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Viaje al mar


Andrea Braverman

Ilustraciones:

Fernando Baldó



Para mi papá y mi mamá,

que siempre viajaban al mar.



Qué podía saber del mar el Petiso, si nunca se había alejado demasiado de su Caimancito natal ni del cuarto despintado donde vivía con su mamá.

Qué podía saber él de la espuma salada en la orilla, si solo había tocado la arena de la placita, que parece talco húmedo meado por los perros.

No, el Petiso no sabía nada del mar ni de las vacaciones ni de las reposeras ni de los protectores solares, aunque todo eso lo veía en la computadora de Blas, cuando se la prestaba.

Tampoco sabía del descanso en los veranos largos, ni del aburrimiento en la siesta, porque cuando no había escuela caminaba el día entero buscando cartón para ganar unos billetes. Eso sí, el Petiso decía que era pobre pero con suerte: no sabía del hambre ni de la falta de cariño, porque su mamá siempre lo esperaba con un plato caliente y un beso tierno. “Sos mi bendición, nunca te olvides”, solía decirle la mamá cuando le emprolijaba el flequillo y lo mandaba a la escuela. Y la verdad es que el Petiso nunca se olvidó, en especial el día en que una muerte y una revelación lo llevaron a emprender un viaje hacia el mar con su bolso al hombro y el corazón aturdido.

Y ese es el día preciso en que comenzó la historia que voy a contar.



1. El mundo al revés

Esa mañana, cuando sonó el timbre del segundo recreo, hasta el más lerdo salió rápido a buscar mate cocido y pan caliente. El Petiso no se quedó atrás, y cuando saboreó el pan pensó que era un día de suerte: último día de clases, fútbol en el recreo largo, pastel de papa con pasas de uva para el mediodía.

A la salida del colegio, con esa sensación de que era un buen viernes, caminó en silencio hasta que Blas le preguntó:

—¿Te acordás de Martincito, el hijo del intendente?

El Petiso se acordaba. El tal Martincito se había pasado a una escuela privada el año pasado. Y menos mal, porque era un torpe que en los recreos le buscaba pelea y lo burlaba porque era demasiado alto para su edad. “Sos tan alto que hasta los pantalones de mi papá te quedarían cortos. A vos te tendrían que llamar Obelisco”, se reía Martincito una y otra vez. Pero el Petiso lo dejaba reírse, porque su mamá cocinaba para la familia de ese fastidioso, y no quería que tuviera problemas por su culpa si lo sentaba en el piso de una piña.

—¿Qué pasa con ese pavo? –quiso saber el Petiso.

—Parece que lo llevan a Disney. Debe estar feliz –le contó Blas.

—Yo ahora tengo el gusto de la pasa de uva caliente en la boca y eso me hace feliz.

—No seas tonto. Mirá si vas a comparar un viaje a Disney con comerse una pasa de uva. Tenés cada idea vos.

El Petiso sonrió. Visto así, sonaba tonto.

—Digo que para los que no podemos viajar hay felicidades chiquitas, como tomar helado o jugar con un perro. Eso nomás.

—Sos un envidioso –embromó Blas mientras salía corriendo en picada–. ¡A qué no me alcanzás! El que llega último a la esquina es un cabrón.

La carrera fue pareja: el Petiso y Blas empataron en la esquina y se saludaron agitados para seguir cada uno a su casa.

—Nos vemos el lunes en la placita, Petiso.

—Chau, Blas. Pedile a Martincito que le mande saludos a Mickey.

Blas se alejó a las carcajadas, con la mano en alto. El Petiso se cruzó a la vereda de la sombra porque estaba tan transpirado que la ropa se le pegaba a la piel.

Al llegar a la pensión, tiró la mochila en la cama, se sacó las zapatillas sin desatarse los cordones, abrió la heladera y se quedó un ratito ahí, sintiendo el frío.

Este fresco ahora es la felicidad. Mañana quién sabe, pensó.

En eso, unos golpes secos sonaron en la puerta de chapa.

—¿Quién es? –preguntó el Petiso extrañado.

Cuando abrió, su pregunta se contestó sola. Era María, la vecina, que tenía la mirada enrojecida y la mano en la boca.

—¿Qué pasa? –se alarmó el Petiso.

—Llamaron del trabajo de tu mamá. Parece que se enfermó de golpe –titubeó María.

El Petiso recién ahí se dio cuenta de que todavía tenía el guardapolvo puesto. Se lo quitó y comenzó a buscar las
zapatillas.

—¿Está en la salita como la otra vez? Ahora la voy a buscar.

—No, no podés ir a buscarla, querido.

El Petiso explotó. Su felicidad sí que era corta.

—Cómo no voy a poder. ¡Si soy el hijo! Algo tengo que hacer.

—Es que murió. Ya no hay nada que hacer.

El día del Petiso se desmoronó como una torre de naipes mal puestos. Ninguna de sus pequeñas felicidades podía rescatarlo ahora de la confusión, de la presión en la cabeza transpirada, de la angustia en la garganta, de las ganas de que fuera una pesadilla.

Veía que la vecina gesticulaba, pero no escuchaba palabras. Veía que otros se acercaban a su puerta y lo miraban como si fuera un cachorro perdido. Él no quería lástima ni explicaciones.

—Hay que enterrarla al lado de mi abuela. Eso es lo que ella quería –se escuchó decir.

Y todos asintieron con la cabeza, le dieron palmadas en el hombro, le ofrecieron té caliente, agua fría, hacerle compañía, dejarlo solo, llamar al curita. De todo, aceptó que lo dejaran solo y que llamaran a Rolo, el curita en el que su mamá tanto confiaba cuando tenía alguna pena.

Cuando cerró la puerta y dejó las miradas de lástima del otro lado, el silencio se le clavó en el alma. Se tiró en la cama. Pensó en ir a pegarle a Martincito por todas las que le hizo, ahora que podía. Pensó después en cantar bajito, para calmarse. Pensó también que ya nada lo ataba a esa pieza, ni a ese pueblo, y que ya nadie podía decirle lo que tenía que hacer. Pensó además en ir a buscar a su mamá, pero no quería verla muerta. La imaginó sonriente, con un cucharón en la mano y olor a cebollas fritas en el pelo. Y al imaginarla así, como una reina cocinera, lloró como nunca había llorado y como nunca más iba a llorar. Lloró lágrima por lágrima sin entender cómo su mamá podía dejarlo solo de un momento para otro.

De tanto llorar, se quedó dormido. Con los dientes apretados y los puños hundidos en el colchón, soñó con un mar de olas bravas en el que se hundía, incapaz de pedir auxilio. De pronto, en el sueño, se dio cuenta de que nada podía hacer y se dejó llevar por el agua con la indiferencia del que sabe que va a morir. Pero unos golpes metálicos comenzaron a retumbar en el aire. ¿Truenos? ¿Disparos? ¿Tambores?

El Petiso aspiró una bocanada de aire y abrió los ojos, ahogado. Los golpes seguían pero ya estaba despierto.

—Petiso, abrí. ¿Estás bien?

Reconoció la voz del curita y saltó de la cama. Cuando abrió, el curita lo abrazó sin decir nada. Y el Petiso se dejó abrazar, porque estaba cansado de hacerse el fuerte.

—¿Merendaste? –preguntó el curita.

El Petiso miró el reloj de pared. Eran más de las siete.

—No, ni me di cuenta –respondió.

—Vamos a hacer un mate cocido y charlamos –invitó el curita mientras ponía la pava al fuego.

El Petiso se asomó por la ventana. El patio de la pensión ya estaba oscuro y era raro estar a esa hora sin su mamá.

La explosión del silbido de la pava interrumpió el silencio incómodo que se había instalado en la pieza. El Petiso no quería hablar y el curita estaba buscando las palabras para decir lo que tenía que decir.

—Decime, Peti, ¿cómo es tu nombre de verdad? El del documento digo.

El Petiso se lo sabía completo, aunque hacía años que nadie lo llamaba así.

—Sergio Ariel Villalba –recitó solemne.

—Bien, necesito que busques tus papeles, porque cuando dejes la pieza es importante que no te los olvides.

—¿Y por qué voy a dejar la pieza? –se alarmó el Petiso.

El cura suspiró. Preparó el mate cocido en un jarrito de aluminio y se lo acercó al Petiso, que no le sacaba los ojos de encima.

—Tomalo, está calentito.




Cuando estuvo listo, casi como un ladrón, el Petiso salió de la pieza tan sigiloso que ni su sombra se hubiera dado cuenta de que estaba huyendo.

Antes de atravesar la puerta de la pensión, miró a su alrededor. No había un alma a esa hora, porque el calor invitaba a la siesta larga, profunda, y seguro que todos andaban en eso. Se imaginó volviendo triunfante, de la mano de su papá, y a todos los vecinos festejando con aplausos. “Si seré pavo”, se dijo el Petiso avergonzado por sus fantasías de héroe.

Sin pensarlo dos veces cerró el portón. Y sin pensarlo ni una vez, rumbeó para la ruta a hacer dedo con todas las pertenencias que tenía en esta vida metidas en un bolso.