EL PAÍS DE LOS OTROS
PRIMERA EDICIÓN febrero 2021
SEGUNDA EDICIÓN mayo 2021
TÍTULO ORIGINAL Le pays des autres
Publicado por
EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.
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www.cabaretvoltaire.es
©2020 Éditions Gallimard
©de la traducción, 2021 Malika Embarek López
©de esta edición, 2021 Editorial Cabaret Voltaire SL
IBIC: FA
ISBN-13: 978-84-190471-0-6
DEPÓSITO LEGAL: M-2820-2021
Producción del ePub: booqlab
Dirección y Diseño de la Colección
MIGUEL LÁZARO GARCÍA
JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA
Cubierta: Foto familiar. Cedida por Leila Slimani.
Derechos reservados.
Guarda: Leila Slimani por Francesca Mantovani
©2020 Éditions Gallimard.
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En memoria de Anne y Atika.
Su libertad me inspira siempre.
A mi madre adorada.
Maldición de esa palabra: mestizaje. Escribámosla en caracteres enormes en la página.
ÉDOUARD GLISSANT,
L’intention poétique
Su sangre no se quería callar, ni salvarse, ni lo uno ni lo otro, ni dejar que el cuerpo se salvase a sí mismo. Su sangre negra lo empujó primero hacia la cabaña del negro; luego, su sangre blanca lo sacó de allí. Y fue su sangre negra, probablemente, la que le hizo empuñar la pistola; y su sangre blanca, la que le impidió usarla.
WILLIAM FAULKNER,
Luz de agosto
La primera vez que Mathilde fue a ver la finca, pensó: «¡Qué lejos está!». Le preocupaba ese aislamiento. Corría el año 1947, no tenían coche y habían realizado el trayecto de veinticinco kilómetros desde Meknés en una carreta conducida por un gitano. A Amín no le importaba la incomodidad del banco de madera ni que su mujer tosiera por el polvo que la vieja tartana levantaba a su paso. Solo estaba pendiente del paisaje, ansioso por llegar a las tierras que su padre le había encomendado.
En 1935, tras años de trabajar como intérprete para el ejército colonial, Kadur Belhach compró varias hectáreas de tierras cubiertas de rocalla. Confesaba a su hijo sus esperanzas de convertirlas en una hacienda floreciente que alimentara a varias generaciones de los Belhach. Amín recordaba la mirada de su padre, su voz firme mientras exponía sus proyectos agrícolas. Una plantación de viñedos, le explicaba, y varias hectáreas dedicadas a cereales. En la parte más soleada de la colina construiría una casa, rodeada de árboles frutales y de unas cuantas hileras de almendros. Kadur estaba orgulloso de que le perteneciera: «¡Nuestra tierra!». Pronunciaba esas palabras, no a la manera de los nacionalistas ni de los colonos, en nombre de unos principios morales o de un ideal, sino como un propietario contento de su legítimo derecho. El viejo Belhach quería que lo enterraran allí, y a sus hijos también. Que esa tierra lo alimentara y acogiera su última morada. Pero murió en 1939, mientras su hijo se había alistado en el regimiento de los espahíes, vistiendo con orgullo su uniforme: la capa y los zaragüelles. Antes de salir hacia el frente, Amín, el primogénito y a partir de entonces cabeza de familia, arrendó la propiedad a un francés originario de Argelia.
Cuando Mathilde preguntó de qué había fallecido el suegro que ella no había conocido, Amín se tocó el estómago e inclinó la cabeza en silencio. Más adelante, se enteraría de lo que había ocurrido. Desde su regreso de Verdún, Kadur Belhach padecía unos dolores de estómago crónicos que ningún curandero marroquí o europeo había conseguido calmar. Él, que se preciaba de ser un hombre razonable, orgulloso de la educación recibida y de su talento para los idiomas, desesperado y avergonzado, se había humillado hasta el extremo de bajar a un sótano miserable donde atendía una chuafa. La hechicera y vidente lo convenció de que alguien que lo odiaba le había echado un sortilegio y un temible enemigo le había provocado ese dolor. Le dio un papelito doblado en cuatro que contenía unos polvos de color amarillo azafrán. Esa misma noche, Kadur los disolvió en agua y se los bebió. Pocas horas después, en medio de un sufrimiento atroz, murió. A la familia no le gustaba hablar de ello. Les avergonzaba la ingenuidad del padre y las circunstancias de su muerte, pues el venerable oficial se había vaciado en mitad del patio de la casa, empapando de mierda su chilaba blanca.
En ese día de abril de 1947, Amín sonreía a su esposa y metía prisa al cochero, que se frotaba los pies descalzos y sucios, uno contra otro. El gitano azotó a la mula con más fuerza y Mathilde dio un respingo. La violencia de aquel hombre la indignaba. Chasqueaba la lengua, «¡Arre!», y hacía restallar el látigo contra la grupa esquelética del animal. Era primavera y Mathilde estaba encinta de dos meses. Los campos lucían cubiertos de caléndulas, malvas y borrajas. Una brisa fresca agitaba los tallos de los girasoles. A cada lado del camino, las plantaciones de los colonos franceses, establecidos allí desde hacía veinte o treinta años, se extendían en una suave ondulación hasta el horizonte. La mayoría de ellos procedían de Argelia, y las autoridades coloniales les habían concedido las mejores tierras y las mayores superficies. Amín extendió un brazo y se puso la mano del otro a modo de visera para protegerse del sol de mediodía y contemplar la vasta extensión que se ofrecía ante él. Con el índice mostró a su esposa una hilera de cipreses que rodeaba la finca de Roger Mariani, que había hecho fortuna con el vino y la crianza de cerdos. Desde el camino no se veía ni la casa del dueño ni la extensión de los viñedos. Pero a Mathilde no le costaba imaginar la riqueza de aquel campesino que la llenaba de esperanza sobre su propia futura fortuna. El paisaje, de una belleza serena, le sugirió un grabado que colgaba de la pared, junto al piano, en casa de su profesor de música en Mulhouse. Recordó las explicaciones que le había dado sobre la lámina: «Es la Toscana, señorita, quizá algún día vaya usted a Italia».
La mula se detuvo a pacer la hierba que crecía en el borde del camino. No parecía dispuesta a subir la cuesta que se erguía ante ellos, cubierta de grandes pedruscos blancos. Furioso, el cochero se incorporó y colmó a la bestia de insultos y de golpes. Mathilde sintió las lágrimas asomarle a los ojos. Intentó contener el llanto y se acurrucó contra su marido, que pensó que ese gesto de ternura estaba fuera de lugar.
«—¿Qué te pasa? —le preguntó él.
—Dile que deje de golpear a esa pobre mula.»
Mathilde posó su mano sobre el hombro del gitano y se quedó mirándolo, como un niño que intentara calmar a un adulto furioso. Pero el cochero aumentó su violencia. Lanzó un escupitajo al suelo, levantó el brazo y dijo: «¿Tú también quieres probar el látigo?».
El humor cambió y el paisaje, también. Llegaron a lo alto de la colina, cuyos flancos yermos carecían de todo: ni flores, ni cipreses, apenas algunos olivos que sobrevivían en mitad del roquedal. Aquella colina desprendía una sensación de esterilidad. Eso ya no era la Toscana, pensó Mathilde, sino el Lejano Oeste de los vaqueros. Se bajaron de la carreta y caminaron hasta una casucha blanca sin ningún encanto, cuyo tejado consistía en una vulgar lámina de hojalata. No era una casa, sino una breve sucesión de pequeños cuartuchos, sombríos y húmedos. La única ventana, situada en lo alto para protegerse de la invasión de alimañas, dejaba penetrar una luz tenue. En las paredes, Mathilde observó unos anchos cercos verdosos provocados por las últimas lluvias. El anterior inquilino vivía solo, pues su mujer había regresado a Nimes, tras haber perdido a un hijo, y jamás se le ocurrió convertir esa casa en un lugar cálido y acogedor para una familia. Mathilde, a pesar de la tibieza del clima, se sintió helada. Los proyectos que su marido le había expuesto la llenaban de desasosiego.
*
La misma turbación la había invadido, el 1 de marzo de 1946, al aterrizar en Rabat. A pesar del rabioso azul del cielo, la alegría de encontrarse con su marido y la satisfacción de haber huido de su destino, sintió miedo. El viaje había durado dos días. De Estrasburgo a París, de París a Marsella, de Marsella a Argel, donde había embarcado en un viejo avión Junkers y visto de cerca la muerte. Sentada en un incómodo banco, en medio de unos hombres de mirada cansada por los años de guerra, le costó reprimir el deseo de gritar. Durante el vuelo, lloró, vomitó, rezó a Dios. En su boca se mezclaron los sabores de la sal y de la bilis. Estaba triste, no tanto ante la idea de morir en los cielos de África, sino de aparecer con un vestido arrugado y manchado de vómitos en la pista de aterrizaje, donde la esperaba el hombre de su vida. Finalmente, aterrizó sana y salva. Allí estaba Amín, más apuesto que nunca, bajo ese cielo de un azul tan profundo que se hubiera dicho que lo habían lavado a fondo. Su marido la besó en las mejillas, atento a las miradas de los demás pasajeros. La agarró del brazo de un modo que era a la vez sensual y amenazador, como si quisiera controlarla.
Tomaron un taxi y Mathilde se apretó contra el cuerpo de su marido, al que, por fin, sentía tenso por el deseo, por el apetito de ella. «Dormiremos esta noche en el hotel», anunció, dirigiéndose al conductor, y, como para demostrar su moralidad, añadió: «Es mi esposa, acabamos de reencontrarnos». Rabat era una ciudad pequeña, blanca y solar, cuya elegancia la sorprendió. Contempló, embelesada, las fachadas de estilo art déco de los edificios del centro y pegó la nariz al cristal de la ventanilla del taxi para ver mejor a las bellas mujeres que caminaban por el Cours Lyautey, luciendo sombreros conjuntados con los zapatos y guantes. Había obras por todos lados, ante las cuales unos hombres vestidos de harapos esperaban pidiendo trabajo. Vio a unas monjas caminar junto a dos campesinas que llevaban a la espalda hatillos de leña. Una niña, con el pelo cortado como un chico, se reía, montada sobre un burro del que tiraba un hombre negro. Por primera vez en su vida, Mathilde respiraba el viento salado del océano Atlántico. La luz empezó a palidecer, dominando el rosa y los tonos aterciopelados. Sintió sueño y se disponía a reclinar la cabeza sobre el hombro de su marido cuando este anunció que habían llegado.
No salieron de la habitación del hotel durante dos días. Ella, que sentía tanta curiosidad por las personas y los lugares, se negó a abrir los postigos. No se cansaba de las manos de Amín, de su boca, del olor de su piel, parecido —ahora lo comprendía— al del aire de ese país. Él ejercía sobre ella un auténtico hechizo, y le suplicaba que no saliera de su cuerpo, que se quedara en él, incluso para dormir, incluso para hablar, el mayor tiempo posible.
La madre de Mathilde decía que el sufrimiento y la vergüenza reavivaban el recuerdo de nuestra condición de animales. Pero nadie le había hablado de ese placer. Durante la guerra, y en las noches de desolación y tristeza, Mathilde gozaba en la cama helada de su dormitorio, en el piso de arriba de la casa de sus padres. Cuando sonaba la sirena que anunciaba un bombardeo y se empezaba a oír el zumbido de un avión, salía corriendo, no para sobrevivir, sino para colmar su deseo. Cada vez que sentía miedo, subía a su dormitorio cuya puerta no se podía cerrar, aunque no le importaba que alguien la sorprendiera. De todos modos, el resto de la familia se agrupaba en los sótanos, querían morir juntos, como animales. Ella se tumbaba en la cama, y gozar era el único medio de calmar su miedo, controlarlo, tomar las riendas, dominar la guerra. Echada sobre las sábanas sucias, pensaba en los hombres que atravesaban las llanuras, armados con fusiles, privados de mujeres, del mismo modo que ella se sentía privada de un hombre. Y mientras se acariciaba, se imaginaba la inmensidad de ese deseo insatisfecho, ese apetito de amor y de posesión que se había apoderado de la Tierra entera. La idea de esa lubricidad infinita la sumía en un estado de éxtasis. Echaba la cabeza hacia atrás y, con los ojos desorbitados, imaginaba legiones de hombres que llegaban a ella, la tomaban, agradecidos. Para Mathilde, miedo y placer se confundían, y en los momentos de peligro siempre afloraba esa idea.
Al cabo de dos días con sus noches, Amín, muerto de hambre y de sed, tuvo que sacarla casi a la fuerza de la cama, para que aceptara sentarse a comer en la terraza del hotel. E incluso allí, mientras el vino le calentaba el corazón, pensaba en el lugar que su marido ocuparía, más tarde, entre sus muslos. Pero él había adoptado una expresión seria. Devoró la mitad del pollo que le habían servido, comiéndoselo con los dedos, y quiso hablar del porvenir. No subió con ella a la habitación y le indignó que ella le propusiera una siesta. Se ausentó varias veces para hacer unas llamadas de teléfono. Cuando ella le preguntó con quién había hablado y cuándo se marcharían de Rabat y del hotel, él se mostró muy impreciso: «Todo irá bien», le dijo, «lo solucionaré».
Al cabo de una semana, una tarde que Mathilde había pasado sola, Amín entró en la habitación del hotel, nervioso, disgustado. Ella lo cubrió de caricias, se sentó en sus rodillas. Apenas se había humedecido los labios con la cerveza que ella le había servido cuando le dijo: «Tengo una mala noticia. Debemos esperar algunos meses antes de establecernos en la finca. He hablado con el inquilino y se niega a marcharse hasta que finalice su contrato de arrendamiento. He intentado encontrar un piso en Meknés, pero todavía hay muchos refugiados y no hay nada en alquiler a un precio razonable». Ella se sintió desamparada.
«—¿Qué haremos entonces?
—Nos iremos a vivir a casa de mi madre, hasta que se marche el inquilino.»
Mathilde se puso en pie de un salto y se echó a reír.
«¿No estarás hablando en serio?» Para ella, esa situación era ridícula y movía a burla. Un hombre como él, capaz de poseerla como lo había hecho la noche anterior, aceptaba vivir en casa de su madre. ¿Cómo era posible?
Pero él no estaba para bromas. No se levantó, para no tener que asumir la diferencia de estatura entre su mujer y él. Con una voz helada, y la vista fija en el suelo de terrazo, afirmó: «Aquí las cosas son así».
A menudo oiría esa frase. En ese instante, comprendió que era una extranjera, una mujer, una esposa, un ser a merced de los otros. Él ahora estaba en su territorio, él era quien explicaba las normas, quien decía lo que había que hacer, quien trazaba las fronteras del pudor, de la vergüenza y del decoro. En Alsacia, él era un extranjero, un hombre de paso que no debía hacerse notar. Cuando se conocieron en el otoño de 1944, ella le había servido de guía y de protectora. El regimiento de Amín, estacionado en su pueblo, a unos cuantos kilómetros de Mulhouse, debía esperar varios días para avanzar hacia el Este. Cuando los militares se presentaron allí, entre todas las chicas que rodearon el Jeep, Mathilde era la más alta. Tenía unos hombros anchos y unas pantorrillas de chico. Su mirada era verde como el agua de los manantiales de Meknés, y no dejaba de observar a Amín. Durante toda la semana que él pasó en el pueblo, ella lo acompañó a pasear, le presentó a sus amigos y le enseñó algunos juegos de cartas. Ella le sacaba toda la cabeza, y la tez de él era lo más oscura que nadie hubiera podido imaginar. Era tan guapo que Mathilde temía que alguna chica se lo quitara, que fuera una ilusión. Jamás había sentido algo así por nadie. Ni por el profesor de piano que tuvo a los catorce años. Ni por su primo Alain que le metía la mano debajo del vestido y robaba para ella cerezas a orillas del Rin. Pero ahora ella era la que estaba en la tierra de él, y se sintió desvalida.
*
Tres días después, el conductor de un camión aceptó llevarlos hasta Meknés. Mathilde estaba incómoda por el olor del camionero y el mal estado de la carretera. Se detuvieron dos veces en el arcén para que ella vomitara. Pálida y agotada, con los ojos fijos en un paisaje al que no le encontraba ni sentido ni belleza, le venció la melancolía. «Ojalá que este país no me sea hostil y que algún día me resulte familiar», se dijo a sí misma. Cuando llegaron a Meknés, ya era noche cerrada y una lluvia recia y glacial se abatió contra el parabrisas del camión. «Es muy tarde para presentarte a mi madre», dijo Amín, «dormiremos en un hotel.»
La ciudad le pareció oscura y poco acogedora. Él le había descrito la topografía urbana, que respondía a los criterios ordenados por el mariscal Lyautey al principio del Protectorado. Una separación estricta entre la medina, cuyas costumbres ancestrales se debían preservar, y la ciudad europea, cuyas calles llevaban nombres de ciudades francesas y que pretendía ser un laboratorio de la modernidad. El camión los dejó en la parte baja de la ciudad, en la orilla izquierda del ued Bufakran, a la entrada de la medina. Allí vivía su familia, en el barrio de Berrima, frente a la judería. Tomaron un taxi para pasar del otro lado del río. Enfilaron cuesta arriba una carretera muy larga, dejando atrás unas pistas de deportes, y atravesaron una especie de franja de seguridad, una tierra de nadie, que dividía la ciudad en dos, y donde estaba prohibido construir. Amín le señaló el campamento Poublan, una base militar que dominaba la medina para vigilar cualquier eventual agitación.
Se instalaron en un hotel confortable, y el recepcionista examinó con el celo de un funcionario los documentos y el acta de matrimonio. En las escaleras que conducían a la habitación, estuvo a punto de estallar una pelea, pues el mozo de las maletas se empeñaba en hablar en árabe con Amín que se dirigía a él en francés. El adolescente lanzó unas miradas equívocas a Mathilde. Él, que necesitaba mostrar a las autoridades un documento para justificar que se le autorizaba a caminar por las calles de la ciudad nueva de noche, estaba resentido contra Amín por circular en libertad y acostarse con la enemiga. Con el equipaje apenas soltado en la habitación, Amín se puso de nuevo el abrigo y el sombrero. «Voy a saludar a mi familia. No tardaré.» Y sin darle tiempo a contestar, dio un portazo, y ella lo oyó correr escaleras abajo.
Mathilde se sentó en la cama con las piernas flexionadas contra el pecho. ¿Qué pintaba ella allí? Solo podía reprochar la situación a sí misma y a su vanidad. Ella era la que había querido vivir esta aventura, la que se había embarcado, envalentonada, en este matrimonio, cuyo exotismo envidiaban sus amigas de la infancia. Ahora podría ser objeto de cualquier burla, de cualquier traición. Quizás él se había citado con una amante. Quizás estaba ya casado, pues como le había dicho su padre, esbozando una mueca de incomodidad, en ese país los hombres eran polígamos. Quizás estaría jugando a las cartas en alguna taberna a unos cuantos metros de allí, celebrando con sus amigos el haber dejado plantada a su insoportable esposa. Se echó a llorar. Se avergonzaba de ceder al pánico, pero había caído la noche, no sabía dónde estaba. Si él no volvía, se sentiría perdida por completo, sin dinero, sin amigos. Ni siquiera conocía el nombre de la calle del hotel en el que se alojaban.
Poco antes de la medianoche, cuando él regresó, lo recibió despeinada, con el rostro sofocado y descompuesto. Había tardado en abrirle la puerta, estaba temblando, y él creyó que algo le había ocurrido. Ella se abalanzó a sus brazos e intentó explicarle su miedo, su nostalgia, la loca angustia que se había apoderado de ella. Él no lo entendía, y el cuerpo de su esposa, agarrado al suyo, le resultó terriblemente pesado. La condujo hacia la cama y se sentaron el uno junto al otro. Amín tenía el cuello mojado con las lágrimas de ella. Mathilde se tranquilizó, se sorbió los mocos varias veces y recuperó un ritmo más lento de respiración. Él le dio un pañuelo que llevaba en el bolsillo, le acarició la espalda y le dijo: «No te portes como una niña pequeña. Ahora eres mi esposa. Tu vida está aquí».
Dos días después, se instalaron en la casa del barrio de Berrima. En las estrechas callejuelas de la vieja medina, Mathilde se agarraba del brazo de su marido, temía perderse en aquel laberinto abarrotado de gente, entre los gritos de los vendedores alabando las virtudes de sus mercancías. Tras la pesada puerta claveteada de bronce de la casa, la familia lo esperaba. La madre, Muilala, de pie en medio del patio, vestía un elegante caftán de seda y llevaba el pelo cubierto con un pañuelo de color verde esmeralda. Para la ocasión, había sacado de su joyero de madera de cedro unas viejas alhajas de oro: unas ajorcas de tobillo, una fíbula grabada y un collar tan pesado que su cuerpo menudo se encorvaba hacia delante. Cuando el matrimonio entró, ella se abalanzó hacia Amín y lo bendijo. Sonrió a Mathilde, que estrechó sus manos entre las suyas y contempló aquel bello rostro moreno, con las mejillas un tanto enrojecidas. «Dice que seas bienvenida», tradujo Selma, la hermana menor de Amín que acababa de cumplir nueve años. Esperaba, de pie, delante de Omar, un jovencito flaco y silencioso, con los ojos bajos y los brazos cruzados en la espalda.
Mathilde tuvo que acostumbrarse a esa vida, unos amontonados sobre otros, en aquella casa donde los colchones estaban infectados de chinches y de piojos, y donde no te podías proteger de los ruidos del cuerpo ni de los ronquidos. Su cuñada entraba en el dormitorio de ellos sin llamar y se tiraba en su cama, diciendo algunas palabras en francés que había aprendido en la escuela. Por la noche, se oían los gritos de Yalil, el menor de los hermanos varones, que vivía encerrado en el piso superior con la única compañía de un espejo que nunca perdía de vista. Fumaba kif continuamente en un sebsi, y el olor se esparcía por el corredor y mareaba a Mathilde.
Durante todo el día, hordas de gatos arrastraban su silueta esquelética por el jardincillo interior, donde un platanero cubierto de polvo luchaba por sobrevivir. En el fondo del patio habían excavado un pozo del cual la criada, una antigua esclava, sacaba agua para hacer la limpieza. Amín le había contado que Yasmín provenía del África negra, quizá de Ghana, y que Kadur Belhach la había comprado para su esposa en el mercado de Marrakech, antes de que los franceses abolieran la esclavitud.
En las cartas que escribía a su hermana, Mathilde mentía. Fingía que su vida se parecía a la de las novelas de Karen Blixen, Alexandra David-Néel o Pearl S. Buck. Componía unas aventuras en las que ella era la protagonista, en contacto con una población local ingenua y supersticiosa. Se describía a sí misma calzando botas y tocada con un sombrero, cabalgando altanera a lomos de un pura sangre árabe. Quería inspirar celos a Irène. Que sufriera con cada palabra, que se muriera de envidia, hacerla rabiar. Se vengaba de su hermana mayor, autoritaria y rígida, que la había tratado toda su vida como a una chiquilla y que a menudo había disfrutado humillándola en público. «Mathilde, la descerebrada, la descarada», decía Irène sin cariño ni indulgencia. Mathilde estaba convencida de que su hermana nunca la había entendido y la había mantenido prisionera de un afecto tiránico.
Cuando partió hacia Marruecos, huyendo de su pueblo, de los vecinos y del futuro que le estaba destinado, Mathilde experimentó un sentimiento de victoria. Las cartas que enviaba a su hermana eran entusiastas describiendo su vida en la casa de la medina. Insistía en el misterio de las callejuelas del barrio de Berrima, exageraba su suciedad, el ruido, el olor de los burros que transportaban a hombres y mercancías. Una monja del colegio e internado de Notre-Dame le había regalado un librito sobre Meknés con reproducciones de grabados de Delacroix. Dejaba en su mesilla de noche esa obra de hojas sepia para poderse impregnar de sus imágenes. Y se aprendió de memoria algunos breves textos de Pierre Loti que consideraba muy poéticos. Se maravillaba imaginando que el escritor había dormido a algunos kilómetros de donde ella estaba y que había posado su mirada en las murallas de la ciudad y en el embalse de Agdal.
Mathilde describía a los bordadores, a los caldereros, a los artesanos que tallaban la madera, sentados en el suelo con las piernas cruzadas en sus tiendecitas en desnivel respecto de la calle. Le contaba las procesiones de las cofradías en la plaza El-Hedim, y el gran número de videntes y curanderos que había. En una de sus cartas se extendió casi en una página entera describiendo una tiendecita donde vendían cráneos de hiena, cuervos disecados, patas de erizo y veneno de serpiente. Se imaginó que impresionaría a Irène y a su padre, Georges, y que, en sus dormitorios del primer piso de su casa burguesa, por las noches la envidiarían, pues ellos se habían contentado con el hastío, en lugar de la aventura; con el confort, en lugar de una vida de novela.
En el paisaje todo era inesperado, diferente de lo que ella había conocido hasta entonces. Habría necesitado nuevas palabras, un vocabulario liberado del pasado, para expresar los sentimientos, la intensidad de una luz tan deslumbrante que obligaba a achicar los ojos; para describir el estupor que la embargaba, día tras día, ante tanto misterio y belleza. Nada, ni el color de los árboles, ni el del cielo, ni siquiera el sabor que el viento le dejaba en la lengua y en los labios, le era familiar. Todo era distinto.
En los primeros meses de su estancia en Marruecos, Mathilde pasaba mucho tiempo sentada ante el escritorio que su suegra había instalado en uno de los cuartos que les había asignado en la casa. Muilala le manifestaba una deferencia enternecedora. Por primera vez en su vida, compartía su casa con una mujer instruida y, cuando veía a su nuera inclinada sobre el papel de cartas oscuro, sentía hacia ella una inmensa admiración. Había prohibido que se hiciera ruido en los pasillos y obligó a Selma a dejar de correr entre los pisos. También se negaba a que pasara mucho tiempo en la cocina. Pensaba que ese no era el lugar para una europea capaz de leer los periódicos y recorrer las páginas de una novela. Mathilde se encerraba, pues, en su cuarto y escribía. Pocas veces disfrutaba de la escritura, ya que su vocabulario le resultaba limitado para describir un paisaje o evocar alguna escena vivida. Tropezaba una y otra vez con las mismas palabras, pesadas y aburridas, y entonces percibía de modo confuso que el idioma era un campo inmenso, un terreno de juego sin lindes que la asustaba y la mareaba. ¡Tenía tanto que contar! Le habría gustado ser Maupassant para describir el color amarillo que cubría los muros de la medina o la agitación de los niños que jugaban en las calles donde las mujeres se deslizaban como fantasmas, envueltas en sus jaiques blancos. Convocaba un vocabulario exótico que gustaría —de ello estaba segura— a su padre. Hablaba de las razias; de los campesinos, los felah; de los genios, los yinn; de los azulejos, los zelliyes, de todos los colores.
Le habría gustado que no hubiera ninguna barrera, ningún obstáculo a su expresión. Que pudiera decir las cosas tal como las veía. Describir a esos críos con el cráneo rapado debido a la tiña, corriendo de una callejuela a otra, gritando y jugando, que a su paso se detenían, se giraban, se fijaban en ella y la observaban con una mirada sombría, una mirada de adultos que no correspondía a su edad. Un día, cometió el error de dar una moneda a un chiquillo que no debía de tener más de cinco años, vestido con un pantalón corto y tocado con un fez que le quedaba enorme. No era más alto que los sacos de yute llenos de lentejas o de sémola que los tenderos colocaban a la entrada de sus comercios y en los que Mathilde siempre se imaginó poder hundir el brazo. «Cómprate un globo», le había dicho, y se sintió llena de orgullo y de alegría. Pero el niño había gritado y los demás compañeros surgieron de todas las calles adyacentes y se abalanzaron sobre ella como un enjambre de abejas. Invocaban el nombre de Dios, decían palabras en francés, pero ella no entendía nada y tuvo que salir corriendo, ante la mirada de la gente que debió de pensar: «¡Le está bien merecido, por dar tontamente limosna!». Le hubiera gustado observar de lejos esa vida sublime, volverse invisible. Su estatura, su piel tan blanca, su condición de extranjera, la mantenían alejada del centro de las cosas, de ese silencio que te confirma que estás en tu casa. Saboreaba el olor del cuero en la angostura de las callejuelas, el del fuego de leña y el de la carne fresca, mezclados al del agua estancada y al de la fruta demasiado madura, al de la bosta de los burros y al del serrín de la madera. Pero carecía de palabras para nombrarlos.
Cuando se cansaba de escribir o de releer las novelas, que se sabía de memoria, Mathilde se tumbaba en la azotea donde se lavaba la ropa y se ponían a secar las tiras de carne aliñadas. Escuchaba las conversaciones de la calle, las canciones de las mujeres, ocultas a las miradas en el lugar que les estaba destinado. Las observaba pasar de una azotea a otra, como funámbulas, con el riesgo de caerse. Las jóvenes, las criadas, las esposas gritaban, bailaban y se contaban confidencias en esas azoteas que solo abandonaban por la noche o a mediodía cuando el sol es más intenso. Escondida tras el pretil, repetía algunos insultos en árabe que había aprendido, y la gente que pasaba por la calle alzaba la cabeza y la insultaba a su vez, deseando que Dios condenara al descarado con alguna enfermedad, como el tifus: «Allah iatik tifus!». Debían de pensar que era un niño que se burlaba de la gente, un pillastre harto del aburrimiento y de estar pegado a las faldas de su madre. Mathilde, con el oído al acecho, absorbía el vocabulario con una rapidez que asombró a todos. «¡Parece mentira, si apenas ayer no entendía nada!», se sorprendía Muilala. Y, a partir de entonces, se cuidaban de lo que decían delante de ella.
Fue en la cocina donde aprendió árabe. Acabó por imponerse allí. Muilala aceptó que se sentase a mirar. Le lanzaban guiños y sonrisas, y cantaban. Primero aprendió a decir tomate, aceite, agua y pan. Lo caliente, lo frío, el léxico de las especias. Luego llegó el del clima: sequía, lluvia, heladas, viento caliente e incluso tempestad de arena. Con ese vocabulario pudo también nombrar el cuerpo y hablar de amor. Selma, que estudiaba francés en la escuela, le servía de trujamán. A menudo, cuando Mathilde bajaba a desayunar, se la encontraba dormida en algún diván del salón. Y entonces reñía a Muilala, a quien le daba igual que su hija tuviera estudios, sacara buenas notas o faltara a clase. La dejaba dormir como un lirón y no ponía empeño alguno en despertarla para ir al colegio. Mathilde había intentado convencer a su suegra de que Selma, gracias a los estudios, obtendría su independencia y su libertad. Pero ella había arrugado el ceño. Su rostro, que de costumbre era tan afable, se había ensombrecido y no perdonó a la nesranía, a la cristiana, que la reprendiera. «¿Por qué deja usted que falte al colegio? Está poniendo en peligro su porvenir.» ¿De qué porvenir le hablaba esta francesa?, se preguntaba Muilala. ¿Qué importancia tenía que su hija se quedara en casa, si aprendía a rellenar las tripas de cordero y a coserlas, en lugar de emborronar las páginas de un cuaderno? Ella había tenido muchos hijos, muchos disgustos. Había enterrado a un marido y a varios bebés. Selma era su regalo, su reposo, la última oportunidad que la vida le ofrecía de mostrarse cariñosa e indulgente.
Para el primer ramadán que pasó en Marruecos, Mathilde decidió ayunar ella también, y su marido le agradeció que adoptase sus ritos. Al acabar el día, rompían el ayuno con la harira, aunque a ella no le gustaba el sabor de esa sopa; y se levantaba antes de que saliera el sol para tomar unos dátiles y leche agria. Durante el mes sagrado, Muilala se pasaba las horas en la cocina, y Mathilde, golosa e inconstante, no entendía cómo podían privarse todo el día de comida en medio de los aromas de los tayines y del pan recién horneado. Las mujeres, desde el alba hasta la puesta del sol, enrollaban pasta de almendra, bañaban en miel pestiños fritos, mezclaban la harina empapada en grasa y la amasaban hasta hacerla tan fina como el papel de fumar. Las manos de esas mujeres no temían ni el frío ni el calor y las ponían encima de unas sartenes de barro ardientes. Con el ayuno, los rostros palidecían, y Mathilde se preguntaba cómo resistían en esa cocina sobrecalentada donde el olor de la sopa mareaba. Ella, en las largas jornadas de ayuno, solo pensaba en lo que comería cuando se pusiera el sol. Con los ojos cerrados, tumbada en uno de los húmedos divanes del salón, soñaba con esos manjares. Luchaba contra la jaqueca imaginándose unas rebanadas de pan caliente, unos huevos fritos con tiras de carne en salazón ahumada, unos dulces, unos cuernos de gacela mojados en el té.
Luego, cuando sonaba la llamada a la oración del atardecer, las mujeres disponían sobre el ataifor jarras de leche, huevos duros, tazones de sopa humeante, dátiles que abrían con los dedos para quitarles el hueso. Muilala tenía un detalle para cada cual. Rellenaba regaifas con carne y añadía guindilla a las de su hijo menor al que le gustaba que la lengua le picara. Exprimía naranjas para Amín, pues estaba preocupada por su salud. De pie, en la entrada del salón, esperaba a que los hombres, con el rostro aún arrugado por el sueñecito que se habían echado, distribuyeran el pan en la mesa, pelasen los huevos duros, se acomodaran entre los cojines, para ir ella a la cocina y comer a su vez. Mathilde no entendía nada. Decía: «¡Esto es esclavitud! Se pasa el día cocinando y debe esperar a que los hombres terminéis para ponerse ella a comer. No me lo puedo creer». Se indignaba ante la actitud de Selma, que se reía, sentada en el alfeizar de la ventana de la cocina.
Manifestó su indignación a Amín, y la volvió a repetir con motivo del Aid al-Kebir, fiesta que dio lugar a una pelea terrible. La primera vez, Mathilde se quedó callada, como petrificada ante el espectáculo de los carniceros que llegaban para sacrificar el cordero, con los delantales llenos de sangre. Desde la azotea, observó las callejuelas silenciosas de la medina por las que cruzaban las siluetas de esos verdugos, y luego a chicos yendo y viniendo entre las casas y el horno del barrio. Regueros de sangre caliente corrían a borbotones de casa en casa. Un olor a carne cruda flotaba en el aire, y de unos ganchos de hierro colgaba el pellejo lanudo del animal en las puertas de las viviendas. «Es un día idóneo para cometer un asesinato», pensó. En las azoteas, dominio de las mujeres, reinaba una gran agitación. Cortaban, vaciaban, despellejaban, descuartizaban. En las cocinas, se encerraban para limpiar los despojos, eliminar el olor a heces de las tripas, antes de rellenarlas, coserlas y saltearlas un buen rato en una salsa picante. Había que separar la grasa de la carne, poner a cocer la cabeza del cordero, pues incluso los ojos se los comería el hijo mayor, metiendo el dedo índice en el cráneo, y sacaría los brillantes globos oculares. Cuando ella fue a decirle que esa era una «fiesta de salvajes», «un rito cruel», que la carne cruda y la sangre la asqueaban hasta el punto de vomitar, Amín alzó al cielo sus manos temblorosas y, si se contuvo para no estrellarlas contra la boca de su mujer, fue porque era un día sagrado y debía a Dios mostrarse sosegado y compasivo.
*
Al final de cada carta que escribía a Irène, Mathilde pedía que le enviara libros. Novelas de aventuras, relatos con ambientes que transcurrían en países fríos y lejanos. No le confesó que ya no iba a la librería del centro de la ciudad europea. No soportaba ese barrio de comadres cotillas, esposas de militares y de colonos. Esas calles, de las que guardaba tan malos recuerdos, le provocaban ganas de matar. Un día de septiembre de 1947, estando encinta de siete meses, caminaba por la Avenue de la République, que la mayoría de los meknesíes llamaban la Avenue, a secas. Hacía calor y se le habían hinchado las piernas. Pensó en ir al cine Empire o a sentarse en la terraza de Le Roi de la Bière a refrescarse un poco. Dos mujeres jóvenes la habían agredido verbalmente. La más morena se había echado a reír: «Mira esta. Un moro la ha dejado preñada». Mathilde se dio la vuelta y la agarró por la manga. La mujer se apartó sobresaltada. Si no hubiera tenido esa barriga, si el calor no hubiera sido tan agobiante, la habría perseguido. Le habría dado su merecido. Le habría devuelto los golpes recibidos durante su vida. Insolente, de pequeña; lúbrica, de adolescente; esposa rebelde, hoy. Había recibido bofetadas y humillaciones, padecido la indignación de los que querían hacer de ella una mujer respetable. Aquellas dos desconocidas habrían pagado por la vida de sumisión que soportaba.
Por muy extraño que resultara, Mathilde jamás pensó que Irène o Georges no la creerían y aún menos que pudieran ir algún día a Marruecos a hacerle una visita. Cuando se instaló en la finca, en la primavera de 1949, se sintió libre para mentir sobre la vida de esposa de gran terrateniente que llevaba. No confesó que echaba de menos la agitación de la medina, que la promiscuidad, que antes maldecía, ahora le parecía un destino envidiable. A menudo escribía: «Me habría gustado que me vieras», sin medir que ese deseo encerraba su inmensa soledad. Se entristecía por todas esas novedades que no interesaban a nadie más que a ella, por su existencia sin espectadores. ¿Qué interés tiene vivir si no es para ser vista?, pensaba.
Acababa sus cartas con «os quiero», «os echo de menos», aunque nunca manifestaba la nostalgia que sentía. No cedió a la tentación de confesarles que el vuelo de las cigüeñas, que llegaban a Meknés a principios del invierno, le producía una intensa melancolía. Ni su marido ni la gente de la finca compartían su amor por los animales y, un día, al evocar el recuerdo de Minet, el gato de su infancia, ante su marido, este alzó la vista al cielo ante semejante cursilería. Ella recogía a los gatos, los domesticaba dándoles pan mojado en leche, y, cuando las mujeres bereberes se la quedaban mirando al considerar que malgastaba ese alimento en los animales, pensaba: «Deben recuperar el amor perdido, a ellos les ha faltado tanto».
¿Con qué objeto decir la verdad a Irène? ¿Contarle que trabajaba, un día tras otro, como una loca, como una iluminada, con su bebé de dos años a la espalda? ¿Qué poesía podía extraer de esas largas noches que pasaba pinchándose los dedos con la aguja de coser los vestiditos a Aicha para que parecieran nuevos? A la luz de las velas, repugnada por el olor a cera de mala calidad, recortaba patrones de viejas revistas y, con una devoción admirable, tricotaba braguitas de lana para su hija. Durante aquel caluroso mes de agosto, se sentó en el suelo de cemento, vestida solo con una combinación, y en un bello tejido de algodón le confeccionó un vestido. Nadie notó lo bonito que le había quedado, el detalle del fruncido, el lazo encima de los bolsillos, el forro rojo que realzaba la prenda. La indiferencia de la gente ante la belleza de las cosas la mataba.
Amín aparecía poco en sus relatos. Su marido era un personaje secundario alrededor del cual planeaba una atmósfera opaca. Quería dar la impresión a Irène de que su historia de amor era tan ardiente que le resultaba imposible compartirla o ponerle palabras. Su silencio sugería insinuaciones lúbricas; sus omisiones, pudor o incluso delicadeza. Pues Irène, que se había enamorado y se había casado justo antes de la guerra con un alemán, físicamente deforme por una escoliosis, había enviudado a los tres meses. Cuando Amín llegó al pueblo, ella observaba, con unos ojos que desbordaban de envidia, a su hermana temblar bajo las manos del africano, a la pequeña Mathilde con el cuello cubierto de chupetones oscuros.
¿Cómo reconocer que el hombre que había conocido durante la guerra ya no era el mismo? Bajo el peso de los disgustos y las humillaciones, él había cambiado, se había ensombrecido. ¡Cuántas veces Mathilde había notado, al caminar del brazo de él, la mirada acerada de las personas con quienes se cruzaban! Ahora, el contacto de su piel la quemaba, le resultaba desagradable, y no podía evitar darse cuenta, con una especie de asco, de lo extraño que le parecía su marido. Se decía a sí misma que se necesitaba mucho amor, más del que ella era capaz de sentir, para resistir el desprecio de la gente. Se necesitaba un amor sólido, inmenso, inquebrantable, para soportar la vergüenza cuando los franceses lo tuteaban o la policía le pedía la documentación, y se disculpaban al observar sus medallas bélicas o su perfecto dominio de la lengua francesa. «Es que usted, querido amigo, es distinto.» Y él sonreía. En público, pretendía que no tenía problema alguno con Francia, puesto que estuvo a punto de morir por ella. Pero en cuanto se quedaban solos, se encerraba en el silencio y rumiaba su vergüenza por haber sido un cobarde y haber traicionado a su pueblo. Entraba en la casa, abría los armarios y tiraba al suelo todo lo que pillaba. Mathilde también podía estallar, y, un día, en medio de una pelea en la que él gritaba «¡Cállate de una vez, me avergüenzo de ti!», ella abrió la nevera, cogió un cuenco de melocotones maduros con los que iba a hacer una mermelada y tiró la fruta pasada a la cara de Amín, sin darse cuenta de que Aicha los observaba, asombrada ante la imagen de su padre, con el pelo y el cuello chorreando de jugo.
Amín solo le hablaba de trabajo. De los obreros, de las preocupaciones, del precio del trigo, de las previsiones meteorológicas. Cuando algunos miembros de su familia iban a visitarlos a la finca, se sentaban en el salón y, tras preguntar tres o cuatro veces sobre la salud, se callaban y bebían té. Mathilde veía en ellos una bajeza repugnante y una trivialidad que le dolían más que la nostalgia de su país o su soledad. Le habría gustado hablar de sus sentimientos, de sus esperanzas, de la angustia que sentía; inexplicable, como todas las angustias. «¿Acaso no tiene vida interior?», se preguntaba al observar a Amín comer sin decir palabra y con la vista fija en el tayín de garbanzos que la criada había cocinado, y cuya salsa, demasiado grasienta, asqueaba a Mathilde. Él se interesaba únicamente por el trabajo y por la finca. Nunca había risas, baile, momentos sin hacer nada, simplemente charlar. Aquí, la gente no hablaba. Su marido era más estoico que un cuáquero. Se dirigía a ella como si fuera una niña pequeña que había que educar. Ella aprendía al mismo tiempo que Aicha las buenas maneras, y debía decir sí a todo cuando él explicaba «Esto no se hace» o «No tenemos medios para eso». Al llegar a Marruecos, Mathilde parecía todavía una cría. Y tuvo que acostumbrarse en unos pocos meses a soportar la soledad y la vida doméstica, a aguantar la brutalidad de un hombre y la extrañeza de un país. Había pasado de la casa de su padre a la de su marido, pero tenía la sensación de no haber ganado en independencia y autoridad. Apenas podía ejercer su dominio sobre Tamo, la joven criada. Pues Ito, su madre, estaba atenta, y, en su presencia, Mathilde no se atrevía a levantarle la voz. Tampoco sabía tener paciencia y dar muestras de pedagogía con su propia hija. Pasaba de los mimos más voraces a la ira más histérica. A veces, se quedaba mirando a su hija y esa maternidad le resultaba monstruosa, cruel, inhumana. ¿Cómo una niña podía criar a otros niños? Habían desgarrado su cuerpo joven y habían extraído de él a una víctima inocente que ella no sabía defender.
Cuando se casaron, Mathilde tenía apenas veinte años. En esa época, a él eso no le había preocupado. Incluso la juventud de su esposa le parecía encantadora, con sus enormes ojos que se asombraban y sorprendían ante cualquier cosa, su voz aún frágil, su lengua tibia y dulce, como la de una niña pequeña. Él tenía veintiocho años. Tampoco era mucho mayor que ella, pero más tarde reconocería que su edad no influía en el malestar que su mujer le inspiraba por momentos. Él era un hombre y había luchado en la guerra. Procedía de un país en el que Dios y el honor se confundían, y además había perdido a su padre, y ello le obligaba a mostrar cierta gravedad. Lo que le gustaba de ella en Europa empezó a pesarle ahora e incluso lo irritaba. Era caprichosa y frívola. Él no le perdonaba que no se mostrase más dura, con más aguante. No tenía tiempo ni talento para consolarla. ¡Sus lágrimas! ¡Cuántas había derramado desde que había llegado a Marruecos! Lloraba por el menor contratiempo, prorrumpía continuamente en sollozos, y a él eso lo alteraba. «¡Deja de llorar! Mi madre, que perdió varios hijos, que se quedó viuda a los cuarenta años, ha llorado menos en su vida que tú en esta última semana. ¡Para ya, para de una vez!» Estas mujeres europeas tienden a negar la realidad, pensaba él.
Mathilde lloraba demasiado, se reía demasiado. Cuando se conocieron, pasaban las tardes tendidos en la hierba a orillas del Rin. Ella le contaba sus sueños y él la animaba a hacerlo, sin pensar en las consecuencias, sin juzgar la vanidad que mostraba. Le divertía que fuera así, pues él no sabía reírse abiertamente. Siempre se tapaba la boca con la mano como si la alegría fuera para él, entre todas las pasiones, la más vergonzante e impúdica. Luego, en Meknés, todo fue diferente, y las pocas veces en que la acompañaba al cine Empire, salía de la sala de mal humor, enfadado con su mujer, que se reía por lo bajo y que había intentado cubrirlo de besos.
Mathilde quería ir al teatro, escuchar música bien alto, bailar en el salón. Soñaba con bellos vestidos, recepciones, tés danzantes, fiestas bajo las palmeras; los sábados, ir al baile que se organizaba en el café de France; los domingos, a pasear por los jardines públicos de La Vallée Heureuse e invitar a los amigos a tomar el té. Recordaba, con sentida nostalgia, las fiestas que organizaban sus padres. Temía que el tiempo pasara demasiado rápido, que la miseria y las tareas del campo se eternizaran y que, cuando llegara el descanso, ella fuera demasiado vieja para disfrutar de los vestidos y de la sombra de las palmeras.
Una tarde, cuando acababan de establecerse en la finca, Amín cruzó por la cocina, delante de Mathilde que estaba preparando la cena a Aicha. Él llevaba el traje de los domingos. Ella alzó la mirada hacia su marido, desconcertada, dudando entre alegrarse o enfadarse. «Voy a salir», dijo él, «unos antiguos compañeros de la guarnición están en la ciudad.» Se inclinó sobre su hija para darle un beso en la frente, y, de pronto, Mathilde se incorporó. Llamó a Tamo que estaba limpiando el patio y le puso a la niña en sus brazos. Con voz segura le preguntó: «¿Me tengo que vestir bien o no es necesario?».
Él se quedó de piedra. Balbuceó unas palabras, explicando que era una reunión entre amigos, no adecuada para una mujer. «Si no es adecuada para mí, no veo por qué lo será para ti.» Y sin entender lo que le pasaba, dejó que lo siguiera Mathilde, que había tirado su delantal sobre una silla de la cocina y se pellizcaba las mejillas para realzar el tono de su tez.
En el coche, no dijo ni una palabra y mantuvo su gesto de enfado, concentrándose en conducir, furioso con ella y con su propia debilidad. Ella hablaba, sonreía, fingía que no se daba cuenta de que estaba de más. Se convenció a sí misma de que quitándole gravedad a la situación, a él se le pasaría el enfado, y adoptó un aire dulce, travieso, desenvuelto. Llegaron al centro de la ciudad sin que él hubiera despegado los labios. Aparcó y salió del coche precipitadamente, caminando muy deprisa hacia la terraza del café. Se hubiera dicho que albergaba la vana esperanza de que ella se perdiera por las calles de la ciudad europea o simplemente no quería sufrir la humillación de presentarse del brazo de su esposa.