Primera edición: Febrero, 2017
© del prólogo y la selección de relatos:
Gerardo Cárdenas, 2017
© de los relatos: sus autores, 2017
© Vaso Roto Ediciones, 2017
ESPAÑA
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eISBN: 978-84-12214-60-4
BIC: DQ FYB
La identidad es una búsqueda siempre abierta.
CLAUDIO MAGRIS, Danubio
Prólogo
Clitemnestra Sor (crisálida)
| REY EMMANUEL ANDÚJAR
Boxeo de sombra
| REBECCA BOWMAN
Melting Pot
| PABLO BRESCIA
East River
| LOREA CANALES
Ciudadanía
| XÁNATH CARAZA
Narciso
| GERARDO CÁRDENAS
El nombre de las cosas
| NAYLA CHEHADE
La Ola
| LILIANA COLANZI
Tiempos concéntricos
| TERESA DOVALPAGE
Yukón
| RAFAEL FRANCO STEEVES
Ropa sucia
| MARTIVÓN GALINDO
En el fondo no son tan malos
| MANUEL HERNÁNDEZ ANDRÉS
El camino de Alfaro
| STANISLAW JAROSZEK
Elefantes
| BRENDA LOZANO
Un buen recuerdo
| ANA MERINO
Los mitos del barrio
| FERNANDO OLSZANSKI
La oración de Padrecito Andrés
| LUIS ALEJANDRO ORDÓÑEZ
Billie Ruth
| EDMUNDO PAZ SOLDÁN
Alma
| LILIANA PEDROZA
La infusión
| CRISTINA RIVERA GARZA
Helga
| RENÉ RODRÍGUEZ SORIANO
Ocho
| ROSE MARY SALUM
Sinfonía Macabra
| REGINA SWAIN
Sobrevivientes
| JENNIFER THORNDIKE
En el fondo del lago
| JOHANNY VÁZQUEZ PAZ
Autores
Bibliografía de consulta
Hablar de la literatura en español que se produce dentro de los Estados Unidos es hablar de una criatura híbrida, en permanente proceso de cambio, de pasado ambiguo y futuro desconocido. Es intentar asir la constante metamorfosis de una comunidad que, por número, constituye la minoría más numerosa de Estados Unidos y es integrante y descendiente de su mayor ola migratoria y que, desde la lengua, tiene los pies puestos a ambos lados de fronteras geográficas y culturales. Es un reto constante para la propia crítica literaria estadounidense, tan amiga de ponerlo todo en cajas y de ordenar estas en ficheros y anaqueles inmutables.
Tres olas migratorias han marcado la historia de Estados Unidos como nación (no cuento aquí la primera ola, que no fue migratoria, sino colonizadora, la de los pioneros y puritanos ingleses; mucho menos la ola africana, que, aunque masiva en número, no fue una ola migratoria, sino la trasterración forzada de cautivos esclavizados). La primera ola, que se produjo entre las décadas de 1840 a 1880, trajo a 5 millones de nuevos residentes, entre ingleses, irlandeses, alemanes y escandinavos; la segunda, que se desarrolló en los últimos veinte años del siglo XIX y concluyó con la Primera Guerra Mundial, trajo a 17 millones entre polacos, italianos, portugueses, griegos y una enorme diáspora judía procedente sobre todo de Rusia y Polonia.
La tercera ola, la que nos ocupa, la de la segunda mitad del siglo XX, comienza con la Segunda Guerra Mundial y el Programa Bracero, y tiene dos puntas sucesivas: la que ocurre con la reforma migratoria de 1965 y la que sigue a la reforma migratoria de 1986. Es documentada e indocumentada. Es, sobre todo, mexicana, cubana y puertorriqueña (esta última con su dualidad particular de ser, a un tiempo, ciudadana y migrante), pero progresivamente irá dando paso a las otras hégiras: las de República Dominicana, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Chile, Argentina, Perú. Migraciones económicas y políticas. Refugiados de guerras y dictaduras.
Estados Unidos nota esta migración cuando la evidencia numérica es innegable: el censo del año 2000 revela un crecimiento masivo de ese ente indefinible que la sociedad estadounidense llama «comunidad latina» y que abarca por igual al inmigrante de reciente ingreso y al descendiente de colonizadores españoles cuya familia vive en estas tierras desde el siglo XVI; al hispanohablante y a aquellos que teniendo apellidos españoles solo hablan inglés; al mexicano emigrado por razones económicas y al guatemalteco que escapa de la represión y la persecución, y al chileno que huyó de la dictadura. El siguiente censo, el de 2010, apuntalará aún más el crecimiento de la población latina o hispana y la ubicará, por vez primera, por encima de la población afroamericana. Al iniciar 2015, la cifra rebasa ya los 50 millones; la tendencia demográfica es que para 2030 la población hispana constituya un 25 % de la población total del país. Si se asume que los 50 millones hablan el español al mismo nivel –lo cual es engañoso, casi erróneo–, Estados Unidos tendría entonces la segunda población hispanohablante del mundo, solo por debajo de México y por encima de España, Argentina o Colombia.
No basta el conteo demográfico o el posicionamiento lingüístico para abarcar en su totalidad el fenómeno hispano o latino. Al contrario que otras migraciones previas, la hispana hizo triunfar sus propios medios de comunicación: hoy en día hay periódicos diarios, revistas semanales o mensuales, cadenas de radio, cadenas de televisión y espacios en Internet que exclusivamente comunican en español. La única experiencia previa parecida es la del alemán, cuando la inmigración alemana constituía la mayor de Estados Unidos y en ciudades como Chicago se hablaba el idioma abiertamente y había medios impresos en esa lengua. Esto fue radicalmente cortado con el estallido de la Primera Guerra Mundial y la acelerada asimilación germana en el mainstream estadounidense y angloparlante.
El español ha puesto su pica en tierras estadounidenses con mucha mayor agresividad. Prohibido o menospreciado hasta los años sesenta o setenta del siglo XX, el español florece de la misma forma en Nueva York o en Atlanta, en Chicago o en Birmingham, en Boston o en Nebraska. El idioma mismo pasa por un momento de intensa transformación: millones de hispanos se manejan cómoda y alternativamente en español e inglés, los mezclan, los estiran. Descreo de la existencia del espanglish como fenómeno o dialecto; sin embargo, existe un habla mixta que recurre a un idioma cuando otro es insuficiente, de forma alternativa y hasta cierto punto caótica. Pero hay algo más: así como la cultura estadounidense consagró un inglés mixto, estándar, para reconciliar o intentar reconciliar el legado de ingleses, irlandeses, galeses y escoceses, el español de Estados Unidos ha buscado también un punto medio, que no sea ni muy mexicano, ni demasiado cubano, puertorriqueño, dominicano, centroamericano o sudamericano.
Eso es hasta cierto punto ilusorio. El inglés estadounidense es solo estándar cuando se le produce mediáticamente, en cine, radio, televisión o programas noticiosos. En las calles hay acentos claramente marcados: Nueva York, Boston, Chicago, Atlanta, Miami –cada metrópoli tiene su acento–. Hay un acento sureño, y sus variedades (no es lo mismo el acento del norte de Florida que el de Tennessee, Texas o Louisiana; hay un acento del medio oeste, otro de la costa este, otro de Nueva Inglaterra, otro de la costa del Pacífico). Lo mismo ocurre con el español de Estados Unidos: en las calles se distingue claramente el acento mexicano del dominicano, el cubano del argentino, el guatemalteco del chileno. Pero los medios masivos producen la ilusión de un español neutro, que quiere abarcar todo. La presencia y alcance de estos medios constituyen la mayor apuesta que el español hace por ser permanente y no pasajero, y al mismo tiempo constituye su mayor reto. Se abre un nuevo punto de vista.
En ese contexto aparece la literatura. En Estados Unidos se produce novela, teatro, poesía, cuento y ensayo de autores latinos, para lectores mayoritariamente latinos. Pero, de nuevo, el fenómeno es ambiguo, inasible. La literatura latina o hispana surge como corriente y es reconocida como tal por la crítica establecida, en inglés. Cierto, hay quien considera desde la academia que los Naufragios y comentarios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca constituyen la primera obra de «literatura hispana» por cuanto esta relación narra las exploraciones del español en tierras que hoy son estadounidenses, y esto a pesar de que el libro se publicó por primera vez en España en 1542. Es posiblemente más adecuado considerar la novela ¿Quién lo hubiera pensado?, de María Amparo Ruiz de Burton, publicada en Filadelfia en 1885 en español, como la primera obra de literatura hispana en toda la extensión del término. Ruiz de Burton había nacido en 1832 en Baja California, pero se había mudado a Monterey, Alta California, hacia 1849 o 1850 y obtenido la nacionalidad estadounidense.
Sin embargo, casos como el de Ruiz de Burton fueron fenómenos aislados, lo mismo que los efímeros periódicos en español de Estados Unidos, comenzando con el pionero El Misisipí, de 1808. La literatura hispana, como corriente literaria reconocida por canon y crítica estadounidenses, es un fenómeno de la segunda mitad del siglo XX y es una corriente que se expresa en inglés. Por largo tiempo, esa corriente abarca solo la llamada literatura chicana, la literatura del exilio cubano y la literatura puertorriqueña, con especial enfoque en la literatura nuyorican, que encuentra una particular fuerza en la poesía. El canon es tan estricto que, aun iniciado el siglo XXI, estudiosos del tema que produjeron amplias y minuciosas antologías (como Nicolás Kanellos con el Hispanic Literature of the United States: A Comprehensive Reference,Louis Mendoza con Crossing into America: The New Literature of Immigration; o la copiosa recopilación en dos volúmenes Latino and Latina Writers, de Alan West-Durán) solo consideran aquellos textos que están exclusiva y originalmente escritos en inglés, pese a que cuando son publicadas, en 2003 y 2004, existe ya un corpus de literatura original en español escrita en Estados Unidos. Kanellos, Mendoza, West-Durán y otros habían además ignorado, o desconocían, las primeras antologías de literatura escrita originalmente en español en Estados Unidos y que al momento de escribir esto, e incluyendo la actual, rebasan ya la docena.
Proponemos entonces dos momentos de la literatura hispana, sin que sean necesariamente sucesivos o interrelacionados. El primero es el de la literatura en inglés, que podría arrancar con Pocho, de José Antonio Villarreal, publicada en 1959, y que se extiende hasta el momento actual con autores como Junot Díaz, Achy Obejas, Sandra Cisneros, Ana Castillo, Daniel Alarcón y otros; y el segundo es de la literatura escrita original e intencionalmente en español, y que comienza a fines del siglo XX.
Aquí, el análisis se vuelve extremadamente complicado: la existencia de un origen común, esto es, la latinidad, no necesariamente implica una comunidad creativa. Hay una relativa sincronía temática: la búsqueda de identidad desde la otredad de no ser anglosajón/blanco/europeo. Pero ¿conlleva esta una unidad estilística y formal? No necesariamente: si en el primer momento hablamos de escritores ya nacidos en los Estados Unidos, formados en inglés, o profundamente asimilados al mainstream, en el segundo momento encontramos una comunidad en la trashumancia: los autores son en muchos casos aún inmigrantes y, cuando ya no lo son, han hecho una apuesta consciente por una lengua específica.
Analizar este fenómeno, que es único (dos literaturas de la otredad que se bifurcan alrededor de, por debajo de, o con independencia de una lengua dominante), implica una pedregosa crítica de la crítica.
La presente antología se centra en el segundo momento: la emergencia de una literatura propia, en español, de autores que viven en los Estados Unidos, independientemente de si son inmigrantes, residentes o ciudadanos; catedráticos de universidades norteamericanas, profesionales de otros ramos o alumnos de los talleres de escritura en español que poco a poco van creciendo en el país.
¿Cómo entender el fenómeno, cómo analizarlo? ¿Es un fenómeno creciente, y tiene el mismo impacto en el canon literario estadounidense que la obra de autores hispanos que escriben en inglés como Alarcón, Castillo o Díaz? ¿Es la identidad su tema central y, si lo es, se expresa literariamente, a lo largo y ancho de sus géneros, de la misma manera que en los autores latinos angloparlantes? ¿Por qué hacer una apuesta por el español en estas tierras? ¿Es un fenómeno urbano, suburbano o rural? ¿De qué manera se entrecruzan las constantes de migración, identidad, raíces, lengua, asimilación y transculturación? ¿Es esta literatura una forma de sobrevivir a través de la resistencia cultural e idiomática? ¿Con quién se comunica, quién la lee, a quién se le escribe?
La comunicación con el lector es un planteamiento central. El tema de la identidad común de los escritores latinos o hispanos de Estados Unidos viene sesgado en aquellos que escriben en español por la cuestión de la dislocación o el desarraigo. Quien escribe en español en los Estados Unidos lo hace desde una profunda dislocación, desde la angustia, confusión, nostalgia o rebeldía del desarraigo. Es un Jano bifronte que escribe desde una faz que mira al norte, pero para que lo lean los que están hacia donde mira la faz orientada al sur. Pero, me permito apuntar, el escritor dislocado también escribe para otros dislocados, compañeros de viaje o estadía.
En ese sentido, es muy importante la lectura de libros como Poéticas de los dislocamientos (Literal Publishing, Houston, 2012), colección de ensayos que coordinó Gisela Heffes y que incluye trabajos de Rose Mary Salum, Ana Merino, Cristina Rivera Garza, José Antonio Mazzotti, Eduardo Chirinos y muchos más. Si aún son pocas las antologías de la narrativa del dislocamiento literario, son menos los volúmenes dedicados a pensar este fenómeno.
La propia Heffes, en su ensayo introductorio, comenta estas interrogantes:
¿Quién me lee? ¿Cuál es mi público? ¿Dónde publico? ¿En qué lengua? Por esta razón, y dado que el escritor debe traducir su experiencia a un público extranjero –en su doble acepción–, el problema de hibridación, transculturación e incluso disglosia, emerge en su escritura, aunque esta emergencia sea muchas veces una ranura imperceptible en el tejido más recóndito de las palabras.
El problema del desarraigo o de la dislocación es, en origen, el problema del viaje. Los escritores de lengua española de Estados Unidos han viajado. Los motivos son importantes pero no totalmente definitorios por cuanto la dislocación ocurre por igual –aunque no de igual manera– al inmigrante que al exiliado o al refugiado. En el mismo volumen de Poéticas de los dislocamientos, Sergio Chejfec apunta:
… el escritor expatriado ocupa un tiempo discontinuo, hecho de marchas y contramarchas y sobre todo de exposición y confusión a la vez, incluso en los casos de exilio forzado y de previaciones dramáticas. […] Dentro de la literatura, la nación de exilio vendría a ser una especie subsidiaria de esa matriz permanente que es el viaje. La idea de viaje, a su vez, introduce la noción de anomalía. El viaje dispara los relatos porque otorga el motivo ideal para el desvío de la experiencia: hay alguien que va hacia un lugar que no le pertenece, hay alguien que viene de un lugar distinto.
Visto todo lo anterior, la pregunta central que lectores y críticos podrían plantearse es ¿por qué estos escritores –los aquí antologados, los compendiados en otras antologías– escogen escribir en español en Estados Unidos? ¿Es la elección de permanecer en esa lengua un síntoma inequívoco de dislocamiento o desarraigo? ¿Es un afianzamiento en la nostalgia, un constante mirar hacia atrás, una carta al país que se dejó? ¿O es un acto de rebeldía, un posicionamiento a partir de la escritura, una apuesta consciente por otra forma de entender un nuevo arraigo? En ese sentido, ¿es válido seguir hablando de desarraigo cuando esta literatura viene escribiéndose desde fines del siglo XX? Conforme nos aproximamos a la primera veintena del siglo XXI, ¿debemos hablar ya de una literatura del arraigo, bajo una nueva concepción del arraigo en el que viven transculturación, aclimatación y diglosia? Al menos, consideremos esto: trasterrados, los escritores encuentran un nuevo, o un segundo, arraigo en la lengua. Pueden, y en algunos casos lo hacen, escribir en inglés; pero escogen la lengua que es el único equipaje con el que hicieron el viaje.
Conviene volver al pasado reciente; si se quiere, al inicio del viaje. La primera antología de la literatura en español en Estados Unidos data del 2000. Con Se habla español: voces latinas en USA (Alfaguara, Miami), los editores Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet captaban ya una realidad que, en ese momento, no era evidente para muchos: la de una escritura en un idioma alter, donde la disyuntiva era si se trataba de una literatura en español desde los Estados Unidos, de los Estados Unidos, o en los Estados Unidos. ¡Tanta carga ideológica y semiótica en una mera preposición! Apuntaban los antologadores, al final de su prólogo:
Si USA es un país joven, lo es más aún en Spanish. Recién se está pavimentando narrativamente. A partir de la diversidad de experiencias y perspectivas, la mirada que se desprende de los Estados Unidos a través de este periplo literario es ancha pero no ajena. Más que centrarse en un ellos y un nosotros, la mayoría de los textos explora lo que hay de «ellos» en «nosotros», y de «nosotros» en «ellos». También explora, por supuesto, las diferencias entre «nosotros».
Además de estas preguntas, hay que agregar la siguiente: ¿cuál es su futuro? Si estos autores, los incluidos en este volumen y los muchos otros que no lo fueron, se van a quedar en Estados Unidos, ¿cuál es su continuidad literaria en estas tierras? ¿Sus hijos, nietos o biznietos los leerán en español, o traducidos? Y las generaciones nuevas que van asomándose a la literatura conforme siguen reproduciéndose los 50 millones, ¿lo harán en español? ¿Seguirán haciendo el viaje de vuelta a las raíces? Al comenzar, a partir de 2010, a frenarse la migración hacia Estados Unidos, en particular la mexicana y centroamericana, con la normalización de las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana y con la aún incierta perspectiva de una nueva reforma migratoria, ¿cuál es el camino que le quedará a esta literatura en lengua extraña, a este híbrido feroz y recalcitrante?
Concluyo con algunas notas sobre la selección de los relatos de este volumen. Entregamos a los lectores veinticinco cuentos. Aquí están representados cuatro polos regionales de Estados Unidos: la costa este, la costa oeste, el medio oeste y el sur. Quince voces de mujeres, diez de hombres. Aquí se escuchan los acentos de Perú, República Dominicana, Bolivia, Puerto Rico, México, Colombia, España, Venezuela, Argentina, Cuba y El Salvador. Pero también de quien ha nacido en los Estados Unidos o, extraordinariamente, en Polonia (con la presentación en estas páginas de Stanislaw Jaroszek, inmigrante polaco que reside en Chicago, logramos algo que otras antologías no tienen y constantamos el peso del español en Estados Unidos: Jaroszek, quien ya ha publicado dos volúmenes de relatos en español, aprendió ese idioma en Chicago antes que el inglés, y actualmente lo enseña en las escuelas). Hay aquí también una amplia diversidad generacional, y una diversidad de carreras.
En manos de los lectores están cuentos de Rey Emmanuel Andújar, Rebecca Bowman, Pablo Brescia, Lorea Canales, Xánath Caraza, Gerardo Cárdenas, Nayla Chehade, Liliana Colanzi, Teresita Dovalpage, Rafael Franco Steeves, Martivón Galindo, Manuel Hernández Andrés, Stanislaw Jaroszek, Brenda Lozano, Ana Merino, Fernando Olszanski, Luis Alejandro Ordóñez, Edmundo Paz Soldán, Liliana Pedroza, Cristina Rivera Garza, René Rodríguez Soriano, Rose Mary Salum, Regina Swain, Jennifer Thorndike y Johanny Vázquez Paz.
No hago glosa ni descripción de los relatos. Los lectores encontrarán en ellos arraigos, desarraigos, dislocaciones, transculturaciones, destierros, la tristeza o resignación del viaje, miradas vueltas hacia atrás y miradas fijas en el horizonte. Propongo al lector que el viaje y las preguntas continúen, y les entrego a veinticinco guías con quienes caminar de la mano.
Toda antología es una rebanada del pastel, un gajo de tiempo. El criterio de selección de estos relatos es el que, como editor, me pareció que mejor representaba la temática que originó este volumen. Debido a la diversidad geográfrica, de origen nacional y de trayectoria literaria, me pareció prudente presentar a los autores exclusivamente en orden alfabético, incluyendo sus biografías al final para que los lectores tengan información adional sobre sus obras. He incluido, también al final, una bibliografía de consulta que me parece esencial para comprender la complejidad y variedad de la literatura en lengua española que se produce en los Estados Unidos.
La idea para este volumen surgió de una conversación, a mediados de 2014, con Jeannette Lozano, fundadora y directora de Vaso Roto Ediciones. Agradezco a ella y a su colaboradora, Ana Mónica Quintero, su paciente dirección y constante consejo a lo largo de este proyecto. Agradezco también, de todo corazón, a los autores que generosamente contribuyeron a este volumen. Leer cada uno de sus relatos fue un viaje placentero, siempre sorprendente y mágico. Mi único deseo como editor es que los lectores experimenten el mismo placer y magia al recorrer cada relato.
GERARDO CÁRDENAS
Chicago, verano de 2015
Ah que tú escapes
en el instante
en el que ya habías alcanzado
tu definición mejor
LEZAMA LIMA
De todos modos fui porque quise despedirla. Desde esa mañana los viajes al aeropuerto se llenan del silencio que mancha las intenciones; oscurecen los pájaros grabados en las planchas de hormigón, justo en frente de las aerolíneas. Clitemnestra Sor va como para una fiesta, oliendo a mil perfumes, con los dedos de los pies ahogados en unas tacas prestadas. Para mí está regia con su colorete y el lipistiqui rojo. Ahora sé por boca de sobrecargos que el personal de tierra se burla de mujeres como Clitemnestra Sor: mujeres que salen a buscársela. Por todos es sabido que esas mujeres cogen lucha. Más que un forro de catre.
Mi primer avión lo cogí a los seis años. Fui a un torneo de béisbol en Aguadilla PR. La diligencia del viaje, el viaje en sí, hasta el mero regreso en donde Clitemnestra Sor me da un abrazo de oso en medio del callejón al mediodía, todo ese recuerdo es caliente y amable. Los aviones definen las relaciones entre esta mujer y quien escribe.
Clitemnestra Sor se las arregla para quedarse en Curazao. Hay boda, drama, golpes, querellas, consulados, visas, pasajes, reproches y aduanas. Le deterioraron algo por dentro a esa mujer. Amor se nos convirtió entonces en un concepto único: el profesado por las abuelas. ¿Se puede vivir del amor? No. Pero nunca atajes la procesión que va por dentro.
Para cuando viajé a Curazao estaba hecho un verdugo en asuntos consulares, pasaportes y aerolíneas. Da gusto recordarme ayudando a las señoras con los formularios de salida y los tags para las maletas. Siempre llegaba tarde a la cabina porque me desvivía traduciendo alguna cosa en las casillas de migración y organizando el tráfico para que las viajantes llegaran seguras a sus puertas de embarque. Con todo y eso el conocer las Antillas Holandesas fue en sí una sorpresa. Y cuando digo conocer me refiero incluso al proceso de solicitar la visa. En la mitología dominicana el viaje empieza por ahí.
El Consulado Americano es un monstruo en sí mismo. Adentro tiene serpientes de cemento y cristal antibala desde donde muchachos recién graduados de Alabama State recitan «Lo siento, inténtelo de nuevo en un par de años». Así canta la gringada por allá sin decir sorry y tú sabes lo que gustan ellos del sorry. Que para todo lo usan. Que te pasan con un Eightwheeler por encima y con decir sorry (no I am sorry, sino el lamento o la excusa a secas) se redimen; no se molestan en mirar por el retrovisor, ya para qué, si se disculparon.
Para conseguir una visa hay que demostrar solvencia, es un juego de garantías y se miente mucho de ambos lados, sin embargo la decepción es tan grande como el éxodo. Dominicanity: travestismo frente al cristal, un pasaporte sellado. Hay que vender todo; hay que hacer una fiesta patronal. Hay que irse.
Tanto insistir a veces rinde. Al aeropuerto lo llevan comparsas en aras. El Corifeo sin pudor busca prebendas.
–Acuérdate de mí Pupú cuando estés por allá. Yo calzo nueve.
–Te pondré a valer –jura Pupú y así vienen uno tras otra, solicitando ropas y perfumes y dando medidas y deseando suertes y Pupú les repite–: te pondré a valer –sin profundidad en la promesa. Entonces Aneudi susurra:
–Oye, Pupú, como cuánto crestú que cueste un pito allá en Nuevayor.
–Crestú sonlo gallos –responde en forma de chanza Pupú y la broma es válida porque él se va y hay que perdonárselo todo pero Aneudi, aunque cuidando el tono, eso sí, le insiste:
–Ombe, Pupú… un pito… más o menos….
–Un pito –repite, inquiere Pupú, un poco afectado y Aneudi:
–Sí, Pupú, un pito, de pitar, como cuánto. –Y Pupú (porque qué iba a saber Pupú si ellos se habían criado en el mismo barrio y no habían pasado del Nueve de la Autopista Duarte) hace unos cálculos fantasma y estima que un pito tendría que valer menos de una cuora (que viene de la moneda quarter).
–Como una cuora –dice Pupú para salir de él. Aneudi, inaudito, se mete la mano en los bolsillos y saca unos pesos; le dice:
–Considero que a como está el cambio esto tiene que valer suficiente; me compra el pito, me lo manda con alguien o cuando usté venga me lo trae. –La mano con los estrujados billetes buscó a Pupú y él apretó sellando un pacto, augurando:
–Aneudi: tú pitarás.
Para viajar a las Antillas Holandesas el proceso es más ghetto. No hay que falsificar esa gran cantidad de documentos. Alguien en las islas provee una carta de invitación; esa persona funge de garante en el caso de que el viajante se quede. Pero quién querría quedarse en ese monte. Con todo, el trámite fue menos terrible y llegué a Curazao un verano con prospecto de quedarme tres meses.
Clitemnestra Sor está instalada en una covacha detrás del Hotel Central. El barrio, Schaloo. Al cabo de unos días no dejo de pensar en el arrocismo o el fracaso. No entiendo la lógica del viaje. La excusa para dejar Dominicana era que mudarse a Curazao era la forma más rápida de llegar a Nueva York, cosa que me parece incongruente por la naturaleza de los mapas. Si Curazao es mejoría no lo veo. Las amarillas, tristes luces de a veces en Santo Domingo (los sesenta a lo oscuro los setenta a lo oscuro los ochenta a lo oscuro, ah, los ochenta los noventa hasta lo oscuro, que todo se repite) relumbran aquí ajenas e indiferentes. A la semana de llegar piso un clavo y el pie se me pone como una pelota. Paso tres semanas con la pata en el aire mirando los tres únicos canales de televisión. Las comparaciones son inevitables y pienso en Dominicana y sus televisoras per cápita. Cuando no puedo más le pido a Clitemnestra Sor que me compre libros. Ella riéndose o limpiándose algo con una uña entre los dientes pregunta «qué» y «aónde». Por boca de un colombiano escuché que había una distribuidora de revistas llamada El Chico. Desde allí la mujer me trae siete libros de autoayuda y dos de Uslar Pietri.
La comida es fatalmente la misma aunque con unas ligeras variaciones ya que se usa Aji No Moto y curry casi para todo. Los días han cambiado eso sí: toda la semana es domingo bailable y cerveza y licores y zapatos rojos. No bien se me cura el pie, me cae una infección en el oído.
El dolor tiene la capacidad de hacer rayas en la arena de la memoria. Cada día uno duele, sí, pero hay dolores que son hitos. También el calor y los mosquitos de esa puñetera covacha y el coño del oído puyando, pulsando. Con dolor y mareo salgo a coger el sol y por alguna razón la idea inicial que tenía de la islita promete cambiar. Voy a querer quedarme allí por muchísimas razones. Una de ellas tiene el pajón rubio y la boca grande y no más de trece años. Anda con un cortejo de amigas pero ella es la que manda. Logro sentarme en un banco de cemento. Es una plaza pequeña, podría ser de un pueblito en Jarabacoa o Sabana Grande de Boyá aunque esta no tenga glorieta ni árbol que dé sombra o asombro. Veo a las muchachitas flotar en verde chatré y rosado eléctrico. Es el calor, las pastillas, la sed, la quemazón y la cosa muchacha de rogarle al cuerpo que sane porque yo quiero estar en todas mis facultades pero estoy a mitad de la infección: un dolor de cuerpo presente, un pellizco del alma. La única rubia es ella. Las morenitas bochinchean en una lengua dulce, las palabras no hacen otra cosa que bailar. Papiamento. Clitemnestra Sor dijo una vez sazonando un chivo que esa era una jerga de puertos hija bastarda del holandés, inglés y portuñol. «Una jerigonza de negros», decía ella pidiendo más cerveza y yo pensaba si ella caería podrida allí mismo si se mirara en uno de esos espejos que te muestran el detrás de la oreja: el reflejo de la abuela prieta encerrada en la cocina o la mancha de plátano. Dizque Clitemnestra Sor racista… quién ha visto. La rubia me habla pero no puedo entenderle por la diferencia idiomática y es que además estoy sordomudo de cuerpo entero por este dolor en la ñema del tímpano. De seguro ella debe haber pensado que yo era un retrasado o algo así al mirarme con la quijada de par en par, con los ojos brotados y sudando una fiebre. «Tan lindo el nene pero loquito», habrá pensado en su lengua.
La montaña no iría a Mahoma así que me dije como Kojak mind over matter y me tiré a la calle; era sábado: ese día siempre ha tenido fuerza y perfume para mí. Estaba Wendy en la plaza rodeada del mismo grupo de morenas. La tarde era clara y caribe, se podía oler el mar entrando a las barcazas de frutas, pimientos y especias de hombres venezolanos y colombianos, quemados de tez con el acento bailado. Tropicales. Esta vez la plaza no se parecía a ningún otro lugar: eran las ruinas de una chocolatera; yuyos y dandaliones progresaban entre grietas y horcones. Wendy despachó a las morenitas con risas y burlas y ellas avanzaron mirándome sin mirarme, midiéndome y al menos una de ellas atrasándose, definiéndose sin querer, anhelando cambiar de lugar con la rubita, no porque el muchacho estuviese bueno (de que era buenmozo era), no: el deseo realmente estaba en la posibilidad de una ligera mudanza en el caos cotidiano. Y es que en las islas el día a día es aniquilante. El muchacho no merma en el avance hasta que cae en cuenta de que no habla el idioma. Tiembla un tanto pero es tarde. Ella siempre riéndose; el pajonal rubio aguantando la sonrisa. Kon tá kubo? Así se dirige ella hacia la cara de la miseria. Quien escribe se ve tentado siempre a reordenar la reminiscencia, estoy convencido: si no hubiese estado sufriendo de esa infección esa tarde se hubiese traspapelado. La memoria del dolor trae el olor de esa tarde. Le apreté la mano cuando me ayudó a sentarme. Expliqué lo del malestar en un español sin calcular pero ella me contestó en el suyo que era perfecto. Dijo que era una pena que estuviese así, que me iba a perder la playa mañana. Dijeron playa: sal, arena, cerveza y la posibilidad de verla en traje de baño. Me dio un besito en la comisura y se alejó diciendo algo en el papiamento que luego aprendí a duras penas: «Si te quedas te lo pierdes».
La culpa es un invento muy poco generoso.
CALAMARO
Para las mujeres que se fueron la culpa es como un cáncer. Es imposible no hacerle caso. Uno la embriaga, a tequilazos con ella y ella como si nada: culpa hija de puta. Desde el momento en que mordimos la medalla, mucho antes de montarnos en el avión la culpa. Para estas mujeres la única cura posible (una cura de burro) es el aferrarse. Mandan a buscar a la prole a cualquier chance, que si Navidad, Semana Santa y verano. Durante esas temporadas estas mujeres procuran dar cariño por pipá. Pero cariño ligado con culpa da dos caras y en los cambios, Clitemnestra Sor se mostraba indignada. Yo supuestamente no le hacía caso. Que las cosas me entraban por un oído y me salían por otro. La miré cuando dijo oído. Insistí en que ese viaje a la playa era de vida o muerte. Los muchachos dicen muerte masticando un cabo de ángel. Que se joda el idioma, yo necesito besar a esa Wendy. Eso decía yo por dentro. Por fuera, la fiebre y el jaloneo desde la quijada hasta el mismo centro del glande del cerebelo. «Que no va coño no ve cómo está muriéndose coño no me venga a gritar después que tiene dolor no me joda». En el Caribe se escribe como se vive, Clitemnestra Sor. Caribe eres y yo te llevo. En mí.
Tendría yo que tener algunos trece años, dicen los manuales que como a esa edad es que se tienen tales resoluciones, ese espíritu. Qué equivocados están los manuales. A la playa me fui, consciente de que esa movida iba a afectar mis relaciones con Clitemnestra Sor. La culpa también es una vaina física; es el deporte del toma y dame. El muchacho se le va de las manos, ahorita se afeita, ahora lo coge la calle, quiero darle su mordía todavía, sentirlo hijo en mis dientes; por eso lo abofeteas, por eso lo jaloneas por la camisa y él entre hombre y muchacho, entre Duarte y Avenida, entre brizna de fuego, entre cegata matutina, entre los corales que anuncian de lejos, madre muérdeme ahora, todavía, que retumbe tu nombre en mis papeles, son tuyas la sangre y esta agonía, llorar trece años una melcocha, un celeste mogote de tristeza, eso te lloro y no me apeo del caballo. Tanto reproche, tanto ron con coca.
En la playa había un peñón del que me recosté y Wendy no llegaba. Yo pensaba en el mar y en Ricardo Montaner y las oportunidades del neoromanticismo pop. Sin anunciarse, la morenita que quiso como algo la tarde anterior se aparece antes que el resto de la manada. Este huevo quiere sal, me recontradije. Ella susurró, con una cantaderita, cosas en un español que no entendí. Sudaba y se había puesto pintalabios. Se sentó a mi lado sin mirarme, buscando lo mismo que yo a lo lejos. Sabiéndose ignorada, tuvo que bregar rápido. Tiró una mano que me acercó. La nariz, las perlitas de sudor, el aliento a hojas machacadas. Aquello era besar entonces. Nadie tenía que decírmelo porque me lo estaban haciendo. La boca de ella empujándose, un olor verde subiendo. Las morenas tienen una manera particular de oler. No es mi olfato, aunque puede serlo. Ella tragándome y mordiéndome…, recuerdo que el corazón se me instaló en la trompa de Eustaquio pero yo no quise irme, lo supe allí y lo sé ahora. Me mordió el oído malo, por ahí me besó y lo sentí rústico, pegajoso y caliente. Luego se fue como los superhéroes y los fantasmas y me dejó con el pico embicado esperando nomás. Cuando abrí los ojos alcancé el celaje perderse entre un verdeazul que permitía confiar en la isla; que inspiraba. De esta chuleada en la oreja va y se me cura el oído, calculé. La rubia no llegó nunca. Decidí arrancar en fa. Una esquina antes de llegar a la casa se me juntaron los pánicos relacionados con Clitemnestra Sor. El miedo es una vaina increíble. Cómo te maneja, cómo te arrastra. Miedo en el tope del esternón, allí donde deben formarse las mentiras… pero las palabras, las pobres, tan devaluadas. En eso iba pensando: no había cuento que yo pudiese inventar para despintarme esos correazos. Subí la cuesta que daba al hotel todavía con dos chavos de esperanza… quizás y veía a Wendy pero nada. Demoré como pude, mordí duro y entré. En el mueble del living mi tía Maremagda tomaba cerveza, cargaba varios discos bajo el brazo. Había llegado de viaje y estaban celebrando. En las habitaciones, Clitemnestra Sor pasaba la borrachera vespertina, llorando y mordiendo almohadas y pidiendo que le pusieran hielo por su parte. Un disco de Marisela empezó a sonar en la sala. Aquello era sufrimiento. Asistía yo a la muestra de lo que era la vida adulta. Triste cosa. Todavía estaba parado ahí para cuando sonó algo de Tina Turner; tieso ahí sin hacer nada. Creciendo. Debatido entre si hubiese preferido los correazos a esto.
Nací fuerte, lo sé. Yo que crecí con la bola de primos todos corriendo tras una sola pelota me acostumbré a los golpes, a los codazos, a abrirme campo, y ni modo, así es.
Pero Toño, pobre Toño, es un cero a la izquierda, se deja, de plano, se deja. Sus ojos líquidos perciben un mundo tenebroso y su boca achicada se retuerce con indecisión.
–Órale –le digo enojada a mi hermano y me le voy encima–. No te dejes, ¿no ves que aquel es más chico que tú?, ¿cómo que te quitó el lonche? –Pero alza los hombros y se va tranquilo, como si no le importase, aunque claro que le importa.
–Muchacho –le digo–, muchacho lento, no te dejes, aprende. –Y le explico que, claro, en la escuela está prohibido pegar, pero ¿quién te ve si metes un codazo a la hora de que todos entran al salón?, y ya con eso, con que lo hagas una o dos veces, ya te dejan en paz.
Tengo yo parada de boxeadora, con un pie para delante y otro para atrás por si me llegan a dar un golpe, no perder el equilibrio, aguantar. Así me pongo, estemos donde estemos, estoy lista para cualquier eventualidad. Y hasta me da gusto, la verdad, si intentan algo contra mí, pues es mejor mil veces una agresión abierta a aquellas risillas de hipócrita que a veces sueltan las niñas. Esas indirectas que son más difíciles de exponer, que dan más lata que todo. Prefiero la pelea abierta, la de campo, en donde cada quien agarra las greñas de la otra y suelta el rodillazo, pero a fin de cuentas, al terminar la pelea, está una ya desquitada, libre, limpia. Mi mejor amiga, Soledad, ella fue compañera de combate, la primera contra la que peleé, y la que ahora es todo para mí. Sole, la del pelo chino y los ojos rasgados, la que se ríe a cada rato, aun dentro del salón, en la cara de los profes, del de Química con su mirada desdeñosa. Ella se ríe, y lo ve y se burla. Ella es mi cuate.
Por eso me desespera Toño, pues ¿a qué naciste si así vas a vivir? ¿Qué tanto ves antes de meterte? A correr, a correr. A sentir que tu cuerpo se mueve, que tus pulmones se llenan de aire, que la sangre galopea por tus sienes. ¿Qué tanto haces allá en la terraza, sin salir adonde están los demás? No te comprendo, Toño.
Desde la calle lo veo allá arriba y sigo mi camino a la esquina, a ese espacio asoleado en donde se juntan mis amigos. Platico con Carlos, con Carolina y Sole. Vemos pasar a Dulce con su bebé.
Pepe llega y me abraza, mete su mano en el bolsillo de mis jeans. Me da un beso estudiado, lento. Nuestros cuerpos se mecen juntos un rato en un baile de agrado y siento que mis músculos se estiran, rico.
–Vamos a la casa–, me dice y me toma de la mano y lo sigo. Caminamos por la banqueta desigual, silenciosos los dos, a gusto. Suelta mi mano y luego con su dedo meñique captura el mío, y así me jala por la banqueta, tranquilo, despacio. Sé adónde vamos.
Es el principio del otoño y las hojas amarillas y verdes con el viento caen de los árboles y se van esparciendo lentamente. Y hay pequeños charcos aquí y allá de la lluvia de anoche. De lejos son cafés, de un agua sucia, pero de repente, por el ángulo en que los vemos se vuelven espejos plateados, reflejando el cielo. Pepe lleva una camisa de cuadros de franela, calentita y suave, y con mi mano libre le doy una palmada cariñosa. Su espalda larga y flaca, de músculo magro, de huesos sensibles. Lo quiero, lo quiero a este mi viejo.
En el cuartucho de Pepe hay un colchón en el piso y dos de esas cajas de plástico azul con las que se carga la leche. Una volteada, que sirve de mesa de noche, y la otra llena de la ropa de Pepe. Sobre la caja volteada Pepe tiene una lámpara para leer y unas revistas de motos.
Pronto estoy debajo de las sábanas suyas, que han de tener semanas de lavarse pero que huelen bien, al pelo de Pepe, a su piel, que tienen un olor un poco metálico, como la punta de un lápiz. Enredamos las piernas y le toco su pecho lampiño y luego el muslo, que tiene el vello justo para dar cosquillas. En su departamento hace algo de frío y el calor de su cuerpo me alegra. Pepe es alto y delgado, de huesos largos, los huesos de la cadera le sobresalen y me calan, pero de una manera rica. Su cuerpo me gusta y la languidez de su mirada me excita, pero no tenemos mucho de qué hablar. Él de sus asuntos no me habla, y convivimos como dos animalitos a quienes les gusta estar juntos. Somos cuerpos y espíritus afines, compañeros amenos pero sin un futuro, y así me gusta. Nomás pa pasar el rato, sin compromisos, sin siquiera celos. A veces lo veo con otra, y no me molesta. Ni lo poseo ni quiero poseerlo. Con que pueda yo meterme en sus sábanas, tocarle los huesos de la cadera, buscar un rato de placer. Luego se levanta y veo alejarse sus nalgas delgadas. Regresa con una cerveza, que me alcanza.
–Solo tengo una–, me dice.
Y yo, yo, me enderezo un poco, para poder tomar la cerveza. La boca lisa de la botella se acerca a mi boca como para darme otro beso, pero jalo las sábanas para arriba para taparme mejor. A mí mi cuerpo me gusta para usarlo, para caminar, correr y explorar, para tocar otros cuerpos; no me gusta tanto para enseñar al otro. No, eso no. Yo no atraigo con mi cuerpo; atraigo yo con mi yo, con mi sonrisa pícara, con mi sentido del humor, con la manera en que hago que el otro se sienta a gusto. Con eso atraigo. Soy yo quien decide con quién me acuesto, con quién estoy. Le paso la botella a Pepe y él toma un trago. Me tapo un poco más.
Soy de cadera ancha, de cuerpo macizo y pompas cuadradas. Mi cuerpo se hizo para luchar, para trabajar. Para chambearle. Cuerpo de mujer cargadora de bultos, de cubetas de agua. Los brazos llenos, la pierna pesada, las patas anchas que se anclan en la tierra. Así piso la tierra yo, la tierra es mía, aun aquí, en donde los gringos se creen dueños de todo, yo con mi pie gano territorio. Avanzo y no hago retrocesos. Pero mi cuerpo no es para blusitas finas, para vestidos de coctel. Ni es para que otros me lo miren. Que eso no me lo pidan. Yo no poso. Posan para mí.
Y si no les gusto a las bolillas esas, pues ni modo, yo no las invité a que anduvieran aquí. Ellas no deciden, aun las que viven en las casas esas de la colina, las que parecen de pastel, esas no me importan a mí. Yo aquí tengo mi vida, con Pepe, con Juan Carlos, con Jason John. Que esas se vayan a la fregada. Mi papá anda en México. Si me preguntan es todo lo que digo.
–Where’s your dad?