

Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1989 Diana Palmer
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Sutton, n.º 1406 - agosto 2014
Título original: Sutton’s Way
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4631-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Sumário
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
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El viento había comenzado a aullar de nuevo fuera de la cabaña. Amanda se arrebujó en el sofá frente a la chimenea donde crepitaba el fuego, sin levantar la vista de la novela que tenía sobre el regazo. Aunque fuera debía haber más de medio metro de nieve, no le preocupaba en absoluto: se había abastecido de todo lo que pudiera necesitar durante las próximas semanas si el tiempo continuaba igual.
Aquello sí que era estar alejada del mundanal ruido, sin un teléfono que la molestara a todas horas, ni vecinos. Bueno, sí tenía uno, Quinn Sutton, dueño de un rancho en la montaña, pero era un hombre tan huraño, que Amanda dudaba que fuera a tener mucho trato con él... y tampoco ansiaba llegar a tenerlo.
Solo lo había visto una vez, y con esa había sido suficiente. Había sido el sábado de la semana anterior, el día que había llegado. Nevaba, y estaba subiendo por la carretera de la montaña en el todoterreno que había alquilado, cuando divisó la enorme casa del rancho Sutton en la lejanía, y a su propietario a unos metros del camino, bajando pesadas pacas de heno de un trineo tirado por caballos para alimentar a sus reses. Amanda observó incrédula la facilidad con que lo hacía, como si fueran almohadas de plumas. Debía tener muchísima fuerza.
Detuvo el vehículo, bajó la ventanilla y sacó la cabeza para preguntarle si podía indicarle cómo llegar a la cabaña de Blalock Durning. El señor Durning era el novio de su tía, que amablemente había accedido a dejarle la cabaña para pasar allí unas semanas de descanso.
El alto ranchero se había girado hacia ella, escrutándola con una mirada fría en sus ojos negros. Tenía barba de unos días, los pómulos muy marcados, frente amplia, barbilla prominente, y una gran cicatriz en la mejilla izquierda. No, no era un hombre atractivo, pero eso no había sido lo que había hecho a Amanda dar un respingo. Hank Shoeman y los otros tres compañeros de su grupo musical tampoco eran bien parecidos, pero al menos tenían buen humor. Aquel hombre, en cambio, parecía incapaz de esbozar una sonrisa.
—Siga la carretera, y gire a la izquierda cuando vea las tuyas —le respondió con una voz profunda.
—¿Las qué? —balbució Amanda frunciendo las cejas.
—Son árboles, coníferas —farfulló él molesto, como si fuera algo que todo el mundo debiera saber.
—Oh, ¿y qué aspecto tienen?
—¿Es que nunca ha visto un pino? —resopló el hombre perdiendo la paciencia—. Son altos y tienen agujas.
—Sé lo que es un pino —murmuró Amanda ofendida—, pero no sé...
—Déjelo. Gire a la izquierda en la bifurcación —le cortó él—. Mujeres... —masculló meneando la cabeza.
—Gracias por su amabilidad —dijo ella con sarcasmo—, señor...
—Sutton —contestó él ásperamente—, Quinn Sutton.
—Encantada —farfulló Amanda con idéntica aspereza—. Yo soy Amanda... —se quedó dudando un momento. ¿La conocería la gente en aquel lugar apartado de la mano de Dios? Ante la duda, prefirió darle el apellido de su madre—, Amanda Corrie. Voy a pasar unas semanas en la cabaña.
—No estamos en la temporada turística —apuntó él, como si le molestara la idea.
—Yo no he dicho que venga a hacer turismo —respondió ella.
—Bien, pues no venga a mí si se le acaba la leña o la asustan los ruidos —le espetó él en un tono cortante—. Por si aún no se lo han dicho en el pueblo, no aguanto a las de su sexo. Las mujeres solo sirven para dar problemas.
Amanda se había quedado observándolo aturdida, cuando se oyó una voz infantil. Amanda giró la cabeza y vio a un chiquillo de unos doce años corriendo hacia ellos.
—¡Papá!
Amanda alzó la vista incrédula hacia Quinn Sutton. ¿Ese hombre, padre de un niño?
—¡Papá, papá, ven, creo que la vaca preñada está pariendo!
—Está bien, hijo, sube al trineo —le dijo el ranchero al chico. A Amanda la sorprendió que sonara suave, casi cariñoso, pero al girarse hacia ella volvía a ser tan brusco como antes—. Asegúrese de cerrar bien la puerta por las noches —le dijo—... a menos que esté esperando una visita de Durning, claro está —añadió con una media sonrisa burlona.
Amanda lo miró con el mismo desdén con que él la estaba mirando a ella, y estuvo a punto de decirle que ni siquiera conocía al señor Durning, pero decidió que no iba a picar el anzuelo.
—Lo haré, no se preocupe —le respondió. Y, echando un vistazo en dirección al muchacho, que estaba subido ya en el trineo, añadió sarcástica—. Por lo que veo... al menos una mujer sí que le sirvió para algo. Compadezco a su esposa.
Y antes de que él pudiera contestar a eso, había subido la ventanilla y pisado el acelerador para alejarse de allí.
Uno de los troncos de la chimenea se desmoronó hacia el lado, sacándola de sus pensamientos. Amanda observó las llamas irritada por el recuerdo de la grosería de su vecino, y deseó no tener que necesitar jamás su ayuda.
De pronto, pensando en Quinn Sutton, le vino a la mente su hijo. La había sorprendido lo poco que el muchacho se parecía a él, no solo por el pelo rojo y los ojos azules, sino también porque sus facciones no tenían ni el más pequeño rasgo que indicara parentesco.
Sutton padre, en cambio, tenía todo el aspecto de un bandido, con el rostro sin afeitar, aquella cicatriz en la mejilla, la nariz torcida y esa mirada torva en los ojos.
Cerró el libro con un bostezo y lo puso sobre la mesita que había frente al sofá. La verdad era que no tenía demasiadas ganas de leer.
El trauma por el que había pasado durante las últimas semanas finalmente había acabado por atraparla en el último concierto del grupo. Se había encontrado sobre el escenario, con los focos iluminándola y el micrófono en la mano, dispuesta para cantar, pero al abrir la boca había descubierto para su espanto que era incapaz de emitir una sola nota. El público había empezado a murmurar, y ella, en un estado de shock total, había caído de rodillas, temblando y llorando.
La habían llevado inmediatamente al hospital. Extrañamente, podía hablar, pero no cantar, aunque el médico le había explicado que se trataba de un bloqueo que tenía su origen en la psique y no en las cuerdas vocales, causado probablemente por el cansancio, el estrés y la tragedia que había vivido recientemente. Lo único que necesitaba era descansar.
Cuando su tía Bess se enteró, recurrió a su último novio, Durning, un hombre rico con el que estaba saliendo, para que le prestase a su sobrina la cabaña que tenía en las Grandes Montañas Teton de Wyoming durante unas semanas. Él había accedido, encantado de poder complacer a tía Bess, y aunque al principio Amanda se había negado, diciendo que no era necesario irse a un lugar tan apartado para descansar, finalmente se había visto obligada a aceptar ante la insistencia de su tía, Hank, el líder del grupo, y los demás miembros de la banda.
Por eso se encontraba allí en ese momento, en pleno invierno, nevando, sin televisión, ni teléfono, ni aparatos eléctricos más complejos que una tostadora y un frigorífico. Hank, tratando de animarla, le había dicho que así tendría más «encanto».
Amanda sonrió al recordar lo cariñosos y amables que se habían mostrado sus compañeros con ella cuando se despidieron. Su grupo se llamaba Desperado, y estaba compuesto por cuatro músicos y ella misma. Los «chicos», como ella los llamaba, podían tener el aspecto de moteros, pero en realidad eran unos tipos inofensivos, unos auténticos buenazos.
Hank, Deke, Jack y Johnson habían entrado a un club nocturno de Virginia para ofrecerse como músicos cuando se encontraron con ella. Curiosamente resultó que el dueño del club estaba buscando una banda y una cantante, así que les propuso contratarlos conjuntamente. Amanda, que se había criado en un ambiente muy protegido, se asustó un poco al ver sus greñas y sus chaquetas de cuero, y ellos, al verla tan bonita y distinguida, tan tímida y encantadora, habían dudado también, sintiéndose inferiores, pero ambas partes decidieron finalmente darse una oportunidad, a instancias del dueño del local.
Esa primera actuación juntos fue un éxito arrollador, y desde entonces no se habían separado. De eso hacía ya cuatro años.
Desperado había conseguido alcanzar la fama. Habían aparecido en distintos programas de televisión, incluidos los mejores de música, como el del canal MTV; varias revistas los habían entrevistado; hacía dos años que habían empezado a grabar sus propios videoclips; y los reconocían allí donde iban, pero sobre todo a su cantante, Amanda, quien se había puesto el nombre artístico de Mandy Callaway.
Además, podían decir que habían tenido la suerte de dar con un buen manager. Cuando estaban empezando, Jerry Allen los había salvado de morir de hambre, consiguiéndoles pequeñas actuaciones en locales modestos, y poco a poco había logrado para ellos mejores escenarios.
Era tal y como lo habían soñado: estaban ganando montones de dinero, y el calor de los fans compensaba los esfuerzos que habían tenido que hacer para llegar hasta allí. Sin embargo, la fama no les dejaba mucho tiempo para su vida personal. Hank, el único que estaba casado, estaba en trámites de divorcio, ya que su esposa estaba harta de quedarse sola en casa mientras él estaba de gira con el grupo.
Después de la tragedia que había vivido, Amanda le había pedido a Jerry que les diera unas semanas de descanso, y aunque este se había negado en un principio, diciéndoles que no podían descuidarse bajando el ritmo, al final no había tenido más remedio que acceder cuando ella no pudo cantar aquel día. Así pues, todo el grupo había acordado hacer un alto en el camino durante un mes. Tal vez, se había dicho Amanda, pasado ese tiempo lograría hacer frente a sus problemas. La verdad era que, para haber transcurrido solo una semana, ya se sentía algo mejor. Quizá aquel retiro no había sido una mala idea después de todo. Si al menos el viento no aullara de ese modo tan horrible y la casa no crujiera como crujía por las noches...
En ese momento, la sobresaltaron unos golpes en la puerta. Se quedó escuchando sin levantarse. Volvieron a llamar. Agarró el atizador de la chimenea y fue de puntillas junto a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó vacilante.
—Señorita, ¿es usted? —la llamó la voz de un chiquillo desde el exterior—. Soy Elliot, Elliot Sutton.
Amanda dejó escapar un suspiro de alivio, pero apretó los dientes contrariada. ¿Qué podría querer el muchacho? Si su padre se daba cuenta de que no estaba en el rancho, iría a buscarlo, y lo último que quería era tener a ese hombre por allí.
—¿Qué es lo que quieres? —inquirió con fastidio aún sin abrir la puerta.
—Es mi padre... —le llegó la angustiada voz del muchacho desde el otro lado.
Parecía serio. Amanda abrió la puerta avergonzada.
—¿Le ha ocurrido algo, Elliot?
El chiquillo parecía al borde de las lágrimas.
—Está enfermo, y delira, pero no me deja ir a buscar al médico.
—¿Y tu madre?, ¿no puede hacer ella algo?
El chico se mordió el labio inferior y bajó la vista.
—Mi madre se fugó con el señor Jackson, de la asociación de ganado, cuando yo era pequeño —murmuró—. Mi padre y ella se divorciaron, y mi madre murió hace años —volvió a alzar la vista ansioso hacia ella—. ¿No podría venir usted, señorita?
—Pero yo no soy médico, Elliot —balbució ella entre aturdida y apenada por el chico—, no sé qué podría...
—Sé que no es médico —asintió el muchacho al instante—, pero usted es mujer, y las mujeres saben cuidar de los enfermos, ¿no es verdad? —había una mirada aterrada en sus ojos—. Por favor, señorita —suplicó—, estoy asustado, yo no sé qué hacer, y está ardiendo, y tiembla todo el tiempo y...
—Está bien —decidió Amanda—, espera un minuto.
Se puso a toda prisa las botas, un gorro de lana y un abrigo, y salió de la cabaña con él.
—¿Tenéis medicamentos en casa? —le preguntó mientras caminaban hacia el trineo.
—Sí, señorita —contestó Elliot—. Mi padre se niega a tomar nada, pero sí tenemos.
—¿Cómo que se niega? —exclamó Amanda entre incrédula e indignada. Se subió al trineo junto a Elliot.
—Es muy cabezota —explicó el chico—. Dice que no tiene nada, que está perfectamente, pero yo nunca lo había visto así antes y me da miedo que... Él es todo lo que tengo —musitó bajando la cabeza.
—No te preocupes, yo me ocuparé de él —le prometió Amanda—. Vamos.
—¿Le ha vendido el señor Durning su cabaña? —inquirió el chico cuando hubieron subido al trineo y emprendido el camino.
—No —contestó ella—, es amigo de una tía mía, y me la ha prestado por unas semanas para... recuperarme de algo —le explicó vagamente.
—¿Usted también ha estado enferma? —preguntó Elliot curioso.
—Bueno, sí, en cierto modo —murmuró Amanda sin mirarlo.
Al cabo de un rato alcanzaron a ver la casa del rancho en la lejanía.
—Tenéis una casa muy bonita —comentó la joven.
—Mi padre la estuvo arreglando especialmente para mi madre, antes de que se casaran —respondió él, encogiéndose de hombros—. No la recuerdo porque era un bebé cuando murió —de pronto se volvió hacia Amanda, mirándola como si quisiera disculparse por lo que iba a decir—. Mi padre odia a las mujeres. No le va a hacer ninguna gracia que la haya traído. Tenía que advertirla...
—Tranquilo, sé cuidar muy bien de mí misma —dijo Amanda, sonriendo divertida. Elliot detuvo el trineo frente al establo, que estaba iluminado—. Vamos a ver si es tan terrible como lo pintas —bromeó.
Al oírlos llegar, había salido del establo un hombre de unos setenta años y cabello y barba canosos.
Tras presentárselo brevemente a Amanda, Elliot le dejó que se ocupara de desenganchar al caballo y lo metiera en el establo y condujo a la joven a la casa.
—Harry lleva años trabajando aquí —le explicó a Amanda—. Ya estaba en el rancho cuando mi padre era un niño —entraron en la casa—. Hace un poco de todo. Incluso cocina para los hombres —le dijo. Subieron las escaleras, y el chiquillo se detuvo frente a una puerta cerrada. Se volvió a mirar a la joven con una mirada preocupada—. Prepárese: estoy seguro de que le gritará en cuanto la vea.
Amanda esbozó una media sonrisa, y pasó detrás del chico, que abrió la puerta sin apenas hacer ruido.
Quinn Sutton estaba tendido boca abajo en la cama, vestido solo con unos pantalones vaqueros. Sus musculosos brazos estaban extendidos hacia el cabecero, y la espalda y el cabello negro le brillaban por el sudor. En la habitación no hacía ningún calor, así que Amanda dedujo que, como le había dicho el muchacho, debía tener mucha fiebre. Al acercarse con el niño al ranchero, este gimió y emitió algunas palabras ininteligibles.
—Elliot, ¿podrías traerme una palangana con agua caliente, una esponja y una toalla? —le dijo al pequeño, quitándose el abrigo y remangándose la blusa.
—Enseguida —contestó él. Salió del dormitorio y corrió escaleras abajo.
—Señor Sutton, ¿puede oírme? —lo llamó Amanda suavemente. Se sentó junto a él en la cama y lo tocó ligeramente en el hombro. Estaba ardiendo—. Señor Sutton... —lo llamó de nuevo.
Aquella vez surtió efecto, porque el hombre se giró sobre el colchón y abrió los ojos. Amanda se había quedado paralizada observándolo, maravillada por la perfección de su cuerpo desnudo. No podía dejar de mirarlo. Tenía la piel bronceada, sin duda por el trabajo bajo el implacable sol, una espesa mata de vello negro alfombraba su pecho y bajaba hacia el estómago, desapareciendo bajo la hebilla del ancho cinturón que llevaba, y los músculos estaban desarrollados en su punto justo.
—¿Qué diablos quiere? —farfulló Quinn con voz ronca.
Aquella brusca interpelación la sacó al momento de la ensoñación en que se hallaba sumida. Alzó los ojos hacia los de él.
—Su hijo estaba preocupado y vino a pedirme ayuda —le contestó—. Haga el favor de no alterarse. Tiene muchísima fiebre.
—Eso no es asunto suyo —masculló el hombre en un tono peligroso—. Salga de aquí.
—No puedo dejarlo así —se obstinó Amanda.
En ese momento reapareció Elliot con lo que le había pedido.
—Aquí tiene, señorita —le dijo—. Te has despertado, papá —murmuró, dirigiendo a su padre una sonrisa de fingida inocencia.
—Elliot, ve a buscar a Harry y dile que saque a esta mujer de nuestras tierras —le dijo Quinn furioso.
—Vamos, vamos, señor Sutton, está usted enfermo, no se sulfuré. No querrá ponerse peor... —Amanda se volvió hacia el chiquillo—. Elliot, tráeme unas aspirinas con un vaso de agua, y mira a ver si tenéis jarabe para la tos. Oh, y le vendría bien algo de comer... Algo ligero.
—En la nevera queda un poco de consomé de pollo que Harry hizo ayer —dijo el muchacho.
—Estupendo. Y cuando bajes sube un poco la calefacción. No quiero que tu padre se destemple cuando lo lave.
—¡Usted no va a lavarme! —bramó Quinn. Pero Amanda no le hizo caso.
—Ve a hacer lo que te he dicho, Elliot, por favor —le pidió al niño.
—A la orden, señorita —contestó él con una amplia sonrisa, al ver que no se dejaba acobardar por su padre.
—Puedes llamarme Amanda.
—Amanda —repitió él, y salió corriendo de nuevo, escaleras abajo.
—Que Dios la asista cuando pueda volver a tenerme en pie —masculló Quinn enfurruñado. Amanda había mojado la esponja y, tras escurrirla un poco, se la aplicó de improviso. Quinn se estremeció—. ¡Le he dicho que no haga eso!
—Cállese, está ardiendo. Tenemos que bajarle la fiebre. Elliot me dijo que estaba delirando y...
—Era él quien debía estar delirando para traerla aquí sabiendo que... —pero no terminó la frase. Los dedos de Amanda le habían rozado accidentalmente el estómago, y se había arqueado involuntariamente, tembloroso—. ¡Por amor de Dios, estese quieta! —gruñó.
—¿Le duele el estómago? —inquirió ella preocupada.
—No, no me duele nada, así que ya puede irse por donde ha venido —fue la grosera contestación.
Amanda volvió a ignorarlo y, mojando y escurriendo de nuevo la esponja, empezó a pasársela por los hombros, el pecho, los brazos y la cara.
Quinn había cerrado los ojos, estaba respirando trabajosamente y su rostro estaba contraído. «Debe ser la fiebre», pensó la joven remetiéndose un mechón por detrás de la oreja. Tenía que haberse recogido el cabello.
—Maldita sea —gruñó Quinn.