El libro de José Miguel Onaindia que aquí prologo representa un excelente ejemplo acerca de cómo, tomando distancia, podemos reconocer y entender mejor aquello sobre lo cual queremos pensar. El objeto de la reflexión, en este caso, es la Corte Suprema, que José Miguel presenta, examina y analiza críticamente, de pies a cabeza y todo a lo largo, de un modo que puede resultar de interés tanto para el especialista como para quien conoce poco sobre el derecho. En lo que sigue, quisiera aclarar por qué es que considero que la empresa en la que él se involucra resulta de una extraordinaria importancia.
La labor de la Corte Suprema –cualquier Corte Suprema, en cualquier lugar del mundo– genera siempre atención, expectativas y preocupaciones especiales. Atención porque ella tiende a pronunciar, en los hechos, la “última” o “decisiva” palabra respecto de cómo se interpreta la Constitución. Afirmar esto –entiéndase– no es decir algo de interés solo para los abogados: a través de sus fallos, la Corte va a determinar, en definitiva, los alcances y límites de muchos de nuestros derechos y aspiraciones más básicas: ¿hasta dónde llega nuestro derecho de crítica y protesta? ¿Qué obligaciones debe cumplir el Estado en materia de atención social? ¿De qué protecciones efectivas gozan las minorías? ¿Es compatible con la Constitución el “matrimonio igualitario”? ¿Qué significa, en la práctica, el “derecho de consulta” que nuestro ordenamiento jurídico les reconoce a las comunidades indígenas? Temas y preguntas como las citadas –solo un pequeño muestreo de decisiones posibles y recientes tomadas por el Máximo Tribunal– explican por qué las acciones y omisiones de la Corte Suprema atraen la atención pública, y por qué ellas crean enormes expectativas en su torno: a la Corte le toca resolver casos fundamentales tanto sobre nuestra vida personal, como sobre nuestra vida en común.
Mencioné, asimismo, las preocupaciones que provoca el comportamiento de este tribunal, en nuestro país o en cualquier otro. Tales preocupaciones se deben a razones muy diversas, que incluyen la dificultad que existe para definir, de modo concreto, sencillo y definitivo, el sentido efectivo de lo que dice la Constitución. Ocurre que, lamentablemente, y a pesar de que llevamos más de doscientos años discutiendo sobre el tema, carecemos aún de acuerdos profundos y extendidos acerca del significado preciso de la Constitución. Ello implica que, en una diversidad de casos, un mismo texto puede ser entendido de una manera o de otra más bien opuesta, lo cual obviamente genera incertidumbre y preocupación en la ciudadanía, que quiere saber cuál es el contenido exacto de las normas a la luz de las cuales debe arreglar su conducta. Dadas las incertezas que enfrentamos, el derecho parece quedar vinculado no tanto con aquello que está escrito y que todos podemos leer, sino con el sentido que le otorga a lo escrito aquel que lo lee, autoritativamente: un abogado, un fiscal, un funcionario público, un juez, y muy especialmente, un magistrado del Tribunal Superior.
Conviene resaltar la seriedad del problema en juego. Si fuera cierto lo dicho (si el contenido del derecho fuera, efectivamente, demasiado dependiente del criterio de quien lo lee), nuestro sistema jurídico resultaría incapaz de cumplir con la que es su principal promesa: la de asegurar que todos seamos tratados de modo igual, con independencia de nuestra condición. Recordemos que, en efecto, la primera promesa del “Estado de derecho” se vincula íntimamente con la mencionada: cuando decimos que vivimos en un Estado de derecho queremos significar que nuestras vidas no dependen (ni nunca más van a depender) de la voluntad discrecional de nadie (un rey, un dictador, un militar autoritario, un profeta, un filósofo esclarecido), sino de normas que, de un modo u otro, elaboramos entre todos. Sin embargo, si lo sugerido más arriba es cierto, nuestras vidas sí resultarían dependientes de la voluntad (discrecional) de quienes tienen autoridad para interpretar el derecho.
Para ilustrar de un modo comprensible la gravedad de lo señalado, permítaseme ofrecer un par de ejemplos, de entre cientos posibles. El primero nos remonta a algunas decisiones tomadas por la Corte a comienzos del siglo pasado, mientras que el segundo nos refiere a otras decisiones adoptadas a fines de ese mismo siglo; de este modo, podremos reconocer que estamos frente a un problema que recorre toda la historia del Tribunal. Pues bien, en 1903, la Corte resolvió el caso “Hileret”, de una forma más bien opuesta al modo en que resolvería el caso “Avico”, años después, en 1934. Ambos casos tenían que ver con los alcances y límites de la intervención estatal en la economía. En la primera oportunidad, la Corte, basándose en los antecedentes de la Constitución y en testimonios propios de nuestros “padres fundadores” (J. B. Alberdi, en particular), sostuvo que nuestra Constitución “histórica” (su sentido originario) era contraria u hostil a toda intervención estatal; la Corte Suprema, presidida entonces por Antonio Bermejo, era muy afín a la idea del “libre mercado”. En cambio, poco tiempo después, en “Avico”, la Corte sostuvo más bien lo contrario, basándose en esta ocasión (no en el pasado o en el sentido originario de nuestros textos legales, sino) en las necesidades del presente, y en el objetivo de “mantener vivo” y ajustado a los tiempos al texto de nuestra Constitución; la Corte comenzaba a dejar atrás, entonces, su liberalismo inicial. La trayectoria de nuestra Corte en la materia –conviene aclararlo– no variaba mucho del recorrido que había hecho, más o menos en la misma época, la propia Corte Suprema de los Estados Unidos entre los casos “Lochner”, decidido en 1905, cuando la Corte afirmó un principio favorable al libre mercado, y “West Coast Hotel”, decidido en 1937, cuando la Corte norteamericana pasó a sostener un principio contrario.
Pasemos ahora al segundo ejemplo. En 1986, la Corte resolvió el caso “Bazterrica”, afirmando una postura muy protectiva de la “privacidad”: entendió entonces que la Constitución amparaba el consumo personal de estupefacientes. Sin embargo, apenas cuatro años después, en el caso “Montalvo” y con una composición diversa, entendió que dicho consumo podía ser sancionado o perseguido por el Estado, algo que sin embargo volvió a desmentir poco tiempo después (y otra vez, a partir de una composición diferente) en el caso “Arriola”, de 2009. Esto quiere decir que en un lapso muy breve la Corte se contradijo una y otra vez en cuanto al significado efectivo de nuestro derecho en torno al fundamental tema de nuestra libertad personal y sus alcances. El ejemplo ratifica también el temor del que partíamos: frente a un problema similar (en el ejemplo, qué derechos tenemos, como ciudadanos, en relación con determinadas opciones personales), una Corte liberal leyó al derecho de un modo muy respetuoso de nuestra privacidad, mientras que una Corte posterior, más conservadora, leyó al derecho del modo contrario, para volver a cambiar de postura, otra vez, a los pocos años.
Conviene advertir el significado efectivo de aquello de lo que estamos hablando. No se trata simplemente de un problema de interés exclusivo para abogados, jueces o doctrinarios –los modos en que la Corte cambia su interpretación del derecho–, sino de uno que nos afecta profundamente a todos, y que puede implicar, por ejemplo, que en un caso se respete a las personas por decisiones que toman y que, al poco tiempo, pueden convertirse en razón para llevarlas a la cárcel, privándolas de su libertad.
La cuestión de la que hablamos –un derecho que no depende tanto de lo que está escrito, sino de quiénes leen lo que está escrito– es un problema general, que nos trasciende, y que en todo caso, países como los nuestros agravan. Sobre la generalidad del problema en juego, piénsese en la pregunta siguiente: ¿qué es lo que explica que, por ejemplo, en los Estados Unidos, cada nombramiento de un nuevo juez de la Corte suscite tanta atención pública? ¿Qué explica dicho fenómeno, cuando la Constitución norteamericana sigue siendo la misma después de más de doscientos años? Lo que da cuenta de lo que ocurre es que, a pesar de que el derecho escrito no ha variado, todos saben que el sentido de la Constitución depende demasiado de quienes la leen. Del mismo modo: ¿por qué nos resulta escandaloso saber que en un país multirracial, como Sudáfrica, la Corte estuvo compuesta durante décadas solo por hombres blancos? ¿Por qué ese escándalo si –conforme a la promesa propia del Estado de derecho– el derecho no depende de que lo lea un varón, una mujer, un negro o un blanco? El escándalo se explica, otra vez, porque todos sabemos que el significado del derecho depende, de modo muy relevante, de quienes lo leen, por lo cual es dable esperar que una Corte conformada solo por blancos, en Sudáfrica, no sepa entender bien las dificultades que afectan de modo especial a la comunidad negra (como sería un escándalo que la Corte estuviera conformada solo por varones: sería dable esperar que en tal caso el Máximo Tribunal tuviera inconvenientes para reconocer de modo apropiado las demandas, angustias y requerimientos más propios del colectivo de las mujeres).
Comenté algo, recién, sobre la generalidad del problema bajo examen, y finalizaré ahora diciendo algo sobre la especial gravedad que adquiere dicho problema en países como los nuestros. En efecto, parece cierto que muchos países latinoamericanos, por motivos y en formas diferentes, se han llevado mal con el derecho. Países como la Argentina, por ejemplo, cuentan con una historia marcada por la inestabilidad política, los golpes de Estado y las rupturas democráticas; una lastimosa tradición de jueces “dependientes de la política”; la falta de una cultura de “respeto de los precedentes”; y aun un sistema político de tipo hiperpresidencialista (un Poder Ejecutivo todopoderoso) con medios y recursos que le permiten eclipsar –sino directamente extorsionar o someter– a los jueces más críticos o reconocidos como “opositores”. Datos como los citados le dan la razón a quienes consideran que las variaciones de nuestro derecho –las decisiones contradictorias; los casos que se deciden hoy de un modo y mañana de otro– son especialmente preocupantes en comunidades jurídicamente muy frágiles, como las nuestras. Lamentablemente, estos serios problemas aparecen agravados en sociedades marcadas históricamente por desigualdades e injusticias que, por ello mismo, requieren de modo especial de un derecho más igualitario y más activamente comprometido en la erradicación de tales males.
José Miguel Onaindia hace bien, entonces, cuando pone su foco de interés en el Máximo Tribunal. Es demasiado relevante lo que la Corte Suprema hace y deja de hacer. Necesitamos conocer cuál es su comportamiento efectivo. Necesitamos comprender los modos y las razones de sus cambios de conducta. Necesitamos entender cómo funciona el Tribunal en el marco de nuestro sistema político, deficitario e hiperpresidencialista. Necesitamos advertir, además, la enorme contribución que es capaz de hacer la Corte, particularmente en cuanto a la protección de los derechos humanos y de las minorías más postergadas. Y necesitamos, también, comenzar a vislumbrar qué reformas institucionales podrían ayudar a la Corte a orientar su trabajo de un mejor modo, impulsando de esta forma cambios que en la Argentina resultan necesarios, urgentes. Por todo ello debemos agradecerle a José Miguel su tan oportuna intervención. Su libro –claro, accesible, profundo, honesto– viene a iluminar un área insuficientemente estudiada, tan mal comprendida como necesitada de estudio.
Roberto Gargarella
Este libro comenzó a gestarse en una conversación en un café de la avenida Santa Fe de Buenos Aires, donde estuvo el cine Grand Splendid, en el que durante años vi muchas películas que no solo me entretuvieron, sino que son parte de mi formación; un lugar con especial significado en varias décadas de mi vida y propicio para el nacimiento de un proyecto de creación. Allí, el 25 de mayo de 2015, hablamos con Josefina Delgado de la conveniencia de acercar a los lectores una visión del rol que cumple la Corte Suprema de Justicia y cómo este fue evolucionando en la turbulenta vida institucional argentina. En aquel momento el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner presionaba para que el juez Carlos Fayt saliera del tribunal.
Cuando esa presión había ya languidecido por la alteración cotidiana de la realidad en un año electoral y por la renuncia presentada por el lúcido magistrado a partir de la fecha de terminación del mandato de la presidenta, el sorprendente decreto del flamante presidente Mauricio Macri, que designó dos miembros del tribunal en comisión, demostró que la cuestión mantenía actualidad aun con los cambios de signo político, y que la opinión pública se expresaba sobre la Corte con conocimientos endebles o deliberadamente errados.
Desde la década del noventa del siglo pasado hasta la fecha, la Corte y algunos de sus miembros ocupan la primera plana de las noticias, son figuras públicamente conocidas y la gente opina sobre sus decisiones con la liviandad –o liquidez, para usar la expresión de Zygmunt Bauman– que caracteriza a nuestra época.
Pero ¿qué concepto tiene la población sobre la función que ocupa la Corte Suprema en nuestro sistema político? ¿Recuerda, si lo estudió en la escuela, cómo se organiza y cuáles son sus atribuciones? En las clases de Historia, ¿se le informó de la importancia que asumió el Tribunal en algunas angustiosas situaciones atravesadas por la Argentina luego de su organización constitucional? Hace algunos años, en un examen de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la UBA, pregunté a un alumno qué era la Corte a la que se refería en su exposición. Con mucha firmeza contestó: “El martillo maestro de la democracia”. La metáfora mecánica era utilizada por un doctrinario. La cita era vagamente correcta, pero cuando intenté dilucidar si podía interpretarla, advertí que no lograba darle contenido a esa enunciación.
En notas y comentarios en redes sociales, advierto que se alude al órgano con un notable desconocimiento sobre el rol que ocupa, sus facultades y límites, las diferencias entre nuestra Corte Suprema y los órganos homólogos de otros regímenes de gobierno. Y en estos errores de concepto e información incurren muchas personas con indiscutible formación cultural e influencia en la formación de opinión.
Los debates impulsados en los últimos años sobre la Justicia, la intención abierta de contar con jueces adictos o que al menos no pongan en apuros los designios del titular transitorio del Poder Ejecutivo, han sembrado mayor confusión en un tema que requiere conocimientos precisos en el ciudadano común, porque tiene consecuencias sobre su vida cotidiana.
Al rastrear nuestra historia también encontramos que en muchas oportunidades la Corte asumió un papel fundamental más allá de sus atribuciones específicas y alcanzó un protagonismo diferente al de los tiempos de las redes sociales, pero de profundo contenido político.
También se desconoce que, a través de su silenciosa tarea cotidiana, este organismo extendió los derechos humanos de los argentinos, impulsó con su actividad la renovación legislativa y permitió la modernización de nuestro derecho, que en cualquier país constitucionalmente organizado se convierte en un elemento central de la narrativa de la comunidad. Pero en muchos otros prefirió congraciarse con el Ejecutivo de turno y dar andamiaje jurídico a las excepciones que son el límite del Estado de derecho.
La Corte ha cumplido y cumple un rol central en el sistema político argentino. Las funciones de este organismo, las decisiones que adopta, su posibilidad de poner freno a los otros poderes del Estado y, muy especialmente, al Ejecutivo, ya que nuestra forma de gobierno ha virado de hecho y de derecho hacia un hiperpresidencialismo, importan a todos los habitantes del país e influyen en sus relaciones internacionales.
El presidencialismo fuerte que los constituyentes del siglo XIX adoptaron, otorgándole al presidente argentino muchas más atribuciones que al de los Estados Unidos de América –modelo normativo sobre el que se diseñó nuestra primera Constitución– fue tornándose cada vez más intenso. Los gobiernos de facto que asolaron nuestro país durante más de cinco décadas profundizaron esta tendencia y el liderazgo militar y caudillista de Perón lo llevó a su máxima expresión en la reforma constitucional de 1949.
La reforma de 1994, que proclamó tener la intención de “atenuar las facultades presidenciales”, solo dio fundamento normativo al crecimiento que en los hechos habían tenido esas facultades, fundamentalmente en la primera presidencia de Carlos Saúl Menem. La Constitución vigente otorga al presidente funciones que le permiten avanzar sobre el Poder Legislativo mediante decretos de necesidad y urgencia, delegación legislativa o promulgación parcial de leyes.
En este marco institucional, la función de la Corte adquiere para el ciudadano un rol fundamental para custodiar sus derechos humanos y la efectiva vigencia de la garantía básica de estos, que es la separación de poderes.
La Corte, entonces, no es lejana a las personas que habitan o residen en nuestro territorio aunque influya en sus vidas más inadvertidamente que los otros órganos que conforman el gobierno del país.
Siempre es necesario aclarar conceptos, pero en esta situación histórica actual en la que por primera vez en setenta años ocupa la presidencia un argentino que no pertenece ni al peronismo ni al radicalismo, que asume con una minoría parlamentaria sin precedentes y luego de gobiernos de fuerte impronta personalista, volver a reflexionar sobre la organización y sentido de la Corte en nuestro régimen de gobierno adquiere una dimensión singular. Principalmente, cuando la cobertura de vacantes fue una de las primeras controversias que promovió el presidente aun en el interior de la coalición que lo acompaña.
Tengo también la esperanza de que la sociedad argentina asuma el desafío de enfrentar una revisión de su sistema constitucional. En el universo de la información y del hasta hace poco inimaginable acceso al conocimiento y a la cultura que la tecnología nos brinda en la actualidad, revisar ese sistema que desde 1994 hasta la fecha solo ha dado tumbos es un objetivo que aunque pueda parecer utópico debería ser irrenunciable.
Me anima a la escritura de esta obra compartir con el lector y, especialmente, con aquel que carezca de nociones de derecho, datos y reflexiones que permitan desordenar los lugares comunes que se repiten sobre la Corte y trazar un cuadro de cómo fue pensada por nuestros constituyentes, cómo se construyó a sí misma en el devenir histórico y cuáles fueron los momentos en que ocupó el centro de la escena política.
La estética no examina los objetos de arte, sino la relación entre intérpretes y receptores, es una versión de la teoría de la comunicación en la que el público significa tanto como los intérpretes. En el derecho constitucional, que analiza los órganos de gobierno, ese público no está restringido a profesionales y jueces porque el proceso de definir las instituciones concierne a los legos, a los litigantes y estudiantes actuales y potenciales, al pueblo que quiere conocer la extensión de sus derechos. Me sentiré afortunado si puedo hablar con una sola voz a muchos públicos.1
Ese es el desafío. Espero que al terminar la lectura puedan concluir que he cumplido con este cometido.
1. Lief Carter, Derecho constitucional contemporáneo, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1985, págs. 15-22.