Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Day Totton Smith
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amante peligrosa, n.º 1576 - julio 2017
Título original: The Prince’s Mistress
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-049-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capitulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Mount Roche, Principado de Verdon, Verdonia
El príncipe Lander Montgomery apretó el teléfono en su mano y en voz baja masculló:
–Me lo debes, Arnaud. Estás en deuda conmigo desde hace años. Ya es hora de que pagues esa deuda, y ésta es la ocasión perfecta para que lo hagas.
–No te debo nada –replicó Joc. A pesar de que estaba a kilómetros de distancia, su voz se escuchaba con tanta claridad como si estuviesen en la misma habitación–. Tus amigos y tú me hicisteis la vida imposible en Harvard. ¿Tú me hablas de pagarte una deuda? Tienes suerte de yo que no haya intentado hacerte pagar por el modo en que me tratasteis. Claro que ahora que has tenido la amabilidad de recordarme los viejos tiempos, quizá lo reconsidere.
Lander puso los ojos en blanco.
–Por favor… ¿Después de todo este tiempo?
–¿Por qué no? Cuando a uno le sobra el dinero como me sobra a mí y puede permitirse los mejores abogados, la venganza puede resultar muy dulce, alteza.
–A mí me parece que sólo te acuerdas de lo que te conviene. ¿O has olvidado lo que ocurrió en la noche de nuestra fiesta de graduación y la promesa que hiciste? –inquirió Lander.
Joc lanzó un improperio entre dientes.
–Debía de estar loco cuando te prometí aquello.
–Sin duda, pero una promesa es una promesa, y para el Joc Arnaud al que yo conocía, dado su pasado, el honor lo era todo.
Hubo un silencio al otro lado de la línea que hizo a Lander preguntarse si no lo habría presionado demasiado.
–¿Qué es lo que quieres, Montgomery? –le preguntó Joc finalmente, en un tono irritado.
Lander tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su alivio.
–Quiero hacerte una propuesta de negocios. Este sábado la Casa Real celebra una fiesta benéfica, y según creo tú estarás cerca de aquí para esa fecha.
–Si a París lo llamas «cerca»…
–Desde luego está más cerca de aquí que Dallas –replicó Lander–. ¿Dónde hago que te envíen la invitación?
–A nuestras oficinas centrales. Y que sean dos. Conozco a alguien a quien le gustaría ir.
–De acuerdo. Haré que te las manden hoy mismo por mensajero.
–No has llegado a decirme qué es lo que quieres de mí –apuntó Joc con una nota de curiosidad en su voz.
Lander sonrió, muy satisfecho de sí mismo. Si había conseguido despertar curiosidad en él, todo iría bien.
–No demasiado; sólo que salves Verdonia.
Iba a llegar tarde. Peor; más que tarde.
«Vamos, vamos», instó Juliana mentalmente al taxista mientras avanzaban con lentitud atrapados en el denso tráfico que discurría por las calles de Mount Roche, la capital de Verdonia. Aun en el caso de que llegara al palacio en cinco minutos, lo cual iba a ser imposible, sin duda sería la última en llegar.
Escudriñó por la ventanilla para ver cuánto faltaba. En la distancia se veía el palacio, que se alzaba sobre una colina. Resplandecía bajo la luna de principios de junio que brillaba en el cielo, como si estuviera hecho de oro y plata, y parecía salido de un cuento de hadas con sus gráciles torrecillas.
Aquélla era la primera fiesta a la que asistía; una especie de recompensa por el trabajo que desempeñaba en la asociación benéfica Los Ángeles de Arnaud.
Sin embargo, parecía que los hados estaban conspirando contra ella para evitar que disfrutara de las mieles de su esfuerzo. ¿Le permitirían siquiera entrar, o la dejarían fuera por llegar tan tarde? Sin duda llegar después de la familia real sería considerado algo imperdonable.
En fin, si así fuera tenía un maletín lleno de papeles por revisar en su apartamento, relativos a una docena de posibles candidatos a beneficiarse de la ayuda de Los Ángeles de Arnaud, se dijo con filosofía.
Cuando el taxi enfiló la serpenteante subida al palacio, Juliana reprimió el impulso de atusarse el cabello y subirse un poco el cuerpo del vestido de seda con pedrería que llevaba. El escote quedaba demasiado bajo en su opinión, y se sentía algo incómoda.
En lugar de eso entrelazó las manos sobre el regazo, y trató de calmarse ocupando su mente en resolver una ecuación. Había empezado a practicar aquella técnica de relajación de niña, con las tablas de multiplicar, y poco a poco había ido refinándola, aumentando el grado de dificultad para que el tener que concentrarse la obligara a alejar de su mente las preocupaciones.
Para su alivio, aquel viejo truco dio resultado, y la tensión la abandonó, permitiéndole recobrar la compostura.
Por fin atravesaron las verjas del palacio y rodearon la rotonda antes de detenerse frente a la elegante escalinata de la entrada.
–Ya estamos aquí; la guarida del león –anunció el taxista en un inglés casi perfecto.
Claro que la mayoría de los habitantes de Verdonia lo hablaban con fluidez ya que era la lengua cooficial del país. Hasta los niños con los que trabajaba lo hablaban casi tan bien como ella se manejaba en verdonés.
–¿La guarida del león? –la obligó a preguntar la curiosidad.
El taxista se encogió de hombros.
–Se dice que el príncipe Lander tiene el orgullo y el mal carácter de un león.
Juliana no pudo reprimir una sonrisa.
–¿Y por eso usted llama al palacio «la guarida del león»?
–Bueno, no se lo diría a él a la cara…
–No, ya imagino que no.
Le pagó, añadiendo una generosa propina, y se bajó del vehículo. Casi podía oír el tic-tac de un reloj, advirtiéndole que los segundos seguían corriendo, pero se detuvo un momento para poder absorber toda la belleza que la rodeaba.
Por lo general no habría aceptado una invitación a un acto así, pero estaba en Verdonia, un pequeño país europeo al que los medios de comunicación de otros países apenas prestaban atención. Además, nadie allí conocía su verdadero nombre; nadie sabía que era una Arnaud. Esa noche era sólo Juliana Rose, una trabajadora social que había tenido la suerte de ser invitada a aquella fiesta. Nadie podría imaginar que Rose era su segundo nombre de pila y no su apellido.
Y esa noche además iba a tener la oportunidad de dejar a un lado la imagen conservadora que solía mostrar. Podría ser ella misma sin tener que pensar en quién pudiera estar mirándola, no tendría que cuidar cada una de sus palabras, ni preocuparse de con qué hombre bailaba.
Dos filas de pajes flanqueaban el pasillo que conducía al gran salón donde se celebraba la fiesta. Tal y como se había temido era la última invitada en llegar.
El ruido que hacían sus sandalias de tacón sobre el suelo de mármol resonaba como un eco incesante mientras avanzaba.
Pasadas unas enormes columnas dóricas se encontró en el rellano superior de una escalera curvada que bajaba al salón. Un mayordomo guardaba el acceso, pero Juliana se detuvo de nuevo para saborear cada pequeño detalle. Flores de todos los tipos y colores adornaba decenas de jarrones, llenando el aire con su delicado aroma. Las puertas cristaleras por donde se salía a los jardines en la parte trasera del palacio estaban abiertas de par en par, y por ellas se filtraba la suave y cálida brisa veraniega.
Finalmente centró su atención en la escalera, y entonces fue cuando lo vio, parado justo al pie del último escalón, como si hubiese estado esperándola.
Era alto, y su atlética figura le otorgaba un porte casi aristocrático. El cabello era ligeramente ondulado y castaño, con algunos mechones aclarados por efecto del sol.
Las facciones del rostro eran atractivas, y decían mucho de su personalidad. La mandíbula, cuadrada y recia, advertía de un carácter obstinado, mientras que los carnosos labios hablaban de una naturaleza sensual y apasionada.
Era como si bajo la apariencia del hombre que lo tenía todo bajo control hubiese un volcán a punto de entrar en erupción. Aquel pensamiento hizo que una sonrisa aflorara a sus labios, pero ésta se desvaneció de inmediato cuando se dio cuenta de que él también estaba observándola. Se sostuvieron la mirada durante un instante eterno, y Juliana sintió cómo un repentino calor se asentaba en su vientre.
En sus veinticinco años de vida jamás había experimentado algo semejante. Cada vez que había leído en una novela aquello de que a la protagonista la asaltaba un deseo repentino, como si un rayo la golpeara, le había parecido ridículo. Hasta ese momento.
No sabía quién podía ser aquel hombre, pero era evidente que se trataba de alguien influyente, de un líder, y Juliana sabía que con sólo mirarla había decidido que tenía que hacerla suya.
Aquella convicción casi le hizo dar un paso atrás, pero su orgullo la mantuvo clavada en el sitio. No sería el primero de su clase al que tendría que pararle los pies. Durante toda su vida se había cruzado con muchos como él; hombres que se creían los señores del universo, y que pensaban que las personas que escapaban a su control eran una amenaza para su supremacía, y que debían ser sometidas… o aplastadas.
Si tuviese un mínimo de sentido común daría media vuelta y saldría corriendo de allí. Sólo había un problema: ella también lo deseaba a él.
¿Qué debía hacer? ¿Huir… o afrontar la situación? Era como tener que escoger entre la razón y la locura. Vaciló un instante antes de alzar la barbilla. Nunca había podido mandarlo todo a paseo, no preocuparse por lo que la gente pudiera decir, por las consecuencias, y quizá esa noche sería la única oportunidad que tendría de hacerlo. Le tendió su invitación al mayordomo, y después de que éste la comprobara, comenzó a bajar las escaleras, en dirección a lo que el destino le tuviese deparado.
Parado al pie de la escalera, el príncipe Lander Montgomery estaba mirando con curiosidad a aquella mujer que permanecía quieta en el rellano, observándolo todo.
Era una joven ciertamente hermosa, de figura esbelta, y aunque en un primer momento le había parecido morena, cuando abandonó la penumbra la luz arrancó destellos rojizos de su cabello, recordándole a las amatistas por las que era famosa Verdonia.
Llevaba un elegante vestido color plata con el cuerpo adornado con pedrería. No tenía mangas, iba sujeto al cuello mediante dos tiras anudadas, y mientras que la parte delantera tenía un escote bastante sugerente, la espalda quedaba al descubierto.
Mientras los ojos de la bella desconocida recorrían el salón de baile, una sonrisa asomó a sus labios, haciendo que la expresión abstraída abandonara su rostro. En un momento pasó de ser fría y distante a cálida y cercana. Y entonces, justo entonces, se giró y sus ojos se posaron en él.
Dios del cielo, aquélla era una de las miradas más íntimas que le habían dirigido jamás. Una ola de deseo lo invadió. Jamás había experimentado una necesidad tan acuciante.
La joven le entregó al mayordomo su invitación, y descendió los escalones lentamente. Con cada movimiento relumbraban los dibujos de pedrería que adornaban el cuerpo del vestido, y la seda de la falda abrazaba sus caderas antes de caer con un suave vuelo. Lander, hipnotizado, se encontró dando gracias al diseñador que lo había creado.
Al llegar al último escalón, la desconocida vaciló, pero sus hermosos ojos color miel permanecieron fijos en él.
Se produjo un murmullo entre los invitados que estaban más cerca de la escalera. Verdonia era un país pequeño y era natural que la aparición de aquella misteriosa joven despertase curiosidad.
La fiesta de esa noche era la primera que se celebraba desde la muerte de su padre. Para el país el duelo no había terminado, pero aquella fiesta benéfica se había convertido en una tradición anual, y estaba seguro de que su padre habría querido que se celebrase.
Lander se acercó a la joven. Era alta, y los tacones que llevaba la elevaban casi a su misma altura.
–Bienvenida –le dijo–; estaba esperándola.
Ella lo miró recelosa y dio un paso atrás.
–¿Me conoce?
–No, pero espero tener la oportunidad de conocerla mejor esta noche.
El alivio de la joven fue palpable; algo que le resultó aún más intrigante.
–Disculpe –murmuró con acento americano, inconfundiblemente sureño–; creía que tal vez nos habíamos conocido en otra ocasión y lo había olvidado.
–No se preocupe; la culpa es mía. Es que estoy desentrenado en estas lides.
Su admisión hizo sonreír a la joven.
–Bueno, en ese caso puede practicar conmigo. Le prometo que no seré muy dura –le dijo. Luego, se inclinó hacia delante y bajando la voz añadió–: No estaba segura de que fuesen a dejarme pasar habiendo llegado después de la familia real. ¿Sabe qué es lo que indica el protocolo en estos casos? ¿Hay alguien a quien tenga que dirigirme para disculparme?
–Pues… no sé… Tal vez al príncipe Lander, ¿por ejemplo? –sugirió él con una sonrisa.
Para su sorpresa, la joven sacudió la cabeza.
–Ni hablar. Sólo he venido por la fiesta; no tengo intención de codearme con la gente de alta alcurnia.
Lander trató de mantener su rostro inexpresivo. Interesante. Parecía que no tenía la menor idea de quién era.
–La verdad es que sí conozco cuál es el protocolo en estos casos –le dijo–. Se ha perdido la ceremonia de bienvenida, pero tiene suerte, porque es algo aburridísimo. La familia real se pone en fila y todos los invitados tienen que hacer otra fila para ir saludándolos. Claro que es una falta muy grave el llegar tarde. Le sugiero que se apresure a unirse a los demás en la pista de baile antes de que alguien la eche.
La joven sonrió divertida.
–¿Y no sabrá usted por casualidad de algún caballero en esta sala que quiera bailar conmigo?
Lander miró en derredor, como si estuviera considerando a posibles candidatos, antes de negar con la cabeza.
–No he visto a ningún bailarín excepcional, la verdad. No le merece la pena arriesgarse. Y teniendo en cuenta lo tarde que ha llegado, me temo que su única opción soy yo si no quiere que la lleven a las mazmorras.
La joven sonrió de nuevo.
–A las mazmorras, ¿eh?
–Eso me temo –asintió él, encogiéndose de hombros–. Es cosa del príncipe Lander. Se toma muy en serio eso de ser el «león» de Mount Roche. Tiene que rugir de vez en cuando para mantener el orden.
–De modo que o bien bailo con usted o me encerrarán en las mazmorras… Difícil elección –murmuró ella, como si estuviese considerándolo–. Creo que correría menos peligro en las mazmorras.
–Cierto –dijo él tendiéndole la mano–, pero… ¿qué es la vida sin un poco de emoción?
La bella desconocida se rió.
–Supongo que tiene razón; bailaré con usted.
Puso su mano en la de él, y en el instante en que se tocaron fue como si el tiempo se detuviera. El murmullo de las conversaciones y la música parecieron amortiguarse de repente.
Lander la condujo a la pista de baile, y comenzaron a girar al compás del vals que la orquesta estaba tocando.
Inspiró el suave aroma floral emanaba de ella, llenándose los pulmones con él.
–¿Qué perfume es ése que lleva? –le preguntó.
–1794A.
–Qué nombre tan raro para un perfume.
–Es que no se comercializa –respondió ella–; lo hicieron especialmente para mí. Fue un regalo de… En fin, fue un regalo.
Lander se preguntó por qué no había terminado la frase. ¿Habría estado casada y había sido tal vez un regalo de su ex marido, o quizá de un amante? Oh-oh… El hecho de que estuviera preguntándose eso no era una buena señal.
–¿Y qué nombre le ha puesto usted?
–¿Se supone que debería haberlo hecho?
–Bueno, cualquier otra mujer en su lugar lo habría hecho –respondió él.
De hecho cualquier otra mujer le habría puesto su nombre al perfume.
–Pero yo no soy cualquier mujer.
–Sí, eso estoy descubriendo –asintió él. Y lo tenía ciertamente fascinado–. Ahora que lo pienso aún no nos hemos presentado. ¿Podemos tutearnos?
–Claro –asintió ella–. Mi nombre es Juliana Rose. Y aunque esto parezca un palacio de cuento de hadas y tú estás siendo tan galante conmigo, imagino que no serás un príncipe azul, ¿no? –inquirió con una sonrisa traviesa que hizo brillar sus ojos.
Lander la miró con suspicacia, pero no le pareció que estuviera intentando burlarse de él.
–Pues no lo sé. Los príncipes azules de los cuentos son encantadores, y me temo que hay quienes no estarían de acuerdo en aplicarme ese adjetivo –contestó él para no decirle su nombre.
–Bueno, quizá sea porque amenazas a las jóvenes con que serán enviadas a las mazmorras si se niegan a bailar contigo –dijo ella–. Estaba preguntándome… ¿podrías hacerme una visita guiada del palacio?
–Podría enseñarte los jardines, pero si quieres ver el resto tendrá que ser otro día.
–Y yo que había pensado que serías un hombre con influencias…
Lander se puso tenso y dejó de bailar.