Mi Fausto
(Esbozos)
Diálogo del árbol
Traducción y notas de
José Luis Arántegui
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Del mismo autor
en La balsa de la Medusa:
4. Escritos sobre Leonardo da Vinci
18. La idea fija
39. Teoría poética y estética
62. Estudios filosóficos
64. Escritos literarios
98. Monsieur Teste
100. Piezas sobre arte
110. Eupalinos o el arquitecto. El alma y la danza
Paul Valéry
Mi Fausto
(Esbozos)
Diálogo del árbol
La balsa de la Medusa, 134
Colección dirigida por
Valeriano Bozal
Título original: Mon Faust - Dialogue de l'arbre
© Editions Gallimard, 1946
© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-167-9
Mi Fausto (Esbozos)
Lust. La dama de cristal
El solitario. Maldiciones de universo
Apéndice. Le solitaire (pasajes en verso)
Diálogo del árbol
(Esbozos)
Al lector
de buena fe y mala voluntad
El personaje de Fausto y su espantoso compinche tienen derecho a cualquier reencarnación.
El acto genial de recogerles hechos unos títeres de la feria o de la leyenda, y llevarles, como por efecto de su propia temperatura, al más alto grado de existencia poética, parece que hubiera de prohibir para siempre a cualquier otro empresario de ficciones tomarles por sus nombres y obligarles a moverse y manifestarse en nuevas combinaciones de sucesos y palabras.
Mas nada demuestra la potencia de un creador con mayor certeza que la infidelidad o insumisión de su criatura. Cuanto más viva la ha hecho, más libre. Aun su rebelión enaltece a su autor: Dios lo sabe...
El creador de estos dos, de Fausto y del Otro, los engendró tales que vinieran a ser después de él instrumentos del espíritu universal: desbordan de lo que en su obra fueron. Él les dio antes «empleos» que papeles; los consagró para siempre a expresar ciertos extremos de lo humano y lo inhumano; y así, los desvinculó de cualquier aventura particular. De modo que me he atrevido a servirme de ellos.
Tantas cosas han cambiado en este mundo desde hace cien años, que bien podía uno dejarse seducir por la idea de sumergir en este espacio nuestro, tan diferente de aquel de los primeros lustros del siglo XIX, a los dos famosos protagonistas del Fausto de Goethe.
Entonces, cierto día de 1940, me sorprendí hablando a dos voces, y me dejé llevar a escribir cuanto venía. De manera que así, con presteza y sin plan, lo confieso, sin cuidarme de acciones ni dimensiones, esbocé los actos que aquí ofrezco de dos piezas muy diferentes, si es que lo son. Veladamente, me encontraba algo así como el vago propósito de un tercer Fausto, que podría comprender un número indeterminado de obras más o menos hechas para el teatro: dramas, comedias, tragedias o fantasías escénicas, según la ocasión; verso o prosa, según el humor; producciones paralelas, independientes, que yo sabía, empero, que jamás existirían... Pero así es como de escena en escena, de acto en acto, se compusieron estas tres cuartas partes de Lust y esos dos tercios del Solitario reunidos en este volumen.
P. V.
La dama de cristal
(Comedia)
ACTO PRIMERO
Gabinete de trabajo de Fausto
ESCENA PRIMERA
Al levantarse el telón, FAUSTO y LUST riéndose a carcajadas.
FAUSTO.–¡Basta, Lust! ¡Vale ya! ¡Aquí no se ríe! (Ella deja de reír.) ¡Si usted supiera lo que es la risa! (Ella vuelve a reírse a más y mejor.) ¡Basta le digo... basta! Es insoportable. O váyase usted a reír al jardín...
LUST.–Perdón, Maestro.
FAUSTO.–¿Y de qué se reía?
LUST.–Pues... una idea que tenía.
FAUSTO.–¿Qué idea?
LUST.–(Nuevo ataque de risa.) Una hi... hi... idea... (Deja de reir.) Fíjese, ¿pero usted ha visto?... una idea... no sabría cómo contársela... lo primero, que seguro que no es del todo una idea; y luego, que me noto que me volverá a entrar la risa, como me ponga otra vez con esa cosa del espíritu que me hace cosquillas por todo el bicho... No se crea, que a mí no me gusta esto de reír... ¡hace un daño!...
FAUSTO.–Y a mí me aburre, y pierdo el tiempo esperando que a usted se le agote su carga de potencia pueril...
LUST.–Perdón, Maestro... Un poco es culpa suya. Demasiado sé yo lo que es reír. El otro día, me dictó usted que reír es rehusarse a pensar, y que el alma se desembaraza de una imagen que le parece imposible, o inferior a la dignidad de su función... igual que hace... el estómago, con todo aquello de lo que no quiere asumir responsabilidades, y por el mismo procedimiento, una convulsión grosera.
FAUSTO.–¿Y qué, no es verdad? ¿Y no es muy notable que alma y estómago recurran por igual a la fuerza bruta para... rechazar?
LUST.–Sí, pero reír es menos repugnante.
FAUSTO.–Eso depende de quién se ría... Bueno... ¿y su idea?
LUST.–Perdón, Maestro... Resulta que hace un momento, de repente, estaba pensando otra vez en su hermosa definición... no sé qué es lo que ha dicho que me ha hecho pensar en ella; y mira por dónde, al llegar a las palabras «convulsión grosera», algo, no sé bien qué, ha querido que yo me riera, ¡y ya, hecho...! Inútil resistirse. Y más, cuando a cada pausa yo misma me decía convulsión grosera, convulsión grosera... ¡Ésta, para el Maestro: aquí tiene una convulsión grosera que observar!... ¡Qué tontería... qué tontería!...¡Y me reía!
FAUSTO.–¡Está bien, ríase, ríase! (Ella ríe.) ¿Sabe que como convulsión grosera no está nada mal... enseña usted unos dientes pero que muy blancos, señorita, y ese bello desorden, esa hermosa agitación con que su cuello desmandado se bate en retirada, podría hacer cundir una de esas deserciones del pensamiento que llevan muy lejos... Guárdese usted de reír delante del primero que pase.
LUST.–Pero dicen que la risa desarma...
FAUSTO.–Pero lo que no dicen es que está inerme.
LUST.–Perdón, Maestro, perdón otra vez. No lo haré más.
FAUSTO.–Estoy tan seguro de eso como usted. Vale. ¿Está dispuesta a concederme un poco de trabajo? Bien. Retomemos lo que le dicté ayer.
LUST.–¿Las memorias, o el tratado?
FAUSTO.–Ya le he explicado, ayer mismo, que estaba haciendo de las dos una sola obra.
LUST.–No le había entendido. Es que a veces su espíritu se eleva tan deprisa y tan alto que...
FAUSTO.–No está aquí para entender, pequeña. Está para escribir lo que yo le dicte, releerme lo dictado, y aparte de eso... aparte de eso, para no resultar desagradable al mirarla sin reflexionar ¿Entiende?
LUST.–Como no estoy aquí para entender...
FAUSTO.–Entienda lo que le digo, y no se meta a entender lo que le dicto, ¿está claro? ¿O es que hay que explicárselo?: le dicto lo que pienso. Mientras pienso, mientras espero a mi pensamiento... o alguna palabra más afortunada que la más afortunada de las ya venidas, conviene que mis ojos estén ocupados en algún objeto particularmente propicio, en el que se queden prendidos y se entretengan inocentemente, como la mano que distraída halaga y acaricia, bien lejos del espíritu, cualquier cosa, un adorno o un marfil que le son familiares...
LUST.–Soy yo, Maestro, la que se siente halagada por desempeñar este papel, tan honroso y modesto, de objeto particularmente propicio para hacer discretamente que la máquina de sus pensamientos marche con suavidad... Pero ¿no cree usted que a esa mano distraída le resultaría de verdad más agradable acariciar una bonita gata, dulce y tibia, que un marfil, que es duro y frío?
FAUSTO.–¿Una gata? ¡Dulce, y tibia! ¡La idea no es absurda! Pero no abuse de ella... ¡Vamos, a trabajar!... Primeramente, he de repetirle la economía de mi proyecto, para que no cometa más errores con el orden de los fragmentos. Capte bien mi propósito general: puedo escribir mis memorias... por otra parte, puedo componer diversos tratados sobre temas varios. Pero eso justamente es lo que no quiero hacer, y lo que me aburriría hacer. Y además, lo encuentro una especie de falsificación, eso de separar el pensamiento, aun el más abstracto, de la vida, aun la más...
LUST.–¿...viva?
FAUSTO.–Digamos la más vivida... Así es que he resuelto insertar pura y simplemente, tal como me vinieron, mis observaciones, especulaciones y tesis en el relato, francamente asombroso, de cuanto aconteció y de mi trato con hombres y cosas...
LUST.–¿Con hombres nada más?
FAUSTO.–Y mujeres, sin duda.
LUST.–¿Hombres y mujeres nada más?
FAUSTO.–Y algunos otros personajes de alto rango, o de muy bajo, que ni son hombres ni mujeres.
LUST.–Entiendo... He oído decir que toda persona extremadamente superior no era de ningún sexo, o de los dos.
FAUSTO.–Venga, vuelva a leerme ese comienzo.
LUST.–(Coge su cuaderno y lee.) «Tratado de la Aristía. La aristía es el arte de la superioridad...»
FAUSTO.–¡Que no!... la aristía no debe aparecer hasta el capítulo décimo, o undécimo...
LUST.–(Coge otro cuaderno.) Perdón... ¿Entonces será esto... (lee) «Eros energúmeno...»?
FAUSTO.–¿Pero qué dice?... ¿Qué título es ése?...
LUST.–Me lo habrá dictado usted. Yo leo lo que pone. Igual he oído mal.
FAUSTO.–¿Eros energúmeno?... ¡Eso es imposible! ¿Eros energúmeno?... Eso no es mío. Pero no está mal. Sea fruto del azar, trabuque mío, o distracción suya, me gusta: ¡me lo quedo! Eros energúmeno, Eros como fuente de una energía extrema... ¡Ya estoy viendo lo que puedo sacar de ahí! Sí. Con que apúnteme ese título en un papel rosa... Toda una bacanal de ideas se agita en mí tras esas dos palabras. Para qué más: ¡Eros energúmeno!... Algún día encontraremos el tesoro del que son la clave... ¡Venga!
LUST.–Apuntado... Esto sí que es el genio...
FAUSTO.–¿A que sí?... Ya ve que simple. Se trata de ser sensible a cualquier azar. Venga, encuéntreme ya de una vez el comienzo de mis memorias.
LUST.–¡Ah!, esta vez sí que lo tengo. Aquí está... (lee) «Memorias de mí, por el profesor doctor Faustus, miembro de la academia de ciencias muertas, etc. Héroe de varias obras literarias reputadas...»
FAUSTO.–El título está bien... Añada: «literarias y musicales muy reputadas...». Sigamos.
LUST.–«Al lector de buena fe y mala voluntad...»
FAUSTO.–Es el lector ideal... Lo pondré en latín... Déle...
LUST.–(Lee.) «Tanto se ha escrito sobre mí que ya no sé quién soy. Ciertamente no he leído todas esas obras, tan numerosas, y sin duda hay más de una cuya existencia ni siquiera me ha sido señalada. Pero aquellas de que he tenido conocimiento me bastan para darme una idea singularmente rica y múltiple de mi propio destino. De suerte que puedo escoger libremente lugar y fecha de nacimiento entre varios millares, todos igualmente atestiguados por documentos y testimonios irrefutables, producidos y discutidos por críticos equivalentemente eminentes. De manera semejante, con el corazón en la mano me cabe dudar si he estado casado o no, si una o varias veces; si mi esposa tuvo una conducta conforme a la costumbre...» Perdón, Maestro, pero esto es un poco... ambiguo...
FAUSTO.–En mí, todo debe serlo... Por lo demás, la costumbre es lo que uno quiera, en materia de conducta... Siga.
LUST.–(Lee.) «... conforme a la costumbre o a la naturaleza; y otro tanto ocurre con mis modales, de los que se puede y se debe decir todo, ya que soy un hombre célebre...». ¿De verdad?
FAUSTO.–Sin duda... son las otras caras de la gloria. Siga.
LUST.–(Lee.) «De todo ello resulta que mi vida, tal como la recuerdo, se entremezcla con todas esas vidas no menos imaginarias, pero tampoco menos auténticas, que se me han atribuido. Poco importa. Eso es lo que yo soy...» Es maravillloso... Decir que existe... y que es todo usted.
FAUSTO.–¿Y usted que sabrá...? Siga.
LUST.–(Lee.) «Poco importa. Eso es lo que yo soy. El pasado no es más que una creencia. Una creencia es una abstención de las potencias de nuestro intelecto, al que repugna formarse todas las hipótesis concebibles sobre cosas ausentes y darles a todas igual fuerza de verdad. Pero jamás me abstuve de dar forma así a lo que debía ser mi historia; y por consiguiente yo, propiamente hablando, no tengo pasado. Lo que he hecho, lo que he querido hacer, lo que hubiera podido hacer, están ante mí en estado de ideas igualmente vivas; y me encuentro capaz por igual de cada una de las aventuras que mi memoria me presenta o me prestan mis biográfos con tal generosidad. Con todo...»
FAUSTO.–¿Con todo...?
LUST.–Es todo. Aquí se paró... Vinieron a recordarle la hora de la gran cena de gala con el Ministro de la Intelectualidad. Tuvo que ponerse ese traje suyo tan bonito, con la espada, y las cintas, y las plumas, y las estrellas... Estaba usted magnífico de verdad, ¡un auténtico príncipe de las ideas!
FAUSTO.–¡Las he hecho esclavas mías!... Dígame: ¿no encuentra todo esto bastante abstracto, jovenzuela?
LUST.–¿Le tengo que decir la verdad?
FAUSTO.–Le dejo que escoja la mentira que le parezca más digna de ser la verdad.
LUST.–¡Ay, Maestro!, que yo no tengo tanto ingenio para poder escoger. Usted lo que quiere preguntar es si ese trozo no es demasiado abstracto, ¿y qué le voy contestar yo? Le confieso que casi no escucho lo que releo... Y cuando me dicta, siempre estoy pensando en otra cosa, mientras escribo.
FAUSTO.–¡Cómo...! Entonces ¿no puedo apoyarme en usted para nada?
LUST.–¡Al contrario, Maestro!... Si yo pensara en lo que me dicta, escribiría peor... Llegaría a mezclar cosas mías en su hermoso estilo.
FAUSTO.–Quizá quedara bastante bien... Pequeños arroyos de agua fresca en mi arena reseca... ¿Y qué se le viene en mente, por ejemplo?
LUST.–Oh... naderías. Naturalmente. Cualquier cosa. A veces preguntas indiscretas. No se puede estar cerca de usted sin pensar en un montón de cosas...
FAUSTO.–¿Como qué? Dígame un poco.
LUST.–No.
FAUSTO.–Sí. Yo quiero. Es preciso. Ya que le dicto mis memorias, me expongo a toda su curiosidad... ¡A propósito!, le prevengo... es mi deber prevenirla de que en estas memorias que he emprendido llegará con toda seguridad más de una página que quizá le resulte bastante embarazoso escuchar. Y aún más, releérmelo a continuación. Pero quiero dar la impresión de sinceridad más fuerte y más punzante que haya podido dar jamás libro alguno, y no se logra tan poderoso efecto sino cargando uno con todos los horrores, ignominias íntimas o experiencias execrables, ciertas o falsas, que un hombre pueda haber cavilado. No hay nada tan vil o tan tonto que no dé un toque de verdad a la historia de uno mismo. Por consiguiente, si sus castos oídos...
LUST.–¿Mis oídos?... ¡Pero cómo!, ¡hasta los oídos! Eso sí que no lo sabía... ¿Así que los oídos pueden no ser castos? ¡Mis lindas orejitas! Pero ¡vaya inventos! ¿Qué diantres se puede hacer con las orejas, aparte de un pequeño agujerito para las perlas...?
FAUSTO.–El hecho es que los oídos llaman a las perlas... Son encantadoras, esas pequeñas orejas... (Coge una entre sus dedos.) Maravillosamente desplegadas... Hechas para oír sin comprender, y para captar lo que no se dice. Estoy seguro de que ésta entiende muy bien lo que le estoy contando en este momento. (Suelta la oreja.) La naturaleza tiene cierta debilidad por las espirales nacaradas, con las que moldea raras joyas en la mar, y ese adorno que son los oídos a ambos lados de una cabeza bonita... Pero no, se trataba de algo muy distinto. Quería decirle que si no se siente segura, completamente segura de que no le va a molestar ni a chocar... ni a interesar... ni a interesarle demasiado lo que le dicte, será mejor para usted y para mí que vaya pensando en un empleo menos expuesto para sus talentos...
LUST.–Maestro, si entiendo lo que me dicte, puedo oírlo, y si no lo entiendo...
FAUSTO.–Si no lo entiende, intentará entenderlo; y eso es lo peor, con mucho. ¿Quién sabe qué se inventará? Los inocentes son terribles. Usted misma me dice que ya le vienen a la mente preguntas indiscretas, y eso que aún no le he dictado nada que no sea perfectamente puro.
LUST.–¿Mis preguntas, Maestro? La verdad, no había más que una...
FAUSTO.–Diga.
LUST.–¡Oh, no...! Jamás me atrevería...
FAUSTO.–Sí. Yo lo quiero. Lo ordeno. Hay que llegar hasta el final. Hasta el final, sin el que...
LUST.–¿Sin el que qué...?
FAUSTO.–Sin el que todo el resto de sus pensamientos que se reserve para usted le pesará en el corazón, mientras la sensación de su reticencia quizá se propague a mi espíritu. Y desde ese momento se acabó la confianza, y nuestro trabajo se resentirá. Pero a mí, por el contrario, me gustaría tanto tener la certeza de una confianza plena y clara entre nosotros, tener por secretaria una dama de cristal...
LUST.–¡Qué título más bonito! ¡La Dama de Cristal! Y además suena a apellido, un hermoso apellido: Lust de Cristal... La vizcondesa Lust de Cristal... Se pueden firmar novelas.
FAUSTO.–En fin, ¿lo quiere usted? ¿Se lo queda? Pues bien, ¡merézcalo! Sea transparente. Hable. Contésteme.
LUST.–Bueno, ya que es necesario.... ya que usted lo exige... ya que debo ser transparente... hablaré... le voy a preguntar... pero no me lo tome a mal... el espíritu sopla por donde quiere...
FAUSTO.–Error común. Sopla por donde puede, y lo que puede ¡Venga, hable!
LUST.–Pues bien, Maestro, ¿es verdad que ha tenido tratos con...?
FAUSTO.–¿El diablo? (Lust asiente con una seña.) Naturalmente. Como todo el mundo ¿Conoce usted a alguien que no haya tenido relaciones particulares con él? Es imposible. ¿Cómo hacer para no tenerlas? Haría falta no pensar, ni soñar, ni sentir... Mire, ¿qué hace usted en este momento, pequeña? Arde de ganas, joven Lust, arde por saber...
LUST.–Vaya, que si le ha visto.
FAUSTO.–Así se ha dicho. Así se ha escrito. Hasta se ha cantado, y mucho. Tan dicho, tan escrito y tan cantado, que he acabado por creérmelo... Pero ahora... empiezo a no creerlo.
LUST.–¿Después de tres mil representaciones? ¿Y por qué?
FAUSTO.–Es que mi destino es dar la vuelta entera a todas las opiniones posibles, pasar por todos sus puntos, conocer sucesivamente todos los gustos y todos los ascos, y hacer y deshacer y rehacer todos esos nudos que son los sucesos de una vida... Ya no tengo edad... Y esta vida no estará acabada hasta que no haya acabado por quemar cuanto adorara, y adorar cuanto quemara.
LUST.–¡Pobres de las señoras que le amaron! Las habrá metido al horno del laboratorio.
FAUSTO.–Sería inútil. Con la vida basta. Además, la mujer tira mal. Hay que estar vigilando la combustión todo el tiempo, y mantener el hogar. Es muy costoso, y cansado.
LUST.–Eso de la vuelta entera a las opiniones me recuerda al médico de mamá. Durante diez años le quitó la sal, bajo pena de muerte... Luego, se la volvió a poner; y estoy segura de que se prepara para desalarla otra vez, algún día. Pero... ¿y mi respuesta? Aún no la tengo... ¿de verdad le ha visto, lo que se dice ver? ¿Cómo es?
FAUSTO.–Pues lo que uno quiera. ¿Lo entiende?: lo que uno quiera. Todo lo que se quiere, se quiera lo que se quiera, siempre puede ser él.
LUST.–Sigo sin mi respuesta, Maestro... No tengo más que réplicas.
FAUSTO.–Y añadiré que se transforma en muchas cosas, bajo las cuales basta tener buen ojo para reconocerle. Fíjese, qué buen tiempo hacía ayer. Templado y suave, después de la tormenta... era él. Aquel pequeño banco al sol, que invitaba a cuanta languidez pueda proponer un banco suavemente dorado, y notablemente apartado, bajo unas hojas que lo acarician, eso es él. Cierto sabor a fresas, o más bien su recuerdo, aún más poderoso, sigue siendo él... Y usted misma, para perdición del paseante que se vuelve al pasar y ventea su vuelo... es él, Lust... él es usted misma.
(Llaman.)
LUST.–No, Maestro. Todo eso es literatura. Eso no es él.
FAUSTO.–¿Literatura? La literatura, ay, no siempre es él. Como se ha dicho a propósito de otra cosa, muy a menudo no tiene ni su encanto ni su profundidad... (LLaman. Entra el Sirviente Típico.) ¿Qué hay?
EL SIRVIENTE TÍPICO.–Señor profesor, es un señor.
FAUSTO.–¿Le ha dicho su nombre?
EL SIRVIENTE TÍPICO.–Es un señor que dice que era amigo del señor... es más bien grande, más bien flaco... No me he quedado con su nombre... habla con un acento curioso, más bien extranjero.
FAUSTO.–(Declamando.) Habla italiano con acento ruso...
EL SIRVIENTE TÍPICO.–No lo sé, señor.
FAUSTO.–Está bien. Hágale subir. (A Lust.) Señorita, sea tan amable de esperarme en el laboratorio, donde no vendría nada mal cierta idea de limpieza y una pizca de orden.
LUST.–Allí voy, Maestro. (Aparte.) ¡Es él!...
(Exit.)
ESCENA SEGUNDA
FAUSTO, MEFISTÓFELES, en levita de clergyman, muy
elegante, con orejas puntiagudas de cabrón.
MEFISTÓFELES.–Esta pequeña especie es sumamente curiosa respecto al diablo ¿Es que había que venir de rojo y en cuernos, con los alerones, las garras y la cola?
FAUSTO.–Estás muy bien así...¡Y te sirves de una puerta para entrar...! ¡Y hueles que embalsamas, a fe mía!
MEFISTÓFELES.–¿A que sí? Una ínfima modificación en el clásico sulfuro, y voy difundiendo la flor más halagadora para el olfato.
(Se instala tan guapamente sobre la mesa.)
FAUSTO.–Sabes muy bien que los perfumes son lo más traicionero del mundo. Anuncian, esbozan y denuncian los más deliciosos deseos. ¡Quien se perfuma se ofrece! Un gran santo pretendía que los olores impiden meditar.
MEFISTÓFELES.–Eso que llevaremos ganado. La meditación es un vicio solitario, que cava en el aburrimiento un agujero negro que la idiotez viene a colmar. Yo le debo mucho a la meditación... ¿Qué hay que hacer con esta muchacha?
FAUSTO.–No corras tanto. No se trata de deshojar una nueva Margarita.
MEFISTÓFELES.–¿Le has prometido perlas?
FAUSTO.–Que no...
MEFISTÓFELES.–Aquí tienes. (Abre la mano: cae una sarta de perlas.)
FAUSTO.–Que no, que no... Tú escuchas cuanto se dice, pero he notado que a menudo lo entiendes todo torcido. Estás lleno de ideas preconcebidas.
MEFISTÓFELES.–Confieso que he tenido una bonita idea, de las mejor preconcebidas, cuando te he colado en tu barullo de papeles la cuartilla del Eros energúmeno.
FAUSTO.–Ese título es arrebatador ¿Me lo das?
MEFISTÓFELES) ¡Convulsión grosera... tú... ja, ja, ja!