
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Harlequin Books, S.A.
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Amor de verdad, n.º 1351 - julio 2014
Título original: She’s having My Baby
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4652-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Kane Haley estaba mirándola de una forma muy rara. Mordiéndose los labios, Maggie Steward se inclinó hacia la pantalla del ordenador para que la chaqueta escondiese su abdomen. Tenía el corazón acelerado. ¿Habría adivinado su jefe que estaba embarazada?
Siguió pasando a limpio la carta que él le había dictado, deseando cerrar la puerta del despacho para no tener que verlo allí, mirándola con esa cara. Y, sobre todo, para que él no pudiese verla.
Debería habérselo dicho. Pensaba hacerlo. Pero no encontraba el momento. Cuando descubrió que iba a tener un niño, supo que las cosas iban a cambiar de forma drástica, no solo en el aspecto profesional, sino personalmente.
Nerviosa, se apartó un mechón de pelo rubio de la frente e intentó concentrarse en lo que estaba haciendo, pero le resultaba imposible. No sabía cómo iba a reaccionar Haley cuando se enterase. ¿Y si decidía que necesitaba una persona con la que pudiera contar durante los próximos meses? ¿Y si la trasladaba a otro departamento y contrataba a una nueva ayudante ejecutiva que no tuviese la carga de un hijo?
A Maggie le gustaba su trabajo y lo necesitaba más que nunca. Tenía un buen sueldo como ayudante ejecutiva del presidente de la empresa, pero empezaba a tener más gastos de los que había previsto. No contaba con la ayuda de nadie y tener un hijo costaba dinero.
La carta que acababa de terminar estaba saliendo por la impresora en ese momento. Normalmente, se habría levantado para que su jefe la firmara, pero no se atrevió. ¿Y si le decía que sabía lo de su embarazo? ¿Cuestionaría el señor Haley por qué no se lo había dicho antes?
«Cálmate, boba», se dijo a sí misma.
Maggie se levantó con la carta en la mano, intentando en lo posible disimular su embarazo.
–Señor Haley, si firma esta carta la enviaré ahora mismo.
–¿Eh?
Cuando la miró a los ojos, Maggie sintió un estremecimiento, los peligros de trabajar con un hombre que era una mezcla de joven senador americano y vaquero del viejo oeste: guapo, elegante y con un duro aspecto exterior que lo hacía tremendamente masculino.
–Ah –murmuró entonces, al ver la carta–. Sí, claro.
Maggie esperaba que hiciese algún comentario sobre el cambio en su figura, pero no fue así. Kane Haley firmó la carta y se quedó mirando al vacío, como perdido en sus pensamientos.
Ella escondió un suspiro de alivio. No estaba mirándola, estaba mirando a... ninguna parte. No se había dado cuenta de que estaba embarazada.
Sin embargo, que estuviera tan distraído la sorprendió y se aclaró la garganta para llamar su atención.
–¿Ha terminado de revisar los presupuestos para incorporarlos al contrato de Bellingham?
–¿Qué presupuestos? –preguntó Haley entonces, clavando en ella sus ojos oscuros–. Ah, Bellingham, sí, claro... –murmuró entonces, mirando la montaña de papeles que había sobre su mesa–. Deben estar aquí, en alguna parte.
–El contrato tiene que salir en el correo de las cinco –le recordó Maggie.
Haley dejó escapar un suspiro.
–Lo sé. Y tendré los presupuestos listos para entonces, no te preocupes.
–Sí, claro –sonrió ella, irónica–. A las cuatro cincuenta y cinco, seguro.
Pero su jefe parecía haber olvidado que seguía en el despacho. Maggie observó el gesto distraído, los anchos hombros y las manos apoyadas indolentemente sobre el escritorio. Kane Haley actuaba de forma muy rara. Últimamente estaba distraído y no prestaba atención al trabajo. Eso le extrañaba muchísimo.
Pensativa, salió del despacho y cerró la puerta. ¿Y si estaba pensando en cambiar de vida? ¿Y si estaba aburrido y quería abrir otra empresa? ¿Y si había decidido dejar de trabajar y dar la vuelta al mundo en catamarán? Una vez le contó cuánto le gustaría hacerlo.
«El hombre solo contra el océano», decía, suspirando. «¿Qué podría ser más emocionante?».
Un cheque todos los meses, pensó Maggie. Ella no quería que se fuera a ninguna parte porque... no solo podría perder el trabajo, podría perderlo a él.
La idea hizo que se pusiera colorada, a pesar de que no había nadie en la oficina. Tenía que dejar de pensar esas tonterías. Lo que le faltaba era enamorarse de su jefe.
Por supuesto, le había gustado desde el primer día. ¿Qué mujer no encontraría a Kane Haley atractivo? Pero nunca tuvo esperanza alguna de que él estuviera interesado. Ella era una persona muy sensata y su instinto le decía que no era la clase de mujer de la que Kane podría enamorarse.
Y no pasaba nada. Tenía su propia vida... una vida que se volvió más solitaria tras la muerte de Tom, su marido, dos años antes, cuando volvía de una partida de caza con sus amigos.
Se había quitado la alianza solo seis meses antes, pero le seguía sorprendiendo que no estuviera allí. A pesar de todo.
Acababa de quedarse viuda cuando le ofrecieron el puesto de ayudante ejecutiva de Kane Haley y había puesto todo su esfuerzo y su ilusión en aquel trabajo.
En principio, ocuparía el puesto de forma temporal porque su ayudante, Mara Weston, estaba de baja por maternidad. Pero cuando Mara decidió no incorporarse de nuevo, Maggie ya estaba tan hecha al puesto que Haley le pidió que se quedara. Era un trabajo de cine y él un jefe de cine. En realidad, lo adoraba.
Pero los sentimientos de Kane Haley eran más ambiguos. ¿Pensaría en ella alguna vez? La evidencia mostraba que solo la veía como a una buena ayudante ejecutiva.
Pero lo que más la molestaba era que, a veces, parecía no recordar que su marido había muerto. Y ella no rectificó el error, pensando que daba igual. Después de todo, su relación solo era profesional.
Aunque debería dejarle claro que era viuda y estaba disponible, por si acaso...
Pero eso no la llevaría a ninguna parte. Kane Haley era un jefe estupendo y su relación era muy especial para ella, de modo que no haría nada que pudiera estropearla. Aunque esperaba que él no estuviera planeando dejar la empresa.
Por supuesto, su decisión de tener un niño podría estropearlo todo. Le había parecido tan fácil al principio... pero empezaba a lamentarlo. No el niño, por supuesto, sino el momento en que decidió tenerlo. Las cosas no estaban saliendo como esperaba.
Maggie siguió dándole vueltas a la cabeza para encontrar la forma de decirle que estaba embarazada.
–Tengo que hacerlo hoy mismo –murmuró–. Sin más excusas.
Kane observó a Maggie salir del despacho sintiendo una punzada de envidia. Ella no tenía una sola preocupación en el mundo. Era la ayudante ejecutiva más eficiente del mundo, siempre pendiente de todo, siempre sonriendo como si las cosas pudieran resolverse por sí mismas.
No recordaba cómo se las había arreglado antes de que Mary Poppins apareciese para organizarle la vida. No podría estar sin ella. Maggie Steward sabía tanto de la empresa como él mismo. Era estupenda y su marido era un hombre muy afortunado. Kane se preguntó entonces si dirigiría su casa como dirigía la oficina. ¿También tendría a su marido a raya?
Era curioso que, en casi dos años, nunca hubiera visto a su marido. Pero eso armonizaba con su forma de hacer las cosas, tan profesional, tan seria. Nunca hablaban de su vida personal, o al menos ella nunca lo hacía. Solo dirigía la oficina sin dejar que se le escapara un solo detalle.
Y eso era bueno, especialmente en aquel momento, porque últimamente a él no le interesaba nada el trabajo.
Solo pensaba en una cosa. Si no descubría lo antes posible quién era la mujer que iba a tener un hijo suyo, se volvería loco.
Cerrando los ojos, Kane masculló una maldición. Loco. Buena forma de describir la situación. Todo había empezado de una forma relativamente natural el año anterior, cuando su buen amigo Bill Jeffers le contó que tenía cáncer.
Kane, que se había ofrecido a ayudarlo en todo lo posible, lo llevó a la consulta de su primo, un oncólogo de renombre internacional, y después lo acompañó para hacerse todas las pruebas; incluso cuando le aconsejaron que fuera a un banco de esperma por si acaso la quimioterapia destruía sus posibilidades de tener hijos.
El técnico sugirió que también él depositara esperma para que Bill no se sintiera tan incómodo y, por supuesto, Kane lo hizo sin dudar un segundo. Habría hecho lo que fuera para que su amigo no pasara aquel mal trago solo.
Afortunadamente, la quimioterapia había funcionado y Bill se encontraba muy bien. Tan bien que su mujer y él estaban esperando un niño.
«No habrás tenido que usar el depósito que hiciste en la clínica, ¿eh?», había preguntado Kane, riendo, cuando su amigo le dio la noticia.
«Claro que no. Estoy fuerte como un roble».
Fue entonces cuando Kane empezó a pensar en su propio depósito. Quizá no debería haberlo dejado en la clínica. No es algo que uno deba dejar por ahí. A la mañana siguiente, llamó a Lakeside para decirles que destruyeran el espécimen... y fue entonces cuando comenzó la pesadilla.
Cuando se enteró de que su depósito había sido usado por error unos meses antes, y por una mujer que trabajaba en su propia empresa, se quedó atónito.
Aunque los amenazó con una demanda, en la clínica se negaron a darle el nombre de la receptora. Y desde entonces estaba intentando averiguar cuál de las mujeres que trabajaban en la empresa Kane Haley, S.A. estaba incubando a su hijo.
–Déjalo –le había aconsejado su hermano Mark esa mañana, mientras jugaban un partido de tenis–. No tiene nada que ver contigo, así que olvídate del asunto.
–¿Que no tiene nada que ver conmigo? –replicó Kane, golpeando la pelota con más fuerza de la necesaria–. Tú no lo entiendes.
Mark, con su encantadora esposa, sus dos hijos y su preciosa casa en uno de los mejores barrios de Chicago, no entendía por lo que estaba pasando. ¿Cómo iba a entenderlo? Su vida siempre había sido una balsa de aceite.
Kane no sentía envidia de él; todo lo contrario, lo alegraba saber que era feliz. Pero, a pesar de haber crecido más o menos en la misma familia, sus vidas habían sido muy diferentes. Mark creía en las parejas felices, por ejemplo. Porque tenía una. Sin embargo, Kane sabía por propia experiencia, un matrimonio desastroso, que eso no era para él.
–No hay forma de encontrar a esa mujer y aunque la encontrases, ¿qué ibas a hacer? –le había preguntado Mark–. Lo mejor es que lo dejes.
–Tengo que encontrarla –repitió Kane, haciendo un ace que lo dejó muy satisfecho–. No podré descansar hasta que la encuentre.
Su hermano hizo una mueca.
–¿Por qué?
Como respuesta, Kane volvió a golpear la pelota con saña y casi envió a Mark contra la pared. Mejor. Ya era hora de enseñarle que debía tratar a su hermano mayor con un poco más de respeto.
Desgraciadamente el respeto no duró mucho y, unos minutos después, Mark le estaba dando una paliza en la pista. Kane estaba distraído de nuevo, pensando en su problema.
–¿Por qué? –insistió su hermano.
–Porque sí –suspiró él–. Porque sí, sencillamente. Tengo que encontrar a mi hijo, Mark. Es algo que no me deja dormir. La necesidad de encontrarlo, de no dejar que esa mujer desaparezca llevándose a mi hijo me tiene despierto por las noches.
Mark apoyó la raqueta sobre su pie.
–No es tu hijo. Es solo... tú se lo diste a quien lo quisiera.
Ese comentario enfureció a Kane, pero intentó controlarse mientras se dejaba caer sobre el último escalón de las gradas.
–No era mi intención darle un hijo a nadie. Solo lo hice como un favor... para que Bill no se encontrara ridículo.
–Lo sé, pero así es la vida –suspiró Mark, dejándose caer a su lado–. Mira, lo que debes hacer es casarte y tener un hijo. Olvídate del banco de esperma. ¿Tú crees que el señor del castillo se preocupaba por los hijos que concebía con las criadas?
–No seas bruto...
–Esta es una versión moderna del asunto. Después de todo, tú eres el presidente de la empresa y tus empleadas son la nueva versión de las criadas del castillo. Es igual, pero con estos nuevos métodos todo el mundo se pierde la diversión.
Kane sacudió la cabeza.
–No te hagas el gracioso.
–Lo digo en serio –rio su hermano.
–Esto no tiene gracia, Mark. Quiero encontrar a mi hijo, de verdad.
–¿Y qué vas a hacer? ¿Destrozar la vida de una pareja que no podía tener hijos y para quienes una inseminación artificial era la única solución? ¿No crees que serían mucho más felices si no supieran nada de ti? Venga, Kane. Sea quien sea la madre, no te quiere en su vida. No serías más que un intruso.
–Puede que tengas razón, pero debo saberlo –murmuró Kane–. Además, yo podría ayudarlos. Podría ser como un tío. Podría aparecer en Navidad con regalos para todo el mundo... pagarle la mejor universidad...
Mark se levantó, suspirando.
–No tienes arreglo. Me rindo.
Pero Kane no pensaba rendirse. No podía hacerlo. Su hijo estaba en alguna parte y solo era una cuestión de tiempo saber dónde... o más bien, dentro de quién.
Una vez de vuelta en su oficina, paseando hasta que dejó un surco en la alfombra, supo que solo había una cosa segura: fuera como fuera, iba a enterarse de dónde estaba su hijo.
Pero ¿cómo iba a hacerlo? Ya había interrogado a cuatro de sus empleadas pensando que iban a tener un hijo suyo, pero en las cuatro ocasiones se equivocó. Y no había ninguna otra mujer embarazada.
Kane arrugó el ceño. Tendría que volver a la clínica Lakeside y obligarlos a que le dijeran el nombre de la receptora.
O eso o internarse en un psiquiátrico.
Dejándose caer en el sillón con un suspiro de angustia, pulsó el botón del intercomunicador.
–Maggie.
–¿Sí?
–Póngame con la clínica de reproducción asistida Lakeside... –al otro lado del hilo oyó una especie de gemido–. ¿Ocurre algo?
–No, no –contestó ella, casi sin voz–. ¿Ha dicho la clínica Lakeside?
–Eso mismo. Quiero que me ponga con el director, ¿de acuerdo?
Kane se apoyó en el respaldo del sillón, martilleando sobre la mesa con los dedos mientras ensayaba lo que iba a decirle.
Había llegado la hora de ponerse duro.