Índice
Tapa
Índice
Colección
Portada
Copyright
Este libro (y esta colección)
Dedicatoria
Agradecimientos
Introducción
Preludio. El pequeño secreto de míster Brown
1. Los atomistas sin dios
Los átomos de la Antigüedad
Cambio y permanencia
Átomos romanos
Algunas similitudes entre esquemas científicos y esquemas filosóficos
Primeros enemigos
Primer interludio. Pantalones, vacío y filosofía
2. Del romance frustrado entre la ciencia y el atomismo
El resurgimiento de los átomos
Átomos y ciencia: primeros choques
Segundo interludio. Un galileo inglés
3. Elemental
Un hombre de la pesada
El misterio del peso de los calcinados metálicos
El aire respirable: un nuevo gas
Un comodín químico
Ingredientes irreducibles y la nueva química
La batalla de las palabras
Tercer interludio. Salonnières y las mujeres en la química
4. Dalton físico: cuestión de pesos
Pocos, pero con peso
Pesos relativos
Proporciones fijas
¿Cómo se prende una lamparita?
Fanático del aire
Cuarto interludio. Bueno y simple, como la avena
5. Dalton químico: la teoría sale al ruedo
La predicción de Dalton
Una analogía frutal
Hecha la predicción hecha la ley
Acomodar nuevas observaciones
Marcando rumbos
El error fatal
Quinto interludio. Los ojos de Dalton
6. De gases y moléculas
La joven estrella en busca de una buena ley
Cómo analizar el aire
Números enteros (y pequeños)
El rechazo de Dalton
Avogadro
¿Será cierto?
Sexto interludio. (No es) una cuestión de números
7. La solución del problema de los pesos atómicos
Avogadro es olvidado…
… pero la química sigue avanzando
El problema de las fórmulas
Confusión total
El primer congreso de química
El método Cannizzaro
Séptimo interludio. Pasiones secretas de los científicos
8. Bolas, palitos y la estructura molecular
Isómeros: los misteriosos gemelos químicos
En la luna de valencia
Las moleculitas de Kekulé
El número de isómeros
El caso del benceno
Otros avances
Octavo interludio. Científicos juguetones
9. La Tabla
Ordenar para explicar
La génesis de la Tabla
Elementos que no encajaban
Yodo y telurio: los “errores” pertinaces
Predicciones
Los gases nobles
Evoluciones de la Tabla
Nuevos rumbos
Noveno interludio. Un brindis por la taxonomía
10. Sí, pero… ¿existen?
Ese tipo de movimiento que llamamos calor
Billar molecular
La caída del muro
Postludio. ¿Has visto uno?
Bibliografía comentada
Acerca del autor
colección
ciencia que ladra
Dirigida por Diego Golombek
Gabriel Gellon
HABÍA UNA VEZ EL ÁTOMO
O cómo los científicos imaginan lo invisible
Gellon, Gabriel
Había una vez el átomo: O cómo los científicos imaginan lo invisible.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2016.- (Ciencia que ladra… serie Clásica // dirigida por Diego Golombek)
E-Book.
ISBN 978-987-629-688-5
1. Física. 2. Átomos. I. Título.
CDD 530
© 2007, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
<www.sigloxxieditores.com.ar>
Ilustraciones de interiores: Gabriel Gellon
Diseño de portada: Claudio Puglia
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: septiembre de 2016
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-688-5
Este libro (y esta colección)
Todo en el mundo está dividido en dos partes, de las cuales una es visible y la otra invisible. Aquello visible no es sino el reflejo de lo invisible.
Zohar I, 39, reproducido en El libro de los sueños, de Jorge Luis Borges
Están entre nosotros… tan cerca que nos forman parte. Sin embargo, nadie los ha visto, sino sólo imaginado o intuido. Tal vez sea porque lo más íntimo, lo que sucede todos los días, es imposible de percibir conscientemente. Ya lo observó el mismísimo Borges: en el Corán no se mencionan camellos, ya que lo cotidiano nos es invisible.
Seguramente los reyes de lo invisible sean los átomos, eso que, nos enseñan, es el material básico que forma todo el universo. Pero, ¿qué quiere decir esto? ¿Cómo podemos decir que nosotros, que el universo, está hecho de partículas de las que sólo se puede inferir su existencia? Y, por otro lado, ¿a quién se le ocurrió semejante disparate de partículas infinitamente pequeñas e indivisibles?
Estas preguntas son sólo una parte del fascinante viaje que Gabriel Gellon propone en este libro. Pero en realidad, este libro no es exactamente sobre átomos –ni siquiera sobre los hombres y mujeres que participaron en su descubrimiento y descripción– aunque luego de su lectura vamos a entender un poco más de qué se tratan los átomos, las moléculas y el vacío, y también hayamos acompañado a una galería de personajes de novela en sus meditaciones, accidentes, rarezas y curiosidades. Se trata, en el fondo, de un libro sobre cómo se construye el conocimiento científico, cómo esos datos obtenidos en forma experimental cobran sentido cuando se los interpreta y cómo, finalmente, esas interpretaciones se van modificando a medida que hay que acomodar más datos y corregir las mediciones anteriores. Entender de qué se trata es, entonces, una revelación que viene avalada por los experimentos, un acto profundamente poético, aunque se base en el “ver para creer” y se oponga a la magia de cualquier color (recordemos, a propósito, que la química como ciencia seria y respetable se inicia a partir de 1661, cuando Boyle publica en Oxford El químico escéptico, la primera obra que distingue entre químicos y alquimistas).
Además de los protagonistas humanos, los dos personajes principales del libro son las ideas o especulaciones de los científicos y los experimentos que supieron conseguir o, más bien, la necesidad de pensar y experimentar para acercarse a conocer el mundo. Seguramente no es posible concebir otra forma de arribar, si no a la verdad, al menos a una verdad, contemporánea y transitoria, que el tener ideas –a veces salvajes, a veces conservadoras– y ponerlas a prueba. Los experimentos y las ideas son, en cierta medida, la ciencia, y no pueden estar “bien” o “mal”: simplemente están. Es tan común que un alumno –o incluso un docente– se acerque, compungido, para declarar: “Profe, el experimento me dio mal… ¿qué hacemos?”. Para el científico práctico hay varias respuestas: 1) repetir el experimento hasta que dé lo que uno quiere que dé, lo cual eventualmente ocurre; 2) achacar la falla a las condiciones experimentales o meteorológicas y, por lo tanto, no considerar los resultados; 3) si es muy necesario, modificar la interpretación de los resultados, 4) aplazar al alumno.
A partir de aquí, los capítulos, preludio, interludios y postludio de una fábula que recorre el pensamiento humano hasta el siglo XX: la historia de cómo los científicos imaginaron los átomos. Pasen y vean.
Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.
Ciencia que ladra... no muerde, sólo da señales de que cabalga.
Diego Golombek
Dedico este libro a las costas de San Diego:
A Bruce y Melanie, y a los picnics en Del Mar.
A los chicos argentinos, pero especialmente a Vero, y a los mates en La Jolla Shores.
A Emily, y al Powerhouse en Del Mar.
Y por sobre todo a Elsa Rosenvasser Feher, mi amiga y maestra, y a la eterna búsqueda del café perfecto.
Agradecimientos
Quisiera expresar mi agradecimiento a Rober Etchenique, a Gustavo Vasen y a Diego Golombek por leer con detenimiento mi manuscrito. A Karina Miller por su ayuda y las conversaciones sobre Borges y Foucault. Agradezco también, y muy especialmente, a la Biblioteca de la Universidad de California, San Diego, cuyas estanterías de libros me llevaron por caminos insospechados, a todos sus empleados, quienes me brindaron comodidad y recursos más allá de lo imaginable, y a su extraño edificio, rodeado de flores, serpientes, árboles parlantes y gatos con sombrero.
Introducción
Quizá, sin embargo, te estés tornando desconfiado de mis palabras, porque estos átomos míos no son visibles a los ojos. Considera, entonces, esta evidencia adicional de cuerpos cuya existencia debes reconocer aunque no puedan ser vistos.
Lucrecio, De Rerum Natura, c. 60 a.C.
El físico norteamericano Richard Feynman propuso una vez el siguiente ejercicio. “Imagínense que se acaba la humanidad y hay que dejar un mensaje para los próximos seres inteligentes que habiten el planeta Tierra. De entre todo el conocimiento humano hay que elegir una simple oración que capture la mayor cantidad de información sobre el Universo en el mínimo de palabras”. Esta oración, según Feynman, es “El Universo está hecho de átomos”.
El Universo está hecho de átomos: partículas discretas de materias separadas por vastas distancias en un absoluto vacío. Es una de las verdades más profundas y simples que la ciencia ha develado sobre el mundo en que vivimos. Nadie duda de ella y, la verdad sea dicha, tampoco parece tan sorprendente. Y casi todo el mundo lo sabe. Ha pasado a ser parte del conocimiento popular.
Supongamos, sin embargo, que le pedimos a alguien –elegido al azar de entre los invitados a nuestro cumpleaños, o nuestros amigos del club– que nos explique cómo sabemos que el mundo está hecho de átomos. Encontraremos que con muy raras excepciones nadie tiene la menor idea de por qué creemos algo que, si nos detenemos a pensar un poco, es más bien absurdo. Nadie puede decir que ha visto un átomo; ciertamente, los objetos con los que nos encontramos a diario no delatan con facilidad su naturaleza atómica y los experimentos que la revelan parecen estar escondidos en los expedientes secretos de los hombres y mujeres de ciencia. Es más, la pequeñez e invisibilidad mismas de los átomos más bien parecen argumentos astutos de una idea bien pensada para que nadie jamás la pueda demostrar o refutar. Sin embargo, la ciencia la mantiene más allá de toda duda razonable y los experimentos pertinentes son entendibles y accesibles para todo el mundo, si uno se toma el trabajo de estudiarlos. Es llamativo entonces que la mayor parte de la humanidad crea de manera más o menos dogmática, sin poder brindar ninguna razón coherente ni evidencia palpable, en una de las ideas más poderosas que la humanidad haya generado en su historia.
Uno de los propósitos de este libro es brindar al alcance de todos esa evidencia que nos hace pensar, con total seguridad, que esa mesa, ese bloque de cemento y ese chorro de agua, a un nivel tremendamente diminuto, son de naturaleza discontinua, corpuscular, y que en medio de los corpúsculos no hay otra cosa que el más absoluto de los vacíos. Pero esa evidencia no es la del tipo que puede encontrarse en el juicio de malversación de fondos de nuestros políticos favoritos. Es más sutil, más indirecta. Y tampoco surge simplemente de la observación de las flores y las piedras, sino que es el producto de arranques fabulosos de la más descabellada imaginación.
Es necesario, sin embargo, aclarar qué cosas este libro no pretende ofrecer. En primer lugar, no es un libro sobre la energía nuclear ni sobre la estructura interna del átomo. No hay en estas páginas historias de electrones y núcleos, orbitales, bombas atómicas o centrales nucleares, o partículas subatómicas, protones, taquiones o quarks. No, lo que este libro cuenta es cómo los científicos llegaron a convencerse de que los átomos realmente existen (no de qué están hechos), es decir, cómo la humanidad llegó a creer (o a establecer) que la materia está hecha de “paquetes” de materia con vacío entre medio. Las historias de este libro recorren, entonces, el camino hasta principios del siglo XX, hasta el momento en que la ciencia dejó de dudar de la existencia de los átomos, pero justo antes de que empezara a preguntarse qué hay adentro de ellos.
Por otro lado, éste no es un texto de historia. He elegido los eventos y viñetas contenidos en estas páginas a fin de ilustrar cómo los científicos llegan a obtener sus ideas. Si bien he consultado muchas fuentes primarias, la mayor parte de las ideas proviene de fuentes secundarias. De todas formas, espero que la estructura histórica del libro ayude a hacer las tesis centrales más vívidas y convincentes (y quizá, de taquito, ofrezca material de discusión en alguna que otra clase de química).
Además de los capítulos principales, el libro contiene un preludio, un postludio y varios interludios. En ellos se plantean temas y cuestiones aledañas al tópico central de los átomos, viñetas unitarias para enriquecer la lectura y mostrar aspectos a veces poco conocidos del quehacer científico.
Las ideas más interesantes de la ciencia son aquellas que tratan de las cosas más extremas, aquellas que no podemos observar a simple vista y que incluso son difíciles de concebir. ¿A quién le interesa que le cuenten lo obvio? Lo interesante en el conocimiento es percibir patrones y significados que escapan a la visión superficial, pero que hablan de una unidad más fundamental debajo de esa superficie. Cuando la ciencia encuentra esas conexiones invisibles, ha roto con lo trivial y se ha sumergido en lo trascendente. La idea de la constitución atómica de la materia es de ese calibre. Pero, como los átomos son entidades invisibles, los científicos no los pudieron observar, sino que tuvieron que imaginarlos. Alguna vez se dijo que la ciencia es, precisamente, la frontera ardiente entre observación e imaginación. Este libro busca explorar un trecho minúsculo de esa larga frontera.
Preludio
El pequeño secreto de míster Brown
Antes de embarcarse en el histórico viaje alrededor del mundo a bordo del Beagle, Charles Darwin, creador de la teoría evolutiva, se encontró varias veces con el entonces famoso botánico inglés Robert Brown. Darwin tenía veintidós años y era un ilustre desconocido, pero ya había iniciado su costumbre de socializar con hombres eminentes mayores que él. Brown había contribuido enormemente al estudio de la biología vegetal y además, treinta años antes de sus encuentros con Darwin, se había embarcado a su vez en un viaje de exploración a bordo del buque Investigator en las costas de Australia (en donde había producido una magnífica colección de plantas que estudió por años con enorme éxito). Sin duda, el joven Darwin buscaba consejo de un veterano: en 1831 Brown frisaba ya los sesenta, y sus desventuras en Australia eran parte de un legendario pasado.
Ese domingo, cuando Darwin llegó a la casa de Brown en el Soho Londinense, el botánico estaba absorto en el estudio de un espécimen bajo su microscopio. Esto no era sorprendente. Brown se había destacado por años por la minuciosidad de sus investigaciones, las cuales lo habían llevado a estudios cada vez más pormenorizados y al uso frecuente de observaciones microscópicas. Con ayuda de este instrumento, había descubierto fenómenos y estructuras de crucial importancia. Por ejemplo, ese mismo año había publicado nada más y nada menos que el descubrimiento del núcleo celular. Esa mañana Brown invitó al joven Charles a echar una ojeada. “Creo ahora que lo que vi fueron las maravillosas corrientes en el protoplasma de una célula vegetal”, había de recordar Darwin años después. Pero aquel día se limitó a preguntar: “¿Qué es?”. “Ése es mi secretito”, contestó enigmático el anciano míster Brown.
Es posible que se tratara, como pensó Darwin, del movimiento citoplasmático. O quizá se tratara, aunque es poco probable, de otro movimiento microscópico, aquel por el que Brown pasó a la historia: el famoso “movimiento browniano”. Brown descubrió este fenómeno al estudiar granos de polen, los cuales debían observarse con cuidado para determinar claves morfológicas para la clasificación de especies vegetales. Advirtió entonces que los granos de polen suspendidos en líquidos bailaban alocadamente sin ton ni son. Se preguntó si se trataba de un movimiento motorizado internamente por los propios granos, pero logró determinar que la misma danza se hacía manifiesta en motas de polvo o partículas de ceniza. Concluyó que el movimiento se debía, de alguna forma, al líquido, aunque este movimiento, sorprendentemente, parecía no cesar nunca.
Darwin se sintió sorprendido por la actitud misteriosa de Brown. Los dos tenían mucho en común; no sólo los viajes a confines lejanos del mundo biológico y una enorme curiosidad: ambos eran observadores de extraordinaria agudeza. Sin embargo, los dos científicos tenían importantes diferencias de carácter; entre estas diferencias, una era especialmente significativa. Darwin supo darles un inesperado giro de imaginación a todas sus observaciones, concibiendo la más vasta y profunda red de ideas en la historia de la biología. Brown, en cambio, acumuló una serie de observaciones brillantes pero fue incapaz de vislumbrar su significado más profundo. Mientras que Darwin se esforzó durante toda su carrera en proveer esquemas de pensamiento generales, que dieran sentido a enormes conjuntos de observaciones independientes, Brown dejó sembrados comentarios importantes ocultos en trabajos no relacionados. Por ejemplo, el descubrimiento del núcleo celular está enterrado en un trabajo sobre la morfología microscópica de orquídeas; en él, Brown observa que todas las células tienen un núcleo, pero no elabora la idea más allá. En la misma época, Theodor Schwan hizo la misma observación que Brown pero esto lo indujo a proponer que todos los seres vivos estamos hechos de células, e inició una de las ideas fundamentales de la biología: la teoría celular. Dice Darwin sobre Brown: “Nunca compartió conmigo ninguna visión científica amplia en biología”.
Las “visiones amplias” a las que hace referencia Darwin reciben el nombre de teorías. La teoría celular es una de ellas y la teoría evolutiva, por supuesto, es otra.[1] Otra de las grandes teorías científicas es la teoría atómica. Este libro trata sobre el desarrollo de esta última, en Inglaterra alrededor de 1800, cuando Brown exploraba las costas de Australia. En el esbozo de toda teoría, las ideas imaginativas de quienes tienen “visiones amplias” interactúan de manera sutil y compleja con las observaciones que hacemos de la realidad. Las teorías nacen del mundo de la imaginación, pero deben adecuarse al mundo de los fenómenos. Veremos cómo, en el desarrollo de la teoría atómica, fueron decisivas algunas personalidades como la de Robert Brown, capaces de realizar observaciones de alta precisión, y otras como la de Charles Darwin, hábiles para imaginar realidades fundamentales invisibles a los ojos.
Las teorías deben adecuarse a las observaciones, nos dicen, pero con frecuencia encontramos que ciertas observaciones son ignoradas para conservar una teoría, o que la teoría predice observaciones que no han sido realizadas aún. Y a veces una observación realizada hace mucho tiempo y en otro contexto encuentra sentido y valor en el marco de una nueva teoría. Y así algunos misterios antiguos son develados a la luz de una teoría más nueva; cuando esto sucede, la teoría gana fuerza.
La teoría atómica no estuvo exenta de debates y muchos investigadores no aceptaron la existencia de los átomos hasta principios del siglo XX, pero fue una observación antigua la que terminó dándole una fuerza irresistible.
En 1905, un tal Albert Einstein finalmente publicó un trabajo que convenció al último reducto de físicos escépticos de que los átomos realmente existen. Su trabajo consistió en una descripción matemática en términos moleculares del movimiento browniano, uno de los tantos misterios del enigmático míster Brown.
[1] Darwin propuso también una teoría de la herencia, pero ésta no sobrevivió el escrutinio de otros científicos y eventualmente fue abandonada en favor de la teoría mendeliana y cromosómica.