MARK HADDON
TRADUCCIÓN DE JAIME BLASCO
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK
© Mark Haddon, 2016
© Traducción: Jaime Blasco Castiñeira
© Malpaso Ediciones, S. L. U.
Gran Via de les Corts Catalanes, 657, entresuelo
08010 Barcelona
www.malpasoed.com
Título original: The Pier Falls and Other Stories
ISBN: 978-84-17081-69-0
Primera edición: marzo de 2018
Diseño de interiores: Sergi Gòdia
Maquetación: Palabra de apache
Imagen de cubierta: Malpaso Ediciones, S. L. U.
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Para Fiona
Ahora extínguelo
en ese fuego que trepa por los techos;
que conoce los azules espectrales; que siempre comienza
en las freidoras de dónuts o en un tablón del paseo
a la hora muerta antes del alba; que deja los maderos
a merced de mareas insensatas; que envía una columna
de humo negro a las alturas donde tizna los salones
de las nubes. Ahora mira en torno a tu habitación diminuta
y dime que no tienes el poder.
PAUL FARLEY, «El poder»
A veces luchó con lobos y dragones, a veces con salvajes que moran entre peñascos; también con osos y con toros e incluso con jabalíes y con ogros que lo acosaban por los cerros abruptos.
Sir Gawain y el Caballero Verde
23 de julio de 1970, a la caída de la tarde. Una brisa fresca sopla desde el Canal, un cielo aborregado en lo alto y, a lo lejos, una columna de luz se posa sobre una trainera como si Dios la hubiese elegido para alguna clase de bendición. Los pisos superiores de los edificios estilo Regencia que bordean el paseo marítimo descansan sobre una estridente hilera de cafés, freidurías y tiendas de baratijas con toldos a rayas donde venden helados y caballitos de mar en sobres de celofán. Los nombres de los hoteles están escritos con grandes letras de neón y pintura impermeable. El Excelsior, el Camden, el Royal. A la palabra Royal le falta la o.
Las gaviotas graznan y revolotean. Dos mil personas pasean por el malecón; algunas se dirigen a la playa con toallas y refrescos, otras se detienen a echar una moneda en el catalejo o se apoyan en una balaustrada cuya pintura verde pistacho se ha ido desconchando en cien años de aire salino. Una gaviota coge el barquillo de un helado caído y remonta el vuelo.
En la playa, una mujer corpulenta clava un cortavientos en la arena con el tacón de un zapato mientras unos gemelos pecosos construyen un fuerte con arena y palitos de polo. El hombre de las tumbonas cobra el alquiler y devuelve el cambio sacando las monedas de una bolsa de cuero que lleva en la cadera.
—Solo hasta la cintura —grita un padre—. ¿Susan? Solo hasta la cintura.
En la zona recreativa del muelle la atmósfera está muy cargada; huele a aceite de motor y a la cebolla frita de los perritos calientes. Los chicos que venden tiques para los coches de choque se montan en los amortiguadores de goma mientras los cepillos raspan la malla del techo y saltan chispas sobre sus cabezas. Un organillo emite incesantemente valses de Strauss.
Las cinco menos nueve minutos. Aire puro, chispas de mar y alegría de feria.
Así es como empieza.
Se suelta un remache, uno de los ocho que refuerzan la junta de dos vigas en el extremo occidental del muelle. Otros cinco remaches se han roto ya ese año con la mar gruesa de enero. Se siente un ligero temblor bajo los pies, como si hubiera caído una maleta o una escalera en algún lugar cercano. Nadie presta atención. Tan solo dos remaches sostienen ahora el tonelaje que antes soportaban ocho.
Los delfines dan vueltas dentro de su prisión azul en el acuario del puerto deportivo.
Doce minutos y medio después se parte otro remache y una sección del muelle se hunde un centímetro con un tenue crujido. Todos se miran. La misma reducción de peso momentánea que uno experimenta cuando un ascensor empieza a descender. Pero el muelle se mueve constantemente batido por el viento y la marea, así que la gente sigue comiendo buñuelos de piña y echando monedas en las tragaperras.
El ruido, cuando irrumpe, es como el que se oye cuando talan una secoya, la madera y el metal se doblan y quiebran por efecto de la presión. Todo el mundo se mira los pies al oír el zumbido y la sacudida de los puntales. El ruido se detiene y hay un instante de silencio, como si el propio mar contuviera la respiración. Después, con un redoble apocalíptico, el peso de las vigas desprendidas arrastra hacia el mar una amplia pasarela semicircular. Una mujer y tres niños que estaban apoyados en la barandilla caen inmediatamente. Otras seis personas ruedan hacia el mar intentando agarrarse tras precipitarse por el cráter de madera destrozada. Entre la negra urdimbre de tablones y vigas se vislumbran tres figuras que se agitan en las oscuras aguas, una cuarta que flota bocabajo y una quinta plegada sobre una viga cubierta de algas. Los demás están atrapados en algún lugar bajo el agua. Arriba, en el muelle, un hombre lanza al mar cinco salvavidas, uno detrás de otro. Otros veraneantes abandonan sus posesiones en la huida y dejan la pasarela sembrada de botellas, gafas de sol y cucuruchos de patatas fritas. Un cocker corre en círculos remolcando una correa azul.
Dos hombres están ayudando a una anciana a ponerse en pie cuando otra parte del entablado cede bajo sus pies. El más bajo, un tipo con barba, se agarra a la pata de un banco de acero y sujeta a la mujer hasta que un chico consigue agacharse para ayudarles a subir, pero el más alto, un señor arremangado y con tirantes, se desliza por las tablas combadas y no se detiene hasta que la barra de una barandilla rota se le clava en la espalda. Se menea como un pez. Nadie va a bajar a ayudarle. La pendiente es demasiado empinada, la estructura demasiado insegura. Un padre vuelve la cara de su hija.
Los encargados de la noria intentan desalojar las góndolas de una en una, pero quienes están en lo más alto no paran de gritar y los que se encuentran un poco más abajo no están dispuestos a esperar su turno y deciden saltar; varios se tuercen los tobillos, uno se rompe una muñeca.
En la playa, la gente contempla el agujero que se ha abierto en ese paisaje tan familiar. Las luces de colores siguen brillando. A lo lejos pueden oír el Vals del emperador. Cinco hombres se quitan a toda prisa los zapatos, las camisas y los pantalones y se tiran al agua.
Siete miradores ornamentales se suceden en el centro del muelle. La parte oeste de esta columna vertebral ha quedado totalmente bloqueada, así que todas las personas que se hallan en el extremo más próximo al mar se agolpan en el lado oriental y forman un embotellamiento en su afán por llegar hasta los torniquetes y alcanzar el paseo marítimo para ponerse a salvo. En el punto más estrecho, algunos pierden el equilibrio y caen al suelo; los que siguen en pie tienen que caminar sobre ellos para no caer y ser también pisoteados.
Han pasado sesenta segundos: siete muertos y tres supervivientes en el agua. El hombre de los tirantes sigue vivo, pero no por mucho tiempo. La muchedumbre que huye en estampida está aplastando a ocho personas, entre ellas a tres niños.
Uno de los miradores ha empezado a escorarse y la estructura de metal se ha doblado tanto que las veintidós ventanas de cristal estallan una tras otra.
El encargado del parque recreativo ha abierto la puerta de servicio que hay junto a los torniquetes y los que han conseguido escapar se dispersan en abanico sobre la calzada, descompuestos, ensangrentados, con los ojos como platos. Un padre lleva a su hijo en brazos. Dos hombres sacan en volandas a una adolescente con el fémur destrozado. El hueso le ha atravesado la piel.
El tráfico se interrumpe en el paseo marítimo y la multitud se arremolina a lo largo de la barandilla. El silencio en el malecón es tan profundo que esta vez todo el mundo oye el ruido.
Dos minutos y veintidós segundos. El mirador se desploma arrastrando consigo la estructura de metal y el entablado. Cuarenta y siete personas caen en una trilladora de palos y vigas. Solo seis van a sobrevivir, entre ellas un niño de seis años que cae protegido por los cuerpos de sus padres.
Los cables recubiertos de goma que llevan la electricidad a todo el muelle chisporrotean como fuegos artificiales cuando se desgajan. Las luces se apagan al final del muelle. El organillo resuella y deja de sonar.
El pequeño tsunami que ha generado la masa de muelle desprendida sobre el agua arrastra a los hombres que se han lanzado al mar para socorrer a las víctimas. Pasa por debajo de ellos y se dirige hacia la playa, donde obliga a la gente a salir corriendo hasta rebasar la línea de pleamar, como si la contagiase el propio hecho que provoca la huida.
El encargado del parque recreativo está sentado en su diminuto despacho, al final del muelle, con el auricular de la radio apretado contra la oreja. Tiene veinticinco años. Ni siquiera ha estado en Londres. No sabe qué hacer.
El piloto de un bimotor Cessna 76-D mira hacia abajo. No puede creer lo que ve. Ladea la avioneta y vuela en círculos sobre el muelle antes de comunicarse por radio con la torre de Shoreham.
El muelle está ahora dividido en dos secciones irregulares, dos extremos frente a frente separados por cuarenta y cinco toneladas de madera y metal anudadas en el agua. Algunas de las personas que han quedado atrapadas en la sección del mar se acercan al borde: esperan angustiadas que alguien capaz de rescatarlas las vea y las oiga. Otras se quedan atrás e intentan calibrar cuál es la parte más sólida de la estructura. Tres parejas se han quedado encerradas en el tren fantasma: escuchan los ruidos del exterior y temen que si consiguen salir de allí verán el fin del mundo.
En la sección de la costa, dos personas yacen inmóviles sobre el entablado y otras tres han sufrido heridas que les impiden moverse. Una mujer sacude el cuerpo inconsciente de su marido como si se hubiera quedado dormido y llegara tarde al trabajo mientras un hombre con los antebrazos tatuados persigue al cocker, que corre aterrorizado trazando un enorme ocho. Una anciana ha muerto de un ataque al corazón: está sentada en un banco con la cabeza ladeada, como si se hubiera quedado grogui y se estuviera perdiendo todo el alboroto.
Se oye el remoto sonido de las sirenas en el centro de la ciudad.
Dos de los hombres que se habían lanzado al mar dan media vuelta porque temen que el muelle se vuelva a desprender y los alcance, pero los otros tres siguen nadando hasta llegar al archipiélago de cadáveres y maderas rotas. El muelle se cierne amenazante sobre sus cabezas; desde allí parece mucho más grande que desde la playa o la pasarela, mucho más oscuro, más maligno. Pueden oír el gemido de las vigas que todavía no han terminado de acomodarse en el agua, debajo de ellos.
Encuentran a una mujer aterrorizada, a dos niñas que resultan ser hermanas y a un hombre que todavía lleva las gafas puestas y flota erguido en el oleaje, como una foca, apenas consciente de lo que lo rodea. La mujer está hiperventilando y reparte golpes a diestro y siniestro de una manera tan demencial que al principio los hombres piensan que algo la apresa bajo la superficie. Las únicas que conservan la calma son las hermanas, y uno de los rescatadores las acompaña hasta la orilla. El hombre con gafas pregunta qué ha sucedido y cuando se lo explican pide que se lo vuelvan a repetir. La mujer frenética no permite que nadie se le acerque, así que tendrán que mantenerse a flote y esperar a que se le agoten las fuerzas, aun a riesgo de que se ahogue, para que se tranquilice y puedan atenderla.
Al final del muelle, cinco salvavidas vacíos se adentran en el mar.
Un joven levanta su Leica en el paseo marítimo y toma tres fotografías. Hasta que no lea el periódico a la mañana siguiente no advertirá lo que está sucediendo en esas fotos. Acto seguido abrirá la cámara y sacará el carrete para que la luz vele las imágenes.
El helicóptero de rescate aeronaval despega del círculo amarillo en la pista de Shoreham, se inclina empujado por el viento y gira para abandonar el aeródromo.
Cinco minutos. Cincuenta y cinco muertos.
En el paseo marítimo, varios de quienes han conseguido salvarse no logran encontrar a sus esposas, maridos, hijos o padres. El encargado ha cerrado la puerta, pero ellos lloran, gritan e intentan regresar al muelle. La policía no se ha presentado aún y el encargado llega a la conclusión de que retenerles allí contra su voluntad puede ser tan peligroso como franquearles el paso y no quiere cargar con esa responsabilidad, así que vuelve a abrir la puerta y doce personas la atraviesan en tropel como si acabaran de comenzar las rebajas de enero. La última es una niña de no más de ocho años. El encargado la agarra el cuello. Ella intenta soltarse y lloriquea al final del brazo que la sujeta.
La lancha de socorro sale a toda velocidad.
En el lado oriental del muelle, un granjero de Bicester intenta separar de sus padres al niño de seis años. Ha de ver que están muertos. A su padre le falta la mitad de la cabeza. O quizá no lo vea. No tiene ninguna intención de soltarles y se aferra a ellos con tanta fuerza que el hombre tiene miedo de romperle el brazo si sigue tirando. Le pregunta cómo se llama, pero él no responde. Se halla inmerso en un infierno personal que nunca conseguirá abandonar del todo. El granjero solo puede volverse y arrastrar a los tres hasta la orilla. Cuando intente ponerse en pie se dará cuenta de que se ha roto el tobillo.
El hombre tatuado corre muelle abajo con el cocker apretado contra el pecho; cuando atraviesa la puerta y llega al paseo marítimo, una muchedumbre ansiosa por celebrar cualquier triunfo, por insignificante que sea, lo recibe con gritos de júbilo.
Ocho minutos. Cincuenta y nueve muertos.
El helicóptero aparece por el oeste envuelto en la resplandeciente luz del sol. En el paseo, la gente oye el creciente runrún de las hélices y se vuelve a mirar.
Ninguna de las once personas que han vuelto corriendo al muelle ha encontrado a sus familiares entre los heridos o los que aún no han recuperado el conocimiento, así que se quedan cerca de la sima y llaman a voces a los del otro lado. ¿Han visto a una viejecita con una chaqueta verde? ¿A una niña pelirroja con el pelo largo? Pero a los del otro lado no les interesa la señora de la chaqueta ni la niña pelirroja porque ellos tampoco son capaces de encontrar a sus familiares y están aterrados ante la posibilidad de que el resto del muelle se desplome; solo quieren saber cuándo los van a rescatar.
Dos ambulancias llegan al malecón, pero los coches han formado tal atasco que los enfermeros tienen que correr con sus camillas y sus maletines. Cinco sanitarios se quedan con los heridos del paseo, otros tres siguen avanzando hasta llegar al muelle.
Tres policías intentan mantener a raya a los curiosos; algunos se quejan de que los hayan echado de la primera fila. Nadie sabe cuántas personas han muerto. Todo el mundo está pensando en cómo les va a contar la historia a sus amigos, parientes y compañeros de trabajo.
En el muelle, los enfermeros recuestan de lado a una mujer sobre una tabla de rescate. Le administran una dosis de morfina a un anciano con la clavícula rota.
Catorce minutos. Sesenta muertos.
En el paseo, la gente se pregunta si ha sido un atentado del IRA. Nadie quiere creer que el tiempo y el clima pueden ser tan peligrosos y emociona verse a uno mismo como víctima potencial de los terroristas.
Cuando el helicóptero sobrevuela el final del muelle, quienes esperan abajo se pelean por ser los primeros en agarrarse al hombre de la polea, pero el aire descendente los empuja y obliga a alejarse del epicentro; el hombre consigue por fin aterrizar en un lugar despejado. Agarra a una niña pequeña que una madre lleva en brazos y la gente se avergüenza mientras contempla cómo le ciñen el arnés. Cuando la niña está ya en el helicóptero reúnen a los demás niños y los colocan en fila, por edades, para que suban a continuación.
Los nadadores alcanzan la orilla: las dos hermanas, el hombre confundido, la mujer ofuscada y los tres hombres que salieron al rescate. La gente corre con toallas. Parece que compitieran para que elijan la suya. La mujer que forcejeaba se hinca de rodillas y hunde sus manos en la arena como si nada ni nadie fueran a separarla nunca más de la tierra firme.
Por la puerta de servicio sacan el cadáver de la anciana que ha muerto de un ataque al corazón cubierto con una sábana; se hace un silencio repentino. En el malecón, algunos todavía piensan que es la única víctima mortal.
El granjero que lleva a rastras al niño con sus padres muertos consigue llegar a una zona donde el agua no cubre y advierte que se ha roto el peroné; uno de los fragmentos del hueso fracturado roza contra el otro. Debería dolerle, pero no siente nada. Necesita tumbarse cuanto antes. Se da la vuelta en el agua y mira las nubes. La gente corre hacia el mar, pero se detiene al ver la carga que lleva consigo. Una joven se abre paso entre la multitud, una enfermera de Southampton que trabaja en urgencias. Ha visto cosas peores. Es la única persona negra en toda la playa. Extiende las manos sobre los hombros del niño y algunos de los que observan la escena se preguntan si le está haciendo vudú, pero la firmeza de su voz consigue que el chiquillo se separe de los dos cadáveres, se vuelva y se deje abrazar por una persona que no está asustada. El color de su piel también ayuda, que ella sea tan distinta de esa gente a la que él ya no pertenece. La chica se llama Renée. Seguirán en contacto durante los treinta años siguientes.
El cuarto niño sube al helicóptero, después el quinto.
El encargado del parque recreativo sale de su diminuto despacho. Piensa que si es el último en ser rescatado podrá decir: «Permanecí en mi puesto hasta el final».
La última pareja consigue salir del tren fantasma; el marido se abre camino a patadas destrozando la imagen del monstruo de Frankenstein pintada en un panel de madera que adorna la fachada.
Veinticinco minutos. Sesenta y un muertos.
Llega la lancha salvavidas y la tripulación empieza a sacar gente del agua. Algunos no pueden callar. Otros resbalan hasta el fondo de la lancha como peces atrapados en una red, empapados, con los ojos vidriosos, impasibles. Un chico de trece años se mantiene a flote en un oscuro escondrijo que ha encontrado entre dos vigas caídas. Se niega a salir de allí y no responde a las llamadas. Un miembro de la tripulación se tira al agua, pero el chico retrocede y se oculta en aquel bosque de ruinas anegadas. Se ven obligados a abandonarle.
Se retira la polea y el helicóptero se aleja con todos los niños a bordo. Muchos han dejado a sus padres en el muelle. Algunos no saben si siguen vivos. Para todos ellos, el estruendo machacón de las hélices es un consuelo porque les ocupa la mente de tal modo que son incapaces de abrigar los horribles pensamientos que los asaltarán cuando los ayuden a bajar en la pista de aterrizaje y atraviesen corriendo el viento de las hélices para llegar hasta las mujeres de las ambulancias del Hospital St. John, que los esperan en la puerta del pequeño edificio de la terminal.
En el paseo, un hombre con un mugriento delantal blanco deambula entre la muchedumbre repartiendo perritos calientes y té azucarado del puesto que regenta junto al minigolf. Regresa con una segunda bandeja.
Otros barcos se acercan a la costa atraídos por lo que está sucediendo en el muelle, un crucero de Bristol, una lancha de aluminio con un motor fueraborda Mercury, dos lanchas Hornet de fibra de vidrio. Se quedan quietos justo donde termina la morrena de cadáveres y escombros; ni se deciden a ayudar ni se atreven a dar media vuelta.
El chico de trece años no quiere salir del bosque anegado porque sabe que su hermana sigue allí, en algún lugar. No puede encontrarla. Media hora después lo acomete la hipotermia y siente un frío pavoroso. De pronto, el frío desaparece por completo. No le extraña. Ya nada le extraña. Quiere quitarse la ropa, pero apenas tiene fuerzas para mantenerse a flote. Allí afuera, a tan solo unos metros, la vida sigue su curso: la luz del sol, los barcos, un helicóptero. Pero él se siente a salvo allí. Ya no piensa en su hermana. No recuerda haber tenido una hermana. Solo siente una profunda necesidad de adherirse a la oscuridad, de quedarse dentro, oculto, un circuito primario que se mantiene encendido en la agónica base de su bulbo raquídeo. Se hunde en el agua cinco veces, tose y se obliga a volver a la superficie, pero cada vez con menos energía y con una sensación menos definida de haber evitado lo que acaba de evitar. La sexta vez, su conciencia está tan mermada que librarse de ella le resulta tan fácil como soltar un libro justo antes de dormir.
Un periodista del Argus está apoyado contra una cabina telefónica leyendo las notas que ha garabateado en cuatro páginas de un cuaderno de espiral: «Poco antes de las cinco de la tarde…».
A uno de los hombres atrapados al final del muelle le espanta volar. Lleva una camiseta del Leeds United. La perspectiva de que lo rescate un helicóptero le parece mil veces peor que la de un derrumbamiento bajo sus pies. Sabe que su única opción es saltar desde el muelle. Es un buen nadador, pero hay casi veinte metros hasta el agua. Las dos salidas se suceden alternativamente en su cabeza, cada vez más rápido: volar, saltar, volar, saltar. Siente náuseas. Su mujer ha subido al helicóptero en la segunda tanda y con su ausencia los pensamientos se le precipitan, cada vez más rápido, hasta que percibe que está a punto de perder la cabeza, y esa posibilidad es peor aún que la de saltar o volar. En ese momento, y para su propia sorpresa, se aleja de la gente y sale corriendo hacia la barandilla. La sensación de verse desde fuera es tan intensa que siente el impulso de gritarle a ese idiota que primero se quite los zapatos y los pantalones. No recuerda haber saltado, solo el terrible asombro de volver en sí bajo el agua sin saber dónde se halla ni por qué ha ido a parar allí. Consigue salir a la superficie, se llena los pulmones varias veces y se quita los zapatos, que se había atado con un nudo doble. Ahora puede ver que está en la orilla del mar, flotando a la sombra de un objeto enorme. Se vuelve y observa que el muelle destruido asoma sobre su cabeza. Recuerda lo que ha sucedido, se vuelve de nuevo y nada a toda velocidad. Después de unos cien metros se detiene, se gira por tercera vez y descubre que desde esa distancia el muelle está perfectamente integrado en el paisaje. Contempla la ciudad, la muchedumbre, los destellos de las luces azules, el Camden, el Royal. No es consciente de que todo el mundo lo ha visto saltar y que ahora es el protagonista de un breve episodio personal dentro del drama general de la tarde. Se siente victorioso, aliviado. Nada sin parar hasta la playa, donde lo reciben con vítores jubilosos, lo envuelven en una manta blanca y lo acompañan hasta una ambulancia. Su mujer pasará tres horas pensando que ha muerto y tardará mucho tiempo en perdonárselo.
Ya no queda nadie al final del muelle.
Muere la última persona en lo más hondo de la maraña de tablones y vigas. Tiene quince años. Es un chico que ayudaba a su padre en el tobogán de la feria recogiendo las alfombrillas y subiendo las escaleras por detrás cuando los niños se asustaban o empezaban a pelearse arriba. Ha permanecido inconsciente desde que cayó.
La lancha salvavidas regresa; la tripulación recupera quince cadáveres del agua.
Una hora y media. Sesenta y cuatro muertos.
Un pastor baptista ofrece el salón parroquial de su iglesia. Policías y bomberos acompañan a los supervivientes carretera arriba hasta Hope Street; cruzan una puerta que hay junto a los Almacenes Marinos Whelan y entran en una sala amplia y acogedora iluminada con fluorescentes y con el suelo de parqué. En la cocinilla repiquetea la tapadera de una tetera eléctrica y dos señoras preparan sándwiches. La gente se deja caer sobre las sillas o el suelo. Ya no se sienten observados. Están con personas que comprenden lo que ha sucedido. Algunos lloran abiertamente, otros tienen la mirada perdida. Hay tres niños solos, dos niños y una niña. A los padres del más pequeño los han llevado en helicóptero a Shoreham. Los otros dos se han quedado huérfanos. La niña ha visto morir a sus padres y es imposible consolarla. El niño ha inventado la historia de que sus padres cayeron al mar y fueron recogidos por un pesquero, un relato tan detallado y espontáneo que la anciana que lo escucha no advierte la mentira hasta que el niño explica que ahora sus padres viven en Francia.
Una mujer policía pasea en silencio por la sala y se acuclilla delante de cada grupo para preguntar:
—¿Buscan a algún familiar?
Afuera, la lancha salvavidas regresa por tercera vez cargada de cuerdas y boyas naranjas para mantener alejados a los fisgones y los morbosos.
Tres horas y veinte minutos.
Seis operarios del Ayuntamiento construyen un armazón en torno a la entrada del muelle, grandes marcos de dos por cuatro recubiertos con láminas de madera aglomerada.
En el hospital se han inmovilizado la mayoría de los huesos fracturados y la chica con el fémur roto ha entrado en el quirófano para que se lo reparen con clavos. A una mujer le han sacado del pecho una astilla tan grande como un cuchillo de trinchar.
Cae la noche. El malecón está anormalmente desierto. Ya no hay nada que ver en el muelle. La gente está en otros lugares, comiendo gambas rebozadas y merengues, viendo Los chicos del tren en el Coronet… Algunos han cogido el coche y se han ido a algún pueblo cercano para dar un paseo nocturno con un paisaje de fondo que puedan ignorar tranquilamente. En cualquier caso se sigue hablando del tema porque en algún momento de la última semana todo el mundo ha estado en un lugar del que ahora no queda ni rastro. Sienten el feroz escalofrío de la muerte que los ha rozado, una sensación que se diluye enseguida cuando piensan en esa pobre gente. ¿Qué ha sucedido en realidad? ¿Una bomba? ¿Había en el paseo un hombre con un control remoto y un detonador? Igual estuvieron a su lado.
Nueve personas siguen sepultadas bajo los restos del muelle. Las autoridades creen que faltan ocho. La novena es una chica de quince años que se escapó de casa en Stockport seis meses atrás. Sus padres nunca la relacionarán con el suceso que aparece en los periódicos y pasarán el resto de sus vidas esperando el regreso.
Acompañan al niño y la niña huérfanos a casa de una pareja que se ofrece a acogerlos en nombre de los servicios sociales hasta que sus abuelos lleguen al día siguiente. El niño sigue pensando que sus padres viven en Francia.
Se marchan las familias que se han reencontrado. El salón parroquial está casi desierto. Solo quedan quienes esperan que los recojan unos familiares que nunca se presentarán.
Los supervivientes no consiguen dormir bien. Sueñan que el suelo desaparece bajo sus pies y se despiertan. Sueñan que están atrapados entre el acero y la madera, que sube la marea, y se despiertan.
Las dos de la madrugada. Cielos despejados. La ciudad aparece tan nítida y azul que podrías agacharte y coger con el índice y el pulgar ese yate amarrado. Solo se mueven las olas y un borracho solitario que le grita al mar. Las luces chillonas del malecón están apagadas en señal de duelo, solo se puede ver el brillo amarillento de algunas ventanas dispersas y las luces de neón verdes y rojas con los nombres de los hoteles. Excelsior, Camden, Royal.
Las tres de la madrugada. Marte se distingue perfectamente sobre las colinas y un trémulo gajo de luna se refleja en el mar. Se oye un estrépito sordo cuando la parte del muelle más próxima a la orilla se derrumba parcialmente y se retuerce como un monstruo que cambiara de postura mientras duerme.
Los equipos de la televisión llegan a las cinco de la mañana. Se instalan en el paseo marítimo y frente a la puerta de la comisaría; los periodistas fuman, se cuentan chistes y beben el café con azúcar que llevan en sus termos.
Llega el alba y por un breve instante el muelle destruido parece hermoso, pero el eje de la ciudad ya ha empezado a desplazarse hacia el este, paseo abajo, hacia el delfinario y la piscina de agua salada. Por el muelle se pasa de largo sin mirar.
La gente revela las fotos de las vacaciones. En algunas aparecen las últimas imágenes de familiares que ahora están muertos. Sonríen, se protegen los ojos del sol con la palma de la mano, comen patatas fritas o abrazan a un oso de peluche descomunal. Solo les quedan unos minutos de vida. En una de esas fotos se ve a un joven justo en el instante en que el muelle empieza a desplomarse. Cae con la boca muy abierta, como si estuviera cantando.
Entierran a los muertos y comienzan las disputas legales.
La pintura se desconcha, el metal se oxida. Las gaviotas se reúnen en las rotondas y los miradores. Las bombillas se funden, los colores se desvanecen. Los cormoranes anidan en la madera podrida del entablado. Cuando el viento sopla con fuerza, las góndolas de la noria se balancean y chirrían. El tren fantasma se convierte en una percha donde se cuelgan los murciélagos; la maraña sumergida de tablones y vigas es ahora el hogar de los congrios y los pulpos.
Tres años después, un hombre que pasea a su perro por la playa encontrará una calavera blanqueada por el mar que una tormenta invernal ha llevado hasta la orilla. Se enterrará con todos los honores en un rincón del cementerio de la Iglesia de San Bartolomé bajo una lápida donde figuran las siguientes palabras: «El reino de los cielos es una red que se echa al mar y todo lo pesca».
Diez años después de la catástrofe derriban el muelle en ruinas mediante una serie de explosiones controladas; durante varios meses se recogen los cascotes con una grúa flotante y se trasladan al rompeolas del paseo marítimo de Southampton. No se encuentra ningún otro resto humano.
Sueña con los pinos que se ven desde la ventana del palacio. Con el viento de la noche, los árboles se convierten en un oscuro mar que se encrespa y rompe bajo el alféizar contra el muro de piedra. Sueña con el ruido de los árboles que se talan en verano, arriba en la montaña, el grave toc-toc del hacha, el tronco que se quiebra lentamente y el golpe final, esas astillas amarillas, húmedas todavía y llenas de vida, el aroma de la resina fresca en el aire y las columnas de mosquitos que suben y bajan iluminadas al sesgo por el sol.
Sueña con la madera que se elige, se cepilla y se prepara para construir la quilla curvada de un barco que partirá el océano en dos. Sueña con esa misma mañana, de pie en la proa con su futuro esposo. Los remos baten las olas hasta volverlas espuma y el viento sopla contra las gruesas velas. Más allá del horizonte, la ciudad donde se van a casar; a su espalda, el hogar que no volverá a ver jamás.
Sueña con la boda, las llamas temblorosas en los candelabros del gran salón. Llamas que se multiplican reflejadas en un centenar de copas doradas, platos pintados repletos de carne asada y garbanzos, membrillo, azafrán y dulces de miel.
Sueña con la cámara nupcial, una nívea manta de algodón egipcio en la cama. Sobre las almohadas cuelga un tapiz, una obra tan perfecta que parece una escena vista por la ventana. Una mujer llora en una playa y a lo lejos, sobre un mar picado y reluciente, una nave solitaria navega decidida hacia los confines del mundo.
Se acerca un poco para apreciar mejor la cara de la mujer y entonces descubre algo que la deja atónita. Se está mirando a sí misma.
Despierta y tiene la sensación de que se está ahogando e intenta salir a la superficie, se agita y respira con dificultad. La luz le daña los ojos, tiene la garganta seca y todo está envuelto en una bruma provocada por el alcohol, por alguna droga o por la fiebre.
Se vuelve y descubre que la cama está vacía. Lo más probable es que él se haya levantado para ultimar los preparativos del viaje que van a emprender hoy mismo. Se levanta con dificultad y advierte que solo se oye el graznido de las gaviotas y el zumbido de las cuerdas que sujetan la tienda. Llega hasta la puerta dando tumbos, desata las cuatro correas que cierran la puerta de lona y, cuando sale, ve que el campamento está vacío: cinco cuadrados de hierba aplastada, amarillenta, espinas de pescado, una sandalia desparejada, el círculo quemado de la hoguera prendida anoche y a lo lejos, en el mar picado y reluciente, una nave solitaria.
Quiere gritar, pero algo le oprime el pecho y le impide llenar los pulmones de aire. Su mente se rebela y deforma la realidad en busca de una explicación coherente. Él va a regresar. La tripulación se ha amotinado y lo ha secuestrado. O lo ha abandonado en algún lugar cercano, lo ha atado, lo ha apaleado, lo ha matado. Entonces baja la mirada y encuentra junto a sus pies una jarra de agua y una rebanada de pan. Sobre la rebanada está el anillo que ella le entregó como muestra de su amor eterno. La ha abandonado.
El cielo empieza a girar y vomita en la tierra húmeda. Todo se vuelve oscuro.
Cuando el tiempo vuelve a ponerse en marcha se da cuenta de que está bajando hacia la playa, resbalando por el pedregal con las manos y las rodillas ensangrentadas. De pronto tropieza, cae por una pendiente y rueda sobre los guijarros hasta llegar al mar. Grita al viento y el eco de sus aullidos rebota en las rocas que rodean la cala. Su corazón se revuelve como un pájaro atrapado en una red.
El barco es cada vez más pequeño. Se ha transformado en la mujer del tapiz.
El único hombre al que ha amado en toda su vida se ha deshecho de ella como si fuera un lastre. Necesita un relato donde ella no sea una idiota y él un animal, pero cuando piensa en él es como si un puñal se le clavara en la herida que le ha dejado el amor. Le gustaría arrojar un montón de platos contra las paredes de una habitación. Le gustaría llorar hasta que apareciera alguien para consolarla. Le gustaría que otro hombre lo encontrara y le retorciese el pescuezo o lo convenciera de que se ha equivocado y lo trajera de vuelta.
Se vuelve para averiguar dónde se halla, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, helechos y clavelinas, hierbajos azotados por el viento, bloques de basalto herrumbrosos cubiertos de líquenes. En una poza está tirada la cabeza sanguinolenta de un cachorro de foca. Los hombres se la cortaron anoche y la lanzaron por el barranco antes de cocinar el resto del cuerpo. Los ojos ciegos del animal se han vuelto blancos.
Se acuclilla sobre las piedras duras y húmedas y se envuelve en sus propios brazos. Salvo la tripulación del barco que se aleja, nadie sabe que está allí y a nadie le importa lo más mínimo. No sabe cómo se llama esa isla. Solo sabe que es el sitio donde va a morir. Ha desaparecido del mapa del corazón y su brújula gira sin parar.
Pasan los minutos. El agua golpea los guijarros y burbujea sobre ellos. El viento canta y el frío empieza a morder. Se alza y sube la larga cuesta que conduce hasta la cama que nunca volverá a compartir.
Es una princesa. Tiene veinte años y nunca ha estado sola, nunca ha cocinado, nunca ha fregado el suelo. Se baña en agua limpia y caliente todas las mañanas. Dos veces al día le dejan sobre la cama ropas recién lavadas. Se da cuenta de que algo muy duro la aguarda. No conoce el significado de ese adjetivo.
Entra en la tienda, ve la marca del cuerpo de él en las sábanas y tiene que apartar la mirada. Se come el pan y se bebe el agua; después se tiende y espera, como si una muerte sencilla fuese el último capricho que le pudiera traer un sirviente anónimo.
No puede creer que alguien sea capaz de soportar tanto dolor. Piensa en los pastores despiertos sobre la nieve azulada, con las pieles apretadas contra los hombros, en guardia, al acecho de los lobos con una honda como única arma. Piensa en los soldados que vuelven de la guerra todos los veranos con piernas o brazos amputados, con esos muñones que recuerdan la cera derretida. Piensa en las mujeres que dan a luz en establos de piedra con goteras y el suelo embarrado. Piensa en lo que se debe tener para llevar ese tipo de vida y comprende que la riqueza la ha privado de una capacidad que ahora necesita.
La luz agoniza y la oscuridad se hace cada vez más densa hasta adquirir un color que ella nunca ha visto. Empiezan a llegar las pardelas, doscientas mil aves que regresan después de pasar todo el día en el mar esquivando la amenaza de los gaviones. La tienda queda envuelta en un huracán de graznidos, esa algarabía que confunde a los marineros bisoños: piensan que han naufragado junto a la boca del infierno. No se atreve a salir por miedo a lo que pueda encontrar. Se tapa los oídos y se acurruca en el centro de la única alfombra que hay en la tienda; teme que las garras y los dientes hagan trizas la fina lona y la despedacen como a un cervatillo. El temor no cesa y es aún peor cuando por fin reina el silencio porque la han despojado de todo aquello que la protegía frente a un mundo hostil donde cada acción tiene su consecuencia. No puede culpar a nadie. Este es su castigo. Su propio hermano murió a manos del hombre al que amaba y ella lo ayudó. Ahora ha llegado su turno. Cuando recojan sus huesos desnudos se habrá restablecido el equilibrio.
Debería haber hecho caso a sus doncellas y limitarse a pasear por los jardines del palacio, pero había paseado miles de veces por los jardines del palacio. Conocía hasta el más mínimo detalle de cada fuente esculpida, cada arbusto de lavanda con su enjambre de abejas, cada emparrado umbrío. Quería conocer el bullicio de los muelles, las cestas rebosantes de calamares y caballas, los cacharros amontonados y las cuerdas enrolladas, los gritos de los marinos y el choque de los cascos calafateados; esa fantasía infantil de subir por la rampa de un barco, hacerse a la mar y deslizarse por las manos ahuecadas del rompeolas hasta sumergirse en la blanca luz de un mundo alejado de su familia.
Todos los años, al final del verano, llegaba un tributo de guerra que Atenas pagaba para mantener la paz, una ceremonia más en el calendario como el Salto del Toro o el Festival de las Amapolas. Doce jóvenes, chicos y chicas, eran conducidos desde el barco hasta las caballerizas, en la huerta, donde cada sembrado se araba junto al del año anterior. Después los sacaban, los colocaban en fila y los degollaban; allí quedaban sus cuerpos apilados. Eran reses humanas y lo sabían y andaban arrastrando los pies con la cabeza gacha, ya medio muertos. No pensaba en ellos mucho más de lo que pensaba en los enemigos que su padre y sus primos mataban en el campo de batalla.
Pero sus ojos se cruzaron por un segundo con los de un hombre que caminaba con la cabeza erguida y advirtió entonces que había muchos mundos más allá de este y que el suyo era en realidad insignificante.
Esa misma noche se despertó varias veces pensando que aquel hombre estaba de pie en su habitación o acostado junto a ella. Al principio sintió miedo; después, decepción. Estaba viva de una manera que nunca antes había experimentado. Las baldosas inertes en el suelo, las chicharras, la moneda horadada de la luna, su propia piel… nunca hasta entonces había visto esas cosas con claridad.
Poco después del amanecer cruzó a hurtadillas el cuarto de las doncellas y rodeó la huerta hasta llegar a las caballerizas. Dijo a los guardias que quería hablar con los prisioneros; a ellos no se les ocurrió una respuesta adecuada para esa petición tan inesperada. Los vestigios de la noche se habían refugiado en aquellas espaciosas dependencias de piedra, pues las rendijas de las ventanas no tenían ni un palmo de ancho. El suelo era de arena y los oía respirar. Sintió el interés que despertaba su presencia, cuerpos calientes que, nerviosos, cambiaban de postura entre tinieblas. No tenía demasiado mérito envalentonarse ante un desafío tan irrisorio, pero el coraje era algo que nunca antes había necesitado y dominar el miedo le resultaba emocionante.
La cara del hombre asomó tras los barrotes del ventanuco.
—Has venido.
Ella llevaba toda su vida esperando ese momento sin saberlo. Pensaba que las aventuras estaban reservadas para los hombres. Ahora comenzaba la suya.
—Soy el hijo del rey —dijo—. Con el tiempo lo sucederé. Si nos salvas serás mi reina.
Ella le dio su anillo y él le explicó lo que debía hacer. Deslizó una mano entre los barrotes, dejó que él la agarrara por las muñecas y empezó a gritar pidiendo auxilio. Cuando el primer guardia corrió a liberarla, el príncipe lo atrapó, le tapó boca con una mano y le apretó el cuello con la otra. Apoyó un pie en los barrotes y tiró de él como si fuera una cuerda. El hombre pataleó frenéticamente durante mucho tiempo, pero al final dejó de resistir y cayó al suelo. Ella le quitó las llaves del cinto y abrió la puerta. Era la primera vez que veía cómo mataban a un hombre. No parecía muy distinto de los juegos que jugaban sus primos de niños.
Él tomó la espada del muerto y se enfrentó al segundo guardia. Le hundió la hoja en el vientre y lo levantó para poder clavársela hasta el fondo, después lo dejó caer. Pisó con la bota el pecho de aquel hombre y sacó la espada con un borboteo de sangre. Sus compañeros ya salían en tropel de los establos; improvisaban armas con los bastones, bieldos o barras que allí encontraban.
Él les pidió que la llevaran al puerto y la protegieran. Ella pensó que iba a matar a sus padres. Él le acarició la mejilla y le dijo que no les iba a pasar nada malo.
Eligió a dos hombres para que lo acompañaran y corrió hacia el palacio.
La gente decía que su madre había sido violada por un toro y luego había parido a un monstruo huraño que vivía encadenado sobre un lecho de paja y estiércol en el centro de un laberinto construido junto al palacio. Todos los veranos le ofrecían en sacrificio la carne fresca de los jóvenes atenienses. «Dejad que la gente se invente las historias que quiera —decía su padre—. Es lo único que tienen, y el miedo es un sentimiento menos peligroso que la compasión.»
La historia tenía algo de cierto porque su hermano parecía un monstruo con aquella cabeza hinchada y sus arrebatos de ira. A veces agredía a los hombres que todas las semanas bajaban hasta el sótano para lavarlo con baldes de agua, cambiarle la paja sucia y llenarle el comedero con los mismos alimentos que les daban a los cerdos: sobras, huesos grasientos, vino avinagrado...
Creían que era mudo. Como nunca le hacían preguntas, él no hablaba. Pero ella sabía la verdad. Bajaba al sótano casi todos los días, se sentaba a su lado a la luz de la única vela que iluminaba la estancia y le tomaba la mano. Él apoyaba la cabeza en su regazo y le contaba las trastadas que le hacían los hombres para divertirse. Ella le llevaba pan y fruta que escondía debajo de la falda y, mientras su hermano comía, le hablaba del mundo exterior, del océano, que era como el agua del balde, pero más profunda y extensa de lo que él podía imaginar; de los barcos, que eran como casas flotantes; de la música, una serie de sonidos compuesta para hacer felices a las personas; de los pinos que había al otro lado de su ventana y de los leñadores en verano.
Él lloraba a veces, pero nunca pedía ayuda. Cuando su hermano era más joven y ella más ingenua, le propuso que intentara escaparse, pero él no la entendía porque nunca había visto nada más allá de aquellas paredes húmedas y pensaba que las historias de océanos, barcos y música no eran más que juegos inventados para hacerle más soportable la oscuridad. Tenía razón, por supuesto. Él no podía vivir en el mundo exterior. Él sol lo habría cegado. La gente se habría burlado de él y lo habría apedreado.
Su madre, su padre y sus primos habían conseguido desterrarlo de sus pensamientos, pero ella no podía. Su presencia la acosaba a todas horas como el rumor de un trueno lejano. Los dos se sentían mejor cuando ella notaba el peso de aquella cabeza deforme en su regazo y le acariciaba los cabellos tiñosos.
Cuando llegaron al puerto descubrieron que los atenienses se habían apoderado de media docena de barriles de brea y los habían lanzado a la cubierta de las demás naves después de prenderles fuego con unas piedras de sílex y unos trapos. Los marineros de guardia que intentaban apagar el fuego de sus buques no tenían tiempo para atender otros asuntos.
Estaba muerta de miedo. Ahora comprendía lo que significaban las aventuras y por qué los hombres impedían que las mujeres participasen en ellas. Se había equivocado. Ahora lo entendía. Un solo instante de debilidad había provocado ese horror de la misma forma que una única chispa de aquellas piedras golpeadas había dado lugar al incendio que la rodeaba. Metal contra metal, tablones partidos, el aire estaba tan cargado de humo que le resultaba difícil respirar.