nada que pueda hacer al respecto.

—No te preocupes, se lo comento —dice Rosa tomando notas en su bloc frenéticamente—. Cuerpo de letra, aguamarina.

—Genial. Ah, y Rosa —Demeter vuelve a sacar la cabeza una vez que ha llegado a su despacho—, me gustaría sopesar la formación de Python. Todo el mundo en esta oficina tendría que saber escribir código.

—¿Cómo?

—¡Código! —repite Demeter, impaciente—. Leí un artículo sobre ello en el Huffington Post. Inclúyelo en la agenda para la próxima reunión.

—Vale. —Rosa se ve abatida—. Escribir código. De acuerdo.

Cuando Demeter cierra la puerta, todo el mundo vuelve a respirar con normalidad. Así es Demeter. Totalmente aleatoria. Intentar seguirla es extenuante.

Rosa teclea atacada en su móvil, y sé que lo que está haciendo es enviarle un texto furibundo sobre Demeter a Liz. Y, como era de esperar, al poco el móvil de Liz hace ¡ping! y esta asiente con la cabeza mirando a Rosa.

Todavía no he conseguido desentrañar del todo las intrigas de esta oficina. Es como intentar entender algo de un culebrón cuando va por la mitad. Pero sé que Rosa se presentó para el puesto de Demeter y no se lo dieron. También sé que tuvieron una pelea tremebunda justo antes de que yo entrase. Rosa quiso involucrarse en un proyecto enorme encabezado por el alcalde. Se trataba de encargarse de la imagen corporativa de una competición de atletismo, y el alcalde formó un equipo con creativos de agencias de todo Londres. El Evening Standard lo llamó «un escaparate de los mejores y más brillantes de la ciudad». Pero Demeter no se lo permitió. Dijo que necesitaba a Rosa en su equipo las veinticuatro horas, siete días a la semana, lo cual es mentira. Desde entonces, Rosa odia a Demeter con fruición.

La teoría de Flora es que Demeter está tan paranoica por ser eclipsada por los miembros más jóvenes de su equipo que no ayuda nunca a nadie. Si te atreves siquiera a intentar subir la escalera, te pisará los dedos con sus zapatos Miu Miu. Parece ser que ahora Rosa está desesperada por abandonar Cooper Clemmow, pero no hay muchas posibilidades para ella en este sector. Así que se queda aquí, con una jefa a la que odia y despreciando cada minuto de su trabajo. Algo que se aprecia en sus hombros jorobados y su ceño siempre fruncido.

Mark también odia a Demeter, y también sé por qué. Se supone que Demeter debe supervisar al equipo de diseño. Debe supervisarlo, no hacerlo todo ella. Pero no lo puede evitar. El diseño es lo que más le gusta: el diseño y el packaging. Conoce más nombres de tipografías de las que puedas imaginar y a veces es capaz de interrumpir una reunión solo para enseñarnos a todos un diseño de packaging que cree que funcionará. Algo que en realidad no está mal, pero que también es un problema porque siempre está metiendo baza cuando no le toca.

El año pasado, Cooper Clemmow renovó la imagen de marca de una conocida crema hidratante llamada Drench, y fue idea de Demeter usar un color naranja pálido con letras blancas. La verdad es que fue todo un éxito y hemos ganado un montón de premios con ella. Hasta ahí todo bien, excepto para Mark, que es el director del Departamento de Diseño. Parece que él había creado un diseño de packaging completamente distinto, pero a Demeter se le ocurrió lo del color naranja, preparó un prototipo por su cuenta y lo sacó en una reunión con el cliente, ante lo cual Mark se sintió absolutamente ninguneado.

Lo peor es que Demeter ni se enteró de que Mark se había enfadado. No se da cuenta de esas cosas. Ella es todo «choca esos cinco, gran trabajo de equipo, pasemos a otra cosa, próximo proyecto». Y como tuvo tanto éxito, Mark no pudo ni quejarse. En cierto modo, tuvo suerte: ganó un montón de reconocimiento por el rediseño. Lo puede poner en su currículum y todo, pero, aun así, sigue dolido y habla de Demeter en un tono tan sarcástico que hace daño a los oídos.

Lo más triste es que todo el mundo en la empresa sabe que Mark tiene mucho talento. Acaba de ganar el Premio Stylesign a la Innovación (se ve que es algo muy prestigioso). Pero es como si Demeter no fuera consciente del buen director de diseño que tiene.

Liz tampoco está muy contenta aquí, pero lo soporta. Flora, por otro lado, siempre se queja de Demeter, pero creo que lo hace porque es quejica en general. No sé cómo se sentirán el resto.

En cuanto a mí, yo sigo siendo la nueva. Solo llevo aquí siete meses y soy muy discreta, no expreso mi opinión con demasiada frecuencia. Pero sí soy ambiciosa, tengo ideas. Y el diseño también es lo que más me gusta, sobre todo la tipografía. De hecho, es de lo que Demeter y yo hablamos durante mi entrevista.

Cuando llega un proyecto nuevo a la oficina, el cerebro me entra en ebullición. ¡He hecho tanto trabajo especulativo en mis ratos libres con mi portátil! Logos, conceptos de diseño, documentos estratégicos... No paro de enviárselos a Demeter para que me haga algún comentario, y siempre me promete que les echará un vistazo cuando tenga un momento.

Todo el mundo dice que no hay que acosar a Demeter porque si no pierde los papeles. Así que estoy esperando mi momento, como un surfista espera su ola. En realidad se me da bastante bien el surf y sé que mi ola llegará. Cuando sea el momento adecuado llamaré la atención de Demeter. Verá mi trabajo, todo caerá por su propio peso y empezaré a surfear sobre la ola de mi vida. Y no me pasaré el tiempo remando, remando, remando como hago ahora.

Estoy cogiendo de la pila la siguiente encuesta para introducir los datos cuando veo a Hannah, otra de las diseñadoras, entrar por la puerta. Se oye un suspiro generalizado y Flora me mira levantando las cejas. La pobre Hannah tuvo que irse a casa el viernes. No se encontraba bien. Ha tenido cinco abortos en los últimos dos años y esto la ha dejado algo tocada. En ocasiones tiene ataques de pánico. Le pasó el viernes, así que Rosa le dijo que se fuera a casa a descansar. La verdad es que seguramente Hannah sea la que más duro trabaja de toda la oficina. He visto correos suyos enviados a las dos de la madrugada. Se merece un buen descanso.

—¡Hannah! —exclama Rosa al verla—. ¿Estás bien? Hoy tómatelo con calma.

—Estoy bien —dice Hannah sentándose a su mesa, evitando las miradas de todos—. Estoy bien —contesta, y al instante abre un documento y empieza a trabajar dando sorbitos a una botella de agua del grifo filtrada.

(Copper Clemmow lanzó la marca, así que todos tenemos botellas de color neón gratis en nuestras mesas.)

—¡Hannah! —Demeter aparece en la puerta de su despacho—. ¡Estás de vuelta! Bien hecho.

—Estoy bien —responde otra vez.

Noto que Hannah no quiere que le presten demasiada atención, pero Demeter va directa a su sitio.

—Oye, no te preocupes, Hannah —dice con su tono más paternalista—. Nadie piensa que seas la reina de las exageraciones ni nada de eso. Así que no te preocupes por nada.

Saluda con la cabeza a Hannah de forma amistosa, vuelve trotando a su cubículo y cierra la puerta. El resto no hemos perdido detalle y nos hemos quedado atónitos. Hannah parece totalmente abatida. Tan pronto como Demeter está de vuelta en su despacho, se vuelve hacia Rosa.

—¿Pensáis que soy la reina de las exageraciones? —pregunta a punto de llorar.

—¡Claro que no! —exclama Rosa de inmediato, y oigo a Liz murmurar:

—Maldita Demeter...

—Hannah —continúa Rosa dirigiéndose hacia su mesa y poniéndose a su altura para mirarla a los ojos—, acabas de recibir el tratamiento Demeter.

—Eso es —afirma Liz—. Has sido demeterizada.

—Nos pasa a todos. Es una arpía insensible y dice estupideces a las que no debes hacer caso, ¿de acuerdo? Has hecho muy bien en venir hoy y todos apreciamos el esfuerzo. ¿A que sí? —Rosa mira a su alrededor y todo el mundo empieza a aplaudir. Hannah se sonroja, complacida—. ¡Que le den! —continúa, y los aplausos se hacen más fuertes mientras vuelve a su mesa.

Por el rabillo del ojo veo a Demeter mirando por el cristal de su despacho, preguntándose qué debe de pasar, y casi siento lástima por ella. No tiene ni la más remota idea.