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Para Tashya, Nick y Misa-sensei,
Arigatou gozaimasu

1

LLAMADO A JIGOKU

Hace mil años

En sus largos años de existencia, la cantidad de veces que había sido invocado desde Jigoku1 se podía contar con una sola garra.

Otros señores demonio habían sido convocados antes. Yaburama. Akumu. Los señores oni eran demasiado poderosos para que un mago de sangre con iniciativa no hubiera intentado hacer un contrato con ellos, aunque tales rituales a menudo terminaban mal para el arrogante humano que pensaba que podría esclavizar a alguno de los señores oni. Los cuatro eran, sin duda, un grupo orgulloso, y no se mostraban amables con un insignificante mortal que intentara doblegarlos a su voluntad. Le seguían la corriente al mago de sangre el tiempo suficiente para escuchar lo que el humano estaba ofreciendo y, si no les interesaba, o si el mago intentaba estúpidamente dominarlos, lo destrozaban y hacían lo que querían en el reino mortal hasta que eran enviados de regreso a Jigoku.

Hakaimono se divertía cada vez que un mortal intentaba invocarlo. Sobre todo, en ese preciso momento en que lo veían por primera vez y entendían lo que habían hecho.

Con los ojos entrecerrados, observó a su alrededor a través del humo, sin prestar atención a esa breve sensación de vértigo que lo acompañaba cada vez que era arrastrado al reino de los mortales desde Jigoku. Un gruñido de fastidio asesino retumbó en su garganta. Ya antes, no estaba del mejor humor. Akumu había estado conspirando de nuevo, tratando de debilitar las fuerzas de Hakaimono a sus espaldas, y se encontraba en camino para enfrentar al artero tercer general cuando el fuego negro estalló sobre su piel y las palabras de magia de sangre resonaron en su cabeza. Y entonces se encontró, de manera abrupta, en el reino de los mortales. Ahora estaba parado en el centro de una construcción en ruinas, rodeado por paredes derruidas y pilares destrozados. El olor a muerte hacía que el aire se sintiera espeso. Contempló la posibilidad de apretar la cabeza del mago responsable hasta hacerla estallar entre sus garras como un huevo.

Las piedras bajo sus pies estaban pegajosas y tenían ese olor dulce y cobrizo que reconoció al instante. Las líneas de sangre estaban pintadas en el suelo, donde formaban un círculo familiar, con palabras y signos de poder entretejidos en un complejo patrón. Un círculo de invocación. Uno poderoso. Quienquiera que fuera el mago de sangre, había hecho un trabajo esmerado. Eso no lo salvaría al final, de cualquier manera.

—Hakaimono.

El Primer Oni miró hacia abajo. Una mujer estaba parada al borde del círculo de sangre. Vestía túnicas negras y su largo cabello parecía fundirse en las sombras. Sostenía un cuchillo en sus delgados dedos. Su pálido brazo estaba cubierto de rojo hasta el codo.

El demonio soltó una risita.

Bueno, esto me hace sentir tan importante —dijo, agachándose para ver mejor a la mujer. Ella le devolvió la mirada con frialdad—. Invocado por la sombra inmortal en persona. Qué interesante —levantó una garra y observó a la humana por encima de sus zarpas negras y curvas, del largo del brazo de ella—. Si arrancas la cabeza de un inmortal, ¿crees que morirá?

—No me matarás, Primer Oni —la voz de la mujer no sonaba divertida, pero tampoco asustada, aunque la certeza en ella lo hizo sonreír—. No soy tan tonta para intentar atarte y no pediré mucho de ti. Sólo tengo una solicitud. Después de eso, eres libre de hacer lo que quieras.

¿Ah? —Hakaimono rio entre dientes, pero sin duda sentía curiosidad. Sólo los muy desesperados, estúpidos o poderosos recurrían a uno de los cuatro generales oni, y sólo para las solicitudes más ambiciosas. Cosas como destruir un castillo o aniquilar a una estirpe completa. El riesgo era demasiado grande para peticiones someras—. Escuchémosla entonces, mortal —la animó a continuar—. ¿Cuál es esta tarea que me harías emprender?

—Necesito que me traigas el pergamino del Dragón.

Hakaimono suspiró. Por supuesto. Había olvidado que ese tiempo había llegado otra vez en el mundo mortal. Cuando el gran escamoso se levantaría para conceder un deseo a un insignificante humano de tan corta vida.

Me decepcionas, mortal —gruñó—. No soy un sabueso en busca de órdenes. Podrías haber conseguido que los amanjaku recuperaran el pergamino por ti, o alguna de tus miserables mascotas guerreras humanas. He sido llamado para masacrar ejércitos y reducir fortalezas hasta convertirlas en polvo. Buscar la plegaria del Dragón no vale mi tiempo.

—Esto es diferente —la voz de la mujer sonó tan inflexible como siempre. Si sabía que estaba en peligro de ser destrozada y devorada por un enfadado Primer Oni, no lo demostraba—. Ya envié al más fuerte de mis campeones para que recuperara el pergamino, pero me temo que me ha traicionado. Quiere el poder del Dragón para él, y no puedo dejar que el Deseo se me escape ahora. Debes encontrarlo y recuperar el pergamino.

¿A un humano? —Hakaimono curvó un labio—. Eso no es un gran desafío.

—No conoces a Kage Hirotaka2 —dijo la mujer en voz baja—. Es el mejor guerrero que el Imperio de Iwagoto haya visto en mil años. Es un elegido de los kami, pero también fue entrenado en el camino del samurái. Sus talentos con la espada y la magia son tan grandes que incluso el emperador elogió sus logros. Ha matado hombres, yokai y demonios a raudales, y tal vez será el mayor oponente que hayas enfrentado jamás, Hakaimono.

Dudo mucho eso —el Primer Oni sintió cómo una sonrisa cruzaba su rostro mientras respiraba el aire impregnado de sangre—. Pero ahora, me siento intrigado. Veamos si este campeón de la sombra es tan bueno como dices. ¿Dónde puedo encontrar a este mortal asesino de demonios?

—La finca de Hirotaka se encuentra a las afueras de un pueblo llamado Koyama, a un poco más de quince kilómetros de la frontera oriental del territorio de los Kage —respondió la mujer—. No es difícil de encontrar, pero está bastante aislado. Además de los hombres y sirvientes de Hirotaka, no encontrarás oposición. Busca a Hirotaka, mátalo y tráeme el pergamino. Ah, y una cosa más —levantó el cuchillo y observó su brillante filo ensangrentado—. Nadie debe sospechar que practico la magia de sangre. No ahora, cuando la noche del Deseo está tan cerca —sus ojos negros se clavaron en los del oni y se estrecharon con agudeza—. No puede haber testigos, Hakaimono. No deben quedar supervivientes. Mata a todos los que encuentres allí.

Eso es algo que puedo hacer —una lenta sonrisa se extendió por el rostro del oni, y sus ojos relucieron rojos, sedientos de sangre—. Será divertido.

Hakaimono llegaría a lamentar esas palabras más que ninguna otra en su existencia.

1 Muchos nombres y términos usuales del japonés se encontrarán marcados en cursivas a lo largo del libro. No olvides consultar el glosario al final de este volumen.

2 En Japón, por norma de uso suele anteponerse el nombre de la familia, el apellido, al nombre de pila.

EPÍLOGO

Así comenzaron los largos años de paz en Iwagoto.

Para el resto del Imperio, las cosas no han cambiado mucho. El Clan de la Sombra —ciertamente más pequeño, después de haber perdido a muchos de sus guerreros más notables— regresó a sus tierras para comenzar la ardua tarea de elegir a un nuevo daimyo. La dama Hanshou no dejó herederos, ninguno de los que tuvo habían vivido en los últimos mil años, y aunque algunos nobles afirmaron que podrían rastrear tangencialmente su línea de sangre hasta alguno de los hijos de la daimyo, al final, Kage Masao pudo demostrar que era el pariente vivo más cercano. Un muy lejano tataranieto. Se dijo que el noble Iesada estaba particularmente descontento con la elección, por lo que había expresado sus dudas de manera apasionada. Fue encontrado en su habitación una mañana, con el rostro azul, la taza de té estrellada y destrozada en el piso. Se determinó que el noble se había ahogado con una empanada particularmente esférica de mochi, un accidente terriblemente desafortunado, y después de su muerte, los susurros contra la legitimidad del nuevo daimyo se desvanecieron.

Kamigoroshi, la Espada Maldita de los Kage, fue devuelta al santuario de la familia, donde fue sellada y puesta bajo la vigilancia de sus sacerdotes. Aunque la espada ya no contenía el alma atrapada de un oni, la maldición todavía permanecía en ella, de acuerdo con Kage Masao.

—Es un arma corrupta que le quitó la vida a un Gran Kami —le dijo a la daimyo del Clan de la Luna antes de que el Kage partiera de las tierras de Tsuki esa noche—. La maldición de Kamigoroshi nunca ha sido la presencia de Hakaimono, sino el poder de matar cualquier cosa a su paso. Ha corrompido a innumerables asesinos de demonios y ha tomado la vida de millares. No es una espada que pertenezca a este mundo. Creo que los propios Kami han maldecido al Clan de la Sombra a través de los años por usar un arma que posee tal maldad. Quizás algún día, cuando la oscuridad amenace nuevamente al Imperio, Kamigoroshi será empuñada por alguien que pueda resistir su atracción. Pero por ahora, dejemos que la Espada Maldita se desvanezca en las leyendas una vez más, y sea olvidada.

Y así fue. A partir de esa noche, no hubo más asesinos de demonios, no hubo guerreros especiales del Clan de la Sombra empuñando una espada de fuego púrpura. La crónica de la espada que mató al Dragón se transmitió en murmullos a lo largo de todo Iwagoto pero, con el tiempo, incluso esos relatos se desvanecieron y se diluyeron hasta perderse en la historia.

El pergamino del Dragón fue llevado de regreso a la capital del Clan de la Luna, y surgió un gran debate sobre qué se debía hacer con el sagrado objeto y cómo podría evitarse su uso en el futuro. Ocultar el pergamino no había funcionado. Separarlo en fragmentos tampoco, de hecho, eso sólo había incentivado la masacre.

Por fin, después de muchos días de concejo, la daimyo del Clan de la Luna tomó la decisión de que la dinastía Tsuki se convertiría en nuevo guardián del pergamino del Dragón. Que la plegaria permanecería allí, en las islas del Clan de la Luna, a una distancia insignificante del acantilado donde el Dragón había sido convocado por primera vez. Harían un voto a los Kami de que ninguno entre los Tsuki apelaría al poder del pergamino, y harían todo lo posible para asegurarse de que el pergamino del Dragón no cayera en las manos equivocadas. Se construyó un santuario dentro del palacio del Clan de la Luna, donde el pergamino descansaría, custodiado por sacerdotes, doncellas del santuario y kami, fuera de la vista del resto del mundo. No era una solución ideal, pero era mejor que fragmentar el pergamino y dejar que el viento se lo llevara consigo. Además, ¿quién sabía lo que traería el próximo milenio? Quizás el mundo ya habría seguido adelante y olvidado la leyenda de la plegaria del Dragón.

Yo sabía que eso era sólo un sueño, que cuando llegara el momento de que el Heraldo pudiera levantarse una vez más, el Imperio sin duda se entregaría al caos tratando de obtener el pergamino. Pero mil años era mucho tiempo. Había cosas que Yumeko quería hacer, todo un mundo por ver, antes de tener que preocuparme por el rollo del Dragón una vez más.

Me quedé en las islas de los Tsuki durante tres años. Después de que Kiyomi-sama me convirtió en su heredera oficial, había muchas cosas que aprender. La política de los Tsuki, su relación con los kami y el resto del Imperio, los complicados caminos de la corte… todo esto hacía que mi cabeza diera vueltas. Aun así, estaba feliz de quedarme, ansiosa por aprender todo lo que pudiera. Ésta era mi familia. Quería saber todo sobre ellos, y de dónde venía. Adónde pertenecía.

Y sin embargo, aunque estaba más feliz de lo que había estado en mucho tiempo, algunas veces me encontraba en el extremo de un muelle o en una pequeña playa arenosa, mirando fijamente sobre el agua hasta el lugar donde el mar se unía con el cielo. O sentada en la hierba en los extensos jardines del palacio, observando las estrellas mientras los kodama bailaban alrededor de mí. De vez en cuando, veía un rostro o una silueta entre la multitud que me hacía saltar, con el corazón en la boca, hasta que me aseguraba de que no se trataba de quien pensaba. Nunca lo era.

Una noche, más de tres años después de la noche del Deseo, llamaron a mi puerta y Kiyomi-sama apareció en la entrada.

Levanté la vista del libro que había estado estudiando: una colección de ensayos del famoso filósofo y poeta Mizu no Tadami. Era una lectura árida, bastante aburrida, que me hacían cuestionarme por qué alguien pasaría tanto tiempo preguntándose sobre si una flor de cerezo tenía alma, pero Kiyomi-sama sería la anfitriona de un enviado de Mizu en un par de días, y al Clan del Agua le encantaba debatir sobre filosofía. Una buena anfitriona debería poder hablar sobre las cosas que les interesaban a sus invitados, había dicho Kiyomi-sama. Incluso si eso hacía que te doliera el cerebro.

—Kiyomi-sama —saludé mientras la daimyo de los Tsuki me ofrecía esa leve sonrisa que por lo general reservaba sólo para mí—. Por favor, adelante. ¿Pasa algo?

—No —la lider del Clan de la Luna atravesó el marco y cerró la puerta con suavidad detrás de ella. Su cabello colgaba suelto en lugar de estar sujeto sobre su cabeza, y su túnica, aunque elegante, era un poco menos fina que las que usaría para ir a la corte. Sabía que se suponía que debía hacer una reverencia (además dejar mi libro a un lado y tocar el piso con mi frente) cuando la daimyo de los Tsuki entraba en la habitación, pero cuando sólo éramos nosotras dos, las reglas no eran tan estrictas.

Kiyomi-sama cruzó con delicadeza las esteras de tatami y se sentó frente a mí. Su mirada cayó entonces sobre el libro que reposaba en mis manos. Una mueca y un leve surco cruzaron su frente, incluso mientras sonreía.

—Ah, Mizu no Tadami. He pasado muchas horas debatiendo los puntos más soberbios de su trabajo con jóvenes poetas guerreros. Hoy en día, sin embargo, me temo que para discutir su obra necesito unas cuantas copas de sake, de lo contrario termino la noche con un terrible dolor de cabeza.

—Oh —exclamé, dejando a un lado el libro—. Bueno. Eso es algo que será mejor tomar en cuenta.

Ella rio, gesto que todavía me hacía sentir un aleteo en el estómago. Sus sonrisas se habían vuelto más comunes, pero al principio, era casi como si hubiera olvidado cómo hacerlo. Ese primer año, pasé una espantosa cantidad de tiempo jugando bromas inofensivas a los nobles, en un intento por provocar una sonrisa de la daimyo, un resoplido, una risa nerviosa, algo, cualquier cosa. Los pobres nobles habían sufrido graves humillaciones, desde pájaros en el cabello hasta que sus monos les robaran sus abanicos, pero Kiyomi-sama podía ver a través de las ilusiones o era sabia en las costumbres de los kitsune, porque siempre parecía saber quién estaba detrás de los ridículos sucesos que tenían lugar en su corte. El día que por accidente dejé que un cerdo salvaje muy real entrara en el salón principal, donde una tropa de actores de nou representaba una obra dramáticamente intensa para Kiyomi-sama, fue cuando por fin la vi reír hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos. Me metí en muchos problemas por ese pequeño desfiguro, pero lo consideré una victoria.

—Te vi hoy en los acantilados —la voz de Kiyomi-sama sonó solemne. Parpadeé cuando fijó su mirada en mí, con sus ojos oscuros estudiando mi rostro—. Estabas mirando el agua, observando la partida de los últimos barcos mercantes. Y había… añoranza en ti, Yumeko-chan, algo que ya había visto antes. ¿Deseas abandonar las islas de los Tsuki?

—¡No! —sacudí mi cabeza rápidamente—. Soy feliz aquí, Kiyomi-sama. La tengo a usted, al Clan de la Luna, a los kami y a todos los yokai que viven aquí. Ésta es mi casa.

—Lo sé —Kiyomi-sama asintió—. Y siempre será tu hogar. Siempre serás bienvenida aquí, Yumeko-chan. Pero conozco a los yokai, y he visto esa mirada antes. Llegaste a nosotros desde el Templo de los Vientos Silenciosos, en el territorio del Clan de la Tierra, has estado en Kin Heigen Toshi y las tierras del Clan de la Sombra, has cruzado las Montañas Lomodragón y navegado por el mar Kaihaku para encontrar estas islas. Has visto más del Imperio que la mayoría de mi gente, y has sido testigo de cosas que nadie más verá. Pero eso sólo empeora las cosas, ¿cierto?

Tragué saliva y bajé la mirada a mis manos.

—Mi anhelo por ver el mundo es intenso, Kiyomi-sama, pero no tan importantes como haber encontrado mi hogar. El ancho Imperio siempre estará ahí. Aunque… —mis manos se cerraron en puños, y tomé una silenciosa pero profunda respiración para evitar que viera la verdad en mis ojos. La añoranza que no podía negar—. Gomen —susurré—. Soy feliz aquí, pero…

—Hija —la voz de Kiyomi-sama fue suave—. Eres una kitsune. Y aunque me ha llevado mucho tiempo aprender esto, ahora sé que algunos espíritus no pueden ser domados. El mundo los llama, ellos escuchan su canción en el viento, en las nubes, en el horizonte. Y cuanto más la ignoran, más alta se escucha la canción. Hasta que se vuelve ensordecedora.

”Tú y yo nos hemos encontrado —continuó la daimyo, con una voz tan suave como los pétalos del sakura—. Estás conectada a estas islas, igual que yo. Tu hogar siempre estará con nosotros. Pero escuchas el llamado del mundo, y ésa es una canción que pocos pueden ignorar.

La daimyo de los Tsuki se levantó, elegante y segura, para mirarme.

—Algún día, heredarás este clan, hija —continuó—. Cuando yo me haya unido a mis antepasados, tú liderarás a esta familia. El pergamino del Dragón, el pacto con los kami, la responsabilidad de mantener a salvo estas islas, todo eso recaerá en ti. Pero eres joven y yo todavía no me he ido. Puedo encontrar la fortaleza para dejarte partir.

Kiyomi-sama me sonrió con gentileza, aunque sus ojos oscuros brillaban con un toque de lágrimas.

—El nombre del navío que traerá al enviado de Mizu a estas islas es Áspid celeste —dijo en voz baja—. El capitán es un buen amigo mío. Cuando llegue el momento de que el barco parta hacia el territorio del Clan del Agua una vez más, será fácil convencerlo de que lleve una pasajera más a la ciudad de Seiryu. A partir de ahí, el Imperio completo estará esperando a que lo descubras.

Mi corazón dio un vuelco, pero sacudí la cabeza.

—No puedo irme, Kiyomi-sama —protesté—. ¿Qué pasará con los Tsuki? ¿Y los otros clanes? Todos saben que soy tu hija. Si desapareciera…

—Les diré que estás en una peregrinación —adujo Kiyomi-sama, serena—. Y no lo cuestionarán. No te preocupes, hija —me dedicó una leve sonrisa retorcida—. El resto del Imperio ve al Clan de la Luna como extraño y bastante excéntrico. Eso facilita ciertas decisiones.

Se inclinó, tomó mi mano y me ayudó a incorporarme, mirándome a los ojos.

—Solía preocuparme —dijo en voz baja—. Temía que un día desaparecieras y nunca más te volviera a ver. Pero has crecido y has enfrentado tanto ya. Si el mundo te llama, debo dejarte ir. Confiaré en que volverás.

Asentí. Sentía un nudo en la garganta y el cosquilleo de las lágrimas en el rabillo de mis ojos.

—Lo prometo —susurré—. Creo… que debo partir, Kiyomi-sama. Hay tanto allá afuera que anhelo ver. Pero no será para siempre. Volveré. Ahora que sé de dónde vengo, quién me dio a luz, nada me hará alejarme por completo.

Y nada logró hacerlo.

Del diario personal de la daimyo del Clan de la Luna,
el último día del verano

Se cuentan historias, hoy en día, de un zorro errante. La mayoría de las veces se muestra como una humilde campesina, pero a veces como una yokai con resplandecientes ojos dorados. Podías encontrarte con ella en cualquier lugar: un puente en el valle de Kin Heigen Toshi, los bosques oscuros de los Kage, los picos más altos de las Montañas Lomodragón. Había sido vista en cuevas, en pequeñas aldeas agrícolas o caminando sola por las carreteras, a lo largo de todo el Imperio. Algunas historias dicen que es benevolente, que viaja por el reino en busca de personas a las que pueda ayudar. Otros cuentos afirman que ella provoca travesuras y caos, y que siempre aparece cuando algo inesperado está por suceder. Pero en la mayoría de las narraciones, aun si es de manera involuntaria, a través de una aparente suerte ciega o en una desconcertante exhibición de caos, el zorro termina ayudando a quienes encuentra, y éstos se quedan confundidos pero agradecidos cuando ella se va, aunque en ocasiones ni siquiera están seguros de lo que vieron.

Pero entonces un día, muchos años después de que sus historias comenzaron a extenderse, el zorro desapareció. Al principio nadie lo notó, y nadie podía adivinar la causa, aunque el pensamiento común era que ella simplemente se había aburrido, como solían hacer los volubles yokai, y había vuelto a la vida simple de un zorro de campo. La kitsune errante no volvió a ser vista en Iwagoto, pero sus historias permanecieron y, al final, se convirtieron en leyendas.

Unos años después de que el zorro errante desapareciera de Iwagoto, la daimyo Tsuki no Kiyomi del Clan de la Luna dejó el mundo. Se dijo que partió pacíficamente con sus antepasados, rodeada de su familia y su clan, con su única hija a su lado. Quienes conocieron a la daimyo de los Tsuki en vida recordarían a una mujer hermosa pero solemne, que nunca sonreía, pero que en sus últimos años parecía en verdad feliz y en paz, mientras pasaba el manto de liderazgo a su heredera. Su hija, carente de preparación, enfrentó algunas dificultades al principio, pero tenía a los kami y a su gente para que la guiaran, y al final se convirtió en una líder de la que esperaba que su madre se sintiera orgullosa.

Hoy se cumple el centésimo año desde la Noche del Dragón. Cien años desde que nos enfrentamos a Genno, los demonios de Jigoku y el nueve colas que se convertiría en un dios, aunque sólo fuera por un instante. Éste es un día de celebración, de recuerdo, para honrar a quienes dieron su vida para evitar que un demente destruyera el Imperio. Hoy, todo el Clan de la Luna celebra, y el Imperio celebra con nosotros, pero no puedo evitar sentir un poco de melancolía. Un siglo es toda una vida en años mortales, y aquellos que estuvieron con nosotros ese día ya han partido con sus antepasados. Pero soy una kitsune, y la sangre de mi padre fluye por mis venas. Cien años es un abrir y cerrar de ojos para un zorro, y recuerdo ese día con tanta claridad como si hubiera pasado hace apenas dos noches.

Mis amigos. Donde quiera que estén, espero que sean felices. No he tenido la fortuna de encontrarme con ninguno de ustedes nuevamente. Aunque he buscado en el Imperio con la esperanza de verlos, para obtener un atisbo de reconocimiento, parece que el destino nos hará encontrarnos cuando sea el momento y no antes. Que así sea entonces. En verdad creo que todos nos volveremos a encontrar algún día y, cuando lo hagamos, será como si nunca nos hubiéramos dejado. Aunque es posible que se sorprendan al descubrir que su ingenua kitsune temeraria es ahora la daimyo del sabio y muy antiguo Clan de la Luna. Tengo muchas historias que contarles, minna, pero hasta que nuestras almas se reúnan, esperaré. Soy una kitsune, después de todo. No me faltará el tiempo.

Dejé el pincel y miré el papel por un momento, las líneas de tinta secas en la página, antes de cerrar con cuidado el diario y devolverlo a la repisa sobre mi escritorio.

Un respetuoso llamado sonó a través de mi puerta.

—¿Mi señora? —era la voz de Hana, una de mis damas de honor—. Mi señora, es casi la hora. ¿Se ha estado preparando?

Suspiré.

—Sí, Hana-san —me puse en pie y di media vuelta hacia la puerta—. Por favor, entra. Deja de acechar afuera de mi puerta como si fueras un yurei. La última vez que Misako me sorprendió, estuve a punto de incendiar la shoji.

La pantalla de papel de arroz se deslizó para revelar a una joven y hermosa chica que hizo una rápida y pronunciada reverencia antes de entrar.

—Mi señora, me han enviado para informarle que sus invitados han comenzado a llegar —su mirada repasó mi atuendo mientras se erguía. Como dictaban los colores de mi clan, estaba vestida con un kimono negro y una túnica gris, y la seda estaba decorada con cientos de hojas plateadas en espiral. Pero si mirabas con atención, también podrías distinguir algunas hojas de colores brillantes entre los remolinos de plata. Cinco en total, cada una representando un alma diferente. Lo encontré apropiado para la ocasión.

Hana sonrió y, por la expresión melancólica de su rostro, supuse que parecía presentable.

—Gracias, Hana —le dije a la chica—. Ahora, deja de preocuparte por mí y ve a disfrutar. Nadie va a necesitar peinarse o que sus pisos se barran hasta mañana. Sé que Misako ya se fue al pueblo. Anda, únete a ella, come un bollo de mochi, vuela un dragón de papel. Éste es un día de celebración, y esta noche honraremos a los héroes de hace cien años. ¿No quieres enviar una lámpara flotando río abajo?10

Ella sacudió la cabeza.

—¡Sí, mi señora! Mi tatarabuelo fue uno de los soldados ashigaru que se opuso a la horda de demonios. Murió, tristemente, pero su sacrificio no ha sido olvidado.

—Bueno —asentí—. Hónralo esta noche. Que sea recordado siempre. Ahora, vamos —hice un gesto hacia el pasillo—. Que te diviertas. No quiero volver a verte aquí hasta mañana por la mañana.

—¡Hai, mi señora!

Hana hizo una reverencia antes de salir corriendo. Las sandalias bajo sus pies golpearon los pisos de madera mientras se alejaba apresuradamente. Sonreí ante su emoción, luego me giré para darme una última mirada en el espejo.

Una kitsune con orejas puntiagudas y ojos dorados me devolvió la mirada, y la imagen me hizo asentir con satisfacción. Los enviados y representantes de los otros clanes siempre se sorprendían cuando me conocían. No por mi naturaleza de zorro, que pocos podían ver. Esperaban a una mujer mayor, una anciana, con el rostro lleno de arrugas y experiencia. No a una chica que podría ser la nieta de alguien. Me negaba a llevar el cabello recogido porque odiaba la forma en que los peines me pellizcaban y los palillos apuñalaban mi cuero cabelludo, así que mi cabello colgaba sin ataduras hasta mi cintura. No parecía la sabia y venerada gobernante del Clan de la Luna, y al igual que el legado de la dama Hanshou, los rumores comenzaban a circular. Por ahora, dado el aislamiento de los Tsuki del resto del Imperio, sólo eran rumores, pero en algún momento se conocería que la daimyo del distante y excéntrico Clan de la Luna no era completamente humana.

No me importaba. Que el Imperio se enterara que la daimyo de la familia Tsuki era una kitsune. Eso no haría ninguna diferencia para mí, o en la promesa de mantener a salvo a mi gente, mi familia y los kami que vivían aquí.

Le di la espalda al espejo, me acerqué a mi escritorio y levanté con cuidado la lámpara de papel que estaba en la esquina. A diferencia de los faroles chochin redondos y de color rojo que colgaban de cuerdas y por encima de las puertas, ésta era como una caja rectangular. Sus delgadas paredes de papel eran blancas en lugar de rojas y, en cada lado, un puñado de nombres habían sido escritos con la más negra de las tintas. Los cinco nombres de los más queridos para mí, las almas que nunca quería olvidar. Hino Okame, Taiyo Daisuke, Reika, Suki.

Kage Tatsumi.

El nombre de Kiyomi-sama no figuraba en la lámpara de papel, aunque había considerado agregarla. Pero este festival era para honrar a aquellos que habían luchado y muerto en la Noche del Dragón, quienes habían dado sus vidas para salvar al Imperio. Había otras celebraciones que honraban a los difuntos. Cada año, en la noche del aniversario de la muerte de Kiyomi-sama, viajaba sola hasta una arboleda en el bosque de los kami. Allí, junto con cientos de kodama, espíritus y, algunas veces, aunque muy pocas, el Gran Kirin, honraríamos el recuerdo de la legendaria daimyo de los Tsuki, y rezaría para que su sabiduría continuara guiándome por el camino correcto. Hasta ahora, ella no había permitido que me equivocara, y no creía que le importara si su nombre estaba ausente de una simple lámpara de papel. Esta noche era para otras almas.

Satisfecha, salí de mi habitación y encontré a Tsuki no Akari esperándome en el pasillo, junto con un par de samuráis armados. Mi principal consejera y amiga más cercana era una hermosa joven con la inteligencia de un gran sabio y el ingenio de un dios mono. Parecía que podía ser mi hermana, y a veces actuaba así, aunque yo todavía recordaba cuando ella era una niña de cara sucia que pasaba corriendo por los jardines del palacio. En realidad, no me aconsejaba mucho, pero Akari-san tenía múltiples informantes y sabía todo lo que sucedía dentro de los muros del palacio. Confiaba en ella para decirme las cosas que necesitaba saber.

—Yumeko-sama —dijo Akari-san con una reverencia ceremonial y una sonrisa menos ceremonial que sólo yo pude ver. Mi asesora principal era el epítome del encanto y la gracia cuando nos encontrábamos en público, los únicos momentos, además, en que me llamaba Yumeko-sama—. El sol está comenzando a ponerse. Todos esperan a la daimyo del Clan de la Luna para enviar la primera lámpara río abajo.

Asentí y levanté la lámpara delante de mí.

—Estoy lista. Vayamos. Pero primero… —le dirigí una mirada sagaz—. ¿Pudiste obtener lo que pedí?

Soltó un suspiro exasperado y levantó una varita con tres esferas de arroz de colores brillantes empujadas hasta la mitad de la vara, un aperitivo popular del festival. Sonreí y lo arranqué de sus dedos, mientras los guardias fingían ignorarlo.

—Cuando haya terminado, Yumeko-sama —continuó Akari-san, haciendo hincapié en el “sama”, como si quisiera recordarme que la daimyo de uno de los grandes clanes no debería permitirse deglutir salvajemente dulces comunes de festivales o, al menos, no en público—, Kage no Haruko se encuentra en la sala principal y desea hablar con mi señora antes de la ceremonia.

—¿Oh? —mordí una de las esferas de arroz e hice señas hacia el pasillo con el resto de la vara para indicar que avanzáramos—. Su salud ha sido precaria últimamente, o eso dijo en la misiva donde se disculpaba por no poder estar aquí esta noche. Me pregunto por qué cambió de opinión.

—Estoy segura de que mi señora se lo podrá preguntar.

Caminamos en silencio por el palacio hasta que llegamos al salón principal, que estaba más vacío de lo normal. Casi todos se encontraban en el festival o en las orillas de los numerosos fosos que atraviesan la ciudad, con sus lámparas de papel en mano.

Pero un grupo de personas me esperaba cuando entré en la cámara, hombres y mujeres con los distintivos negro y púrpura del Clan de la Sombra. La persona en el centro, rodeada de nobles y samuráis, era una distinguida mujer mayor cuyo cabello estaba enhebrado con hilos de plata, bastante hermosa a pesar de sus años. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre un cojín, la espalda recta y los ojos cerrados, que se abrieron cuando me detuve frente a ella, y me observó con una aguda mirada taciturna.

—Haruko-sama —asentí en señal de respeto, gesto que ella me correspondió—. Debo admitir que estoy sorprendida de verla aquí. Su nota decía que se encontraba indispuesta para viajar.

—Así es —la daimyo de los Kage levantó una mano, y de inmediato el joven samurái que estaba a su lado le ofreció el brazo para ayudarla a incorporarse—. Estoy aquí —continuó la daimyo con los dientes apretados mientras se levantaba— porque mi maldito nieto no dejaría de molestarme hasta que hiciera el viaje, y dado que vinimos hasta aquí, pensé en presentar mis respetos —me ofreció una sonrisa tensa—. No ha cambiado desde que la vi… ¿hace treinta años? Antes de la guerra con los Hino que se llevó a mi hijo —sacudió la cabeza, como si así disolviera esos recuerdos—. Mis disculpas, estoy siendo una vieja grosera. Creo que no conoce todavía a mi nieto —hizo un gesto hacia el muchacho a su lado, quien se agachó de inmediato en una solemne reverencia: Kage no Kousuke.

—Es un honor conocerla, mi señora —recitó el joven.

—Le presentaría a mi otro nieto, el baka que me convenció de hacer este ridículo viaje, pero al parecer decidió que saludar a la daimyo del Clan de la Luna en su palacio no era importante y desapareció en cuanto llegamos a los muelles —Kage Haruko hizo un gesto desesperado con ambas manos—. Ese chico. Si no fuera un guerrero tan hábil, lo habría enviado a vivir con los monjes hace mucho tiempo. Tal vez ellos podrían darle sentido a sus sueños.

Mis orejas se levantaron y estaba a punto de preguntarle qué quería decir con eso, pero desde las puertas abiertas del palacio, un murmullo pareció correr por toda la ciudad, liberando cientos de suspiros a la vez. Me di vuelta y vi.

—El sol se ha puesto —dijo Akari-san a mi lado en voz baja—. Yumeko-sama, es hora.

Asentí e incliné la cabeza hacia la líder del Clan de la Sombra.

—Me disculpo, Haruko-sama —le dije—. Debo irme.

—Por supuesto.

El crepúsculo cayó sobre Shinsei Yaju mientras bajaba los escalones del Palacio del Clan de la Luna, con el aire frío y teñido de expectativas. Era una tarde perfecta. El cielo estaba despejado, la temperatura era moderada y la brisa llevaba consigo los débiles aromas dulces del festival: dango, yakitori, takoyaki y más.

Docenas de personas se agruparon a lo largo de la orilla del agua cuando llegué al puente arqueado, luego caminé cuidadosamente hacia la orilla del río. Cuando me arrodillé al borde del agua, pude ver mi reflejo en la superficie: una niña con orejas puntiagudas y ojos dorados, que lucía casi igual que hace cien años, cuando se dirigía el Templo de los Vientos Silenciosos con un pergamino que cambiaría el mundo.

No era la misma, sin embargo. Había crecido. Había amado y perdido, había encontrado una familia y descubierto lo que era importante. Había vagado por la tierra, viajado a los rincones y lugares ocultos del Imperio, sólo para descubrir que su hogar era donde siempre había querido estar. Tenía gente que la necesitaba, una isla entera que debía proteger. Y, salvo por una diminuta y persistente duda, el más pequeño de los agujeros en su corazón, estaba contenta…

La lámpara en mi palma brilló con suavidad, iluminando los nombres escritos en su superficie. Sonreí y la bajé con cuidado al agua, donde le di un pequeño empujón. La caja de papel se balanceó sobre las ondas por un momento, flotando perezosamente río abajo, brillando intensamente contra el agua oscura, hasta que la corriente la atrapó y la llevó con delicadeza hasta el centro del río.

En algún lugar detrás de mí, un tambor comenzó a sonar, profundo y creciente. De un lado y otro de la orilla del río, las multitudes se inclinaron y lanzaron sus lámparas al agua. Éstas flotaron en el río, girando o flotando perezosamente, llevando consigo los nombres de todas las almas cuyo sacrificio nos había permitido estar aquí. Perdí mi propia lámpara en el aluvión de las otras, y pronto el río completo brillaba con una tenue luz naranja, que se reflejaba arriba y abajo como estrellas brillantes. Cerré los ojos y envié una plegaria a los kami y a los nombres que navegaban río abajo, para que nunca fueran olvidados.

Y entonces, sentí unos ojos sobre mí, una sensación extrañamente familiar, y levanté la cabeza.

Al otro lado del río de luces, una figura me miraba, sus ojos de un violeta brillante entre el brumoso resplandor de las lámparas. Un joven samurái vestido de negro, con el emblema de los Kage en un hombro. Parecía de cuna noble y tenía un parecido sorprendente con Kage Kousuke, el nieto de la daimyo, pero quizás era unos años menor. Me miró fijamente, con abierta admiración y asombro. Por un momento, fue como si estuviéramos allí de nuevo, en el acantilado que dominaba el valle, justo antes de susurrar su promesa y desvanecerse entre mis brazos.

Mi corazón comenzó a latir de manera errática en mi pecho y mis ojos se llenaron de lágrimas. En algún lugar en mi interior, una parte de mi alma saltó en medio de una alegría completa y desenfrenada, danzando, flotando, revoloteando salvajemente de lado a lado. Lo conocía, lo reconocía, tal como él lo había prometido.

Al otro lado del río, bañado en luz, el samurái sonrió.

—Por fin te encontré.

10 Poner a flotar lámparas con velas encendidas por los ríos o el mar es una antigua tradición para honrar a los antepasados. Simbólicamente, con esa luz les expresan su agradecimiento por haberlos protegido de la guerra y rezan por que hayan alcanzado la paz.