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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Tres mujeres

Título original: The Wives

© 2019 by Tarryn Fisher

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicada originalmente por Graydon House

© De la traducción del inglés, Isabel Murillo

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente - Diseño gráfico

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-700-7

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciseis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Treinta y cuatro

Treinta y cinco

Treinta y seis

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Para Colleen

 

UNO

 

 

 

 

 

Viene todos los jueves, cada semana. Ese es mi día, hecho a medida para mi nombre, porque casualmente me llamo Thursday. Es un día de esperanza, perdido en medio de los días más importantes; no es ni el principio ni el final, sino una parada. Un aperitivo del fin de semana. A veces me pregunto por los otros días, y si esos otros días se preguntarán por mí. Las mujeres somos así, ¿o no? Siempre preguntándonos cómo serán las otras, con una curiosidad y un odio que acaban cuajando en lagunas emocionales. Aunque eso de poco sirve, la verdad; si te pasas el día formulándote preguntas, todo acaba saliendo mal.

 

 

Preparo la mesa para dos. Noto que estoy un poco colocada cuando pongo los cubiertos y tengo que pararme un instante a pensar dónde va cada cosa según las normas de etiqueta. Me paso la lengua por los dientes y sacudo la cabeza para espabilarme. Estoy tonta; en la cena solo estaremos Seth y yo, es una cita en casa. Y no es que hagamos gran cosa más; no salimos a cenar muy a menudo por riesgo a ser vistos. Imagínatelo… no querer ser vista con tu propio marido. O que tu marido no quiera ser visto contigo. El vodka que me he tomado antes me ha puesto a tono, me ha relajado piernas y brazos y me siento más suelta. Estoy a punto de tirar el jarrón de flores al colocar un tenedor al lado de un plato: un ramo de rosas del tono rosado más claro que he encontrado. Las he elegido por su insinuación sexual, porque cuando te encuentras en una posición como la mía, controlar al máximo el juego sexual es de vital importancia. «Mira qué flores más delicadas, pétalos rosas, ¿no te hacen pensar en mi clítoris? ¡Estupendo!».

A la derecha de las flores vaginales coloco dos palmatorias de plata con velas blancas. Mi madre me dijo en una ocasión que bajo la luz titilante de la llama de una vela, las mujeres podemos parecer hasta diez años más jóvenes. Mi madre le daba importancia a esas cosas. Cada seis semanas, el médico le clavaba una aguja en la frente y le inyectaba treinta centímetros cúbicos de bótox en la dermis. Estaba suscrita a todas las revistas de moda que se te puedan pasar por la cabeza y coleccionaba libros sobre cómo conservar al marido. Nadie se esfuerza tanto en conservar al marido, a menos que ya lo haya perdido. En aquella época, cuando mis ideales no estaban aún contaminados por la realidad, la consideraba una mujer superficial. Yo albergaba grandes planes para ser cualquier cosa que no fuese mi madre: ser amada, tener éxito, tener unos hijos preciosos. Pero la verdad es que los deseos del corazón no son más que una corriente que va en contra de la marea de tu crianza y la naturaleza de tu carácter. Puedes pasarte la vida nadando contra ella, pero al final te cansas y la corriente de los genes y la educación que has recibido te engulle. Acabé convirtiéndome en una mujer muy parecida a ella y solo un poco parecida a mí.

Acciono la rueda dentada del encendedor con el pulgar y acerco la llama a la mecha. El encendedor es un Zippo, con una gastada bandera de Gran Bretaña estampada en la carcasa. La lengua parpadeante de fuego me recuerda mi breve temporada con el tabaco. Para hacerme la interesante, básicamente; nunca me tragué el humo, pero me encantaba ver aquella cerecita encendida entre mis dedos. Mis padres me compraron las palmatorias como regalo de inauguración de mi casa, después de que yo las viera en el catálogo de Tiffany’s. Me habían parecido terriblemente elegantes. Cuando eres recién casada, ves un par de palmatorias y te imaginas las infinitas cenas íntimas que acompañarán. Cenas muy similares a la que celebraremos hoy. Mi vida es casi perfecta.

Miro por la ventana en saliente del salón mientras doblo las servilletas. La vista del parque se extiende debajo de mí. Hace un día gris, típico de Seattle. La vista del parque es la razón por la cual elegí este apartamento en vez del otro, mucho más grande y bonito, el que domina Elliott Bay. Por mucho que sepa que la mayoría se habría decantado por el apartamento con vistas a la bahía, yo prefiero tener vistas sobre la vida de la gente. Una pareja con el pelo blanco está sentada en un banco, de cara al camino por donde circulan cada pocos minutos ciclistas y corredores. No se tocan, aunque sus cabezas se mueven al unísono cuando pasa alguien. Me pregunto si Seth y yo seremos igual que ellos algún día, pero me sube rápidamente el calor a las mejillas cuando pienso en las otras. Imaginar lo que me deparará el futuro es complicado cuando debes tener en cuenta a las otras dos mujeres que comparten tu marido contigo.

Pongo en la mesa la botella de pinot grigio que he elegido hoy en el mercado. La etiqueta es aburrida, sin nada que llame la atención, pero el hombre de aspecto austero que me la ha vendido me ha descrito con gran detalle su sabor y se iba frotando las manos mientras hablaba. Y a pesar de que apenas han pasado unas horas, no recuerdo muy bien qué me ha dicho. Estaba distraída, concentrada en la tarea de reunir todos los ingredientes. La cocina, tal y como me enseñó mi madre, es la única manera de conseguir ser una esposa.

Retrocedo unos pasos y examino mi trabajo. En términos generales, la mesa ha quedado impresionante aunque, de todas maneras, sé que soy la reina de la presentación. Todo está en su debido lugar, tal y como a él le gusta y, por lo tanto, tal y como me gusta a mí. No es que yo no tenga personalidad, sino simplemente que todo lo que soy está reservado para él. Como debe ser.

 

* * *

A las seis en punto, oigo la llave girar en la cerradura y luego el siseo de la puerta al abrirse. Oigo el clic que produce al cerrarse y las llaves de él entrando en contacto con la mesita del recibidor. Seth nunca llega tarde, y cuando vives una vida complicada como la suya, el orden es importante. Me paso la mano por el cabello que con tanto esmero me he ondulado y salgo de la cocina al pasillo para recibirlo. Está mirando el correo y las gotas de lluvia resbalan por las puntas de su pelo.

—¡Has recogido el correo! Gracias.

El entusiasmo de mi voz me produce turbación. No es más que el correo, por el amor de Dios.

Seth deja las cartas en la mesita de mármol de la entrada, al lado de las llaves, y sonríe. Noto un vacío en el estómago, luego calor y una oleada de excitación. Me acerco hasta quedarme a escasa distancia de él, aspiro su aroma y hundo la cara en su cuello. Es un cuello espléndido, bronceado y ancho. Sostiene una cabeza con una estupenda mata de pelo y una cara clásicamente atractiva, con una minúscula insinuación de picardía. Me acurruco en él. Cinco días sin el hombre que amas es mucho tiempo. En mi juventud, pensaba que el amor era una carga. ¿Cómo ibas a poder hacer cualquier cosa cuando debías tener en cuenta a otra persona durante todos los segundos del día? Pero cuando conocí a Seth, todo eso se fue por la borda. Me convertí en mi madre: permisiva, complaciente, abierta de brazos y piernas tanto a nivel emocional como sexual. Me emocionaba y me provocaba repulsión al mismo tiempo.

—Te he echado de menos —le digo.

Le beso la parte inferior de la barbilla, luego ese punto tan sensible que tiene junto a la oreja y a continuación, me pongo de puntillas para llegar a su boca. Estoy sedienta de sus atenciones y mi beso resulta agresivo e intenso. Emite un gemido gutural y su maletín cae al suelo con un ruido sordo. Me rodea con los brazos.

—Una bienvenida muy agradable —dice.

Presiona con dos dedos los nudos de mi columna vertebral, como si tocara el saxofón. Los masajea con delicadeza hasta que yo me retuerzo contra él.

—Podría ser aún mejor, pero la cena está lista.

Sus ojos se vuelven neblinosos y me emociono en silencio. He conseguido excitarlo en menos de dos minutos. Me gustaría decir: «Supera eso». Pero ¿a quién? Noto alguna cosa desenroscándose en mi estómago, una cinta que se desenrolla, que se desenrolla. Intento sujetarla antes de que vaya demasiado lejos. ¿Por qué siempre tengo que pensar en ellas? El secreto para que esto funcione consiste precisamente en no pensar en ellas.

—¿Qué has preparado?

Desanuda su bufanda y la enlaza alrededor de mi cuello, me atrae hacia él y me besa otra vez. Su voz suena ardiente y traspasa mi frío trance. Dejo de lado mis sentimientos, decidida a no echar a perder nuestra noche juntos.

—Huele bien.

Sonrío y echo a andar en zigzag hacia el comedor, unos buenos golpes de cadera para acompañar la cena. Me detengo en el umbral de la puerta para observar su reacción cuando vea la mesa.

—Lo haces todo bonito.

Intenta alcanzarme con sus manos fuertes, bronceadas, recorridas por gruesas venas, pero me revuelvo en broma para apartarme de él. A sus espaldas, veo la ventana bañada por la lluvia. Miro por encima del hombro de Seth; la pareja del banco se ha ido. ¿Qué cenarán? ¿Comida china por encargo? ¿Sopa de lata?

Paso a la cocina, asegurándome de que Seth no deje de mirarme en ningún momento. La experiencia me ha enseñado que si te mueves de la manera adecuada, los hombres no pueden despegar la mirada de ti.

—Costillar de cordero —digo, hablando por encima del hombro—. Cuscús…

Seth coge la botella de vino de la mesa, la sujeta por el cuello y la ladea para estudiar la etiqueta.

—Un buen vino.

En teoría, Seth no bebe vino; con las otras no bebe. Por motivos religiosos. Pero conmigo hace una excepción, que tengo anotada como otra más de mis pequeñas victorias. Lo he engatusado para que comparta conmigo tintos intensos, merlots y frescos chardonnays. Nos hemos besado, reído y follado borrachos. Solo conmigo; eso no lo ha hecho con ellas.

Una tontería, lo sé. Soy yo quien ha elegido esta vida, y no se trata de competir, sino de aportar, pero es imposible evitar llevar la cuenta cuando hay otras mujeres implicadas.

Cuando salgo de la cocina con la bandeja de la cena sujeta con dos manoplas, Seth ha servido el vino y está mirando por la ventana, saboreando una copa. Debajo de la ventana de la duodécima planta, la ciudad tararea su ritmo nocturno. Por la parte frontal delantera del parque discurre una calle concurrida. A la derecha, fuera de nuestra vista, está el Sound, salpicado de veleros y transbordadores en verano, y cubierto por la niebla en invierno. Desde la ventana del dormitorio, se ve una extensión de agua que puede estar en calma o revuelta. La vista perfecta de Seattle.

—La cena me da igual —dice—. Te quiero ahora.

Su voz suena autoritaria; Seth no suele dejar espacio para las preguntas. Es un rasgo de su personalidad que le ha resultado útil en todas las áreas de la vida.

Dejo la bandeja en la mesa. Mi apetito por una cosa se ha esfumado para ser sustituido por el hambre de otra. Sin despegar su mirada de mí en ningún momento Seth sopla las velas para apagarlas y pongo rumbo al dormitorio, palpándome la espalda en busca de la cremallera del vestido para empezar a bajarla. Muy despacio, para que él pueda mirar, retiro la capa de seda. Lo percibo detrás de mí: su voluminosa presencia, el calor, la anticipación de lo que está por llegar. Mi cena perfecta se enfría en la mesa, la grasa del cordero se solidifica en los bordes de la bandeja decorada con tonalidades anaranjadas y beis a la par que voy quitándome el vestido, me doblo por la cintura y dejo que mis manos se hundan en la cama. Tengo las muñecas cubiertas por el edredón cuando sus dedos me arañan las caderas y enganchan la cinturilla elástica de mis bragas. Me las baja, y cuando resbalan hasta la altura de mis tobillos, me libro de ellas de una patada.

El «tinc» del metal y luego el «zzzwiiip» de su cinturón. No se desnuda; solo se escucha el sonido amortiguado del pantalón cuando se desliza hasta sus tobillos.

Después, envuelta en un albornoz, recaliento la cena en el microondas. Noto una pulsación entre las piernas, un hilillo de semen en el muslo; estoy dolorida en el mejor sentido posible. Le llevo el plato hasta el sofá, donde, descamisado, Seth se ha tumbado. Con un brazo por encima de la cabeza, es la pura imagen del agotamiento. Por mucho que lo intente, me resulta imposible borrar la sonrisa de mi cara. Esta sonrisa de colegiala es como una grieta en mi fachada habitual.

—Eres preciosa —dice cuando me ve. Su voz suena ronca, como le sucede siempre después del sexo—. Me encanta follarte. —Me acaricia el muslo y coge el plato—. ¿Recuerdas esas vacaciones de las que estuvimos hablando? ¿Adónde quieres ir?

Esta es la esencia de la conversación postcoital con Seth: después de correrse, le gusta hablar del futuro.

¿Que si me acuerdo? Pues claro que me acuerdo. Recompongo mis facciones para parecer sorprendida.

Lleva un año prometiéndome unas vacaciones. Solos los dos.

Se me acelera el corazón. Llevo tiempo esperando esto. No quería presionarlo porque sé que está muy ocupado, pero aquí lo tengo: mi año. He estado imaginando todos los lugares donde podríamos ir. Al final, he restringido la búsqueda a un lugar de playa. Arenas blancas y aguas de color lapislázuli, largos paseos a orillas del mar dándonos la mano en público. ¡En público!

—Pensaba en algún sitio cálido —respondo.

No lo miro a los ojos, no quiero que vea lo ansiosa que estoy por tenerlo solo para mí. Soy absorbente, celosa y mezquina. Dejo que el albornoz se abra cuando me inclino para dejar la copa de vino en la mesa de centro. Introduce la mano y la ahueca para abarcarme un pecho, como sabía que haría. En ciertos aspectos, es muy predecible.

—¿Islas Turcas y Caicos? —sugiere—. ¿Trinidad?

¡Sí y sí!

Me instalo en el sillón, delante del sofá, y cruzo las piernas de tal modo que el albornoz vuelve a abrirse y deja a la vista un muslo.

—Elige tú —replico—. Has estado en más lugares que yo.

Sé que eso le gusta, lo de tomar las decisiones. ¿Y qué me importa a mí adónde vayamos? Mientras lo tenga durante una semana entera, sin interrupciones, sin compartirlo. Durante esa semana, solo será mío. Una fantasía. Pero ahora llega el momento para el que vivo y, que a la vez, tanto temo.

—Cuéntame qué tal te ha ido la semana, Seth.

Deja el plato en la mesita y se frota las puntas de los dedos. La grasa de la carne los ha dejado brillantes. Me gustaría acercarme y llevarme esos dedos a mi boca, chuparlos hasta dejarlos limpios.

—Lunes no se encuentra nada bien, el bebé…

—Oh, no —dijo—. Está aún en el primer trimestre, eso le durará unas cuantas semanas más.

Seth mueve la cabeza en un gesto de asentimiento y en sus labios asoma una leve sonrisa.

—Pero a pesar de las náuseas, está muy emocionada. Le compré uno de esos libros con nombres para bebés. Está subrayando los que más le gustan y cuando vaya a verla de nuevo los repasaremos juntos.

Siento una punzada de celos y la alejo de inmediato.

Esta es la parte más memorable de mi semana, oír detalles sobre las otras. No quiero echarlo a perder con sentimientos mezquinos.

—Emocionante, sí —digo—. ¿Y ella qué quiere, niño o niña?

Ríe y se levanta para ir a la cocina y dejar el plato en el fregadero. Oigo correr el agua y luego la tapa del cubo de basura después de que tire la servilleta de papel.

—Ella quiere niño. Con el pelo oscuro, como yo. Pero a mí me parece que, tengamos lo que tengamos, tendrá el pelo rubio, como ella.

Me imagino a Lunes: melena rubia lisa como una tabla, bronceado de surfista. Es delgada y musculosa, con una dentadura blanca y perfecta. Ríe mucho —sobre todo por las cosas que él dice— y está juvenilmente enamorada. Seth me comentó un día que tiene veinticinco años, pero que parece una colegiala. En condiciones normales, vería con malos ojos a un hombre que pensara eso, que persiguiera el cliché que los hombres buscan en las mujeres más jóvenes, pero en el caso de Seth no se aplica. A Seth le gusta la conexión.

—¿Me lo dirás cuando sepas lo que vais a tener?

—Falta aún para eso, pero sí. —Sonríe y la comisura de su boca se eleva—. Tenemos cita con el médico la semana que viene. Tendré que ir directamente hacia allí el lunes por la mañana.

Me guiña el ojo y carezco de la habilidad suficiente como para esconder mi rubor. Tengo las piernas cruzadas y muevo el pie hacia arriba y hacia abajo mientras noto el calor inundándome el vientre. Sigue ejerciendo sobre mí el mismo efecto que el día en que nos conocimos.

—¿Te preparo una copa? —pregunto, y me levanto.

Me acerco al mueble bar y le doy a la tecla «Play» del equipo de música. Por supuesto que quiere una copa, siempre quiere una copa durante las veladas que pasamos juntos. Un día me contó que en su despacho guarda ahora en secreto una botella de whisky y me regodeo mentalmente por mi mala influencia. Tom Waits empieza a cantar y cojo la botella de vodka.

Antiguamente le preguntaba por Martes, pero Seth duda más en hablar sobre ella. Siempre lo he atribuido a que Martes está en una posición de autoridad por ser la primera esposa. La primera esposa, la primera mujer que él amó. En cierto sentido, resulta desalentador saber que no soy más que su segunda elección. Me he consolado a menudo con el hecho de que sí soy la esposa legal de Seth, que a pesar de que ellos dos siguen juntos, tuvo que divorciarse de ella para casarse conmigo. Martes no me gusta. Es egoísta; su carrera profesional ocupa un papel dominante en su vida, el espacio que yo reservo para Seth. Y aunque lo desapruebo, tampoco es que la culpe por ello. Seth está fuera cinco días a la semana. Tenemos un día de rotación en el que vamos turnándonos, pero nuestro trabajo consiste en llenar la semana con cosas que no sean él; en mi caso, con estupideces como hacer cerámica, leer novelas románticas y ver Netflix. Pero en el caso de Martes, ella llena ese tiempo con su profesión. Busco mi bálsamo labial en el fondo del bolsillo del albornoz. Fuera de nuestro matrimonio tenemos vida. Es la única forma de mantener la cordura.

«¿Otra vez pizza para cenar? », solía preguntarle yo. Seth me reconoció un día que Martes era más una chica de comida preparada que una chica de cocinar.

«Tú siempre tan crítica con las habilidades culinarias de los demás», me replicaba entonces, en tono de broma.

Saco dos vasos largos y los lleno de hielos. Noto que Seth se mueve por detrás de mí, se levanta del sofá. La botella de refresco para el combinado sisea cuando la abro y relleno a continuación los vasos hasta arriba. Antes de que me haya dado tiempo a preparar las copas, lo tengo pegado a mí, besándome el cuello. Ladeo la cabeza para que pueda acceder mejor. Coge su copa, se acerca a la ventana y yo tomo asiento.

Lo miro desde mi lugar en el sofá, noto la humedad de la copa en la mano.

Seth se sienta a mi lado y deja la bebida en la mesa de centro. Estira el brazo para rascarme la nuca y ríe.

Sus ojos bailan, flirtean. Me enamoré de esos ojos y de que siempre parece que estén riendo. Esbozo una sonrisa y me recuesto en él para disfrutar de la sensación sólida de su cuerpo contra mi espalda. Sus dedos ascienden y descienden por mi brazo.

¿Qué nos queda por hablar? Quiero asegurarme de que estoy familiarizada con todas las áreas de su vida.

—¿El trabajo…?

—Alex…

Se interrumpe. Observo cómo se pasa el pulgar por el labio inferior, una costumbre que me encanta.

«¿Qué habrá hecho ahora?»

—Lo he pillado en otra mentira —dice.

Alex es el socio de Seth; fundaron juntos la empresa. Por lo que alcanzo a recordar, Alex siempre ha sido la cara visible del negocio: el que se reúne con los clientes y contrata a los trabajadores, mientras que Seth es el que gestiona la construcción de las casas, el que se ocupa de las subcontratas y de las inspecciones. Seth me contó que la primera vez que tuvieron un encontronazo fue por el tema del nombre de la empresa: Alex quería ver su apellido incorporado en el nombre del negocio, mientras que Seth quería que incluyera el término «Pacific Northwest». Lo resolvieron sin que ni el uno ni el otro se erigiera vencedor, y finalmente se decidieron por Emerald City Development. Con el paso de los años, su atención al detalle y la increíble belleza de las casas que construyen les ha proporcionado clientes de alto nivel. No conozco a Alex; Alex no sabe que existo. Piensa que la esposa de Seth sigue siendo Martes. Cuando Seth y Martes llevaban poco tiempo casados, fueron de vacaciones con Alex y su mujer, una vez a Hawái y otra vez a esquiar a Banff. He visto a Alex en foto. Es un par de centímetros más bajito que su mujer, Barbara, que fue en su día Miss Utah. Achaparrado y con calvicie incipiente, es un tipo que parece de lo más engreído.

Hay mucha gente que no conozco. Los padres de Seth, por ejemplo, y sus amigos de infancia. Como segunda esposa que soy, tal vez nunca se me brinde esta oportunidad.

—Oh —digo—. ¿Y qué ha pasado?

Mi existencia es agotadora, con tantos juegos que jugar. Es la maldición de la mujer. Ser directa, pero no serlo excesivamente. Formular preguntas, pero no demasiadas. Le doy un sorbo a mi copa y me recuesto en el sofá.

—¿Te gusta esto? —pregunta Seth—. Es un poco extraño, que preguntes sobre…

—Me gustas tú. —Sonrío—. Conocer tu mundo, lo que sientes y experimentas cuando no estás conmigo.

Y es verdad, ¿no? Amo a mi esposo, pero no soy la única. Están las otras. Mi único poder reside en que lo sé. Podría desbaratarlo todo, sacar ventaja de ello, follármelo hasta que reventara y luego fingir un interés distante e indiferente, todo ello formulando tan solo unas pocas preguntas en el momento adecuado.

Seth suspira y se frota los ojos con los puños.

—Vayamos a la cama —dice.

Le estudio la cara. Por esta noche, ya ha hablado bastante. Me tiende una mano para ayudarme y la acepto. Dejo que tire de mí para ponerme en pie.

Y esta vez hacemos el amor, con besos profundos mientras lo enlazo con las piernas. No debería preguntármelo, pero lo hago. ¿Cómo es posible que un hombre ame a tantas mujeres? ¿Que tenga una mujer distinta prácticamente a días alternos? ¿Y dónde me ubico yo en la categoría de sus favores?

Se queda dormido enseguida, pero yo no. El jueves es el día que no duermo.

 

DOS

 

 

 

 

 

El viernes por la mañana, Seth se marcha antes de que yo me despierte. He estado moviéndome de un lado a otro y dando vueltas en la cama hasta las cuatro y luego debo de haberme quedado profundamente dormida, puesto que no lo he oído marcharse. A veces me siento como una jovenzuela que se despierta sola en la cama después de una aventura de una noche, con él largándose sigilosamente antes de que le dé tiempo a ella de preguntarle ni tan siquiera su nombre. Los viernes siempre me quedo en la cama más rato y observo el hueco que ha dejado Seth en la almohada hasta que el sol entra por la ventana y me da directo en los ojos. Pero hoy el sol aún tiene que extender sus dedos sobre el horizonte y miro su hueco como si estuviera dándome vida.

Las mañanas son duras. En un matrimonio normal, te despiertas al lado de una persona, validas tu vida con su cuerpo empapado en sueño. Hay rutinas y agendas, que acaban siendo aburridas, aunque son también un consuelo. Yo no tengo el consuelo de la normalidad, un marido que ronque y al que poder dar patadas durante la noche, ni dentífrico pegado al lavabo que friegas y friegas con frustración. Seth no se percibe en las fibras de esta casa y eso, la mayoría de los días, me duele en el corazón. Pasa poco tiempo aquí y luego se marcha a ocupar la cama de otra mujer mientras la mía se enfría.

Miro el teléfono y la aprensión me provoca mariposas en el estómago. No me gusta enviarle mensajes de texto. Imagino que a diario se ve inundado por mensajes de las otras, pero esta mañana siento la necesidad de coger el teléfono y escribirle: «Te echo de menos». Él lo sabe, a buen seguro lo sabe. Cuando no ves a tu marido durante cinco días a la semana, él debe de saber que lo echas de menos. Pero no cojo el teléfono, y no le envío ningún mensaje. Con determinación, dejo caer las piernas por mi lado de la cama, me calzo las zapatillas y mis dedos acarician la suavidad de su lanilla interior. Las zapatillas forman parte de mi rutina, de mi búsqueda de normalidad. Voy a la cocina y observo la ciudad desde la ventana. En la 99 hay una serpiente de luces rojas de freno, la gente que va a trabajar está esperando a que cambie el semáforo. Los limpiaparabrisas se mueven hacia un lado y hacia otro, limpiando la lluvia fina de los cristales. Me pregunto si Seth estará entre ellos, pero no, cuando se marcha de aquí coge la 5. Cuando se marcha lejos de mí.

Abro la nevera, saco una botella de cristal de Coca-Cola y la dejo en la encimera. Busco en el cajón de los cubiertos el abridor y maldigo para mis adentros cuando un palillo se me clava en la uña. Me llevo el dedo a la boca y con la otra mano abro la botella. Solo guardo una botella de Coca-Cola en la nevera, y escondo el resto debajo del fregadero, detrás de la regadera. Cada vez que bebo una, la sustituyo. De este modo, parece que la misma botella de Coca-Cola esté eternamente allí. No engaño a nadie, solo a mí misma. Y quizás no quiero que Seth sepa que bebo Coca-Cola para desayunar. Se reiría de mí, y no me importa que se ría, pero a nadie le gusta que los demás sepan que desayunas con refresco. Cuando era pequeña, era la única de mis amigas a la que le gustaba jugar con Barbies. Con diez años de edad, ellas ya se habían pasado a los productos de maquillaje y la MTV, y por Navidad pedían a sus padres ropa en vez de la nueva caravana de Barbie. Mi amor por las muñecas Barbie me daba muchísima vergüenza, sobre todo después de que mis amigas se burlaran de mí por ello, diciéndome que era un bebé. En uno de los momentos más tristes de mi joven vida, recogí todas mis muñecas Barbie y las guardé en mi armario dentro de una caja. Aquella noche me dormí llorando porque no quería separarme de algo que adoraba, pero consciente también de que seguirían burlándose de mí si no lo hacía. Cuando unas semanas más tarde mi madre descubrió la caja de las muñecas mientras me guardaba la ropa limpia en el armario, me preguntó al respecto. Sin poder parar de llorar, le conté la verdad. Era demasiado mayor para seguir con mis Barbies y había llegado el momento de dar un paso adelante.

«Puedes jugar con ellas en secreto. Nadie tiene por qué saberlo. No tienes por qué abandonar lo que quieres por el simple hecho de que los demás lo desaprueben», me dijo.

Secretos: soy buena teniendo secretos, y también guardándolos.

Veo que se ha hecho una tostada antes de irse. Los restos de migas cubren la superficie y en el fregadero hay un cuchillo, sucio de mantequilla. Me regaño por no haberme levantado antes para prepararle alguna cosa. «La semana que viene», me digo. La semana que viene lo haré mejor, le prepararé el desayuno a mi marido. Seré una de esas esposas que ofrecen sexo y sustento tres veces al día. La ansiedad me encoge el estómago y me pregunto si Lunes y Martes se levantarán para prepararle el desayuno. ¿Habré estado pifiándola todo este tiempo? ¿Pensará de mí que soy negligente porque me quedo en la cama? Limpio las migas, las sacudo en la palma ahuecada de mi mano y las echo enrabietada al fregadero. Cojo la Coca-Cola y voy al salón. La botella está fría y bebo un trago mientras empiezo a pensar en todos los aspectos en los que podría mejorar.

 

 

Cuando me despierto, ha pasado un rato, la luz ha cambiado. Me siento y veo la botella de Coca-Cola tumbada sobre la mesa y una mancha marrón en la alfombra, a su alrededor.

—Mierda —digo en voz alta.

Me levanto. Debo de haberme quedado adormilada con la botella en la mano. Es lo que tiene pasarse la noche en vela, mirando el techo. Corro a buscar un trapo y un producto para quitar las manchas y me dispongo a limpiar la alfombra; me arrodillo y empiezo a frotar con energía. La Coca-Cola se ha secado en la alfombra de nudos de color crudo y ha quedado como un caramelo pegajoso. Estoy enfadada por algo, me doy cuenta de que estoy llorando. Las lágrimas se suman a la mancha de la alfombra y froto con más fuerza. Cuando la alfombra está limpia, me siento sobre los talones y cierro los ojos. ¿Qué me ha pasado? ¿Cómo me he convertido en la persona dócil que soy, en una persona que vive para los jueves y el amor de un hombre que se reparte tan tranquilamente entre tres mujeres? Si con diecinueve años alguien me hubiera dicho que mi vida iba a ser esta, me habría reído en toda su cara.

La semana que viene hará cinco años del día en que Seth me encontró. Yo tenía al caer el último examen de enfermería, un muro que no me sentía aún preparada para superar, y estaba estudiando en una cafetería. Llevaba dos días sin dormir y estaba en ese momento en el que bebía café como si fuese agua, simplemente para mantenerme despierta. Medio sumida en un estado de delirio, estaba balanceándome en la silla cuando Seth tomó asiento a mi lado. Recuerdo que su presencia me fastidió. Había cinco espacios libres que podría haber elegido, ¿por qué decidirse justo por el que estaba a mi lado? Era guapo, con el pelo negro y brillante y ojos de color turquesa, bien dormido, bien aseado y bien hablado. Me preguntó si estaba estudiando para ser enfermera y le respondí en tono cortante, aunque al instante me disculpé por haberme mostrado maleducada. Restó importancia al asunto y me preguntó si quería que me hiciese preguntas, como si fuera el examen.

Solté una carcajada, pero me corté cuando me di cuenta de que lo había dicho en serio.

—¿Quieres pasar tu viernes por la noche haciendo preguntas de examen a una estudiante de enfermería medio muerta? —le pregunté.

—Pues claro —respondió, sonriendo con los ojos—. Supongo que si con ello consigo que saques buena nota, no me dirás que no cuando te pida si quieres cenar conmigo.

Recuerdo que lo miré con el ceño fruncido, preguntándome si todo aquello no sería una broma. Si cabía la posibilidad de que lo hubieran mandado sus amigotes con la intención de humillar a la chica triste que estaba sentada en un rincón. Era demasiado guapo. De los que nunca se toman la molestia de perder el tiempo con chicas como yo. Porque aun no siendo fea, era de lo más normalita. Mi madre siempre decía que a mí me había tocado el don del cerebro y a mi hermana, Torrence, el de la belleza.

—¿Lo dices en serio? —le pregunté, sintiéndome de pronto muy consciente de mi cola de caballo poco arreglada y de que ni siquiera llevaba rímel.

—Solo si te gusta la comida mexicana —me respondió—. No podría enamorarme jamás de una chica a la que no le guste la comida mexicana.

—No me gusta la comida mexicana —le dije, y se llevó la mano al corazón como si estuviera muerto de dolor. Recuerdo que me eché a reír al ver a aquel hombre tan guapísimo fingiendo que le daba un infarto en una cafetería.

—Es broma. Pero dime, ¿qué tipo de ser humano complicado eres como para que no te guste la comida mexicana?

En contra de lo que hubiera sido sensato, y a pesar de que tenía una agenda loca e increíblemente ocupada, accedí a quedar con él para cenar a la semana siguiente. Al fin y al cabo, había que comer. Cuando me dirigía al restaurante a bordo de mi pequeño y machacado Ford, casi esperaba que no se presentara. Pero en cuanto salí del coche, lo vi esperando en la puerta, protegiéndose de la lluvia que inevitablemente manchaba los hombros de su gabardina.

Se mostró encantador durante el primer plato, formulándome preguntas sobre mis estudios, mi familia y qué tenía pensado hacer cuando acabara la carrera. Yo, entre tanto, iba mojando nachos en la salsa e intentando recordar la última vez en que alguien había mostrado tanto interés por mí. Encandilada, fui respondiendo con entusiasmo a todas y cada una de sus preguntas y, cuando acabamos de cenar, caí en la cuenta de que no sabía absolutamente nada de él.

—Eso lo reservamos para la cena de la semana que viene —me dijo, cuando saqué el tema a relucir.

—¿Y cómo sabes que habrá una cena la semana que viene? —le pregunté.

Se limitó a sonreírme y, justo en aquel momento, supe que tenía un problema.

 

 

Me ducho y me visto y solo me paro un momento para mirar el teléfono cuando estoy ya de camino hacia la puerta. Como Seth está ausente cinco días a la semana, siempre me presto voluntaria a trabajar los turnos de noche que no quiere nadie. Pasarme las noches sola en casa, pensando que él está con las otras, se me hace insoportable. Prefiero mantener la cabeza ocupada a todas horas, estar concentrada en algo. Los viernes voy al gimnasio y luego al mercado. A veces, como algo rápido con una amiga, pero últimamente todo el mundo parece estar demasiado ocupado como para poder quedar. La mayoría de mis amigas son o recién casadas o madres recientes, y nuestras vidas se han bifurcado en trabajo y familia.

El teléfono me informa de que Seth me ha enviado un mensaje de texto. «Ya te echo de menos. Me muero de ganas de que llegue la semana que viene».

Sonrío con pocas ganas y pulso el botón del ascensor. Es muy fácil expresar añoranza cuando siempre tienes a alguien a tu lado. Pero sé que no debería pensar así. Sé que nos ama a todas, que nos echa de menos a todas cuando no está con nosotras.

«¿Cenamos pizza cuando nos veamos el próximo día?». Mi intento de broma.

Me responde de inmediato con otro mensaje, esta vez con el emoticono que llora de tanto reír. ¿Qué hacía la gente antes de que existieran los emoticonos? Me parecen la única forma razonable de restarle peso a una frase cargada de sentimiento.

Guardo el teléfono en el bolso cuando entro en el ascensor y esbozo una leve sonrisa. Incluso en los días más duros, un pequeño mensaje de Seth lo arregla todo. Y días duros hay muchos, días en los que me siento incompetente e insegura sobre el papel que juego en su vida.

«A todas os quiero de forma distinta, pero igual.»

Me gustaría saber qué quiere decir con eso, los detalles. ¿Se refiere a nivel sexual? ¿Emocional? Y si tuviera que elegir, si tuviera una pistola apuntándole en la cabeza, ¿me elegiría a mí?

Cuando Seth me contó lo de su esposa, estábamos en un restaurante italiano llamado La Spiga, en Capitol Hill. Era nuestra cuarta cita. La sensación de torpeza que acompaña el proceso de dos personas cuando se están conociendo había desaparecido y habíamos pasado a una fase más cómoda. A aquellas alturas ya nos dábamos la mano… y nos besábamos. Seth me había dicho con antelación que quería comentarme un tema y yo había pensado que tal vez querría mantener una conversación sobre hacia dónde iba nuestra relación. Pero en cuanto la palabra «esposa» salió de su boca, solté el tenedor, me limpié la salsa de la pasta que pudiera haber en mis labios, cogí el bolso y me marché. Seth salió rápidamente a la calle en mi persecución y me encontró parando un taxi, y luego nos persiguió el camarero, exigiéndonos pagar la comida que habíamos dejado a medias. Estuvimos discutiendo en la acera hasta que Seth acabó suplicándome que volviera a entrar. Lo hice, cargada de dudas, aunque una parte de mí quería escuchar lo que tuviera que decirme. Pero ¿cómo era posible que tuviera algo que decirme? ¿Cómo podía un hombre justificar una cosa así?

—Sé que suena fatal, pero te ruego que confíes en mí. —Había bebido un largo trago de vino antes de continuar—. No tiene nada que ver con el sexo. No tengo ninguna adicción, si es eso lo que estás pensando.

De hecho, era justo lo que estaba pensando. Me crucé de brazos y esperé. Por el rabillo del ojo, vi al camarero pululando a nuestro alrededor. Me pregunté si estaría esperando a que saliéramos corriendo de nuevo del restaurante, dejando la cena sin pagar.

—Mi padre… —empezó a decir.

Lo miré con exasperación. La mitad del mundo conocido era capaz de inventarse cualquier excusa empezando con «mi padre». Pero esperé a que continuara. Yo era mujer de palabra. Y todo empezó entonces a flotar a mi alrededor.

—Mis padres… polígamos… cuatro madres…

Me quedé mirándolo, pasmada. De entrada pensé que me estaba mintiendo, que me estaba contando un chiste malo, pero noté algo en su mirada. Acababa de proporcionarme información sensible y estaba a la espera de mi valoración. Yo no sabía qué decir. ¿Cuál era la forma adecuada de responder a eso? Eran cosas que se veían en televisión… pero ¿en la vida real?

—Me crie en Utah —siguió explicándome—. Me fui de allí cuando cumplí los dieciocho. Y juré que estaba en contra de todas sus creencias.

—No entiendo nada —dije.

Y realmente no entendía nada. Estaba tensa, con las manos cerradas en puños bajo la mesa, con las uñas clavándose en mis palmas

Seth se pasó una mano por la cara y, de pronto, me pareció diez años mayor.

—Mi esposa no quiere hijos —me explicó—. Y yo no soy de esos, no soy de los que presionan a una mujer para que sea quien no quiere ser.

Y entonces lo vi desde una perspectiva nueva: como un padre con un hijo montado a caballito sobre sus hombros y otro pequeño a sus pies. Comprando helados y jugando a la pelota. Tenía los mismos sueños que yo, los mismos sueños que la mayoría.

—¿Y dónde entro yo en todo esto? ¿Andas acaso buscando una mujer reproductora y resulta que yo encajo en tu tipo?

Estaba siendo malvada, pero era una puñalada fácil. ¿Por qué me había elegido a mí y quién le había dicho que yo quisiera tener niños?

Me dio la impresión de que mi acusación le dolía, pero no me sentí mal por decírselo. Los hombres como él me ponían enferma. Pero si había vuelto a la mesa era para escucharlo, y estaba dispuesta a hacerlo. En aquel momento me pareció lo más absurdo que había oído en mi vida. Tenía una esposa, pero quería otra. Para fundar una familia. ¿Quién demonios se pensaba aquel tipo que era yo? Aquello era repugnante, y así se lo hice saber.

—Te entiendo —dijo, quedándose triste—. Te entiendo perfectamente.

A continuación, él pagó la cuenta y cada uno se fue por su lado, yo después de ofrecerle una gélida despedida. Posteriormente me comentó que nunca había imaginado que volvería a tener noticias de mí, pero cuando volví a casa, me pasé la noche entera dando vueltas en la cama, incapaz de dormir.

Me gustaba. Me gustaba de verdad. Tenía algo especial… carisma, quizás, o perspicacia. Fuera lo que fuese, cuando estaba con él nunca me hacía sentir inferior. No tenía nada que ver con los chicos con los que había salido en la universidad, que estaban siempre mirando su propio reflejo en tus ojos y te consideraban una relación «de aquí te pillo, aquí te mato». Sin embargo, cuando estaba con Seth, me sentía única. Dejé de lado todos aquellos sentimientos para llorar lo que imaginaba que habría sido el inicio de una prometedora relación. Tuve entonces un par de citas, una con un bombero de Bellevue y otra con el propietario de un pequeño negocio en Seattle. Ambas historias acabaron fatal, pues no hacía otra cosa que compararlos sin cesar con Seth. Y entonces, un mes más tarde, después de lamentar la pérdida de un hombre como nunca me había imaginado que lamentaría, me armé de coraje y lo llamé.

—Te echo de menos —le dije en cuanto cogió el teléfono—. No quiero echarte de menos, pero es la pura verdad.

Y entonces le pregunté si su mujer sabía que estaba buscando alguien para tener hijos. Se produjo una larga pausa en el otro lado de la línea, más larga de lo que me habría gustado. Y estaba yo a punto de decirle que se olvidase del tema cuando me respondió con un tembloroso «sí».

—Espera un momento —dije, pegándome el teléfono al oído—. ¿Has dicho «sí»?

—Estamos de acuerdo al respecto —replicó, con más confianza—. En que necesitaría estar con alguien que quisiera lo mismo que yo.

—¿Se lo contaste, quieres decir? —insistí.

—Después de nuestra primera cita, vi que lo nuestro podía acabar en algo y se lo conté. Sabía que corría un riesgo, pero también que entre nosotros había surgido algo. Una conexión.

—¿Y a ella le pareció bien?

—No… bueno, sí. Es duro, lo sé. Dijo que era el momento de buscar alternativas. Que me quería, pero que lo entendía.

Me quedé callada, digiriendo todo lo que me estaba diciendo.

—¿Podemos vernos? —sugirió—. Solo para tomar una copa o un café. Algo sencillo.

Me habría gustado poder decirle que no, ser la típica mujer fuerte y determinada que no cede ante nada. Pero sin quererlo, me descubrí haciendo planes para quedar con él en una cafetería a la semana siguiente. Cuando colgué, me obligué a recordarme que había sido yo la que lo había llamado y que él no me había manipulado en absoluto. «Aquí la que controlas eres tú —me dije—. «Tú serás su esposa legal». Pero estaba tan equivocada, tanto…

 

TRES

 

 

 

 

 

Terminado mi turno, llego a casa el sábado por la mañana y caigo muerta en la cama. Ha sido una noche larga, de esas que te fuerzan tanto que acabas mental y emocionalmente agotada. En la 5 se ha producido un choque en cadena en el que se han visto implicados diez coches y que ha acabado con una docena de personas en urgencias, y luego un problema doméstico que ha dado como resultado un hombre con tres heridas de bala en el abdomen. Su esposa se ha presentado diez minutos más tarde, con un niño colgado de la cadera y con una camiseta amarilla empapada en sangre. Gritaba diciendo que todo había sido un error. Las noches en urgencias solían ser auténticas películas de terror: heridas abiertas, gritos, dolor. Al final de la noche, los suelos acababan pegajosos por culpa de la sangre, embadurnados de vómito. Llevo uniforme negro para que no se vea tanta suciedad.

Estoy adormilada cuando oigo que la puerta de entrada se abre y se cierra, luego el silbido de un tren. Lo del tren forma parte de nuestro sistema de seguridad, que me avisa así cada vez que la puerta se abre. Me siento en la cama y abro los ojos de par en par. ¿Lo he soñado o acaba de pasar? Seth está en Portland; anoche me envió un mensaje de texto y no mencionaba que pensara volver a casa. Espero, completamente inmóvil, aguzando el oído, preparada para salir disparada de la cama y…

Con el corazón acelerado, giro la cabeza a derecha e izquierda en busca de un arma. La pistola que me regaló mi padre con motivo de mi veintiún cumpleaños está guardada en algún rincón del armario. Intento recordar dónde, pero estoy temblando de miedo. Otra arma, pues… Mi dormitorio es una colección de objetos blandos y femeninos; no tengo armas a mano. Retiro el edredón y me levanto, tambaleante. Soy una chica estúpida e indefensa que tiene una pistola y no sabe ni dónde está ni cómo utilizarla. ¿Se me habrá pasado cerrar la puerta con llave? Cuando he llegado a casa estaba medio dormida, me he descalzado de cualquier manera y… Pero entonces oigo la voz de mi madre en el recibidor, llamándome. La sensación de pánico desaparece, pero el corazón sigue retumbando con fuerza. Me llevo una mano al pecho y cierro los ojos. Oigo una cancioncilla pegadiza; cuando mi madre camina de un lado a otro, siempre va canturreando. Me relajo y mis hombros regresan a una posición normal y relajada. Es verdad. Iba a venir hoy a comer. ¿Cómo es posible que se me haya olvidado? «Estás cansada, necesitas dormir», me digo. Me arreglo un poco el pelo delante del espejo del tocador y me froto los ojos para intentar eliminar el sueño antes de salir de la habitación al pasillo. Cambio la expresión e intento poner cara de alegría.

—Hola, mamá —digo, corriendo a darle un pequeño abrazo—. Acabo de llegar a casa. Perdona, pero es que no he tenido ni tiempo de ducharme.

Mi madre se aparta de mi brazo para mirarme; su cabello perfecto captura la luz de la ventana y me doy cuenta de que acaba de retocarse las mechas.

—Estás fantástica —digo. Sé que es lo que se supone que tengo que decir, pero es la pura verdad.

—Pues a ti se te ve cansada —replica, y chasquea la lengua—. ¿Por qué no vas a ducharte y yo preparo algo de comer, en vez de salir por ahí?

Y así, en un abrir y cerrar de ojos, me veo despedida en mi propia casa. Es un misterio cómo mi madre es capaz de hacerme sentir todavía como una adolescente.

Muevo la cabeza en un gesto afirmativo, sintiéndome embargada por una oleada de gratitud, aun a pesar de su tono. Después de la noche que he pasado, la idea de tener que vestirme y arreglarme para salir me resulta insoportable.

Me doy una ducha rápida y cuando salgo, envuelta en el albornoz, mi madre ha improvisado un sándwich de ensalada de pollo sobre la base de un cruasán. Junto al plato, un vaso alto con cóctel mimosa. Tomo asiento, agradecida. Mi nevera recién abastecida no la ha decepcionado. Aprendí a cocinar observándola, y si algo subrayaba siempre mi madre, era la importancia de mantener la nevera bien abastecida por si había que preparar una comida sorpresa.

«¿Qué tal está Seth?» es su primera pregunta en cuanto se sienta delante de mí. Mi madre: siempre directa al grano, siempre puntual, siempre organizada. Es el ama de casa y la esposa perfecta.

—Cuando estuvo aquí el jueves, estaba cansado. No tuvimos oportunidad de hablar mucho.

La verdad. Temo que mi voz me haya traicionado y haya delatado alguna cosa más, pero cuando levanto la vista y la miro, veo que está ocupada con su plato.

—Pobre hombre —dice, cortando con determinación su cruasán. La parte inferior de sus brazos se bambolea cuando mueve el cuchillo como si fuera un serrucho y su boca forma una mueca de desaprobación—. Tanto ir de aquí para allá. Sé que los dos tomasteis la decisión correcta, pero eso no quita que siga siendo muy duro.