"El ensayo está en la frontera de dos reinos: el de la didáctica y el de la poesía y hace excursiones del uno al otro"
Eduardo Gómez de Baquero
El ensayo es un tipo de texto en prosa que explora, analiza, interpreta o evalúa un tema. Se considera un género literario comprendido dentro del género didáctico.
Casi todos los ensayos modernos están escritos en prosa. Si bien los ensayos suelen ser breves, también hay obras muy voluminosas como la de John Locke Ensayo sobre el entendimiento humano.
En países como Estados Unidos o Canadá, los ensayos se han convertido en una parte importante de la educación. A los estudiantes de secundaria se les enseña formatos estructurados de ensayo para mejorar sus habilidades de escritura, o en humanidades y ciencias sociales se utilizan a menudo los ensayos como una forma de evaluar el conocimiento de los estudiantes en los exámenes finales, o ensayos de admisión son utilizados por universidades en la selección de sus alumnos.
Por otra parte, el concepto de "ensayo" se ha extendido a otros ámbitos de expresión fuera de la literatura, por ejemplo: un "ensayo fílmico" es una película centrada en la evolución de un tema o idea; o un ensayo fotográfico es la forma de cubrir un tema por medio de una serie enlazada de fotografías.
El ensayo literario se caracteriza por su amplitud en tratar los temas. La mayoría parten de una obra literaria pero el ensayo literario no se limita a su estudio exclusivo. Es un texto subjetivo donde se combinan la experiencia del ensayista, hábitos de estudio, trabajo literario y opiniones de una persona que muestra interés en la literatura. Los ensayos literarios tienen características comunes: subjetividad, sencillez y estilo del ensayista. En cambio el ensayo científico trata un tema del campo de las ciencias formales, naturales y sociales con creatividad, logrando una combinación del razonamiento científico con el pensamiento creativo del ensayista. Del aspecto artístico toma la belleza y la expresión a través de la creatividad sin descuidar el rigor del método científico y la objetividad de las ciencias.
La lógica es crucial en un ensayo y lograrla es algo más sencillo de lo que parece: depende principalmente de la organización de las ideas y de la presentación. Para lograr convencer al lector hay que proceder de modo organizado desde las explicaciones formales hasta la evidencia concreta, es decir, de los hechos a las conclusiones. Para lograr esto el escritor puede utilizar dos tipos de razonamiento: la lógica inductiva o la lógica deductiva.
De acuerdo con la lógica inductiva el escritor comienza el ensayo mostrando ejemplos concretos para luego inducir de ellos las afirmaciones generales. Para tener éxito, no solo debe elegir bien sus ejemplos sino que también debe presentar una explicación clara al final del ensayo. La ventaja de este método es que el lector participa activamente en el proceso de razonamiento y por ello es más fácil convencerle.
De acuerdo con la lógica deductiva el escritor comienza el ensayo mostrando afirmaciones generales, las cuales documenta progresivamente por medio de ejemplos bien concretos. Para tener éxito, el escritor debe explicar la tesis con gran claridad y, a continuación, debe utilizar transiciones para que los lectores sigan la lógica/argumentación desarrollada en la tesis. La ventaja de este método es que si el lector admite la afirmación general y los argumentos están bien construidos generalmente aceptará las conclusiones
Leopoldo García-Alas y Ureña, apodado Clarín (Zamora, 25 de abril de 1852-Oviedo, 13 de junio de 1901), fue un escritor y jurista español. Catedrático primero en la Universidad de Zaragoza y más tarde en la de Oviedo, se desempeñó como crítico literario en la prensa periódica de la época, desde donde atacó con punzantes artículos a muchos literatos contemporáneos. Es conocido por su novela La Regenta.
Nació el 25 de abril de 1852 en Zamora, a donde se había trasladado su familia desde Oviedo al recibir su padre, Genaro García-Alas, el nombramiento como gobernador de la ciudad. Leopoldo fue el tercer hijo del matrimonio. Uno de sus hermanos fue Genaro García-Alas y Ureña.
En la casa se hablaba continuamente de Asturias y su madre, Leocadia, con cierta nostalgia, contaba relatos de aquella tierra de sus antepasados (aunque ella tenía también hondas raíces leonesas). Este ambiente influyó en gran medida en el espíritu del niño Leopoldo, que desde siempre se sintió más asturiano que zamorano, aunque a lo largo de su vida conservó un cariño especial por las tierras que lo vieron nacer.
A los siete años entró a estudiar en el colegio de los jesuitas ubicado en la ciudad de León en el edificio de San Marcos (actual parador de turismo). Desde el principio supo adaptarse a las normas y a la disciplina del centro de tal manera que a los pocos meses era considerado como un alumno modelo. Sus compañeros lo conocían con el mote (sobrenombre) de «el Gobernador», por alusión a la profesión de su padre. Sus biógrafos aseguran que esta etapa estudiantil engendró en Leopoldo el sentimiento religioso y el principio de gran disciplina moral que fueron la base de su carácter. En este primer año escolar ganó una banda azul como premio y trofeo literario. La conservó toda su vida y se encontraba entre los objetos más queridos del museo familiar.
En el verano de 1859 toda la familia regresó a Asturias. Leopoldo descubrió con sus propios ojos la geografía asturiana de la que tanto había oído hablar a su madre. Durante los años siguientes Leopoldo se encuentra en libertad por las tierras de Guimarán, propiedad de su padre, donde aprenderá directamente de la Naturaleza y de los libros que encuentra en la vieja biblioteca familiar, donde entra en contacto por primera vez con dos autores que serán sus maestros: Cervantes y fray Luis de León.
El 4 de octubre de 1863, a la edad de once años, Leopoldo ingresa en la Universidad de Oviedo en lo que se llamaban «estudios preparatorios», matriculándose en las asignaturas de Latín, Aritmética y Doctrina Cristiana. El curso lo terminó con la nota de sobresaliente y con la adquisición de tres buenos amigos: Armando Palacio Valdés, Tomás Tuero (que fue también escritor, traductor y crítico literario) y Pío Rubín (escritor).
Después de terminar sus estudios en la Universidad, el futuro Clarín se trasladó al Madrid de la mitad del siglo xix, para hacer el doctorado, alojándose en una posada de la calle de Capellanes. Allí encontró a sus amigos de la capital asturiana, Tuero, Palacio Valdés y Rubín, grupo que se dio a conocer como «los de Oviedo» en la Cervecería Inglesa de Madrid, donde se reunía la tertulia que acabaría alumbrando el Bilis club.
Durante aquel primer curso, Clarín tomó contacto con el krausismo y el liberalismo laico. Años atrás el jurista, pedagogo y filósofo Julián Sanz del Río, que había sido discípulo en Alemania de Karl Krause, había traducido e introducido en España la filosofía del krausismo. Como profesor de Filosofía del Derecho ejerció entre sus alumnos tal admiración que les llevaría a poner en marcha un movimiento ideológico intelectual sin precedentes, que culminó con una gran reforma en la educación libre, otros cambios relativos a la sociedad y a la política y la creación de la Institución Libre de Enseñanza en 1876 que, muerto en 1869, el profesor Sanz del Río no llegó a conocer.
En agradecimiento a su labor de europeización y renovación, Sanz del Río, hombre íntegro y religioso, pero considerado como una amenaza al monopolio docente de la Iglesia católica y hereje recalcitrante, fue expulsado de su cátedra por las fuerzas conservadoras, con duras (aunque jurídicamente inconsistentes) campañas orquestadas por sectarios del "neo-catolicismo", una nueva facción ultra propiciada por la reciente encíclica de Pío IX. Tal acoso y persecución, a imagen y semejanza de los procesos de la Inquisición, llevaría a una reacción de repulsa contra los estamentos gubernamentales docentes entre los discípulos de Sanz del Río, luego destacados krausistas como Joaquín Costa, Francisco Pi y Margall, Rafael María de Labra, Emilio Castelar, Nicolás Salmerón y Adolfo Camús. Fue en las cátedras de estos dos últimos donde Leopoldo se reafirmó en su escepticismo filosófico y religioso-tradicional, que luego llevaría al terreno del naturalismo literario. Al acabar aquel año, el propio Clarín comenta que "su espíritu se había fortalecido".
En diciembre de 1874 termina la Primera República con la caída de Emilio Castelar gracias al golpe de Manuel Pavía. Poco después del golpe, Martínez Campos iniciará la Restauración monárquica en la figura de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II.
En marzo de 1875, Antonio Sánchez Pérez fundó un periódico con el nombre de El Solfeo. El 5 de julio entraron en su redacción unos cuantos jóvenes, entre ellos Leopoldo Alas. El periódico pasó totalmente desapercibido y ni siquiera fue nombrado por los cronistas de la época. Su director quiso que sus colaboradores tomaran como seudónimo el nombre de un instrumento musical y así fue como Leopoldo eligió el clarín que a partir de ahí sería el alias con que firmaría todos sus artículos. La columna donde escribía tenía el título de «Azotacalles de Madrid» (Apuntes en la pared). El 2 de octubre de 1875, el escritor firmó por primera vez como Clarín, inaugurando el espacio con el verso que el lector puede ver a continuación. De esta forma Leopoldo Alas entró en la vida literaria de la época y desde su columna empezó a lanzar duras críticas llenas de ironía contra la clase política de la Restauración.
Voy a inaugurar en verso
mis revistas de Madrid,
con un modesto romance
que tenga su retintín;
y voy a decir a ustedes
lo que les quiero decir,
mediante Dios, y mediante
el gobernador civil.
Clarín empieza a gozar de popularidad al mismo tiempo que le llegan abundantes disgustos y bastantes enemigos. Cada nuevo artículo se convierte en un nuevo escándalo, criticado o alabado en las tertulias de la Cervecería Inglesa o del Ateneo de la calle de Arenal. Clarín sigue adelante en su estilo asegurando que «el crítico que dice la verdad no medra» y que el poeta, aunque sea malo, «llega de redondilla en redondilla a jefe de negociado». Junto con esta actividad literaria, continúa con sus estudios, preparando el doctorado.
Aparte del género periodístico, Clarín siente la necesidad de cultivar otros géneros literarios. Félix Aramburu (poeta y notable escritor de Derecho penal), amigo entrañable de Leopoldo era el director y editor en Oviedo de una revista llamada Revista de Asturias. Este amigo no sólo lo animó a escribir otro tipo de narraciones sino que le ofreció un lugar en su propia edición. En el verano de 1876, Clarín escribe sus primeros cuentos y algunas poesías que meses después se irán editando en la Revista ovetense. Con estas colaboraciones el gran escritor fue dándose a conocer.
Durante los ratos libres que le dejara la cátedra de la Universidad, Clarín escribía artículos para los periódicos El Globo, La Ilustración y Madrid Cómico. Envía a los periódicos de El Imparcial y Madrid Cómico sus «Paliques» satíricos y mordaces que le proporcionarán algunos enemigos adicionales.
En 1881 se publicó el libro Solos de Clarín, que recogió los artículos de crítica literaria. El prólogo es de Echegaray. Ese mismo año, en el mes de octubre publicó en La Ilustración Gallega y Asturiana el artículo «La Universidad de Oviedo», en el que hace un elogio al claustro restaurado y formado por los profesores Buylla, Aramburu y Díaz Ordóñez, entre otros.
A los treinta y un años de edad escribe Clarín su obra maestra La Regenta. En junio de 1885 salió a la calle el segundo volumen de esta composición del arte literario. En 1886 se edita su primer libro de cuentos con el título de Pipá. En 1889 termina un ensayo biográfico sobre Galdós, dentro de una serie titulada «Celebridades españolas contemporáneas». A finales de junio de 1891, el editor Fernando Fe saca a la luz la segunda novela larga de Clarín: Su único hijo.
En 1892 Clarín pasa por una crisis de personalidad y religiosa en que, según sus palabras, trata de encontrar a su yo y a Dios. Poco después dejó reflejar dicha crisis en su cuento Cambio de Luz, cuyo protagonista Jorge Arial representa al autor y sus preocupaciones, sus dudas religiosas y su escepticismo filosófico. Clarín define a este personaje como «místico vergonzante». En esta época también colabora con la revista Los Madriles.
En 1894 se despertó su afición por el teatro por influencia de sus amigos la actriz María Guerrero y el dramaturgo Echegaray. Los biógrafos dicen que es un contrasentido en un hombre amante de la realidad y enemigo de la farsa. Por eso su primera obra teatral Teresa (ensayo dramático en un acto y en prosa) es una página real de su propia vida. Se publicó y se estrenó el 20 de marzo, en el Teatro Español de Madrid, en homenaje que se daba a la actriz María Guerrero. La obra resultó un rotundo fracaso, argumentando los críticos que carecía de arquitectura escénica y que tenía todos los defectos de un escritor novato.
Durante los últimos años de su vida, Clarín recibe gran cantidad de ofertas para colaboraciones así como peticiones de autorización para traducir su obra en nuevas ediciones. En 1900, la Casa Maucci de Barcelona le encarga la traducción de la novela de Émile Zola Trabajo. La retribución es buena y Clarín piensa que una traducción no le dará tanto trabajo como escribir. Pero los tecnicismos y palabras difíciles del escritor francés, unido al perfeccionismo de Clarín hacen que el trabajo se alargue durante meses, agotando la poca salud que tenía en aquellos años. Traduce día y noche para cumplir con la fecha indicada por la editorial, agotado pero contento de poder contribuir en dar a conocer al «pensador más ultrajado de todo el siglo xix».
Clarín venía con su enfermedad desde años atrás y en los primeros meses de 1901 se sentía ya exhausto. En el mes de mayo viajó a León, invitado por su primo Ureña, con motivo de las fiestas que se celebraron por haberse terminado la reconstrucción de la catedral. En esta ciudad revivió su infancia y fue agasajado y querido por muchas personalidades. A su vuelta comentó: «En León pasé horas verdaderamente felices».
Una vez de vuelta a Oviedo sintió de nuevo y muy cercana su enfermedad. Allí fue acompañado constantemente por su sobrino el joven médico Alfredo Martínez García, que le diagnosticó una tuberculosis intestinal en último grado, enfermedad incurable en aquella época.
El 13 de junio de 1901, a las siete de la mañana, murió Leopoldo Alas, a la edad de cuarenta y nueve años. El féretro fue velado en el claustro de la universidad donde acudieron profesores, amigos y familiares del escritor. Al día siguiente fue enterrado en el cementerio de El Salvador.
En Madrid, el escritor Bonafoux (mediocre escritor según Clarín y otros colegas de la época), fiel enemigo hasta la muerte, preparó el artículo necrológico en que añadió estas palabras: «Yo he sido el primero en alegrarme de la muerte de Clarín. […] En su entierro se escuchó el silencio que se escucha en los entierros de los tiranos».
José Echegaray1
Invitado por mi buen amigo D. Leopoldo Alas a escribir unas cuantas páginas a manera de prólogo o introducción a su libro, y deseando vivamente complacerle, preparé mi papel, tomé mi pluma, y pedí inspiración al Dios de los proemios, que numen tutelar deben tener, aunque yo, en este instante, ignore cuál sea. Y bien he menester que a mí descienda, y que me preste un tizón al menos de su sacro fuego, porque es la verdad que, por más que busco, no encuentro idea que valga el trabajo de ser embutida en una frase; ni mi pobre imaginación da muestras de sí, por más que la solicito y la ruego; ni hallo a mi alcance, por más que dirijo afanosamente la vista interna a todos los antros del cerebro, una siquiera de las muchas vulgaridades que el uso tiene almacenadas para necesitados como yo, y empresas como la mía.
Resultado natural y fácil de prever, porque, el caso es de todo en todo nuevo para mi ingenio; la ocasión inverosímil, de puro inesperada; y grande el conflicto, y el apuro mayúsculo: no solo, aunque esto fuera bastante, por mi ya confesada esterilidad, sino por otras muchas y poderosas razones, que a su tiempo diré, si no es que desde luego las digo; como voy a decirlas, sin poner más prólogo a mi prólogo que las palabras que preceden.
Diré, pues, que esto de ver mi persona, mis actos y mis obras en poder de críticos, cosa es harto vista; y que no fuera novedad, ni nadie por novedad la tendría, y yo menos que nadie, verlas y verlos a todos tres, obras, persona y actos, sin compasión mordidos, y destrozados, y dispersos, y aún insepultos, cuando no aniquilados, y hasta de la memoria de las gentes desvanecidos: todo por obra y gracia de la crítica y de sus mortíferos rayos. Pero ver a un crítico en mi poder, sus escritos bajo mi pluma, sus fazañas pendientes de mi fallo, esto sí que es cosa peregrina, y combinación que a maravilla trasciende; esto sí que asombraría al mundo, dado que el mundo se ocupase de nosotros, y que a mí mismo, que soy el favorecido, me deja indeciso y suspenso.
¿Qué se hace en ocasión semejante?, me pregunto, y no atino con la respuesta: ¡ni cómo dar con ella, revolviendo precedentes de mi vida literaria, si por vez primera me veo en caso tal!
Juzgar yo a un crítico, analizar sus obras, disciplinar, por decirlo así, su palmeta, es invertir los términos, es trastornar las leyes naturales, es algo parecido a las populares aleluyas del mundo al revés, en que pinta la inspiración callejera embarcaciones por los montes, carromatos por los mares, el pollo asando tranquilamente al cocinero y el corderillo clavando aguda cuchilla en la robusta garganta del matachín. Carromato fui que por fuera de camino real avancé como pude, por entre tumbos de gente espantadiza y tropiezos de ceñudos críticos: el asador y el fuego sentí una y otra vez en mi pobre carne; corderillo inocente, en más de una ocasión rasgome las entrañas agudo hierro, aunque jamás por lo visto lograron acabar conmigo: y esto aprendí y de memoria me sé el papel de víctima; pero inexperto en la obra, y espantado casi ante mi propia osadía, me veo, al encontrarme con todo un crítico entre las manos, y al alcance, por ende, de mi enojo.
Óiganme en confesión, y cállenlo luego los que me lean: mi primer impulso fue el de la venganza: ojo por ojo; golpe por golpe; dentellada por mordedura.
Pero vino después la razón, señora tan respetable como fría, y murmuró a mi oído palabras tan razonables como suyas. Que si hay críticos, me dijo, que merecen encontrarse con otros como ellos, los hay también de saber y de conciencia, y que éste, que generosa y confiadamente viene a mí, separado y a larga distancia marcha de la rencorosa y atrabiliaria turba. Que mi ensañamiento en su persona, agregó, sería inútil, porque alas tan poderosas tiene, que del mismo altar del sacrificio se me escaparía, dejándome como a Fedra, salvo el sexo, con el crimen sobre la conciencia y sin el placer de haberlo saboreado. Y en suma, añadió para concluir, que no fuera justo aplicar al inocente lo que aun para el culpable repruebo, y hacerme cómplice de ese lamentable afán de ciertos escritores de censurar por afición, morder por gusto y destruir reputaciones por oficio.
Hiciéronme fuerza tales razones, renuncié a la crítica abolida en el código de mi particular justicia, al menos por esta vez, la pena del talión, por natural que sea y gustosa que parezca, y aún me propuse, pasando de uno a otro extremo, hacer alarde de generosidad, y entonar las alabanzas de que es digno el autor del libro, y sus elegantes y profundos trabajos literarios.
Pero pronto hube de renunciar a mi propósito, porque pensé que bien mirado ¿para qué necesita el señor Alas de mis elogios? ¿Ni qué provecho pudiera reportar de ellos? ¿Ni qué habían de aumentar a su buen nombre en la república de las letras unas cuantas encomiásticas frases, por justas que fuesen, que sí lo serían? ¿Quién no conoce a mi buen amigo? ¿Quién no ha oído su clarín de guerra, ya en son de batalla, ya entonando marcha triunfal? ¿Quién no sabe que don Leopoldo Alas es escritor a la vez elegante y profundo, ya severo y preciso, ya agudo y epigramático, y siempre de levantado pensamiento, amante de la ciencia y noble en sus propósitos? Nadie que circule por las plazas o callejuelas de la literatura moderna lo ignora, que en los sitios principales de la ciudad del arte se habrá encontrado, con mi buen amigo; pero si alguien, por acaso, lo ignorase, con repasar el libro que a este prólogo sigue saldría de su reprensible ignorancia y ahorraríase mis noticias y advertencias.
A mi juicio, la serie de críticos que empieza en Larra y concluye en Balart está pidiendo con necesidad y urgencia gente que la continúe y amplíe, y el señor Alas no debe contentarse con menos que con ser uno de los insignes herederos de aquellos insignes críticos.
Todo esto es exacto, y está bien, y no hay quien ose contradecirlo; pero de aquí resulta que mis elogios serían inútiles por sabidos, y por vulgares casi impertinentes, y que sólo servirían para alentar la malicia del público, harto edificado, como ahora se dice, con tantas alabanzas mutuas y tanta sociedad comanditaria como pulula por el campo literario. Y de aquí resulta aún, como forzosa consecuencia, que tampoco por este camino puedo llegar al fin de este mi premioso trabajo.
No puedo censurar: sería injusto.
No puedo alabar: sería impertinente.
¿Qué haré, pues?
Por lo pronto he escrito tres líneas y con ésta son cuatro, lo cual no debe despreciarse, sobre todo cuando van tan nutridas de pensamiento como el lector habrá notado.
Pero hay más: ocúrreseme que, a no dudarlo, habría materia para un extenso y hasta majestuoso proemio, si yo me lanzase a disertar sobre crítica literaria y sobre sus fundamentos y preceptos. Pero el problema es grave. Difícil es hacer y hacer bien; pero ¡qué difícil es no juzgar mal!
Para lo primero, basta a veces una buena idea, de esas que casi siempre flotan en la atmósfera como impalpables gérmenes, una mediana cultura y algunos instantes de inspiración. Para lo segundo, ¡qué altas cualidades intelectuales son necesarias!, ¡qué conjunto de opuestas aptitudes!, ¡quién ha podido nunca adivinar el fallo del porvenir en materias de arte!, ¡quién ha podido jamás elevarse sobre las pasiones, las preocupaciones o los caprichos del momento!, ¡quién puede ver con luces que han de encenderse dentro de tres siglos!
En suma, cuanto más lo pienso, más y más me afirmo en que no debo ocuparme aquí ni de la crítica ni de sus reglas ni de sus desarreglos.
Y con este último descalabro doy por insuperable la empresa, me declaro solemnemente vencido y renuncio a escribir cosa formal con motivo y pretexto de este prólogo.
Mandaré, pues, a mi buen amigo estas insulsas cuartillas; daranle muestra de mi buen deseo y de mi mala suerte: si como ejemplo de humildad cristiana quiere darles entrada en su libro, entren en buen hora, pero déjelas en la antesala, o en la escalera, si no en el zaguán, que es lo más que merecen: si malas le parecieran, que prueba daría de buen criterio con ello, ciérreles la puerta y déjelas sin compasión en el arroyo, que allí se quedarán, porque yo no he de recogerlas.
Y basta con esto y aún sobra todo lo escrito.
Buena suerte al libro; mala pena de olvido al prólogo, y larga vida y todo género de prosperidades para sus autores, dicho sea sin mira interesada.
Un cronista, de cuyo nombre no quiero acordarme, daba la triste noticia del fallecimiento del ilustre profesor con este exabrupto: «Dos plazas de académico quedan vacantes, etcétera, etc.».
Este aviso a los aficionados entristece. Todavía se explica, por aquello de la lucha por la existencia, que antes de morir un funcionario público con sueldo, los candidatos al destino disputen la presa; ¡hay tanta hambre!, pero tratándose de pompas y vanidades, ¿a qué viene esa impaciencia?
Lo que quedó vacante, señor cronista, a la muerte de Amador de los Ríos, fue un lugar en la república de las letras, lugar que, según las señas, en mucho tiempo no hemos de ver ocupado.