Gran Libro de los Mejores Cuentos: Volumen 6
Virginia Woolf
F. Scott Fitzgerald
Rudyard Kipling
José Enrique Rodó
Felisberto Hernández
Rabindranath Tagore
Alexander Pushkinn
Katherine Mansfield
Jack London
Alejandro Dumas
About the Publisher
Virginia Woolf fue una autora, feminista, ensayista, editora y crítica inglesa, considerada como una de las principales modernistas del siglo XX junto con T. S. Eliot, Ezra Pound, James Joyce y Gertrude Stein. Sus padres eran Sir Leslie Stephen, un notable historiador, escritor, crítico y montañero, y Julia Prinsep Duckworth, una belleza de renombre. Según las memorias de Woolf, sus recuerdos más vívidos de la infancia no fueron los de Londres, sino los de San Ives en Cornualles, donde la familia pasó todos los veranos hasta 1895. Este lugar la inspiró a escribir una de sus obras maestras, Al Faro.
La muerte repentina de su madre en 1895, cuando Virginia tenía 13 años, y la de su media hermana Stella dos años más tarde, provocó la primera de varias crisis nerviosas de Virginia. pero fue la muerte de su padre en 1904 lo que provocó su más alarmante colapso y fue internada brevemente. Algunos estudiosos han sugerido que su inestabilidad mental también se debió al abuso sexual al que ella y su hermana Vanessa fueron sometidas por sus hermanastros George y Gerald Duckworth.
Woolf conoció a los fundadores del Grupo Bloomsbury. Se convirtió en un miembro activo de este círculo literario. Más tarde, Virginia Stephen se casó con el escritor Leonard Woolf el 10 de agosto de 1912. A pesar de su bajo estatus material (Woolf refiriéndose a Leonard durante su compromiso como "judío sin dinero"), la pareja compartía un estrecho vínculo.
Las obras más famosas de Virginia incluyen las novelas Mrs Dalloway (1925), To the Lighthouse (1927) y Orlando (1928), y el ensayo de extensión de libro A Room of One's Own (1929), con su famoso dicho: "Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si quiere escribir ficción". En algunas de sus novelas se aleja del uso de la trama y la estructura para emplear la corriente de la conciencia para enfatizar los aspectos psicológicos de sus personajes.
Después de completar el manuscrito de su última novela (publicada póstumamente), Between the Acts, Woolf cayó en una depresión similar a la que había experimentado anteriormente. El 28 de marzo de 1941, Woolf se puso el abrigo, llenó sus bolsillos de piedras y caminó hacia el río Ouse cerca de su casa y se ahogó. El cuerpo de Woolf no fue encontrado hasta el 18 de abril de 1941. Su esposo enterró sus restos cremados bajo un olmo en el jardín de Monk's House, su casa en Rodmell, Sussex.
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Mabel tuvo su primera sospecha seria de que algo no iba bien cuando se quitó la capa y la señora Barnet, al tiempo que le pasaba el espejo y cogía los cepillos, llamando así su atención, de manera acaso exagerada, sobre todos los utensilios para el arreglo y cuidado del cabello, el cutis y la ropa, extendidos sobre el tocador, confirmó la sospecha (de que algo no iba bien, no iba del todo bien) que se agudizó mientras subía las escaleras y se apoderó de ella definitivamente mientras saludaba a Clarissa Dalloway; luego se dirigió directamente al otro extremo de la habitación, hacia un rincón en penumbra donde había un espejo, y miró. ¡No! No, algo no iba bien. Y de golpe la tristeza que siempre había intentado ocultar, la profunda insatisfacción —la sensación que había tenido desde niña de ser inferior a otras personas— se apoderó de ella implacablemente, inexorablemente, con una intensidad que no podía apaciguar, como hacía en casa cuando se despertaba en mitad de la noche, leyendo a Borrow o a Scott; pues aquellos hombres, aquellas mujeres, todos pensaban «¿Qué se ha puesto Mabel? ¡Parece un espantajo! ¡Qué horroroso vestido nuevo!», pestañeando y cerrando los ojos al acercarse a ella. Era su tremenda torpeza; su cobardía; su sangre humilde y aguada lo que la deprimía. Y de golpe, la habitación en la que tantas horas había pasado con la costurera planeando cómo se vestiría, le pareció sórdida, repulsiva; y su propio salón mísero, y ella misma ridícula, en el momento de salir de casa, henchida de vanidad, mientras recogía las cartas de la mesa del recibidor y decía: «¡Qué lata!» para demostrar... todo esto le parecía ahora indeciblemente absurdo, mezquino, provinciano. Todo había quedado destruido por completo, puesto en evidencia, refutado, en el momento en que entró en el salón de la señora Dalloway.
Aquella tarde, cuando, mientras tomaba el té, llegó la invitación de la señora Dalloway, pensó que, por supuesto, ella no podía ser elegante. Era absurdo siquiera intentarlo —la elegancia significaba un buen corte, significaba estilo, significaba al menos treinta guineas—, pero ¿por qué no ser original? ¿Por qué no ser al menos ella misma? Y, poniéndose en pie, cogió un viejo figurín de su madre, un figurín de París de la época del Imperio, y pensó cuanto más bonitas, más dignas y más femeninas eran las mujeres entonces, y así se propuso —¡qué tontería!— intentar ser como ellas, alegrándose de veras por ser modesta y anticuada, y muy encantadora, entregándose, no cabía la menor duda, a una orgía de narcisismo que merecía ser castigada, y así fue cómo se atavió de esta guisa.
Pero no se atrevía a mirarse en el espejo. No era capaz de afrontar aquel horror... el vestido de seda amarillo pálido, ridículamente anticuado, con su falda larga y sus rimbombantes mangas y su cintura y todo cuanto resultaba tan agradable en el libro de moda, pero no en ella, no entre toda aquella gente corriente. Se sentía como un maniquí puesto allí para que los jóvenes le clavasen alfileres.
—¡Querida, es absolutamente delicioso! —dijo Rose Shaw, mirándola de arriba abajo con ese mohín de sarcasmo en los labios que ella se esperaba (la propia Rose iba vestida a la última moda, como todos los demás, siempre).
Somos como moscas que intentan trepar hasta el borde del plato, pensó Mabel, y repitió la frase como si se santiguara, como si intentase encontrar algún conjuro para anular aquel dolor, para hacer soportable aquella agonía. Fragmentos de Shakespeare, líneas de libros que había leído hacía siglos volvían súbitamente a su memoria cuando sufría, y las repetía una y otra vez. «Moscas que intentan trepar», repetía. Si lograba repetirlo lo suficiente como para llegar a ver las moscas, se quedaría paralizada, fría, helada, muda. Ahora veía las moscas saliendo lentamente de un platito de leche, con sus alas pegadas; y se esforzó y esforzó (de pie frente al espejo, mientras escuchaba a Rose Shaw) por ver a Rose Shaw y a los demás invitados como moscas, intentando salir de algo o entrar en algo, pobres, insignificantes, torpes moscas. Pero no era capaz de verlos de ese modo, no a los demás. Se veía a sí misma de ese modo... ella era una mosca, pero los demás eran libélulas, mariposas, hermosos insectos que danzaban y revoloteaban, mientras ella era la única que luchaba por salir del plato. (Envidia y rencor, los más detestables de los vicios, eran sus principales defectos.)
—Me siento como una mosca grande y sucia —dijo, haciendo que Robert Haydon se callase justo a tiempo de oírle decir tal cosa, sólo para tranquilizarse recurriendo a una frase pobre, mal articulada, para mostrar así que era tan independiente, tan ingeniosa, que en modo alguno se sentía fuera de lugar. Y, claro está, Robert Haydon respondió algo muy cortés, muy insincero, cosa que ella captó de inmediato, y se dijo para sus adentros (otra cita de algún libro), «¡Mentiras, mentiras, mentiras!» Una fiesta hace que las cosas parezcan mucho más reales o mucho menos reales, pensó; se adentró por un instante en el corazón de Robert Haydon; lo veía todo. Veía la verdad. Aquello era verdad, aquel salón, aquel yo, y el otro falso. El pequeño taller de la señorita Milán era terriblemente sofocante, mal ventilado, sórdido. Olía a ropa y a col hervida; y sin embargo, cuando la señorita Milán le puso el espejo en la mano y ella se miró con el vestido puesto, terminado, una extraordinaria dicha invadió su corazón. Inundada de luz, se zambulló en la existencia. Libre de preocupaciones y arrugas, todo cuanto había soñado para sí estaba allí... una mujer hermosa. La observó por espacio de un segundo (no se atrevió a mirar más tiempo porque la señorita Milán quería comprobar el largo de la falda), enmarcada en las volutas de caoba, una encantadora muchacha de enigmática sonrisa, la esencia de sí misma, su propia alma; y no fue sólo la vanidad, no fue sólo el narcisismo lo que la llevó a pensar que era agradable, tierno y cierto. La señorita Milán dijo que la falda no podía ser más larga; en todo caso la falda, dijo la señorita Milán, frunciendo el ceño, poniendo en ello los cinco sentidos, tenía que ser más corta; y ella sintió, de pronto, un sincero afecto hacia la señorita Milán, mucho, mucho más cariño por la señorita Milán que por cualquier otro ser en el mundo, y a punto estuvo de llorar de compasión al verla arrastrarse por el suelo con la boca llena de alfileres y el rostro congestionado y los ojos saltones... ¡era extraordinario que un ser humano tuviera que hacer esto para otro!, y los vio a todos simplemente como seres humanos, y se vio a sí misma en el momento de salir para su fiesta, y vio a la señorita Milán tapando la jaula del canario u ofreciéndole un cañamón entre los labios, y esta idea, este aspecto de la naturaleza humana y su paciencia, su capacidad de resistencia y su contentarse con pequeños placeres tan miserables, nimios, sórdidos, inundó sus ojos de lágrimas.
Y ahora todo se había esfumado. El vestido, la habitación, el afecto, la compasión, el espejo con marco de caoba y la jaula del canario... todo se había esfumado, y allí estaba ella, en un rincón del salón de la señora Dalloway, torturada, plenamente consciente de la realidad.
Era tan insignificante, tan pobre y tan mezquino preocuparse tanto a su edad y con dos hijos, seguir dependiendo hasta ese punto de la opinión de los demás y carecer de principios o convicciones, no ser capaz de decir como otros decían: «¡Eso es Shakespeare! ¡Eso es la muerte! No somos más que una gota de agua en la inmensidad del océano...» o lo que dijesen.
Se miró en el espejo; se arregló la manga izquierda; entró en la habitación como si de todas partes lanzasen arpones sobre su vestido amarillo. Pero en lugar de mostrarse furiosa o trágica, como habría hecho Rose Shaw —Rose se habría parecido a Boadicea en un caso así—, ella pareció tonta y cohibida, y cruzó la habitación con una estúpida sonrisa de colegiala, escabulléndose como un perro apaleado, y fijó su atención en un cuadro, un grabado. ¡Cómo si uno fuese a una fiesta para contemplar un cuadro! Todos sabían por qué lo hacía... era por vergüenza, por humillación.
«Ahora la mosca está en el plato», se dijo, «justo en el centro, y no puede salir, porque la leche», pensó mirando el cuadro rígida y fijamente, «le ha pegado las alas».
—¡Es muy anticuado! —le dijo a Charles Burt, obligándole a interrumpir (cosa que él odiaba) lo que estaba a punto de decirle a otra persona.
Quería decir, o intentaba convencerse de que quería decir, que era el cuadro y no su vestido lo que parecía anticuado. Y una palabra de elogio, una palabra cariñosa por parte de Charles habría hecho que lo viera todo distinto. Sólo con que hubiera dicho «¡Mabel, esta noche estás encantadora!» su vida habría cambiado por completo. Claro está que para ello debería haber sido franca y directa. Y, naturalmente, Charles no dijo nada por el estilo. Era la malicia personificada. Siempre adivinaba lo que pensaban los demás, en especial cuando se sentían débiles, inseguros o tontos.
—¡Mabel lleva un vestido nuevo! —dijo, y la pobre mosca se vio arrastrada hasta el centro del plato. Realmente a Charles le hubiera gustado que se ahogase, pensó Mabel. No tenía corazón, carecía de la más mínima amabilidad, del menor atisbo de compasión. La señorita Milán era mucho más real, mucho más amable. Si fuera posible sentir así y aferrarse a ese sentimiento para siempre. «¿Por qué?», se preguntó, mirando a Charles con descaro, dejándole ver que estaba enfadada o «disgustada» como diría él («¿Muy disgustada?» dijo él, y se alejó para burlarse de ella con alguna otra mujer). «¿Por qué», se preguntó, «no puedo sentir siempre lo mismo, seguir convencida de que la señorita Milán tiene razón y de que Charles se equivoca, y aferrarme a ello, tener la certeza de que existen el canario y la compasión y el amor, y no sentirme fustigada por todas partes al entrar en una habitación llena de gente?» Era otra vez su carácter odioso, débil, indeciso, que se manifestaba siempre en el momento crítico y no se interesaba seriamente por la conquiliología, la etimología, la botánica, la arqueología, el cultivo de las patatas y la satisfacción de verlas crecer, como Mary Dennis, como Violet Searle.
La señora Holman, que la vio allí de pie, se acercó a ella. Claro está que la señora Holman, con sus hijos siempre cayéndose escaleras abajo o cogiendo la escarlatina, no reparaba en algo como un vestido. ¿Podía decirle Mabel si Elmthorpe se había alquilado alguna vez en agosto y septiembre? ¡Ay, era una conversación que la aburría profundamente...! la enfurecía que la tomasen por un agente inmobiliario o un recadero al que se utiliza sin más. No tener valor, eso era, pensó, intentando aferrarse a algo sólido, a algo real, mientras se esforzaba por dar una respuesta sensata sobre el cuarto de baño y el ala sur de la casa y el agua caliente en la planta de arriba; y durante todo el tiempo veía fragmentos de su vestido amarillo en el espejo redondo, donde todos los presentes quedaban reducidos al tamaño de botones o renacuajos; y era asombroso pensar cuánta humillación y tormento y asco de sí misma y esfuerzo y violentos altibajos emocionales cabían en un objeto del tamaño de una moneda de tres peniques. Y lo que resultaba aún más extraño era que, esta cosa, esta Mabel Waring, se mantenía aparte, completamente aislada; y aunque la señora Holman (el botón negro) se inclinó hacia adelante y le dijo que su hijo mayor había forzado demasiado su corazón de tanto correr, ella la veía también separada en el espejo, y era imposible que el punto negro inclinado y gesticulante hiciese partícipe de sus sentimientos al punto amarillo, sentado en soledad, egocéntrico, aunque ambos fingieran.
«Es imposible que los niños se estén quietos...» eso era lo que se solía decir.
Y la señora Holman, que nunca consideraba despertar la suficiente compasión y arrebataba con avidez lo poco que le ofrecían, como si tuviera todo el derecho del mundo (aunque ella se merecía mucho más porque su hijita había llegado esa mañana con una rodilla hinchada), aceptó esta miserable ofrenda, la examinó con recelo, a regañadientes, como si fuese sólo medio penique cuando debería haber sido una libra, y se la guardó en el bolso, resignada a conformarse, por pobre y mísera que fuese, pues corrían tiempos difíciles, muy difíciles; y así, la ofendida señora Holman, siguió hablando de la niña con la rodilla hinchada. Ah, qué trágica resultaba esa avidez, ese clamor de los seres humanos, como una bandada de cormoranes, graznando y aleteando para inspirar compasión... era trágico ¡si es que uno llegaba a sentirlo de verdad y no se limitaba a fingir que lo sentía!
Pero esa noche, con su vestido amarillo, era incapaz de soltar una sola gota más de compasión; la quería toda, toda para sí. Sabía (siguió mirando al espejo, sumergiéndose en aquel estanque azulado tan terriblemente revelador) que había sido condenada, despreciada, abandonada así en un lugar remoto, por ser como era, una criatura débil e indecisa; y le parecía que el vestido amarillo era su merecida penitencia, y que si vistiera como Rose Shaw, con su precioso traje verde muy ceñido y su cuello de plumas de cisne, también la habría merecido; y pensó que no había escapatoria para ella... de ningún tipo. Pero no todo era culpa suya. La culpa la tenía el haber nacido en una familia de diez hijos; el no tener nunca dinero suficiente y andar siempre escatimando; y madre cargada con latas enormes, y el linóleo gastado en el borde de la escalera, y una pequeña y sórdida tragedia doméstica detrás de otra... ninguna catástrofe, sólo que la granja de ovejas no acababa de funcionar del todo; su hermano mayor se casaba con una mujer de inferior condición, aunque tampoco demasiado... no había romanticismo, nada excepcional en todos ellos. Se consumía dignamente en poblaciones costeras; cada balneario acogía en ese momento a una de sus tías, adormiladas en pensiones desde cuyas ventanas no se veía el mar. Era cosa de familia... siempre obligados a mirar de soslayo. Y ella había hecho lo mismo... era igual que sus tías. Todos sus sueños de vivir en la India, de casarse con un héroe como Sir Henry Lawrence, con algún constructor de imperios (la visión de un nativo con turbante aún la llenaba de romanticismo), habían fracasado por completo. Se había casado con Hubert, que ocupaba un puesto de eterno subalterno, aunque seguro, en la Audiencia, y se las apañaban pasablemente en una casa más bien pequeña, sin criadas, recalentando las sobras cuando estaba sola o contentándose con pan y mantequilla, pero de vez en cuando... la señora Holman estaba indignada y pensaba que Mabel era la cosa más seca y desagradable que había encontrado jamás, ridículamente vestida, además, y que contaría a todo el mundo el grotesco aspecto que ofrecía... de vez en cuando, pensó Mabel Waring, que se había quedado sola en el sofá azul y ahuecaba el almohadón para parecer ocupada, pues no deseaba unirse a Charles Burt y Rose Shaw, que parloteaban como cotorras junto a la chimenea, tal vez riéndose de ella... de vez en cuando vivía momentos maravillosos, como por ejemplo la otra noche, leyendo en la cama, o junto al mar, sobre la arena, bajo el sol, en Pascua... dejémosla recordar... un gran penacho de juncos que se alzaban pálidos y enmarañados como una lluvia de lanzas contra el cielo, azul como un huevo de porcelana, pulido, firme, duro, y después la melodía de las olas... «Silencio, silencio», decían y los gritos de los niños mientras chapoteaban... sí, fue un momento divino, y ella reposaba en manos de esa diosa que era el mundo; una diosa de corazón duro, pero muy hermosa, un corderito sobre el altar (pensaba cosas así de ridículas, pero no importaba con tal de no decirlas). Y también con Hubert había tenido a veces momentos divinos de la manera más inesperada... trinchando el cordero para el almuerzo del domingo, sin razón alguna, abriendo una carta, entrando en una habitación... momentos divinos en los que se decía (pues jamás le diría a nadie tal cosa) «Es esto. Ha ocurrido. ¡Es esto!» Y lo contrario, cosa que resultaba igualmente asombrosa... es decir, cuando todo coincidía — música, buen tiempo, vacaciones, todas las razones para ser feliz estaban allí — y no ocurría nada. No era feliz. Todo era insulso, insulso.
¡Otra vez su mal carácter! Siempre había sido una madre irritable, débil e insatisfactoria, una esposa inestable, indolentemente instalada en una especie de existencia crepuscular, sin nada muy claro o muy marcado, sin preferir una cosa a otra, como todos sus hermanos y todas tus hermanas, salvo Herbert quizá... todos eran iguales, pobres criaturas de sangre aguada, incapaces de hacer nada. Luego, en mitad de esta vida mezquina, humillante, se encontró de pronto en la cresta de una ola. Esa pobre mosca — ¿dónde había leído la historia de la mosca y el platito, que una y otra vez volvía a su mente? — lograba salir. Sí, había vivido esos momentos. Pero ahora que ya tenía cuarenta años tal vez fuesen cada vez más raros. Poco a poco dejaría de luchar. ¡Era deplorable! ¡Era insoportable! ¡Le hacía sentir vergüenza de sí misma!
Mañana mismo iría a la Biblioteca de Londres. Encontraría por azar algún libro maravilloso, útil, asombroso, escrito por un clérigo, por un americano absolutamente desconocido; o caminaría por el Strand y acabaría casualmente en una sala donde un minero hablaría sobre la vida en el pozo, y entonces se convertiría de pronto en otra persona. Se transformaría por completo. Vestiría un uniforme; la llamarían Hermana Nosecuántos; jamás volvería a preocuparse por la ropa. Y a partir de ese momento tendría las cosas muy claras sobre Charles Burt y la señorita Milán y esta habitación y aquella otra; y todo sería, día tras día, como si estuviese tumbada al sol o trinchando el cordero. ¡Así sería!
De modo que se levantó del sofá azul, y el botón amarillo del espejo se levantó también, saludó con la mano a Charles y Rose para demostrarles que no dependía de ellos en absoluto, y el botón amarillo desapareció del espejo, y todos los arpones se clavaron en su pecho mientras se dirigía hacia la señora Dalloway y decía «Buenas noches».
—Pero si es muy pronto para irse —dijo la señora Dalloway, tan encantadora como siempre.
—Lo siento, tengo que irme —respondió Mabel Waring—. Pero —añadió con su voz débil, trémula, una voz que sólo sonaba ridícula cuando intentaba forzarla—, lo he pasado estupendamente.
—Lo he pasado estupendamente —le dijo al señor Dalloway cuando se lo encontró en la escalera.
«¡Mentiras, mentiras, mentiras!» se dijo, mientras bajaba la escalera, y «¡Metida en el platito!» se dijo, mientras daba las gracias a la señora Barnet por ayudarla y se envolvía, bien envuelta, muy bien envuelta, en la capa china que usaba desde hacía veinte años.
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Como sea que dentro de la casa hacía calor y las estancias estaban atestadas, como sea que en una noche como aquélla no había riesgo de humedad, como sea que los farolillos chinos parecían pender como frutos rojos y verdes, en el fondo de un bosque encantado, el señor Bertram Pritchard llevó a la señora Latham al jardín.
El aire libre y la sensación de hallarse fuera de la casa dejaron un tanto desorientada a Sasha Latham, la alta y hermosa señora de aspecto algo indolente, la majestad de cuya apariencia era tan grande que poca gente llegó a advertir que se sentía totalmente incapaz y torpona, cuando tenía que decir algo, en una reunión. Pero así era; y Sasha Latham se alegraba de hallarse en compañía de Bertram, de quien cabía esperar, sin la menor duda, que hablara sin cesar, incluso al aire libre. Si se escribiera lo que Bertram decía, resultaría increíble, ya que, no sólo todo lo que decía resultaba, en sí mismo, carente de sentido, sino que además no había relación alguna entre sus diferentes observaciones. En verdad, si una hubiera cogido un lápiz y hubiera escrito textualmente sus palabras -y lo que decía en el curso de una noche hubiera bastado para formar un libro-, nadie osaría dudar, al leerlo, de que el pobre hombre era un deficiente mental. Y no era éste el caso, ni mucho menos, por cuanto el señor Pritchard gozaba de prestigio en su calidad de funcionario público y era Compañero de la Orden del Baño. Pero resultaba todavía más raro que gozara de casi universales simpatías. Había en su voz un matiz, cierto enfático acento, un esplendor en la incongruencia de sus ideas, como una emanación surgida de su cara regordeta y morena, de su figura de petirrojo, algo inmaterial e inaprehensible, que existía y florecía y se hacía notar por sí mismo, con independencia de sus palabras, e incluso, a menudo, en oposición a ellas. Por esto Sasha Latham se dedicaba a pensar -mientras el señor Pritchard parloteaba acerca de su visita a Devonshire, acerca de posadas y posaderas, acerca de Eddie y Freddie, acerca de vacas y viajes nocturnos, de nata y estrellas, acerca de los ferrocarriles europeos y de Bradshaw, de pescar bacalaos, resfriados, la gripe, reumatismo y Keats-, Sasha pensaba en él, en abstracto, considerándolo persona cuya existencia era buena, creándolo, mientras él hablaba, a guisa de ser diferente de su habla, y éste era ciertamente el auténtico Bertram Pritchard, aunque nadie pudiera demostrarlo. Cómo podía una demostrar que Bertram Pritchard era un leal amigo, dotado de gran comprensión y... pero en este momento, como tan a menudo le ocurría cuando hablaba con Bertram Pritchard, Sasha se olvidó de su existencia, y comenzó a pensar en otro asunto.
Sasha pensaba en la noche, después de haber conseguido concentrarse un poco, y con la vista en el cielo. De repente olió a campo, la sombría quietud de los campos bajo las estrellas, pero aquí, en el jardín trasero de la señora Dalloway, en Westminster, la belleza la emocionaba, debido a que Sasha Latham había nacido y se había criado en el campo, probablemente por contraste. Allí el aire olía a heno, y había, a sus espaldas, estancias repletas de gente. Paseó al lado de Bertram. Sasha caminaba de manera algo parecida al paso de los ciervos, con una leve flojera en los tobillos, abanicándose, mayestática, silenciosa, atentos todos sus sentidos, aguzado el oído, olisqueando el aire, como si fuera un ser salvaje, aunque con perfecto dominio de sí mismo, gozando de la noche.
Esto, pensó, es la mayor maravilla, el supremo logro de la raza humana. Por una parte, hay mimbrales y rudimentarias barquichuelas navegando por pantanosas aguas, y por otra está esto. Y pensó en la casa seca, de gruesos muros, bien construida, con valiosos objetos en su interior, con el murmullo de hombres y mujeres que se acercaban los unos a los otros, que se alejaban los unos de los otros, que intercambiaban opiniones, y que se estimulaban recíprocamente. Y Clarissa Dalloway había hecho lo preciso para que aquello surgiera en los eriales de la noche, y había puesto planas piedras formando un sendero sobre la tierra, y, cuando llegaron al final del jardín (en realidad era muy pequeño), y ella y Bertram se sentaron en sendas tumbonas, Sasha miró la casa con veneración, con entusiasmo, como si la hubiera atravesado un eje de oro en el que se formaron lágrimas que cayeron en profunda acción de gracias. Sasha, a pesar de ser tímida, y casi incapaz de decir algo, cuando de repente le presentaban a alguien, pese a ser fundamentalmente humilde, sentía una profunda admiración hacia todos los demás. Ser ellos sería maravilloso, pero estaba condenada a ser ella misma, y lo único que podía hacer, a su manera silenciosamente entusiasta, sentada allí, en el jardín, era aplaudir el trato social de la humanidad, del que ella estaba excluida. Retazos de poesías en loa de la gente acudían a sus labios; la gente era adorable, buena, y sobre todo valiente, y triunfaba sobre la noche y los fangales, eran todos supervivientes, eran la compañía de aventureros que, asediados de peligros, se hace a la mar.
Por maligno capricho del destino, ella no podía participar, pero sí podía estar sentada y loar, mientras Bertram parloteaba, por ser uno de los viajeros, quizá mozo de camarote o marino simplemente, un ser que se subía a los mástiles, silbando alegremente. Mientras pensaba esto, la rama de un árbol ante ella quedó empapada y rezumante de su admiración por la gente dentro de la casa; y goteó oro; o se puso erecta, en centinela. Formaba parte de la valiente y arremolinada compañía, como un mástil en el que ondeaba una bandera. Había una barrica junto a un muro, y también a la barrica infundió Sasha alma.
De repente, Bertram, que era hombre físicamente inquieto, quiso explorar los contornos, y, poniéndose de un salto sobre un montón de ladrillos, miró por encima del muro del jardín. Sasha también miró. Vio un balde o quizás una bota. En un segundo la ilusión se esfumó. Una vez más, allí estaba Londres, el vasto e inatento mundo impersonal, autobuses, negocios, luces ante los bares y policías bostezando.
Habiendo satisfecho su curiosidad, y después de haber vuelto a llenar, gracias a un momento de silencio, sus burbujeantes depósitos de palabras, Bertram invitó al señor y a la señora Nosecuántos, a sentarse con ellos, arrastrando al efecto dos tumbonas más. Volvieron a sentarse, mirando la misma casa, el mismo árbol, la misma barrica, aun cuando, después de haber mirado por encima del muro y de haber vislumbrado el balde, o, mejor dicho, Londres viviendo indiferente, Sasha ya no podía cubrir el mundo con aquella vaporosa nube de oro. Bertram hablaba y los nosequé -aunque le fuera la vida, Sasha no podía recordar si se llamaban Wallace o Freeman- contestaban, y todas sus palabras cruzaban una sutil neblina de oro e iban a parar a la prosaica luz del día. Sasha miró la seca y gruesa casa Reina Ana, hizo cuanto pudo para recordar lo que había leído en la escuela acerca de la Isla de Thorney y de los hombres en piragua, y de las ostras, y de los patos salvajes y de las nieblas, pero la casa no le pareció más que un lógico asunto de desagües y carpinteros, y la fiesta nada, sino gente vestida de gala.
Entonces Sasha se preguntó cuál de las dos visiones era la verdadera. Podía ver el balde, y podía ver la casa, mitad iluminada, mitad a oscuras.
Formuló la pregunta a aquel nosequé a quien Sasha había construido, a su humilde manera, utilizando al efecto la sabiduría y el poderío de cuantos no eran ella. A menudo, recibía las contestaciones de manera puramente accidental, casos hubo en que su viejo perro spaniel contestó por el medio de menear la cola.
Ahora el árbol, despojado de sus oros y de su majestad, pareció darle una respuesta; se convirtió en un árbol de campo, el único en un páramo. Sasha lo había visto a menudo, había visto nubes matizadas de rojo, por entre sus ramas, o la luna quebrada, lanzando irregulares destellos plateados. Pero, ¿la respuesta? Pues bien, que el alma -por cuanto Sasha notaba que en ella se movía un ser que iba de un lado para otro y que intentaba escapar, ser al que, con carácter provisional, denominaba alma- es por esencia desaparejada, un pájaro viudo, un pájaro solitario posado en aquel árbol.
Pero entonces Bertram, cogiendo del brazo a Sasha, con la familiaridad habitual en él, ya que no en vano eran amigos de toda la vida, observó que no estaban cumpliendo con sus deberes, y que debían entrar en la casa.
En aquel instante, en alguna calleja o bar, sonó la habitual voz terrible, asexuada e inarticulada; un chillido, un grito. Y el pájaro viudo, sobresaltado, emprendió el vuelo, describiendo círculos más y más anchos, hasta que se transformó (lo que ella llamaba su alma) en algo tan remoto como un grajo contra el que se ha lanzado una piedra y emprende asustado el vuelo.
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Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas...
Sobre si es verdad, tal como dicen, que la Calle Regent está floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen departamentos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente...
-¡Siete años sin vernos!
-La última vez fue en Venecia.
-¿Y dónde vives ahora?
-Bueno, es verdad que prefiero que sea a última hora de la tarde, si no es pedir demasiado...
-¡Pero yo te he reconocido al instante!
-La guerra representó una interrupción...
Si la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra calor, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué posibilidades tenemos?
¿De qué? Cada minuto se hace más difícil decir por qué, a pesar de todo, estoy sentada aquí creyendo que no puedo decir qué, y ni siquiera recordar la última vez que ocurrió.
-¿Viste la procesión?
-El rey me pareció frío.
-No, no, no. Pero, ¿qué decías?
-Que ha comprado una casa en Malmesbury.
-¡Vaya suerte encontrarla!
Contrariamente, tengo la fuerte impresión de que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala suerte, ya que todo es cuestión de departamentos y de sombreros y de gaviotas, o así parece ser, para este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, encerradas entre paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo alardear por cuanto también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla, limitándome a dar vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como todos hacemos, por cuanto hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos recordando algo, buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué tanta ansiedad acerca de la parte de los mantos correspondiente al asiento; y de los guantes, si abrochar o desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el fondo del oscuro lienzo, hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y triste, cual ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo afinado en la antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus instrumentos, y se sientan de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de luz; sitúan los extremos de sus arcos sobre el atril; con un simultáneo movimiento los levantan; los colocan suavemente en posición, y, mirando al intérprete situado ante él, el primer violín cuenta uno, dos, tres... ¡Floreo, fuente, florecer, estallido! El peral en lo alto de la montaña. Chorros de fuente; gotas descienden. Pero las aguas del Ródano se deslizan rápidas y hondas, corren bajo los arcos, y arrastran las hojas caídas al agua, llevándose las sombras sobre el pez de plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por las veloces aguas, y ahora impulsado en este remanso donde -es difícil esto- se aglomeran los peces, todos en un remanso; saltando, salpicando, arañando con sus agudas aletas; y tal es el hervor de la corriente que los amarillos guijarros se revuelven y dan vueltas, vueltas, vueltas, vueltas -ahora liberados-, y van veloces corriente abajo e incluso, sin que se sepa cómo, ascienden formando exquisitas espirales en el aire; se curvan como delgadas cortezas bajo la copa de un plátano; y suben, suben... ¡Cuán bella es la bondad de aquellos que, con paso leve, pasan sonriendo por el mundo! ¡Y también en las viejas pescaderas alegres, en cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen tan profundamente y se estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro, ju, ja!
-Mozart de los primeros tiempos, claro está...
-Pero la melodía, como todas estas melodías, produce desesperación, quiero decir esperanza. ¿Qué quiero decir? ¡Esto es lo peor de la música! Quiero bailar, reír, comer pasteles de color de rosa, beber vino leve y con mordiente. O, ahora, un cuento indecente... me gustaría. A medida que una entra en años, le gusta más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río. ¿De qué? No has dicho nada, ni tampoco el anciano caballero de enfrente. Pero supongamos, supongamos... ¡Silencio!
El melancólico río nos arrastra. Cuando la luna sale por entre las lánguidas ramas del sauce, veo tu cara, oigo tu voz, y el canto del pájaro cuando pasamos junto al mimbral. ¿Qué murmuras? Pena, pena. Alegría, alegría. Entretejidos, como juncos a la luz de la luna. Entretejidos, sin que se puedan destejer, entremezclados, atados con el dolor, liados con la pena, ¡choque!
La barca se hunde. Alzándose, las figuras ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un tenebroso espectro que, coronado de fuego, extrae de mi corazón sus mellizas pasiones. Para mí canta, abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para descansar, la pena y la alegría.
¿Por qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues insatisfecha? Diría que todo ha quedado en reposo. Sí, ha sido dejado en descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Caen. Pero, ah, se detienen. Un pétalo de rosa que cae desde una enorme altura, como un diminuto paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la vuelta sobre sí mismo, se estremece, vacila. No llegará hasta nosotros.
-No, no, no he notado nada. Esto es lo peor de la música, esos tontos ensueños. ¿Decías que el segundo violín se ha retrasado?
Ahí va la vieja señora Munro, saliendo a tientas. Cada día está más ciega, la pobre. Y con este suelo resbaladizo.
Ciega ancianidad, esfinge de gris cabeza... Ahí está, en la acera, haciendo señas, tan severamente, al autobús rojo.
-¡Delicioso! ¡Pero qué bien tocan! ¡Qué – qué – qué!
La lengua no es más que un badajo. La mismísima simplicidad. Las plumas del sombrero contiguo son luminosas y agradables, como una matraca infantil. La hoja del plátano destella en verde por la rendija de la cortina. Muy extraño, muy excitante.
-¡Qué – qué – qué! ¡Silencio!
Estos son los enamorados sobre el césped.
-Señora, si me permite que coja su mano...
-Señor, hasta mi corazón le confiaría. Además hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete. Y eso que está sobre el césped son las sombras de nuestras almas.
-Entonces, esto son abrazos de nuestras almas.
Los limoneros se mueven dando su asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro de la corriente.
-Pero, volviendo a lo que hablábamos. El hombre me siguió por el pasillo y, al llegar al recodo, me pisó los encajes del viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino gritar ¡Ah!, pararme y señalar con el dedo? Y entonces desenvainó la espada, la esgrimió como si con ella diera muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Ante lo cual yo grité, y el príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro de pergamino, junto a la ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo y sus zapatillas de piel, arrancó un estoque de la pared -regalo del rey de España, ¿sabe?-, ante lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para ocultar los destrozos de mi falda, para ocultar... ¡Escuche! ¡Las trompas!
El caballero contesta tan aprisa a la dama, y la dama sube la escalinata con tal ingenioso intercambio de cumplidos que ahora culminan con un sollozo de pasión, que no cabe comprender las palabras a pesar de que su significado es muy claro -amor, risa, huida, persecución, celestial dicha-, todo ello surgido, como flotando, de las más alegres ondulaciones de tierno cariño, hasta que el sonido de las trompas de plata, al principio muy a lo lejos, se hace gradualmente más y más claro, como si senescales saludaran al alba o anunciaran temiblemente la huida de los enamorados... El verde jardín, el lago iluminado por la luna, los limoneros, los enamorados y los peces se disuelven en el cielo opalino, a través del cual, mientras a las trompas se unen las trompetas, y los clarines les dan apoyo, se alzan blancos arcos firmemente asentados en columnas de mármol... Marcha y trompeteo. Metálico clamor y clamoreo. Firme asentamiento. Rápidos cimientos. Desfile de miríadas. La confusión y el caos bajan a la tierra. Pero esta ciudad hacia la que viajamos carece de piedra y carece de mármol, pende eternamente, se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o dé la bienvenida. Deja pues que tu esperanza perezca; abandono en el desierto mi alegría; avancemos desnudos. Desnudas están las columnatas, a todos ajenas, sin proyectar sombras, resplandecientes, severas. Y entonces me vuelvo atrás, perdido el interés, deseando tan sólo irme, encontrar la calle, fijarme en los edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decir a la doncella que me abre la puerta: Noche estrellada.
-Buenas noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección?
-Lo siento, voy en la otra.
––––––––
La mansión del vizconde del siglo XVIII había sido transformada en un club del siglo XX. Y era agradable, después de cenar en la gran estancia con columnas y candelabros, bajo el esplendor de la luz, salir a la terraza que daba al parque. Los árboles eran frondosos, y si hubiera habido luna se hubiesen podido ver las banderolas de color rosa y crema puestas en los castaños. Pero era una noche sin luna; muy cálida, tras un hermoso día de verano.
Los invitados del señor y la señora Ivimey tomaban café y fumaban en la terraza. Como si quisieran aliviarles de la necesidad de hablar, como si quisieran entretenerles sin que tuvieran que hacer esfuerzo alguno por su parte, haces de luz recorrían el cielo. Corrían tiempos de paz entonces; las fuerzas aéreas hacían prácticas; buscaban aviones enemigos en el cielo. Después de detenerse para examinar un punto sospechoso, la luz giró, como las aspas de un molino, o bien como las antenas de un prodigioso insecto, y reveló aquí un cadavérico muro de piedra; allá un castaño en flor; y de repente la luz incidió directamente en la terraza, y, durante un segundo, brilló un disco blanco, que quizá fuera el espejo dentro del bolso de una señora.
-¡Miren! -exclamó la señora Ivimey.
La luz se fue. Volvieron a quedar en la oscuridad.
La señora Ivimey añadió:
-¡Nunca adivinarán lo que esto me ha hecho ver!
Como es natural, intentaron adivinarlo.
-No, no, no -protestaba la señora Ivimey. Nadie pudo adivinarlo. Sólo ella lo sabía; y sólo ella podía saberlo, debido a que era la biznieta del hombre en cuestión. Y este hombre le había contado la historia. ¿Qué historia? Si ellos querían, intentaría contársela. Quedaba aún tiempo, antes de que el teatro comenzara.
-Pero, realmente, no sé cómo empezar -dijo la señora Ivimey-. ¿Fue en 1820...? Este año debía correr, más o menos, cuando mi bisabuelo era un muchacho. Ya no soy joven -no, pero era muy hermosa y de buen porte- y mi bisabuelo era un hombre muy viejo, cuando yo me encontraba en la niñez, que fue cuando me contó la historia. Era un viejo muy apuesto, con su mata de cabello blanco y sus ojos azules. De muchacho tuvo que ser muy guapo. Pero extraño. Lo cual no deja de ser lógico -explicó la señora Ivimey- teniendo en cuenta la manera en que vivían. Se apellidaban Comber. Habían venido a menos. Habían sido hidalgos; habían tenido tierras en Yorkshire. Pero, cuando mi bisabuelo era joven, casi un muchacho, sólo quedaba la torre. La casa había desaparecido, y sólo quedaba una casucha de campesinos en medio de los campos. La vimos hace diez años, sí, la visitamos. Tuvimos que dejar el automóvil y cruzar los campos a pie. No hay camino hasta la casa. Está aislada, y la hierba crece hasta la misma puerta... Había gallinas picoteando, entrando y saliendo de los cuartos. Todo estaba ruinoso. Recuerdo que, de repente, de la torre cayó una piedra. -Hizo una pausa-. Allí vivían -prosiguió- el viejo, la mujer y el muchacho. La mujer no era la esposa del viejo, ni la madre del muchacho. Era, simplemente, una doméstica, una muchacha que el viejo se llevó a vivir con él cuando enviudó. Esto quizá fuera una razón más para que nadie los visitara, una razón más que explica que todo fuera quedando en estado ruinoso. Pero recuerdo el escudo de armas sobre la puerta; y los libros, libros viejos, cubiertos de moho. En los libros aprendió cuanto sabía. Leía y leía, me dijo, libros viejos, con mapas plegados entre las páginas. Los subió a lo alto de la torre; todavía se conserva la cuerda, y los peldaños rotos. Todavía hay una silla desfondada, junto a la ventana, y la ventana abierta, batiendo, con los vidrios rotos, y un panorama de millas y millas de páramo.
Hizo una pausa, como si se encontrara en lo alto de la torre, mirando por la ventana que batía.
-Pero no pudimos -dijo- encontrar el telescopio.
En el comedor, a sus espaldas, el sonido de platos entrechocando aumentó. Pero la señora Ivimey, en la terraza, parecía intrigada por no haber podido encontrar el telescopio en la vieja casa.
-¿Y por qué buscabas un telescopio? -le preguntó alguien.
Riendo, la señora Ivimey repuso:
-¿Por qué? Pues porque si no hubiera habido un telescopio, yo no estaría ahora sentada aquí.
Y ciertamente ahora estaba sentada allí, mujer de media edad y buen porte, con algo azul sobre los hombros.
Volvió a hablar.
-Tuvo que ser allí, porque me contó que todas las noches, cuando los viejos ya se habían acostado, se sentaba ante la ventana, para mirar las estrellas con el telescopio. Júpiter, Aldebarán, Casiopeya.
Agitó la mano hacia las estrellas que comenzaban a aparecer sobre las copas de los árboles. La noche se estaba oscureciendo. Y el foco parecía más luminoso, barriendo el cielo, deteniéndose aquí y allá para contemplar las estrellas.
-Y allí estaban -prosiguió- las estrellas. Y se preguntó, mi bisabuelo, aquel muchacho: ¿Qué son? ¿Para qué están? ¿Quién soy yo? Como solemos hacer cuando estamos solos, sin nadie con quien hablar, mirando las estrellas.
Guardó silencio. Todos miraron las estrellas que estaban surgiendo de la oscuridad, encima de los árboles. Las estrellas parecían muy permanentes, muy inmutables. El rugido de Londres se alejó. Cien años parecían nada. Tenían la impresión de que el muchacho contemplaba las estrellas con ellos. Tenían la impresión de estar con él, en la torre, mirando las estrellas, encima de los páramos.
Entonces una voz a sus espaldas dijo:
-Efectivamente. Viernes.
Todos se volvieron, rebulleron, se sintieron situados de nuevo en la terraza.
La señora Ivimey murmuró:
-Sí, pero no había nadie que pudiera decírselo a él.
La pareja se levantó y se fue.
-Estaba solo -prosiguió la señora Ivimey-. Era un hermoso día de verano. Un día de junio. Uno de esos días de verano perfectos, en que todo, en el calor, parece estarse quieto. Estaban las gallinas picoteando en el patio de la casa de campo; el viejo caballo pateando en el establo; el viejo dormitando junto al vaso. La mujer fregando platos en la cocina. Quizá de la torre cayó una piedra. Parecía que el día nunca fuera a terminar. Y el muchacho no tenía a nadie con quién hablar, y nada, absolutamente nada que hacer. El mundo entero se extendía ante él. El páramo subía y bajaba; el cielo se unía al páramo; verde y azul, verde y azul, para siempre, eternamente.
En la penumbra, podían ver que la señora Ivimey se apoyaba en la baranda, con la barbilla en las manos, como si contemplara el páramo desde lo alto de una torre.
-Nada, salvo páramo y cielo, páramo y cielo, siempre, siempre -murmuró.
Entonces la señora Ivimey efectuó un movimiento como si colocara algo en la debida posición.
-Pero, ¿qué aspecto tenía la tierra, vista a través del telescopio? -preguntó.
Efectuó otro rápido y leve movimiento con los dedos, como si diera la vuelta a algo.
-Lo enfocó -dijo-. Lo enfocó hacia la tierra. Lo enfocó en la oscura masa de un bosque, en el horizonte. Lo enfocó de manera que pudiera ver... cada árbol... cada árbol aisladamente... y los pájaros... alzándose y descendiendo... y la columna de humo... allá... entre los árboles... Y después... más bajo... más bajo... (la señora Ivimey bajó la vista)... allí había una casa... una casa entre los árboles... una casa de campo... se veían los ladrillos por separado, cada uno de ellos... y los toneles a uno y otro lado de la puerta... con flores azules, rosadas, hortensias quizá... -Hizo una pausa... -Y entonces de la casa salió una muchacha... que llevaba algo azul en la cabeza... y se quedó allí... dando de comer a los pájaros... palomas... que acudían revoloteando a su alrededor... Y entonces... mira... Un hombre... ¡Un hombre! Apareció por la esquina de la casa. ¡Cogió a la muchacha en sus brazos! Se besaron... se besaron.
La señora Ivimey abrió los brazos y los cerró como si estuviera besando a alguien.
-Era la primera vez que el muchacho veía a un hombre besar a una mujer -a través del telescopio-, a millas y millas de distancia, en el páramo.
Alejó de sí algo, probablemente el telescopio. Y quedó sentada, con la espalda muy erguida.