¿No dejaron nuestros antepasados los bosques, y se enfrentaron primero a la sabana y luego a las montañas y a los mares, y se aceleró el asombroso proceso evolutivo de una especie?
Quién nos iba a decir que, después de miles y miles de años, nuestro periplo evolutivo nos llevaría de nuevo a los bosques… a enfrentarnos al reto de una nueva adaptación al medio. Un medio de tupida y expansiva foresta, ya no vegetal, sino digital. ¿Qué camino tomará la evolución? Solo disponemos de los primeros síntomas.
La Red es un bosque
Hay que imaginar lo que no se ve. Exclamamos «¡ya lo veo!» cuando al fin comprendemos aquello que se nos resistía. La Red está tan próxima y a la vez es tan envolvente que no la vemos. Quizá si la imaginamos como un bosque podríamos comprender algunas de las cosas que nos están sucediendo con ella.
Han pasado los años y la historia de su comienzo no es precisa. Parece ser que la ciudad, amenazada por otra poderosa gran ciudad, atendió la propuesta de sus ingenieros militares de realizar una segunda protección exterior a sus murallas. Consistiría en transformar la llanura circundante en un bosque. Una magna obra que exigió remoción de tierras, desvío de aguas, plantaciones… La idea era que un bosque impediría organizarse en formación de ataque al enemigo, que saldría de su espesura, y ya al alcance de las armas de los defensores, sin agruparse ordenadamente.
Antes de que el bosque fuera una realidad y cambiara el paisaje, la ciudad enemiga se desplomó por sorpresa y quedó en ruinas. Dicen que por causa del gigantismo de sus muros, los cuales, siguiendo viejas fórmulas defensivas, insistían sin imaginación en crecer atrevidamente al borde de las empinadas laderas del promontorio en que se alzaba la ciudad.
La segunda sorpresa fue que el bosque se desarrolló con una rapidez y exuberancia asombrosas para el plan previsto por sus artífices. Así que los ciudadanos comenzaron a disfrutar de los recursos de caza, de frutos y de leña que proporcionaba tal frondosidad. Además de que sus sombras, olores y frescor, frente a las estrecheces, malos olores y otras incomodidades de la ciudad abigarrada, atraían a los habitantes, que buscaban en las lindes su esparcimiento.
El bosque era fuente de riqueza para ricos que lo explotaban con sus cuadrillas, y para humildes que recogían leña y frutos caídos, y desahogo y entretenimiento para una población que salía así del hervidero de la ciudad intramuros.
Pero pronto comenzó a inquietar la presencia del bosque a quienes lo divisaban desde los balcones del Palacio o de la torre del Templo, a quienes oían su permanente murmullo desde las galerías de la Academia y a quienes lo presentían entre los afanes y algarabía del Zoco. Ya no había la amenaza de huestes enemigas extranjeras sitiando la ciudad y derribando sus muros. Pero el bosque era ahora el sitiador y en su espesura empezaba a albergar la amenaza.
Los poderes sabían controlar la vida de la ciudad intramuros, la que se enredaba en los laberintos de sus callejas, la que se esparcía por sus plazas y la que se acurrucaba en sus casas. Tenían armamento y milicia para sus almenas y para disparar desde allí a un enemigo, que ya no existía, plantado en una llanura despejada, que tampoco existía. Pero el bosque, cada vez más próximo, profundo e impenetrable, sí se había vuelto perturbador para los poderes.
Era una amenaza difusa pero incómoda para el orden establecido en el interior de la ciudad y bien ceñido por sus murallas. Por eso los poderes comenzaron a actuar queriendo convencer a la población de que el bosque era inseguro, de que era mejor quedarse en sus lindes y volver a la ciudad antes del anochecer, y si había que penetrar en su interior se recomendaba hacerlo por las veredas trazadas y protegidas por la guardia. Y de que bandas de malhechores tenían en el bosque un cobijo que ni la llanura de antes ni el interior de la ciudad podían proporcionar. Historias de niños perdidos y doncellas raptadas corrían por la ciudad.
No hizo falta insistir mucho en la difusión de estos temores desde el balcón regio, el púlpito o la cátedra, porque parte de la población fue receptiva y los avivó. Y es que siempre y para toda circunstancia hay gente más impresionable. Además, los mayores recordaban y, no todos, añoraban los espacios dilatados de antes, con sus largos y bellos atardeceres en la lejana línea del horizonte, inspiración para sus poetas (aún no habían llegado los poetas del bosque). Por otro lado, se movían con torpeza, subían con dificultad a los árboles y se desorientaban en un bosque que lo veían como laberinto. Los jóvenes, por el contrario, rampaban por los árboles y permanecían sentados en sus ramas entrecruzando trinos de risas y chanzas y no en el escalón de la puerta de sus casas como lo habían hecho sus padres. Otra forma de vivir estaba emergiendo, y la ciudad se resistía.
Los poderes, siempre protectores, construyeron altísimas torres vigía y dijeron que desde sus alturas veían todos los movimientos del bosque. Así que la población recibió con alivio esta protección y aceptó la vigilancia de sus vidas ya que también desde las torres controlaban sus calles y los patios interiores de sus casas. Las sombras de la umbría del bosque se veían como amenazadoras y las que proyectaban las torres, como protectoras. Pero en realidad, aunque los poderes se lo callaban, desde las espigadas atalayas el bosque seguía siendo igual de impenetrable, no había forma de escudriñarlo.
Comenzaron a llamarse los «cósimos» por la leyenda de tiempos inmemoriales del barón Cosimo Piovasco de Rondò atribuida al mítico vate Ítalo. Cosimo fue un rebelde ante el orden establecido, empezando por el familiar, que un día, con 12 años, trepó a un acebo del jardín y desde ese momento vivió desafiante en los árboles de la región hasta su muerte a los 65. Los cósimos también eran rebeldes, que sigilosamente dejaban la ciudad, y que rechazaban las arengas desde el balcón del Palacio, los sermones desde el púlpito del Templo, los discursos de la Academia y la pedantería, las soflamas del mercader en el Zoco, las concentraciones en las plazas, las reuniones en las salas, los desfiles por las calles… el orden de la ciudad, y comenzaron a vivir en comunidades en el bosque. Comunidades muy dispares en tamaño y pretensiones. Cada una de ellas era un ensayo de vida. Porque el bosque empezaba a tener vida inteligente.
A cualquier hora, bajo la luz cenital del mediodía o la lunar de medianoche, desde las almenas de las murallas, con el bosque tan próximo y vivo, la impresión conturbadora era que te observaban y tú no veías más que árboles y sus sombras. Mientras los poderes y sus más inquietos ciudadanos defensores del orden de siempre se preguntaban cómo terminaría manifestándose el fin de su ciudad.
Del petróleo a los datos
Nos encontramos a la altura histórica de 1859 cuando Edwin Drake realizó la perforación del primer pozo petrolífero en Pensilvania. Un líquido negro y pringoso, conocido desde mucho tiempo antes pero utilizado superficialmente, se iba a convertir en el impulsor de una transformación social, tecnológica y mental inimaginable en esos momentos iniciales y que vista desde nuestro presente resulta asombrosa.
El mundo se pone en frenético movimiento empujado por motores alimentados por ese líquido. Y se levanta una química de obtención de los derivados que no parecen agotarse: de medicamentos a plásticos; del asfaltado de carreteras a perfumes.
Cambia rápidamente el escenario de un mundo que se mueve con máquinas alimentadas por esta energía fósil y a la vez ese escenario se construye con materiales y objetos también procedentes de esa fuente subterránea.
El mundo de hoy sería totalmente irreconocible para la gente de ayer, cuando Drake perforaba el suelo del condado de Crawford.
Ha afectado a la evolución física e histórica del planeta: guerras, diplomacia, contaminación, cambio climático, altísima mortalidad por accidentes… Nuevos poderes, nuevas dependencias.
Pues bien, hoy estamos comenzando a perforar el subsuelo de la sociedad en red y a ver cómo brota el liquido viscoso de los datos. Un brote tan impetuoso como el del petróleo en un pozo.
Hemos visto que los datos que siempre teníamos y que aparecían espontánea y superficialmente en nuestra sociedad, como el petróleo en las arenas de un desierto, son solo el afloramiento tenue de yacimientos riquísimos. Y que hasta ahora su utilización era trivial. Comienza la explotación.
Hay que perforar el suelo de la sociedad digital en busca de las bolsas de datos. ¿Cómo extraerlos? Las primeras técnicas se basan en la «internet de las cosas» y en las personas permanentemente conectadas. Eso significa que personas y objetos, actividades y lugares, proporcionen datos.
Resulta sorprendente el flujo de datos que puede brotar de los objetos, hasta los más comunes, y de las actividades, hasta las más cotidianas, y el aprovechamiento que tendrán si son millones de datos, si se mezclan y si se transforman. Una nueva química.
Búsqueda de los yacimientos, perforaciones e investigación para obtener más y más derivados de estos datos en bruto.
La química del petróleo, clave científica y tecnológica del siglo XX, es en este siglo XXI la ciencia de los algoritmos que extraiga, combine y recombine, y que cree otras «macromoléculas» para nuevos e insospechados usos de una sociedad que cambiará tanto o más rápidamente que como lo hizo la industrial por efecto del petróleo.
¿Habrá países productores de datos, como hoy países productores de petróleo, o más bien empresas productoras de datos?
Hasta ahora disponer de yacimientos petrolíferos producía riqueza, pero más riqueza era disponer de la capacidad científica, tecnológica, industrial y comercial para transformarlo en infinidad de productos. Aparecerán entonces nuevas empresas, nuevos países con una riqueza proporcionada por su capacidad de transformar los datos en información y en conocimiento.
Como ninguna intervención del ser humano en el mundo es inocua, ¿cuáles serán las nuevas formas de contaminación por datos y sus derivados? ¿Cómo se presentará el escenario geopolítico? ¿Cuáles serán las nuevas desigualdades y los nuevos conflictos?
A pesar de estar en los inicios, ¿es posible imaginar que la participación política y el concepto de democracia seguirán sosteniéndose con los datos proporcionados por unas urnas llenas (o a medias) de papeletas emitidas cada cuatro años y unas encuestas a pie de calle o telefónicas o por la Red, públicas o secretas? ¿Que los gestores políticos continuarán tomando decisiones detrás de un parabrisas tan empañado?
https://youtu.be/4chqnIq23AI
La conexión continua
La luz eléctrica produjo unas transformaciones en el mundo cuya trascendencia quizá hoy no apreciamos. El ser humano se libera de la dependencia del ritmo de la luz natural y, por tanto, cambia la percepción del tiempo. Un tiempo que hasta entonces era mucho más elástico de acuerdo a la duración variable de la luz entre una oscuridad y otra. No se percibía igual el transcurso del tiempo en los días largos de verano que en los cortos de invierno, en lo días luminosos por despejados que en los grises por un cielo encapotado.
La luz marcaba inexorablemente el ritmo de actividad de la sociedad y de cada uno de sus individuos. El fuego del hogar, de la vela o del candil suponían una débil resistencia a las sombras.
Incluso hay una transformación fisiológica del sueño. El llamado segundo sueño desaparece con la llegada de la luz eléctrica. La destemplanza de la ausencia de luz, la dificultad o imposibilidad de mantener las actividades, incluso los temores de las sombras, llevaban a acurrucarse en el sueño. Más horas de sueño que las que consumimos ahora hacían que a medianoche volviera la vigilia durante una hora o más, aunque sin dejar el lecho, y a la espera de que de nuevo el segundo sueño la apagara.
Hoy, en amplias zonas del planeta, los humanos y sus actividades están conectados permanentemente a una red eléctrica.
Y esta impresionante alteración del mundo producida en el siglo XX se ve en el XXI amplificada por otro fenómeno perturbador: las personas comienzan a disponer de una prótesis (principalmente el móvil) que las mantiene constantemente conectadas a la información.
La información ya no se transporta, ya no está localizada, que es lo mismo que decir, que ya no hay que «empaquetarla» en algún soporte físico que haga de contenedor para desplazarla de un lugar a otro, ni tampoco hay que ir al lugar donde se encuentra (aunque sea la estantería, el televisor o el teléfono de mesa de la habitación contigua), y si no hay distancias tampoco hay demora.
Horarios y lugares para recibir, alcanzar, emitir información desaparecen para un ser humano protético, conectado permanentemente.
¿Qué efectos va a producir en la sociedad y en sus individuos esta ubicuidad de la información? Pregunta que se hace más profunda interrogación cuando hemos podido presenciar las transformaciones por la desaparición del fenómeno natural de la noche.
En estos momentos estamos en la fase de la perturbación. Sobre el modelo de actividad existente se produce la intrusión de la conexión continua. Y el efecto es en bastantes casos de malestar, pues se sigue actuando como siempre, pero con el añadido de una actividad nueva, continua, que se superpone y se filtra por todos los resquicios de la establecida. Y del mismo modo que el agua al filtrarse por las grietas capilares de la roca termina haciendo que el hielo la quiebre, hasta desmenuzarla, así la conexión continua penetra en nuestras vidas y comienza a resquebrajar las prácticas de trabajo, de ocio… la atención, la comunicación…
Pretender impermeabilizar lo establecido para impedir este efecto desintegrador de la humedad es una tarea imposible.
De igual modo, querer continuar con nuestra actividad como si la conexión continua fuera un añadido es también otro imposible.
La transformación será mucho más profunda ya que afectará a nuestros conceptos y usos del espacio y del tiempo, y, por tanto, a los de lugar, horario, distancia… Nuevas formas de vivir, de trabajo, de ocio, de convivencia… se reorganizarán, pues lo que seguirá manteniéndose es el marco de un día de 24 horas.
Y aprenderemos también a apagar cada día la luz.
El malestar de la catástrofe
El temor a la catástrofe nos ha acompañado durante toda nuestra historia. Está enraizado en la especie como reacción a aquellos daños tan graves que pueden amenazar la existencia de un grupo humano. Daños producidos por causas naturales como el terremoto, la inundación, el volcán, la peste…
Es frecuente encontrar a lo largo de la historia que estos sucesos catastróficos están acompañados de cuatro rasgos que definen el comportamiento del grupo independientemente de la época: el anuncio, la negación, la culpabilidad y la emergencia.
Siempre hay unos avisos, unos detalles premonitorios, y algunos miembros de la comunidad que los recogen y anuncian. Visionarios, agoreros. No tienen que estar dotados de ninguna gracia divina, aunque según tiempo y culturas se les adjudique por sus profecías. Son solo personas atentas.
Pero estos anuncios de unos pocos son con frecuencia rechazados, bien por la indiferencia de los otros, disipados en sus quehaceres, o por la intención de los poderes. Ya que tales presagios pueden poner en entredicho la mala gestión del poder y los intereses a los que sirve.
Tras el acontecimiento catastrófico llega el sentimiento de culpabilidad. Algo se ha hecho mal para merecer o producir este profundo daño. La catástrofe se interpreta como un castigo. Hay que buscar la expiación para que no vuelva el daño.
Y, finalmente, puede prender sobre las ruinas de la catástrofe la idea de que ha ayudado a la emergencia de lo nuevo. Aquello que estaba confinado y sofocado por las estructuras de lo establecido, y que con el derrumbe ha quedado liberado. El riesgo ha sido muy alto, pero se ve esta compensación.
Desde la industrialización, se va trenzando con el temor de siempre a la catástrofe natural —resultado de fuerzas ciegas o de ira divina— el temor a otro tipo de catástrofe provocada por el propio ser humano. Es el miedo a la catástrofe por fallo tecnológico.
A medida que la tecnología avanza sus artefactos son cada vez más fiables, fallan menos, pero cuando lo hacen las consecuencias resultan catastróficas.
Por otro lado, no deja de crecer entre el ecosistema natural y nosotros un ecosistema artificial más y más denso. La innovación a ritmo febril lo está tejiendo tan tupido que casi oculta el natural. Así que cada vez estamos más expuestos a los riesgos de que ese tejido del ecosistema artificial, del que ya somos tan dependientes, se desgarre.
Se reactiva y acrecienta ese recelo contenido hacia el artefacto, hacia las creaciones artificiales de los humanos (sea una torre bíblica o una red digital). Desconfianza que llevamos anclada en mitos que llegan hasta el fondo de nuestra mentalidad colectiva.
De ahí que cuando un fallo tecnológico nos conmociona y nos hace ver el riesgo de la posibilidad de daños mayores, el sentimiento de culpabilidad vuelve a hablar de la soberbia humana, de nuestra ambición compulsiva de hacedores sin límite, de nuestro inconsciente y atrevido empeño en contrariar, si no ya a Dios, sí a la Naturaleza.
Quizá este malestar difuso y contradictorio que hoy sentimos explique la insistencia en nuestros días de las distopías tecnológicas. ¿Son avisos de catástrofe o una expresión del desajuste crítico entre el mundo tecnológico que estamos creando y los valores culturales, algunos milenarios, con los que lo estamos mirando?
Al otro lado de la pantalla
Los humanos necesitamos imaginar aquello que es abstracto. Buscamos entre nuestros objetos y experiencias aquello que pueda representar lo que no tiene forma o que no puede ser alcanzado con nuestros sentidos.
La Red es un fenómeno reciente y envolvente en nuestras vidas que nos requiere imaginación para representarla. Cierto que la primera aproximación es pensar en artefactos electrónicos conectados, millones, con formas, tamaños y potencia muy dispares, que se intercambian sin cesar información. Una red que continuamente se está tejiendo y destejiendo, aunque mucho más rápidamente lo primero que lo segundo. Hasta el punto de que necesita la superficie del planeta para extenderse.
Pero nuestra experiencia sensible se limita a tocar un pequeño nudo que aflora en forma de computador, todo lo demás permanece invisible.
De ahí que en estos años hayamos recurrido a metáforas para representar el fenómeno que se estaba produciendo al otro lado de la pantalla. Presentíamos que detrás de la pantalla no había solo osamenta electrónica, sino que palpitaba un mundo virtual y que había emergido un espacio poblado cada vez de más fenómenos y objetos digitales.
De las primeras metáforas está la de ver la Red como una cuenca digital, como un mar de información por el que navegar. Era una imagen muy apropiada para escenificar nuestras primeras experiencias hipertextuales. Con la Web nuestra lectura dejó de estar encauzada y se debía mover con la necesaria destreza de un navegante por mar abierto.
Incluso para los detractores de la Red les convenía esa imagen ya que podían decir que esa cuenca digital era un vertedero de información. Una información sin los «controles» de pureza y sin demostrar que procedía «de buena tinta».
Pero también era una metáfora oportuna para quienes interpretaban que de nuevo se encontraban los seres humanos, bípedos y pedestres, a la orilla del mar. Y que tenían así la oportunidad, en vez de verlo como barrera y retroceder, de intentar surcarlo y hacer historia como la de la navegación de milenios por todas las aguas del mundo.
La utopía de la ciudad prendió en las metáforas de la Red. Al otro lado de la pantalla se estaba levantando una megalópolis. Los lugares y servicios que hay de este lado de la pantalla se recreaban digitalmente al otro lado: bancos, bibliotecas, museos, cines, universidades, tiendas… y domicilios.
Los habitantes de esta ciudad digital transitaban apresurados por sus calles y avenidas. Y también había que evitar zonas poco seguras como en toda gran ciudad y, desde luego, no dejar salir solos a los niños.
Esta metáfora resistió muy bien para acoger el fenómeno de las redes sociales. Pues se podía interpretar las redes sociales como una intervención urbanística que creó espacios abiertos, plazas, en donde la gente confluía y formaba corrillos para hablar.
Así que la megalópolis no era solo para transitar apresuradamente, sino para detenerse y encontrarse con otros.
La Red como un espejo es la respuesta a la experiencia que comenzamos a tener al ver que también nosotros estamos al otro lado de la fina superficie (interficie) de la pantalla. Hay un mundo especular, en donde nuestra imagen virtual aparece junto a la de los objetos que nos rodean, y cada vez se nos reconoce mejor.
Es una sensación para muchos perturbadora, como lo fue el reflejo en la superficie del agua, en el espejo de metal bruñido o de azogue o el retrato por una cámara fotográfica. Los usuarios de la Red dejamos también huella.
Supone también que vamos hacia una sociedad dual, en la que hay una constante resonancia entre un lado y otro del espejo, entre un mundo virtual y el mundo que llamamos real. Pasamos de un lado a otro igual que nuestra mirada lo hace en una sala con un espejo.
Y llegó la metáfora de la nube. La favorece la experiencia de la ubicuidad. Estemos donde estemos, sin necesidad de acercarse a un artefacto anclado en un lugar, sino por ir ya dotados de una prótesis, mantenemos una conexión permanente con la Red.
Comenzamos a sentir que el mundo digital ya no está al otro lado de la pantalla sino sobre nuestras cabezas, como las nubes. Indicamos hacia arriba y no señalando la pantalla.
Esto supone impresiones fuertes como la que afecta a nuestra cultura libresca. Ya que se ha disociado el artefacto de lectura y el texto. El artefacto lo tenemos en nuestras manos, como libro con hojas en blanco, y el texto se encuentra en la nube, en una nube de ceros y unos. Cuando leemos, las palabras bajan a reposar a la «página», por poco tiempo.
Y si la nube desciende se convierte en niebla. El mundo virtual deja de estar confinado tras una pantalla, ni tampoco ya flotando sobre nuestras cabezas: comienza a habitar entre nosotros. Se necesita esta metáfora para imaginar los fenómenos que están emergiendo de la Realidad Aumentada y de la «internet de las cosas».
Una niebla densa y persistente que cala y reblandece todo lo establecido.
El mundo se ha hecho añicos
Estamos con el estupor de quien se le ha resbalado de las manos un objeto y se ha hecho añicos contra el suelo.
Y es que comprobamos que los discursos de la comunicación se nos fracturan. Parece que todos resultan ya demasiado largos. Y eso obliga a que o bien los acortan quienes los emiten o los cortan quienes los leen, los escuchan o los ven.
Es inevitable y comprensible esta reacción de prevención: si sé que vas a fracturar mi discurso por extenso y por dejar de estar atento, entonces me adelanto y lo reduzco para evitar esa frustración y alteración. Así que el círculo se cierra y se refuerza.
El resultado es esa sensación de fragmentación de los procesos de comunicación, de desmenuzamiento de aquello que se presentaba hasta ahora estable y compacto.
Se busca la causa de que el discurso se haya hecho tan quebradizo y que con tanta facilidad se fracture. Y de inmediato se señala la sobreinformación como factor destacable. Cierto que el exceso de información produce efecto parecido al de los alimentos: hartazgo, inapetencia, es decir, desatención; y se picotea la comida igual que la información abundantemente servida. ¿Nos vemos ahora rebañando información? Despilfarro de alimentos. Disipación de información.
No se libran de nuestras sospechas de culpabilidad los nuevos artefactos. Móviles, tabletas, portátiles… La pantalla electrónica frente a la página como espacio de lectura puede tener sus consecuencias.
Pero quizá se presta menos atención a otro fenómeno que, sin embargo, está alterando nuestros comportamientos y actividades. Es la ubicuidad de la información.
La Red es como un Aleph borgeano: es un espacio sin lugares, por tanto sin distancias y sin demoras. Pero además, para alcanzar este Aleph no hay que ir a la casa de Carlos Argentino, ni bajar al sótano y «fijar los ojos en el decimonono escalón»…. Porque llevamos con nosotros una prótesis que nos mantiene permanentemente conectados.
Así que no hay que transportar la información ni tampoco desplazarse para alcanzarla.
Si es necesario transportar la información o recorrer una distancia y emplear un tiempo para llegar adonde se encuentra es obligado empaquetarla de modo que compense el esfuerzo del traslado. Un esfuerzo que se puede medir en tiempo, energía, dinero. Consecuentemente hemos ido aceptando y usando contenedores que buscaban optimizar el transporte de la información por el espacio y el tiempo. De igual modo que cualquier logística de la distribución de materia.
Estos contenedores han sido el libro, la conferencia, el curso, la película, el álbum… Las carta también, entre otros muchos contenedores, escrita por las dos caras de la hoja para apurar al máximo un soporte que permitía trasladar la palabra al otro lado del mar pero tras días de viaje antes de ser abierta.
Cuando esa distancia y esa demora se contraen hasta el punto en que estamos hoy, aparece una nueva forma de experimentar la presencia, que hasta ahora exigía coincidencia en un lugar y simultaneidad.
Consecuentemente, este nuevo modo de presencia tiene una gran influencia en las formas de comunicarnos y en sus formatos. Se acorta la extensión de los mensajes como sucede en una conversación.
Sin embargo, la brusquedad con que se está produciendo este fenómeno quizá nos ha desorientado, y nos hemos quedado mirando los fragmentos del jarrón estrellado contra el suelo sin saber bien qué hacer.
¿Recogerlos resignadamente y aceptar la fractura? Que es lo mismo que decir que el desmigajamiento del discurso es inevitable y creciente.
¿Intentar recomponer trozo a trozo el objeto? Insistir, por consiguiente, en la recuperación de lo que se ha perdido.
¿O convertir los fragmentos en piezas? Es decir, trabajar en diseñar piezas que —como las de Lego— permitan recombinar y no solo recomponer.
Ver el mundo por hacer, múltiple, y no fracturado.
Una tarde de hace unos años, ya al final de un esplendoroso domingo, me ofreció la metáfora para expresar esta forma de interpretar lo que nos está sucediendo y cómo podemos reaccionar. En el parque Bryant, detrás de la New York Public Library, se había dispuesto después de su rehabilitación un gran número de sillas en vez de hincar bancos. Ese día fotografié cómo habían dejado distribuidas las sillas los visitantes del parque. Múltiples combinaciones que hablaban de formas distintas de disfrutar del tiempo con los otros en un lugar en que no se habían plantado bancos sino que se habían sembrado sillas.
http://www.ardelash.es/tiras/sillas.html
Esta metáfora tenemos que saber reinterpretarla para la concepción de las nuevas formas de comunicación.
Hablar a las máquinas
La palanca y la rueda son dos invenciones que durante muchos milenios el ser humano ha venido usando para intervenir en el mundo. De igual modo, la palanca y la rueda han servido para intervenir en ese otro mundo, el de los artefactos, que construye sin cesar y ahora aceleradamente. Imágenes inolvidables de la película de Chaplin Tiempos modernos reflejan sugestivamente la presencia de la palanca y de la rueda en las máquinas de la revolución industrial.
El mundo se movía por la acción de la palanca y el giro de la rueda. Y hasta el discurrir de las letras por la hoja de papel resultaba de hacer palanca en las teclas de una máquina de escribir; también el rodillo de esa máquina se desplazaba y giraba por la acción de otra palanca. La aguja del dial de una radio de válvulas se movía por una escala en busca de la sintonía de una emisora o el volumen subía o bajaba girando una rueda.
Pero llegó el botón. Era suficiente una presión de nuestro dedo para que el artefacto que está detrás respondiera a nuestra acción. Pulsando sonaba el timbre y no era necesaria la cadena moviendo una palanca y su campanilla, ni golpear con el llamador, que es otra palanca. Y el teclado de la máquina de escribir dejó las palancas por los botones.
Parecía que las máquinas ya no eran inertes y que para que respondieran no había necesidad de moverlas con ruedas o remover su resistencia con palancas. Se presentaban como cuerpos sensibles a la presión de nuestros dedos.
Llega el mundo virtual. Y la pantalla se ofrece como un espejo. Seguimos en nuestro mundo tangible y por eso continuamos pulsando botones como el del ratón. Pero nuestra actuación se refleja al otro lado del espejo en donde hay objetos virtuales y una mano también virtual que los toca. Es el momento evolutivo de la disociación entre el mundo que llamamos real y el mundo virtual, conectados ambos como lo están también la imagen especular y su original.
Momento de transición, pues emerge pronto otra experiencia nueva con nuestras máquinas. La pantalla demuestra que tiene una sensibilidad a flor de piel. Esto quiere decir, que la máquina ya no es solo un cuerpo que responde a la presión de nuestro dedo, sino que tiene una piel a la que es suficiente el roce para que reaccione.
Tocamos la pantalla del móvil, de la tableta, como si fuera una lámina de agua. No hay necesidad de presionar, basta con rozar. Y con esos suaves roces en todas las direcciones y sentidos de esa piel la máquina responde a las múltiples tareas que le pedimos.
Es una impresión más viva la que comenzamos a sentir en nuestra relación con la máquina.
Pero hay más. Intervenimos ya con la palabra, hablando a la máquina. No es necesario tocarla, ni rozarla, basta con hablar con ella y solicitarle distintas acciones (Siri, Google Now...). Es el comienzo, aún con deficiencias, de esta intervención a través de la palabra y también del gesto, pues las cámaras 3D permiten percibir la profundidad de los movimientos y por tanto facilitar la interpretación de los gestos.
Una máquina que no empujas, ni la haces rodar, ni la presionas, ni la rozas. Te relacionas con ella a través de gestos y palabras. Te ve y te oye. ¿Tendrá sentido próximamente decir que manejamos aparatos?
Este artículo no lo he tecleado, lo he dictado al móvil y luego lo he corregido… para que aprenda.
Y al final… una crisis cultural
Con frecuencia oímos a padres que nos cuentan las reacciones de sus hijos pequeños al mostrarles por primera vez objetos ya obsoletos. El caso más recurrente es la extrañeza cuando ven un teléfono analógico y no saben qué hacer con la rueda del dial. Pero presentan igual estupor ante un tocadiscos, una casete, una televisión de pantalla catódica o una radio de válvulas, y preguntan qué hay dentro de esas cajas. Y similares reacciones se dan ante un sinnúmero de objetos de nuestro entorno cotidiano de hace unos años y hoy desaparecidos.
Hay que añadir a estas experiencias las que nos cuentan sobre niños que mueven sus dedos pulgar e índice para intentar ampliar las imágenes del libro o la revista.
YouTube contiene muchos vídeos con todo tipo de estas experiencias de sorpresa al descubrir artefactos tan extraños.
Hasta ahora los antropólogos nos traían estas observaciones de estupor ante objetos desconocidos de sus contactos con poblaciones aisladas de la Amazonia o de otros lugares recónditos del planeta.
Lo que impresiona es que esta experiencia se da hoy entre dos generaciones de una misma sociedad. No hay en esta brecha distancias selváticas y seculares de separación. Habitan en la misma casa.
En esa familia, además, la generación de los abuelos ha vivido un desmantelamiento del entorno material en que nacieron y el rápido levantamiento de otro totalmente distinto. Un fenómeno tan brusco que ninguna otra generación en la historia del ser humano ha sentido.
¿Cómo afecta al cerebro una vivencia de cambio tan radical?
Se puede despachar este fenómeno pensando que el mundo de los artefactos es la espuma de los cambios en una sociedad, y que lo profundo está debajo. Que cambiar de cacharros es relativamente fácil, y que cada vez es más fácil. Por tanto, no hay que darle tanta importancia.
Pero precisamente esta distinta facilidad de deslizamiento de los estratos provoca tensiones que pueden terminar en fallas. En estos desajustes crecientes están las tensiones que comenzamos a sentir y que se irán muy rápidamente agravando en años venideros… Hasta hacerse insostenibles.
Hemos creado con celeridad un mundo tecnológico asombroso. Y continúa creciendo. Sin embargo, seguimos mirando ese nuevo mundo con valores e interpretaciones culturales seculares e incluso milenarias. Así que la distorsión es cada vez más marcada.
Para actuar sobre el mundo no solo hay que verlo sino que hay que mirarlo. Si queremos intervenir sobre un objeto fijamos la mirada en él para que nuestra acción no tenga error. Pues bien, la distorsión actual entre el mundo que vemos y cómo lo miramos es fuente de acciones erróneas.
La cultura es cómo miramos el mundo.
Con frecuencia digo a mis alumnos que la situación en la que estamos es la de un coche de Fórmula 1 pilotado por un conductor de utilitario. El Fórmula 1 es el mundo tecnológico que nos envuelve, y el conductor es la cultura con que miramos el mundo y actuamos.
La desigualdad es manifiesta. La conducción en estas condiciones es muy peligrosa y hace temer que llegue el accidente. Así que lo que hay que hacer es detenerlo cuanto antes en boxes, sacar al incapaz, por voluntarioso y bienintencionado que sea, y montar a un piloto de competición.
Pero el problema está en que no hay piloto que nos esté esperando: hay que crearlo. Esa es la crisis cultural a la que nos tenemos que enfrentar en este siglo XXI.
No es posible seguir con estos valores, estas interpretaciones, estas miradas culturales. El desajuste es creciente y el riesgo de errores irreparables aumenta. Hay que adelantarse a la catástrofe con una crisis, con una crisis cultural. Y una crisis cultural supone que aceptemos el riesgo de desprendernos de aquello que tenemos por inamovible antes de haber conseguido nuevos valores y nuevas miradas.
Estos días vivimos el peligroso obcecamiento que produce este desajuste. Estamos utilizando la poderosa y mortífera tecnología de guerra con valores belicistas intactos propios de quienes empuñaban espadas. Seguimos entonando himnos y ondeando banderas como si aún hubiera campos de batalla adonde marchar. Se desborda la emoción colectiva (el miedo es el mejor fermento de emociones), pero nada impresiona más de las imágenes de las grandes guerras del siglo pasado –más que las trincheras o las ciudades bombardeadas- que aquellas que muestran masas enfervorizadas aplaudiendo en las plazas la declaración de guerra de sus países.
No hay evolución sin revolución. Y una revolución cultural, una profunda crisis, debería ocupar el tiempo del siglo XXI. Es urgente.
Los grumos de la globalización
Asociamos la Red a lo grande, a la expansión sin límites, planetaria. Llaman nuestra atención los gigantes que emergen en el mundo digital. Son tan grandes que nos hacen pensar que no van a caber más que unos pocos en ese mundo virtual. Mundo de gigantes. ¿Sólo mundo de gigantes?
Pasa desapercibido otro fenómeno. Y es que la Red ofrece también, y en aparente contradicción, condiciones ideales para que fructifique lo pequeño.
Arrastrados por la corriente de las muestras asombrosas de lo grande, no nos fijamos en la contracorriente de lo pequeño.
Seguimos valorando lo grande como poderoso y exitoso, y lo pequeño como humilde, marginal, accesorio. A esta visión nos han acostumbrado los poderes, que buscan siempre alguna forma de magnificencia para manifestarse.
La explicación de que lo pequeño adquiera unas potencialidades muy prometedoras en la Red está en que lo pequeño puede ser además de pequeño abierto.
Esta propiedad significa que lo pequeño —cual sea la dimensión referida para su medida— no depende de un lugar para formarse, tiene alta capacidad de combinarse, y soporta muy bien el cambio.