Libro Primero
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Me he propuesto buscar si puede existir en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son en sí y las leyes como pueden ser. En este examen procuraré unir siempre lo que permite el derecho con lo que dicta el interés, a fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia.
Empiezo a desempeñar mi objeto sin probar la importancia de semejante asunto. Se me preguntará si soy acaso príncipe o legislador para escribir sobre política. Contestaré que no, y que éste es el motivo porque escribo sobre este punto. Si fuese príncipe o legislador, no perderia el tiempo en decir lo que es conveniente hacer; lo haría, o callaría.
Siendo por nacimiento ciudadano de un estado libre y miembro del soberano, por poca influencia que mi voz pueda tener en los negocios públicos me basta el derecho que tengo de votar para imponerme el deber de enterarme de ellos: ¡mil veces dichoso, pues siempre que medito sobre los gobiernos, hallo en mis investigaciones nuevos motivos para amar el de mi país!
Capítulo I
Asunto de este primer libro
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El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla entre cadenas. Créese alguno señor de los demás sin dejar por esto de ser más esclavo que ellos mismos. ¿Cómo ha tenido efecto esta mudanza? Lo ignoro. ¿Qué cosas pueden legitimarla? Me parece que podré resolver esta cuestión.
Si no considero más que la fuerza y el efecto que produce, diré: mientras que un pueblo se ve forzado a obedecer, hace bien, si obedece; tan pronto como puede sacudir el yugo, si lo sacude, obra mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, o tiene motivos para recuperarla, o no tenían ninguno para privarle de ella los que tal hicieron. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Este derecho, sin embargo, no viene de la naturaleza; luego se funda en convenciones. Trátase pues de saber qué convenciones son estas. Mas antes de llegar a este punto, será menester que funde lo que acabo de enunciar.
Capítulo II
De las primeras sociedades
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La sociedad más antigua de todas, y la única natural, es la de una familia; y aún en esta sociedad los hijos sólo perseveran unidos a su padre todo el tiempo que le necesitan para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía a los hijos, recobran igualmente su independencia. Si continúan unidos, ya no es naturalmente, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención.
Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal deber es procurar su propia conservación, sus principales cuidados los que se debe a sí mismo; y luego que está en estado de razón, siendo él solo el juez de los medios propios para conservarse, llega a ser por este motivo su propio dueño.
Es pues la familia, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos iguales y libres, sólo enajenan su libertad por su utilidad misma. Toda la diferencia consiste en que en una familia el amor del padre hacia sus hijos le paga el cuidado que de ellos ha tenido; y en el estado, el gusto de mandar suple el amor que el jefe no tiene a sus pueblos.
Grocio niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de discurrir, que más constantemente usa, consiste en establecer el derecho por el hecho. Bien podría emplearse un método más consecuente, pero no se hallaría uno que fuese más favorable a los tiranos.
Dudoso es pues, según Grocio, si el género humano pertenece a un centenar de hombres, o si este centenar de hombres pertenecen al género humano; y según se deduce de todo su libro, él se inclina a lo primero: del mismo parecer es Hobbes. De este modo tenemos el género humano dividido en hatos de ganado, cada uno con su jefe, que le guarda para devorarle.
Así como un pastor de ganado es de una naturaleza superior a la de su rebaño, así también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior a la de sus pueblos. Así discurría, según cuenta Filón, el emperador Calígula, deduciendo con bastante razón de esta analogía que los reyes eran dioses, o que los pueblos se componían de bestias.
Este argumento de Calígula se da las manos con el de Hobbes y con el de Grocio. Aristóteles había dicho antes que ellos que los hombres no son naturalmente iguales, sino que los unos nacen para la esclavitud y los otros para la dominación.
No dejaba de tener razón; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud, nace para la esclavitud; nada más cierto. Viviendo entre cadenas los esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre como los compañeros de Ulises querían su brutalidad. Luego sólo hay esclavos por naturaleza, porque los ha habido contra ella. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.
Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de los tres grandes monarcas que se dividieron el universo, como hicieron los hijos de Saturno, a quienes se ha creído reconocer en ellos. Espero que se me tenga a bien esta moderación; pues descendiendo directamente de unos de estos príncipes, y quizás de la rama primogénita, ¿quién sabe si, hecha la comprobación de los títulos, me encontraría legítimo rey del género humano? Sea lo que fuere, no se puede dejar de confesar que Adán fue soberano del mundo, como Robinson de su isla, por ser el único habitante; y lo que tenía de cómodo este imperio era que el monarca, seguro sobre su trono, no tenía que temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciones.
Capítulo III
Del derecho del más fuerte
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El más fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, sino muda su fuerza en derecho y la obediencia en obligación. De aquí viene el derecho del más fuerte; derecho que al parecer se toma irónicamente, pero que en realidad está erigido en principio. ¿Habrá empero quién nos explique qué significa esta palabra? La fuerza no es más que un poder físico; y no sé concebir qué moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad y no de voluntad; cuando más es un acto de prudencia. ¿En qué sentido pues se considerará como derecho?
Supongamos por un momento este pretendido derecho. Tendremos que sólo resultará de él una confusión inexplicable; pues admitiendo que la fuerza es la que constituye el derecho, el efecto muda mudando su causa: cualquiera fuerza que supera a la anterior sucede al derecho de ésta. Luego que impunemente se puede desobedecer, se hace legítimamente: y teniendo siempre razón el más fuerte, sólo se trata de hacer de modo que uno llegue a serlo. Según esto, ¿en qué consiste un derecho que se acaba cuando la fuerza cesa? Si se ha de obedecer por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber; y cuando a uno no le pueden forzar a obedecer, ya no está obligado a hacerlo. Se ve pues que esta palabra "derecho" nada añade a la fuerza, ni tiene aqui significación alguna.
Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded a la fuerza, el precepto es bueno, aunque del todo inútil; yo fiador que no será violado jamás. Todo poder viene de Dios, es verdad: también vienen de él las enfermedades; ¿se dice por esto que esté prohibido llamar al médico? Si un bandido me sorprende en medio de un bosque, ¿se pretenderá acaso que no sólo le dé por fuerza mi bolsillo, sino que, aún cuando pueda ocultarlo y quedarme con él, esté obligado en conciencia a dárselo?. Pues al cabo la pistola que el ladrón tiene en la mano no deja de ser también un poder. Convengamos pues en que la fuerza no constituye derecho, y en que sólo hay obligación de obedecer a los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre a mi primera cuestión.
Capítulo IV
De la esclavitud
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Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no produce ningún derecho, solo quedan las convenciones por base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un dueño, por qué todo un pueblo no ha de poder enajenar la suya y hacerse súbdito de un rey? Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero atengámonos a la palabra enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro, no se da a éste; se vende a lo menos por su subsistencia: pero con qué objeto un pueblo se vendería a un rey? Lejos éste de procurar la subsistencia a sus súbditos, saca la suya de ellos, y según Rabelais no es poco lo que un rey necesita para vivir. Será que los súbditos den su persona con condición de que se les quiten sus bienes? Qué les quedará despues por conservar?
Se me dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿qué ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciones del ministerio que les nombra, les causan más desastres de los que experimentarían abandonados a sus disensiones? Que ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos: es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser devorados.
Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un absurdo e inconcebible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho.
Aún cuando el hombre pudiese enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos, estos nacen hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie más puede disponer de ella. Antes que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas condiciones que tenga por fin la conservación y bienestar de los mismos; pero no darlos irrevocablemente y sin condiciones, pues semejante donación es contraria a los fines de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Luego para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, sería preciso que el pueblo fuese en cada generación dueño de admitirle o de desecharle a su antojo; mas entonces este gobierno ya dejaría de ser arbitrario.
Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad de hombre, a los derechos de la humanidad y a sus mismos deberes. No hay indemnización posible para el que renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y quitar toda clase de libertad a su voluntad, es quitar toda moralidad a sus acciones. Por último es una convención vana y contradictoria la que consiste en estipular por una parte una autoridad absoluta, y por la otra una obediencia sin límites. ¿No es evidente que a nada se está obligado con respecto a aquel de quien puede exigirse todo? Y esta sola condición sin equivalente, sin cambio, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? Pues, que derecho tendrá contra mí un esclavo mío, siendo así que todo lo que tiene me pertenece, y que siendo mío su derecho, este derecho mío contra mí mismo es una palabra que carece de sentido?
Grocio y los demás deducen de la guerra otro orígen del pretendido derecho de esclavitud. Según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede este rescatar su vida a costa de su libertad; convención tanto mas legítima cuanto se convierte en utilidad de ambos.
Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningun modo proviene del estado de guerra. Por cuanto los hombres, viviendo en su primitiva independencia, no tienen entre sí una relacion bastante continua para constituir ni el estado de paz, ni el estado de guerra; por la misma razón no son enemigos por naturaleza. La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer este estado de simples relaciones personales, sino de relaciones reales, la guerra de particulares o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado natural, en el cual no hay propiedad constante, ni en el estado social, en el cual todo está bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los desafíos, las luchas son actos, que no constituyen un estado: y por lo que mira a las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciones de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son sino abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como el que más, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena política.
Luego la guerra no es una relación de hombre a hombre, sino de estado a estado, en la cual los particulares son enemigos solo accidentalmente, no como a hombres ni como a ciudadanos, sino como a soldados: no como a miembros de la patria, sino como a sus defensores. Por último un estado solo puede tener por enemigo a otro estado, y no a los hombres, en atención a que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna verdadera relación.
No es menos conforme este principio con las máximas establecidas en todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración de guerra no es tanto una advertencia a las potencias, como a sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea particular, bien sea pueblo, que roba, mata o prende a un súbdito sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un salteador. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es justo se apodera en país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la persona y los bienes de los particulares; respeta unos derechos, sobre los cuales se fundan los suyos. Siendo el fin de la guerra la destrucción del estado enemigo, existe el derecho de matar a sus defensores mientras que tienen las armas en la mano; pero luego que las dejan y se rinden, dejando de ser enemigos o instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo a ser solamente hombres; cesa pues entonces el derecho de quitarles la vida. A veces se puede acabar con un estado sin matar a uno solo de sus miembros, y la guerra no da ningún derecho que no sea indispensable para su fin. Estos principios no son los de Grocio, no se apoyan en autoridades de poetas sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón.
En cuanto al derecho de conquista, no tiene mas fundamento que el derecho del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de degollar a los pueblos vencidos; este derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho para matar al enemigo sino en el caso de no poderle hacer esclavo: luego el derecho de hacerle esclavo no viene del derecho de matarle; luego es un cambio inicuo hacerle comprar a costa de su libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en el derecho de esclavitud y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, no es caer en un círculo vicioso?
Aún suponiendo el terrible derecho de matarlo todo, un hombre hecho esclavo en la guerra o un pueblo conquistado, solo está obligado a obedecer a su señor mientras que este pueda precisarle a ello a la fuerza. Tomando un equivalente a su vida, el vencedor no le ha hecho merced de ella; en vez de matarle sin ningún fruto, le ha matado útilmente. Lejos pues de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida a la fuerza, el estado de guerra subsiste entre los dos como antes, la relación misma que hay entre los dos es un efecto de este estado; y el uso del derecho de la guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de destruir el estado de guerra supone que este continúa.
Así pues, de cualquier modo que las cosas se consideren, el derecho de esclavitud es nulo, no solo porque es ilegítimo, si que también porque es absurdo y porque nada significa. Las dos palabras esclavitud y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamente. Bien sea de hombre a hombre, bien sea de hombre a pueblo, siempre será igualmente descabellado este discurso: hago contigo una convención, cuyo gravamen es todo tuyo, y mío todo el provecho; convención, que observaré mientras me diere la gana y que tú observarás mientras me diere la gana.
Capítulo V
Que es preciso retroceder siempre hasta una primera convención
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Aun cuando diésemos por sentado cuanto he refutado hasta aquí, no por eso estarían más adelantados los factores del despotismo. Siempre habrá una diferencia no pequeña entre sujetar una muchedumbre y gobernar una sociedad. Si muchos hombres dispersos se someten sucesivamente a uno solo; por numerosos que sean, solo veo en ellos a un dueño y a sus esclavos, y no a un pueblo y a su jefe: será, si así se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay alli bien público ni cuerpo politico. Por más que este hombre sujete a la mitad del mundo, nunca pasa de ser un particular; su interés, separado del de los demas, siempre es un interés privado. Si llega a perecer, su imperio queda despues de su muerte diseminado y sin vínculo que lo conserve, a la manera con que una encina se deshace y se reduce a un monton de cenizas despues que el fuego la ha consumido.
Un pueblo, dice Grocio, puede darse a un rey: luego, según él mismo, un pueblo es pueblo antes de darse a un rey. Esta misma donación es un acto civil, que supone una deliberación pública: antes pues de examinar el acto por el cual un pueblo elije un rey, sería conveniente examinar el acto por el cual un pueblo es pueblo; pues siendo este acto por necesidad anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
En efecto, sino existiese una convencion anterior, porque motivo, a menos de ser la elección unánime, tendria obligación la minoria de sujetarse al elegido por la mayoría? Y porque razón ciento que quieren tener un señor, tienen el derecho de votar por diez que no quieren ninguno? La misma ley de la pluralidad de votos se halla establecida por convención y supone, una vez a lo menos, la unanimidad.
Capítulo VI
Del pacto social
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Supongamos que los hombres hayan llegado a un punto tal, que los obstáculos que dañan a su conservación en el estado de la naturaleza, superen por su resistencia las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en este estado. En tal caso su primitivo estado no puede durar mas tiempo, y pereceria el género humano sino variase su modo de existir.
Mas como los hombres no pueden crear por sí solos nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que ya existen, solo les queda un medio para conservarse, y consiste en formar por agregación una suma de fuerzas capaz de vencer la resistencia, poner en movimiento estas fuerzas por medio de un solo movil y hacerlas obrar de acuerdo.
Esta suma de fuerzas solo puede nacer del concurso de muchas separadas; pero como la fuerza y la libertad de cada individuo son los principales instrumentos de su conservación, ¿qué medio encontrará para obligarlas sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe a sí mismo? Esta dificultad, reducida a mi objeto, puede expresarse en estos términos: «Encontrar una forma de asociación capaz de defender y protejer con toda la fuerza común la persona y bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada uno de estos, uniéndose a todos, solo obedezca a sí mismo, y quede tan libre como antes.» Este es el problema fundamental, cuya solución se encuentra en el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están determinadas por la naturaleza del acto de tal suerte, que la menor modificación las haría vanas y de níngun efecto, de modo que aún cuando quizás nunca han sido expresadas formalmente, en todas partes son las mismas, en todas están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, por la violación del pacto social, recobre cada cual sus primitivos derechos y su natural libertad, perdiendo la libertad convencional por la cual renunciara a aquella.
Todas estas cláusulas bien entendidas se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos hecha a favor del común: porque en primer lugar, dándose cada uno en todas sus partes, la condición es la misma para todos; siendo la condicion igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demas.
A más de esto, haciendo cada cual la enajenación sin reservarse nada; la unión es tan perfecta como puede serlo, sin que ningún socio pueda reclamar; pues si quedasen algunos derechos a los particulares, como no existiría un superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada uno su propio juez en algun punto, bien pronto pretenderia serlo en todos; subsistiría el estado de la naturaleza, y la asociación llegaria a ser precisamente tiránica o inútil.
En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se adquiera el mismo derecho que uno le cede sobre sí, se gana en este cambio el equivalente de todo lo que uno pierde, y una fuerza mayor para conservar lo que uno tiene.