Cubierta

Aventuras
por el ser humano

Gavin Francis

Traducción de Jorge Rizzo

Plataforma Editorial

El dignísimo Mercurio llama al hombre «gran milagro», «criatura similar al Creador», «embajador de los dioses». Pitágoras, «medida de todas las cosas». Platón, «maravilla de las maravillas»… Todos los hombres coinciden en llamarlo «microcosmos» o «el pequeño mundo». Porque su cuerpo es, por así decirlo, como un almacén de todas las virtudes y eficacias de todos los cuerpos, y su alma es el poder y la fuerza de todas las cosas vivas y con sentido.

HELKIAH CROOKE,
introducción a Microcosmographia (1615)

Para los que viven la vida con entusiasmo

Índice

  1.  
    1. Un apunte sobre la confidencialidad
    2. Prólogo
  2.  
    1. CEREBRO
      1. 1. Neurocirugía del alma
      2. 2. Ataques epilépticos, sacralidad y psiquiatría
    2. CABEZA
      1. 3. Ojo: el renacimiento de la visión
      2. 4. Rostro: la belleza de la parálisis
      3. 5. Oído interno: vudú y vértigo
    3. PECHO
      1. 6. Pulmones: el aliento de la vida
      2. 7. Corazón: el oleaje y el graznido de las gaviotas
      3. 8. Senos: dos visiones sobre la curación
    4. MIEMBROS SUPERIORES
      1. 9. Hombro: arma y armadura
      2. 10. Muñeca y mano: golpeado, herido y crucificado
    5. ABDOMEN
      1. 11. Riñón: no hay mejor regalo
      2. 12. Hígado: un final de cuento de hadas
      3. 13. Intestino grueso y recto: una obra de arte magnífica
    6. PELVIS
      1. 14. Genitales: cómo se hacen los niños
      2. 15. Útero: umbral entre la vida y la muerte
      3. 16. Placenta: cómetela, quémala, entiérrala bajo un árbol
    7. EXTREMIDADES INFERIORES
      1. 17. Cadera: Jacob y el ángel
      2. 18. Pies y dedos: pisadas en el sótano
  3.  
    1. Epílogo
    2. Agradecimientos
    3. Notas sobre las fuentes
    4. Listado de imágenes

Un apunte
sobre la confidencialidad

Este libro es un compendio de historias sobre el cuerpo, en la enfermedad y en la salud, en la vida y en la muerte. Los médicos, además de hacer honor al privilegio que supone el acceso que tienen a nuestros cuerpos, deben honrar la confianza con que compartimos nuestras historias con ellos. Hace ya dos mil quinientos años que se reconoció esta obligación: el juramento hipocrático dicta que «todo lo que vea y oiga en el ejercicio de mi profesión, y todo lo que supiere acerca de la vida de alguien, si es cosa que no debe ser divulgada, lo callaré y lo guardaré con secreto inviolable». Como médico y escritor a la vez, he dedicado mucho tiempo a pensar en esa obligación, planteándome qué se puede decir y qué no sin traicionar la confianza de mis pacientes.

Las reflexiones que siguen se basan en mi experiencia clínica, pero los pacientes aparecen disfrazados de modo que resulten irreconocibles: cualquier parecido que quede es fortuito. Proteger los secretos de la gente es parte esencial de mi trabajo: «confianza» significa «con fe», y antes o después todos nos convertimos en pacientes; todos queremos confiar en que se nos escuchará, y en que se respetará nuestra intimidad.

Prólogo

Si el hombre está compuesto de tierra, agua, aire y fuego, este cuerpo es análogo al mundo; lo mismo que el hombre tiene en su interior un lago de sangre […], el cuerpo de la Tierra tiene su océano, que como él sube y baja.

LEONARDO DA VINCI

CUANDO ERA NIÑO no quería ser médico; quería ser geógrafo. Los mapas y los atlas eran un modo de explorar el mundo a través de imágenes que revelaban lo que estaba oculto en el paisaje, y resultaban muy prácticos. No quería pasarme la vida trabajando en un laboratorio ni en una biblioteca: quería usar los mapas para explorar la vida y sus posibilidades. Imaginaba que, comprendiendo cómo estaba hecho el mundo, llegaría a entender mucho mejor el lugar que ocupaba en él la humanidad, además de disponer de un oficio que me diera de comer.

Al crecer, ese impulso fue cambiando, y de querer estudiar el mundo que nos rodea pasé a fijarme en el mundo que llevamos dentro; cambié mi atlas geográfico por un atlas de anatomía. Al principio los dos atlas no parecían tan diferentes; los diagramas de venas azules, arterias rojas y nervios amarillos me recordaban los ríos de colores, las carreteras principales y las secundarias de mi primer atlas. Había otros parecidos: ambos libros reducían la fabulosa complejidad del mundo natural a algo comprensible, a algo que podía llegar a dominarse.

Los primeros anatomistas veían una correlación natural entre el cuerpo humano y el planeta que nos da sustento; el cuerpo era un microcosmos, un reflejo en miniatura del cosmos. La estructura del cuerpo reflejaba la estructura de la Tierra; los cuatro humores del cuerpo reflejaban los cuatro elementos de la materia. Eso tiene sentido: el esqueleto que nos soporta está hecho de sales de calcio, parecidas en términos químicos al yeso y la piedra caliza. Ríos de sangre riegan los amplios deltas de nuestros corazones. La superficie de la piel recuerda las suaves curvas del terreno.

Nunca perdí la afición por la geografía; en cuanto las exigencias de la formación médica fueron menores empecé a explorar. En ocasiones encontré trabajo como médico en mis viajes, pero por lo general viajaba solo para ver cada nuevo lugar en primera persona, para experimentar la variedad de paisajes y de gentes, y para establecer contacto con la mayor proporción posible del planeta. Al escribir después sobre esos viajes en otros libros, he intentado transmitir en parte lo que he visto en ellos, pero mi trabajo siempre me ha devuelto al cuerpo humano, como medio de vida y como lugar de donde todo parte y donde todo acaba. Aprender cosas del cuerpo humano es muy diferente de aprender de cualquier otra cosa: nosotros somos el objeto de estudio, y trabajar con el cuerpo te da un poder inmediato y transformacional único.

Al salir de la Facultad de Medicina tenía intención de hacer prácticas en urgencias, pero la brutalidad de las guardias nocturnas y lo fugaz del contacto con los pacientes acabaron por erosionar mi sensación de satisfacción en el trabajo. He trabajado como pediatra, como obstetra y como médico en un pabellón geriátrico para pacientes de larga duración. He hecho prácticas de cirugía ortopédica y de neurocirugía. He participado como médico en expediciones por el Ártico y el Antártico, y en África y en la India he trabajado en sencillas clínicas comunitarias. Todos estos puestos han influido en mi visión del cuerpo humano, con situaciones de emergencia extrema y unas circunstancias que hacen que uno tome conciencia de la vida humana allá donde es más vulnerable, pero con el paso de los años algunas de las reflexiones más profundas y reconfortantes que me ha proporcionado la medicina han surgido de encuentros más tranquilos, del día a día. Últimamente he trabajado como médico de familia en una pequeña clínica de ciudad.

La cultura modifica sin cesar la forma que tenemos de imaginarnos nuestro cuerpo y de vivir en él, aunque seas médico. En los encuentros con mis pacientes, a menudo observo la relevancia –y la influencia– que tienen algunas de las mejores historias y obras de arte de la humanidad en la práctica médica moderna. En los capítulos que siguen profundizaremos más en algunas de estas conexiones.

Varios ejemplos: al reconocer a alguien con parálisis facial, he recordado no solo la frustración que supone no poder expresarse, sino la dificultad ancestral que han tenido los artistas para representar de forma fidedigna la expresión humana. Al pensar en la recuperación tras un cáncer de mama, me he dado cuenta de que las perspectivas sobre lo que significa curarse son diferentes para cada paciente. Textos de hace tres mil años como la Ilíada de Homero pueden dar interesantes perspectivas sobre las lesiones de hombro, antiguas y modernas, y los cuentos de hadas que hemos aprendido en el parvulario exploran de forma elocuente las ideas de enfermedad, coma y transformación. Las costumbres que tenemos con respecto a nuestros cuerpos también son extraordinariamente diversas, y eso es algo que me ha sorprendido al pensar en las formas en que nos deshacemos de la placenta y el cordón umbilical. Los mitos de la lucha y la redención resuenan en las historias de convalecencia que se oyen en los departamentos de traumatología de todo el mundo.

La palabra «ensayo» procede de la misma raíz que «intento», y cada capítulo de este libro es un ensayo que intenta explorar una única parte del cuerpo, desde una de las muchas perspectivas posibles. No he logrado ser más exhaustivo: nuestro cuerpo tiene muchísimas partes, y cada una de ellas puede sufrir numerosísimas afecciones. He ordenado los capítulos de la cabeza a los pies, como algunos textos de anatomía, aunque pueden leerse en cualquier orden. Probablemente lo más apropiado sea recorrerlos de la cabeza a los pies: viajando conmigo a lo largo de todo el cuerpo humano.

La medicina ha sido mi sustento, pero trabajar como médico también me ha proporcionado una gran colección de experiencias humanas: cada día algo me recuerda la fragilidad y la fortaleza que hay dentro de nosotros; las decepciones que nos acompañan, así como los motivos de celebración. Crear una clínica puede ser como iniciar un viaje a través del panorama que conforman las vidas de otras personas y sus cuerpos. A menudo el terreno es perfectamente conocido, pero siempre hay senderos por abrir, y cada día diviso un nuevo paisaje. La práctica de la medicina es no solo un viaje por las partes del cuerpo y las historias de los demás, sino también una exploración de las posibilidades que ofrece la vida: una aventura por el ser humano.


ES UNA MAÑANA TÍPICA en la clínica: el café se me enfría mientras repaso una lista de treinta o cuarenta nombres en una pantalla: mis pacientes del día. Muchos de los nombres los conozco bien, pero el primero de la lista es nuevo para mí. Con un clic del ratón aparece su historial médico, y en la esquina superior izquierda observo que la fecha de nacimiento es de hace apenas una semana. Solo tiene unos días de vida; nuestro encuentro de hoy será la primera entrada en un historial que, si todo va bien, lo acompañará las próximas ocho o nueve décadas. El vacío que hay en la pantalla parece brillar con las innumerables posibilidades que lo aguardan a lo largo de la vida.

Desde la puerta de la sala de espera pronuncio el nombre del bebé. Su madre lo tiene en brazos, pegado al pecho; me oye y se pone en pie con cuidado. Sonríe y me mira a los ojos. Luego, con el bebé en brazos, me sigue a la consulta.

–Soy Gavin Francis –digo, indicándole al mismo tiempo que tome asiento–, uno de los médicos. ¿En qué puedo ayudarla?

Ella mira a su hijo, con una mirada de orgullo y de ansiedad a la vez, y observo que no sabe muy bien por dónde empezar.

Cerebro

Cabeza

Pecho

Miembros superiores

Abdomen

Pelvis

Extremidades inferiores

1. Neurocirugía del alma

Esta es la prueba de la extraña formación de nuestras almas, de la facilidad con que podemos ir hacia la prosperidad o la ruina por los motivos más tenues.

MARY SHELLEY, Frankenstein

CONTABA DIECINUEVE AÑOS cuando tuve entre las manos por primera vez un cerebro humano. Pesaba más de lo que pensaba; era gris, firme y frío como cualquier órgano de laboratorio. Tenía la superficie suave y resbaladiza, como una piedra cubierta de algas sacada del lecho de un río. Me daba terror la posibilidad de que se me cayera y de que estallara contra las baldosas del suelo.

Fue al inicio de mi segundo año en la Facultad de Medicina. El primer año había sido una sucesión de charlas, bibliotecas, fiestas y epifanías. Habíamos tenido que aprendernos diccionarios enteros de términos griegos y latinos, escarbar en la anatomía de un cadáver hasta llegar al hueso y dominar la bioquímica del cuerpo, así como la mecánica y las matemáticas de la fisiología de cada uno de los órganos. De cada uno de los órganos salvo el cerebro, claro. El cerebro era de segundo año.

El Laboratorio de Neuroanatomía estaba en la segunda planta del edificio victoriano del centro de Edimburgo donde se encontraba la facultad. Grabado en el dintel de piedra, sobre la entrada, se leía:

CIRUGÍA

ANATOMÍA

MEDICINA PRÁCTICA

El puesto de relevancia que se le daba a la palabra «ANATOMÍA» era una declaración de que el estudio de la estructura del cuerpo era de vital importancia, y que las otras materias que estábamos aprendiendo –las de la cirugía y la medicina («práctica»)– eran secundarias.

Para llegar al Laboratorio de Neuroanatomía teníamos que subir unas escaleras y pasar bajo el maxilar de una ballena azul y entre los esqueletos articulados de dos elefantes asiáticos. Había algo tranquilizador en la polvorienta grandeza de aquellas piezas, aquellas rarezas dignas de un antiguo museo de curiosidades, como si estuviéramos viviendo la ceremonia de iniciación de una fraternidad de coleccionistas, codificadores y archivistas victorianos. Había un segundo tramo de escaleras, luego unas puertas dobles, y ahí estaban: cuarenta cerebros metidos en cubos.

(agitar antes de usar)

Nuestra profesora, Fanney Kristmundsdottir, era islandesa y compaginaba su cargo con el de mediadora con el alumnado, así que era la persona que te mandaban ir a ver en caso de embarazo inesperado o si suspendías un examen más de una vez. Allí de pie, frente a la clase, con medio cerebro en la mano, se puso a identificar sus lóbulos y regiones. Visto en un corte transversal, el interior del cerebro era más pálido que la superficie. La superficie externa era suave, pero el interior era una compleja serie de cámaras, nódulos y marañas fibrosas. Las cámaras, o «ventrículos», resultaban especialmente laberínticas y misteriosas.

Saqué un cerebro de su cubo, parpadeando al sentir los vapores que emanaban los fluidos conservantes. Era un objeto precioso. Sosteniéndolo entre las manos intenté pensar en la conciencia que había albergado en otro tiempo, en las emociones que algún día habrían transmitido sus neuronas y sinapsis. Mi compañera de disección había estudiado filosofía antes de pasarse a la medicina.

–Déjamelo –dijo, cogiendo el cerebro con las manos–. Quiero localizar la glándula pineal.

–¿Qué es la glándula pineal?

–¿No has oído hablar de Descartes? Descartes decía que era el asiento del alma.

Metió los pulgares entre los dos hemisferios, como si quisiera separar las páginas de un libro. En la unión del centro señaló un bultito, como un guisante gris, hacia la parte trasera.

–Ahí está –dijo–. El asiento del alma.

Unos años más tarde, cuando ya era médico, hice prácticas de neurocirugía y empecé a trabajar con cerebros vivos a diario. Cada vez que entraba en el quirófano sentía la tentación de quitarme los zuecos de plástico en señal de respeto. La acústica desempeñaba un papel en todo aquello: el traqueteo de un carrito o el susurro de un camillero parecían crear un eco que reverberaba por todo el espacio. La sala era un hemisferio, como un cuenco invertido con paneles geodésicos construido en la década de 1950. Tenía el mismo aspecto que imaginaba que tendrían las cúpulas de los radares de la Guerra Fría o el reactor nuclear esférico de Dounreay visto desde el interior. Su diseño parecía reflejar la fe de aquella década en la promesa de un futuro tecnológico –un futuro inminente– sin carencias ni enfermedades.

Pero lo cierto es que seguía habiendo muchas enfermedades. Yo trabajaba largas jornadas, de día y de noche, con cerebros lesionados, y muy pronto me acostumbré a tratarlos como órganos lesionados o sangrantes de cualquier otro tipo. Había víctimas de apoplejía, «atontadas» y paralizadas por un coágulo sanguíneo. Había misteriosos tumores invasivos que iban erosionando el cráneo y presionando hasta anular la personalidad. Estaban los comatosos y los catatónicos, los accidentados en la carretera y los heridos por impacto de bala, los aneurismáticos y los hemorrágicos. No había muchas ocasiones para pensar en las teorías de la mente, o del alma, hasta que un día el jefe del departamento –el profesor– me pidió que lo ayudara con un caso especial.

Para cuando acabé de lavarme y ponerme la bata, él ya estaba manos a la obra.

–Entra, entra –dijo, levantando la vista desde detrás de un montón de telas verdes sobre la mesa de operaciones–. Llegas justo a tiempo para la parte divertida.

Yo iba vestido igual que él; con una bata de la misma tela verde que había sobre la mesa, con una mascarilla cubriéndome la nariz y la boca. Las luces del quirófano hacían brillar las gafas del profesor.

–Estamos cortando una ventana en el cráneo –dijo, y volvió al trabajo, retomando la conversación con la enfermera que tenía enfrente; estaban hablando de una película bélica norteamericana.

Empezó a cortar el cráneo con una sierra. Y comenzó a salir humo del hueso, junto con un olorcillo que recordaba a la carne a la parrilla. La enfermera roció la superficie del corte con agua para evitar la dispersión del polvo y que se recalentara el hueso. También sostenía un tubo de succión para absorber el humo, que podía acabar nublándole la vista al profesor.

Sentado a un lado estaba el anestesista, que llevaba un pijama azul en lugar de la bata verde; estaba haciendo un crucigrama, y de vez en cuando miraba por debajo del montón de tela. Había un par de enfermeras más, apartadas de la mesa, susurrándose algo con las manos detrás de la espalda.

–Ponte ahí –dijo el profesor, y me indicó un espacio al otro lado con un gesto de la cabeza.

Yo me situé allí enseguida, y la enfermera me dio el tubo de succión. Ya conocía a la paciente –llamémosla Claire– y sabía que sufría de una epilepsia grave intratable. Por una vez, sobre la mesa había alguien que no tenía tumores ni lesiones, sino solo una leve alteración del equilibrio eléctrico de sus tejidos. Su cerebro era normal desde el punto de vista estructural, pero frágil desde el punto de vista funcional, y en cualquier momento podía sufrir un ataque. Si la actividad cerebral normal –el pensamiento, el habla, la imaginación, las sensaciones– se moviera por el cerebro al ritmo de la música, los ataques epilépticos podrían compararse con una ensordecedora sacudida de electricidad estática. Claire había sufrido tanto los ataques, la asustaban tanto y la hacían sentir tan disminuida que estaba dispuesta a arriesgar la vida en aquella operación para librarse de ellos.

–Aspira –me dijo el profesor. Cambió la posición del tubo que tenía en las manos para que quedara por encima de la cuchilla de la sierra, y luego siguió cortando el hueso–. Los neurofisiólogos me han dicho que sus ataques se originan justo aquí debajo. –Dio un toquecito al cráneo con un par de fórceps; el ruido fue como el de una moneda al caer sobre un azulejo–. De ahí es de donde parten.

–¿Así que vamos a extirparle el lugar de origen de los ataques?

–Sí, pero está muy cerca de la zona responsable del habla. Si la dejamos muda, no podrá darnos las gracias.

Una vez serrado el cráneo, el profesor presionó unas pequeñas palancas similares a las que se usan para sacar la cámara de una rueda de bicicleta y levantó el medallón de hueso. Se lo dio a la enfermera.

–No lo pierda –dijo.

La ventana tenía unos cinco centímetros de diámetro y dejaba a la vista la duramadre, una capa protectora que hay bajo el cráneo, brillante y opalescente como el interior de una valva de mejillón. El profesor también la retiró, y me encontré mirando un disco de materia gris cremosa, con crestas como la arena cuando baja la marea, con vasos sanguíneos cubriendo la superficie de filamentos púrpura y rojo. El cerebro se movía en pulsos regulares, levantándose y cayendo a cada latido del corazón de la paciente.

Y entonces pasamos a la parte «divertida», tal como decía el profesor. Redujeron lentamente la dosis de anestésico, y Claire empezó a gemir un poco. Sus ojos temblaron y luego los abrió. Habían apartado las telas verdes hacia atrás, y ahora se veían las púas de acero fijadas al cráneo.

Una logopeda había colocado una silla junto a la mesa de operaciones de modo que pudiera echarse adelante y acercarse al rostro de Claire. Le explicó que estaba en un quirófano, que no podía mover la cabeza y que le enseñaría una serie de tarjetas para que ella le dijera el nombre de cada objeto y para qué servía. Claire murmuró algo, ya que no podía asentir, y empezaron. Arrastraba las palabras, que sonaban lejanas por efecto de los sedantes. Las tarjetas mostraban imágenes como las que pueden aparecer en un cuento infantil.

–Reloj –dijo–. Es para saber la hora. Llave. Sirve para abrir puertas.

Las imágenes de objetos simples fueron sucediéndose, haciéndola retroceder a sus primeros recuerdos lingüísticos. Estaba muy concentrada, con el ceño fruncido y la frente sudorosa y brillante.

Mientras tanto, el profesor había cambiado la sierra y el escalpelo por un estimulador nervioso. Empezó a tocar puntos de la superficie del cerebro con delicadeza, al principio aguantando la respiración. Ahora ya no soltaba bravatas, no hacía bromas ni charlaba: tenía toda la atención puesta en dos puntas de acero separadas por un par de milímetros. La descarga eléctrica era mínima –apenas se habría notado si la hubiera aplicado sobre la piel–, pero sobre una superficie tan sensible como la del cerebro el efecto fue imponente. El estimulador provocó una tormenta eléctrica que anulaba las funciones normales. La parte del cerebro afectada era mínima, pero aun así contendría millones de neuronas y todas sus conexiones.

–Ha seguido hablando, así que esa parte no es «elocuente» –dijo el profesor–. Podemos cortarla.

Colocó una etiqueta numerada, como un sello minúsculo, sobre el lugar que acababa de tocar con el estimulador. Una de las enfermeras tomó nota cuidadosamente, y él pasó a la sección siguiente. El profesor denominó a aquel proceso «mapeado»: el cerebro humano era como un país sin un mapa, abierto al cirujano para que lo explorara. Iba moviéndose con cuidado por la superficie, numerando y registrando metódicamente y con la máxima paciencia. Me habían dicho que en alguna ocasión se había pasado dieciséis horas seguidas junto a la mesa de operaciones, negándose a abandonar al paciente ni siquiera para ir al baño o comer algo.

–Autobús. Sirve para via… via…

–Interrupción del habla –dijo la logopeda, mirándonos–. ¿Probamos otra vez?

–Cuchillo. Sirve… eeh…

–Ahí lo tenemos –dijo el profesor, señalando la zona en la que acababa de aplicar la corriente eléctrica–. El área elocuente.

Colocó otra etiqueta en aquel punto con todo cuidado y siguió adelante.

Examiné el «área elocuente» atentamente, esperando ver alguna diferencia con respecto al resto del tejido de alrededor. Eran sus cuerdas vocales y su garganta las que emitían el sonido, pero ahí estaba el origen de su voz. Eran las conexiones entre las neuronas de aquel lugar preciso, los patrones que creaban al activarse, lo que le permitía hablar, y por eso se habían ganado la definición de «elocuentes». Pero no había rasgos distintivos, ninguna señal de que aquel pedazo de córtex cerebral fuera el canal por el que Claire hablaba al mundo.

En una ocasión, cuando estaba en la Facultad de Medicina, un neurocirujano que vino a dar una conferencia nos mostró diapositivas de una operación para extirpar un tumor cerebral. Alguien en la primera fila levantó la mano y observó que no daba la impresión de que fuera un proceso muy delicado.

–La gente suele pensar que los neurocirujanos tenemos que ser muy finos, pero son los cirujanos plásticos y los que hacen operaciones microvasculares los que tienen que ser más meticulosos –respondió el neurocirujano, señalando la diapositiva proyectada en la pared, donde se veía el cerebro de un paciente y una serie de varillas de acero, pinzas y cables alrededor–. Los demás somos como jardineros.

Con Claire dormida de nuevo, el profesor retiró un trozo de su cerebro –la parte «epileptogénica»– y lo tiró en un cubo.

–¿Qué es lo que hace esa parte del cerebro? –le pregunté.

–Ni idea –dijo él, encogiéndose de hombros–. Lo único que sabemos es que no es elocuente.

–¿Notará algún cambio?

–Probablemente no. El resto del cerebro se adaptará.


CUANDO ACABAMOS le quedó una cicatriz en el cerebro como un cráter lunar. Con el cerebro y la mente anestesiados de nuevo, cauterizamos los vasos sanguíneos abiertos, rellenamos el cráter con fluido (para que no le quedaran burbujas de aire moviéndose por el interior) y luego suturamos la duramadre con unos puntos dignos del mejor bordado. Recolocamos el disco de hueso insertando unos tornillitos a través de unas tiras de malla de titanio.

–Que no se te caigan –me advirtió el profesor, al ir pasándome los tornillos–. Cuestan unas cincuenta libras cada uno.

Extendimos el cuero cabelludo de Claire, que hasta el momento estaba sujeto con pinzas, y lo situamos en su sitio, grapándolo. Volví a verla un par de días más tarde y le pregunté cómo estaba.

–Aún no he sufrido ningún ataque –dijo–. Aunque podrían haber puesto algo más de cuidado con las grapas. –En su rostro apareció una sonrisa triunfante–. Parezco el monstruo de Frankenstein.