El mundo de Ben Lighthart

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Créditos

Contenido

 


Edición digital

Irma Itzihuara Ibarra Bolaños
Gerente de Literatura Infantil y Juvenil

Valeria Moreno Medal
Coordinación editorial digital

El mundo de Ben Lighthart
© del texto: Jaap ter Haar

1. Novela holandesa – Literatura juvenil 2. Esperanza – Literatura juvenil 3. Optimismo – Literatura juvenil 4. Accidentes – Literatura juvenil

Dewey 839.31 H3718

Primera edición digital, 2018
D.R. © SM de Ediciones, S.A. de C.V., 2007
Magdalena 211, Del Valle,
03100, Ciudad de México
Tel. (55) 1087-8400
www.ediciones-sm.com.mx

ISBN: 978-607-24-3213-0
ISBN: 978-968-779-177-7 de la colección Gran Angular

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana Registro número 2830

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La marca Gran Angular® es propiedad de Ediciones, S. A. de C. V.

Conversión de ebook: Capture, S.A. de C.V.

Haar, Jaap ter
El mundo de Ben Lighthart / Jaap ter Haar; Traducción del neerlandés de Guillermo Solana. – México: Ediciones SM, 2018

Formato digital – Gran Angular
ISBN: 978-607-24-3213-0

1. Novela holandesa – Literatura juvenil 2. Esperanza – Literatura juvenil 3. Optimismo – Literatura juvenil 4. Accidentes – Literatura juvenil

Dewey 839.31 H3718

 

1

Un alarido de angustia y dolor que helaba las venas. Su eco resonó una y otra vez. Luego, unos gritos:

—¡Ben!

—¡Bennie!

Las voces de Peter y de Jeff muy próximas, pero tan aterradoras como los murmullos en una catedral vacía. Pasos apresurados. El estruendo del tráfico a lo lejos. Y ese dolor, Dios mío, ese dolor. Cuando cayó al suelo, Ben comprendió que era él quien había gritado. Le traspasaba un dolor increíble y todo a su alrededor era confuso.

—¡Un médico! ¡Llamen a un médico!

El viento parecía traer sonidos de otro mundo, extraño e irreconocible. El aullido de una sirena. Un chasquido. La negrura de una jungla. Un universo rebosante de color. Y después nada.

Ben se hallaba en un mundo propio que seguía expandiéndose. Su cuerpo no parecía estar allí. Solo existía aquel espacio de su cráneo, cargado de martillazos y golpes y cohetes que estallaban, trenes que chocaban y tambores que marcaban el ritmo de una danza guerrera. Luego, se esfumó aquel caos de imágenes y colores. Percibió el crujido de una falda almidonada y el inconfundible olor acre de hospital.

¿Había alguien que alisaba su pelo?

Estaba a oscuras. Ben trató de abrir los ojos, pero subsistió la negrura y experimentó un dolor lacerante, cegador. Su mano derecha, fuertemente magullada por dos partes, iba y venía incansablemente sobre la sábana.

—¿En dónde estoy?

—Estamos aquí contigo, Ben.

Esa era la voz de su padre y esta, su mano firme y tranquilizadora. Ben luchó por abandonar el confuso mundo de pesadillas que reinaba en su cabeza. Tenía que abrir los ojos. Despertar. Ver a papá.

—¡Mis ojos! ¿Dónde están mis ojos?

Casi inconscientemente llevó la mano desde la sábana a las cuencas orbitales. Sus dedos percibieron un espeso vendaje.

Una inspiración, un breve sollozo y luego la voz serena de su madre.

—Querido, no temas; estoy aquí, junto a tu cama.

—Este dolor…, este dolor.

Ben no quería llorar ni chillar, pero no podía resistirlo más. Sus dedos inquietos se hundieron aún más profundamente en el vendaje.

—¡Enfermera! —gritó su madre con voz insegura.

¿Enfermera? ¿Por qué una enfermera?

Retiraron la sábana. Ben sintió el pinchazo de una inyección en su muslo. Su pierna se convulsionó.

—Tranquilo, cariño, no temas nada.

Ahora la voz de su madre le llegaba de lejos, de muy lejos. Por un instante todo lo que Ben pudo sentir fue el calor de la fiebre en su cuerpo, el latir de su sangre y el dolor, el infernal dolor en su cabeza. De repente se sintió presa del pánico. ¿Es que iba a morir? Quiso ponerse en pie, aferrarse a algo, luchar contra la muerte. Una mano lo sujetó y, de repente, no le pareció tan terrible el instante de la muerte. No era el primero que moriría ni sería el último. Aun así, todavía sentía el anhelo de luchar por su vida.

Las voces ininteligibles de sus padres y los sonidos de aquella habitación de hospital se alejaron fuera de su alcance. Ben tornó a una jungla de figuras huidizas, regresó a un universo repleto de colores, a un vacío desconocido y luego a la oscuridad.

Nadie conoce la distancia que media entre la vida y la muerte. Nadie sabía por eso qué trecho de este camino había recorrido Ben, aunque los médicos y las enfermeras juzgaron que había estado cerca del final. Inconsciente y presa de una rabiosa fiebre, se sumió en el abismo sin límites que existe en las profundidades de todo ser humano. Vagó por negros túneles, vio monstruos amenazadores y se sintió dominado por un terror que no tenía principio ni conclusión. Luego, a veces, en aquellas simas, creyó caminar plácidamente por verdes prados porque las fronteras más remotas del alma humana conocen algo más que la angustia. Ben estuvo inconsciente casi sin interrupción durante dos días y tres noches. En ocasiones se agitaba, se volvía y deliraba. En otros momentos, bajo el espeso vendaje, su blanco rostro se iluminaba con una sonrisa de felicidad. Entonces la enfermera de guardia le oía murmurar palabras como: “¿Me permite?” o “¡Qué bonito!” Y una vez dijo con voz clara: “Gracias”.

Durante la tercera noche de aquel largo viaje de la vida a la muerte su fiebre comenzó a descender. Su respiración volvió a ser más sosegada y los latidos de su corazón recobraron su ritmo tranquilo de antaño. Ben se despertó en la tercera mañana como si hubiera dormido profundamente durante mucho tiempo sin haber soñado nunca. Tenía la boca reseca y sentía una gran sed. Retomó el dolor, pero no era tan infernal como antes.

¿Dolor…? Volvieron lentamente recuerdos sombríos: la voz serena de su madre, la mano de su padre y las vagas imágenes que habían revoloteado en la pantalla de sus sueños.

Se acercaban unos pasos. Resonaban seca y huecamente sobre el suelo duro. Alguien descorrió las cortinas. Podía darse cuenta por el inconfundible sonido metálico. “Algo no va bien”, pensó Ben. La habitación seguía aún sumida en las tinieblas.

—¿Eres tú, mamá?

Su madre podría explicarle con seguridad aquellos ruidos extraños, el dolor y aquel olor enfermizo y abominable.

—¿Dónde estoy?

Una mano fría aferró su brazo.

—Estás en el hospital, Ben. Soy Win, tu enfermera.

¿Hospital? ¿Enfermera? Ben no entendía nada.

Trató desesperadamente de hallar un punto de apoyo. Sí, la clase había terminado. Peter se quejaba del examen de francés, y Jeff había estado jugueteando con la pelota y más tarde lanzó aquel pase desviado. ¿Y luego…? ¿No había corrido él, Ben, por la calzada, tras la pelota? ¿Y tropezó con la mochila de Jeff? Las imágenes eran todavía confusas.

—¿Qué pasó?

—Tuviste un accidente al salir de la escuela.

—¿Un accidente?

¿Se había caído? Entonces se habría roto algo. Inseguro, Ben movió primero sus piernas y luego sus brazos. Gracias a Dios no le dolían. No se había roto nada.

—Tus padres vendrán enseguida. Saben lo que te pasó. Yo no estaba allí, como puedes suponer.

Ben volvió a sentir el vendaje alrededor de su cabeza. ¡Claro! Por eso no podía ver nada. Sintió sus hombros, sus muslos, su pecho, todo parecía en orden.

—¿Quieres beber algo?

—Gracias, enfermera.

La voz de la enfermera parecía clara, cordial y firme. Sabía lo que estaba haciendo. Ben trató de incorporarse, pero al instante el dolor le golpeó en los ojos y se extendió por toda su cabeza.

—Sigue acostado. Te traeré un pistero.

Insertó en su boca algo que parecía el pitorro de una tetera. Té aguado. Tomó unos tragos. Realmente aquello le sentaba bien a su reseca boca.

—Muchísimas gracias —le dijo con todo su corazón mientras trataba de poner en orden sus pensamientos.

—Tengo que salir un momento —repuso la enfermera—. Trata de dormir un poco.

El crujido de una falda. El entrechocar del pistero y el plato. Pasos hacia la puerta. Ben se hallaba solo de nuevo, rodeado por los vagos sonidos del hospital. ¿Qué hospital? ¿Cuánto tiempo tendría que seguir allí?

“Soy un estúpido —se dijo a sí mismo—, debería habérselo preguntado”.

También hubiera querido saber cuándo le quitarían aquel espeso y sofocante vendaje, porque no le agradaba en manera alguna esa inacabable oscuridad. Y tenía muchas ganas de ver a la enfermera Win. Seguro que tendría el pelo rubio, los ojos azules y un espléndido busto bajo su uniforme blanco. Podía sentirlo en su voz.

Ben se quedó muy quieto. Trataba de recordar lo que le sucedió al salir de la escuela.

Jeff dio una patada a la pelota…, sí, el accidente tuvo que producirse inmediatamente después. ¿Lo atropelló un coche? “Si fue así, tuve suerte —pensó Ben—, porque todavía estoy vivo”. ¿Se habría estrellado contra el parabrisas de un coche? ¿Por eso le habían vendado la cabeza? De repente, un horrible pensamiento relampagueó en su mente poniendo fin a todas las dudas e incertidumbres.

Hay cosas que los chicos saben, a veces, en un abrir y cerrar de ojos. Son pensamientos que no vienen de ninguna parte, pero que llegan revestidos de la más absoluta certeza. Y, aunque falten las pruebas, rebosan verdad; es una especie de premonición de que carecen casi todas las personas mayores.

A Ben Lighthart le sobrevino un momento tal de certidumbre, un instante tal de verdad. Inmediatamente recordó lo que había gritado en medio de sus dolores y de sus sueños. Y de nuevo oyó su voz empavorecida: “¿Y mis ojos? ¿Dónde están mis ojos?”.

Y súbitamente comprendió con una descorazonadora claridad que jamás llegaría a ver a Win, su enfermera rubia. Que no volvería a ver a sus padres, a su hermana Maryanne, a sus amigos y su escuela. Jamás volvería a disfrutar de un partido de beisbol, de la televisión o de la maravilla verde y viva de un árbol en primavera. Para él no existiría ya un amanecer. Ya no tenía dudas, su certidumbre era absoluta.

“Oh, Dios mío, estoy ciego”, se dijo aterrado.

Y no sabía cómo iba a ser capaz de enfrentarse con aquella realidad.

Pasó un largo rato hasta el regreso de la enfermera. Ben trataba de reflexionar sobre la verdad que acaba de descubrir por sí mismo. No era fácil.

Toda suerte de pensamientos e imágenes revoloteaban en aquel oscuro mundo circundado por los vendajes.

¡Ciego! Recordó al hombre de gafas oscuras y blanco bastón a quien veía arrastrar los pies entre el gentío de una calle. A partir de ahora tendría que caminar así, en su casa, en la escuela, allí a donde fuera. Dependería de los demás durante el resto de su vida.

Ben apretó los puños con resolución y luego pensó: “Pero, ¿no es cierto que, de alguna manera, cada uno depende de los demás?”.

¡Ciego! De repente se sintió presa del terror. ¿Lo enviarían a alguna institución para ciegos? No, eso no debía ser, no podía ser. Ben reflexionó sobre su padre y su madre y sobre sus disputas más serias en las que, a veces, él se había visto involucrado. ¿No era más probable que se separaran si él ya no estuviera allí? La perspectiva le resultaba insoportable. Luego, súbitamente le vino a la mente la idea de lo terrible que para sus padres sería que él se quedara ciego. ¿Lo sabrían ya?

¡Ciego! Maldita sea, no lloraría. Podría soportarlo. Recordó la frase que en una ocasión, hacía mucho tiempo, había dicho a su madre: “Si uno es el chico más desgraciado del mundo no tiene por qué compadecerse de nadie”. Él estaba entonces muy impresionado por la suerte de los chicos mutilados en la guerra. O los niños enfermos de lepra. Había pronunciado la frase después de ver en la televisión un reportaje aterrador sobre las víctimas del hambre.

¡Ciego! Era terrible, pero aún había cosas peores en el mundo. Todavía tenía un futuro. Habría de aprender el braille. Tendría que ajustar su vida a moldes completamente nuevos. Y al tiempo que reflexionaba sobre todo aquello, Ben se sorprendió por el hecho de que pudiera aceptar tan serenamente su ceguera.

Unos pasos en el corredor. El tenue chasquido de la puerta al abrirse. La voz de la enfermera Win.

—Ben, estoy aquí otra vez.

Puso algo sobre la mesilla (¿o era una repisa?) próxima a su cama.

—Enfermera.

—¿Sí?

—Estoy ciego, ¿verdad? Para siempre.

Silencio durante un momento. Ben oyó respirar a la enfermera. Con todo su corazón esperaba que fuese sincera. Es más fácil soportar la verdad que la incertidumbre y las falsas esperanzas.

Por fortuna, la enfermera Win era lo suficientemente juiciosa y sabía que la mayor parte de los chicos tienen la valentía suficiente y pueden aceptar cualquier circunstancia, con tal de que no los engañen las personas mayores.

—Sí —respondió la enfermera; y Ben volvió a sentir la frialdad de su mano en el brazo—. Tus dos ojos están tan destrozados que, probablemente nunca volverás a ver.

—Gracias —repuso Ben.

Se sentía verdaderamente agradecido de que no se le hubiera ocurrido alguna excusa y de que no lo hubiese dejado con la incertidumbre de una verdad a medias. ¿No era curioso que, sin haberla visto nunca, le pareciese que la enfermera Win era una mujer gruesa?

—Aquí tienes tu desayuno. Un huevo, una tostada y miel. ¿Quieres que entre los dos tratemos de que comas algo?

—Sí —replicó Ben.

Era bueno saber que la vida proseguía como de costumbre, aunque uno estuviese ciego. Pronto vendrían su madre y su padre. Les diría inmediatamente que ya lo sabía. Con toda tranquilidad, como le sucedió con la enfermera Win. Quizás así sería mejor para ellos.

La puerta se abrió con un sonido como el de un golpe de viento. Ben empezaba ya a acostumbrarse a ese ruido.

Otra vez la voz de la enfermera Win, serena, cordial.

—Ben, tus padres están aquí.

Ahora le correspondió a Ben respirar hondo. Extendió su mano hacia la derecha, pero su madre ya se había colocado al otro lado de la cama. De la izquierda le llegó un beso en la mejilla y su voz, ronca y nerviosa:

—Oh, querido. Ben, querido…

Y luego, fue su padre quien le cogió la mano. Así que cada uno se hallaba en un lado de la cama.

—Bueno, Ben. Aquí estamos otra vez. Es magnífico que te hayas recuperado. La última vez que vinimos parecías noqueado.

—Sí —repuso Ben, mientras se preguntaba por dónde empezaría a decírselos.

—¿Cómo te sientes ahora, querido?

Notaba que su madre intentaba que su voz pareciera natural. Pero era tan antinatural como una luna verde.

—Ya no me duele tanto.

—¿Te trata bien la enfermera?

—Sí —repuso Ben.

Y entonces decidió acabar con todos los circunloquios y abordar de frente la inevitable verdad.

—Sabéis que estoy ciego, ¿verdad? ¿Para siempre?

Un audible ahogo. Sintió que la mano de su madre oprimía su muñeca como si tratara de hallar fuerzas.

—Sí, Ben. Lo sabemos —dijo su padre—. Pero no creíamos que tú lo sabías. Pensábamos decírtelo cuando te sintieras un poco mejor.

—Querido… —empezó a decir su mamá y luego se detuvo.

Su padre acabó la frase por ella.

—Es una pesada carga para nosotros, pero no hay más remedio que afrontarla.

—¿Nosotros?

—Sí, claro. Tu madre, tú y yo.

Ben sintió fluir lágrimas y le alegró tener el vendaje sobre los ojos. Se mordió los labios y dijo quedamente:

—Es curioso, esta mañana no tenía miedo de haberme quedado ciego, sino de que vosotros…

—Sigue.

—De que vosotros os separaseis.

Las palabras pesaban como si fueran de plomo. Parecían gravitar sobre la cama como un nubarrón de reproches.

—¡Dios mío! —musitó su madre—. Nuestro propio hijo.

Ben estaba seguro de que en aquel momento miraba a su padre.

Ahora su madre no podía estallar en sollozos ni su papá sería capaz de hallar una excusa fácil para evadirse de este problema tan importante. Su padre se sentó al borde de la cama y rompió el silencio.

—Ben, todo matrimonio pende, a veces, de un hilo de seda. Igual que tu madre y yo, como ya sabes. Pero, gracias a Dios, la mayoría de los hilos de seda son bastante fuertes.

Era una respuesta honesta, que daba suficientes esperanzas para el futuro. No cabía añadir más.

—¿Me diréis ahora lo que me pasó? —preguntó Ben.

En sus pensamientos había muchos huecos que quería resarcir.