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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Las mujeres de la Orquesta Roja
Título original: Resistance Women
© 2019, Jennifer Chiaverini
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© De la traducción del inglés, Celia Montolío
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Elsie Lyons
Imágenes de cubierta: Trevillion Images, Alamy Stock Photo y Shuttertstock
ISBN: 978-84-9139-587-4
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo. Noviembre de 1942
Primera parte
Capítulo uno. Junio-octubre de 1929
Capítulo dos. Octubre de 1929-julio de 1930
Capítulo tres. Octubre de 1930
Capítulo cuatro. Octubre de 1930-agosto de 1931
Capítulo cinco. Septiembre de 1931-enero de 1932
Capítulo seis. Enero-junio de 1932
Capítulo siete. Julio de 1932
Capítulo ocho. Abril-noviembre de 1932
Capítulo nueve. Diciembre 1932-febrero 1933
Capítulo diez. Febrero-marzo de 1933
Capítulo once. Marzo de 1933
Segunda parte
Capítulo doce. Marzo-abril de 1933
Capítulo trece. Marzo-abril de 1933
Capítulo catorce. Abril-mayo de 1933
Capítulo quince. Mayo de 1933
Capítulo dieciséis. Junio de 1933
Capítulo diecisiete. Julio de 1933
Capítulo dieciocho. Julio de 1933
Capítulo diecinueve. Agosto de 1933
Capítulo veinte. Septiembre-octubre de 1933
Capítulo veintiuno. Octubre-diciembre de 1933
Capítulo veintidós. Enero-junio de 1934
Capítulo veintitrés. Junio-julio de 1944
Capítulo veinticuatro. Julio de 1934
Tercera parte
Capítulo veinticinco. Agosto de 1934
Capítulo veintiséis. Agosto de 1934
Capítulo veintisiete. Agosto-diciembre de 1934
Capítulo veintiocho. Enero de 1935
Capítulo veintinueve. Enero-febrero de 1935
Capítulo treinta. Abril-mayo de 1935
Capítulo treinta y uno. Junio-julio de 1935
Capítulo treinta y dos. Agosto de 1935
Capítulo treinta y tres. Junio-septiembre de 1935
Capítulo treinta y cuatro. Marzo-mayo de 1936
Capítulo treinta y cinco. Junio-agosto de 1936
Capítulo treinta y seis. Agosto-diciembre de 1936
Capítulo treinta y siete. Diciembre de 1936-enero de 1937
Capítulo treinta y ocho. Marzo-agosto de 1937 Greta
Capítulo treinta y nueve. Octubre-diciembre de 1937
Capítulo cuarenta. Enero-junio de 1938
Capítulo cuarenta y uno. Marzo-septiembre de 1938
Capítulo cuarenta y dos. Octubre-noviembre de 1938
Capítulo cuarenta y tres. Noviembre de 1938-abril de 1939
Capítulo cuarenta y cuatro. Mayo-agosto de 1939
Capítulo cuarenta y cinco. Agosto-septiembre de 1939
Capítulo cuarenta y seis. Septiembre-octubre de 1939
Capítulo cuarenta y siete. Noviembre de 1939-marzo de 1940
Capítulo cuarenta y ocho. Marzo-junio de 1940
Capítulo cuarenta y nueve. Julio-septiembre de 1940
Capítulo cincuenta. Octubre de 1940-enero de 1941
Capítulo cincuenta y uno. Febrero-junio de 1941
Capítulo cincuenta y dos. Junio-julio de 1941
Capítulo cincuenta y tres. Julio-noviembre de 1941
Capítulo cincuenta y cuatro. Octubre-diciembre de 1941
Capítulo cincuenta y cinco. Diciembre de 1941-mayo de 1942
Capítulo cincuenta y seis. Mayo-julio de 1942
Capítulo cincuenta y siete. Agosto-septiembre de 1942
Cuarta parte
Capítulo cincuenta y ocho. Septiembre-noviembre de 1942
Capítulo cincuenta y nueve. Diciembre de 1942-enero de 1943
Capítulo sesenta. Enero-febrero de 1943
Capítulo sesenta y uno 15-16 de febrero de 1943
Capítulo sesenta y dos 1943-1946
Nota de la autora
Agradecimientos
A las resistentes de ayer y de hoy
Las pesadas puertas de hierro se abren y por unos instantes Mildred se queda inmóvil, parpadeando bajo la luz del sol. Una súbita ráfaga de aire fresco le acaricia la cara y le agita el cabello, dejándola sin aliento. El guardia la empuja para que pase al patio de la prisión, agarrándola del brazo con firmeza, haciéndole daño. Hay otras mujeres, todas ellas vestidas con idéntica indumentaria parduzca e informe, paseando despacio en parejas por el perímetro del cuadrado de grava. Las celdas de la prisión interna del cuartel general de la Gestapo de Prinz-Albrecht-Strasse están tan abarrotadas que apenas pueden moverse, y las presas aprovechan estos momentos para estirar los brazos y mirar al cielo, como bailarinas, como hojas de otoño secas esparcidas por una racha de viento.
¿Cuántas de ellas no habrían de volver a conocer más libertad que aquella?
—Nada de hablar —le recuerda el guardia, dándole un último empujón. Mildred tropieza, recupera el equilibrio y, como tiene prohibido pasear con las demás, echa a andar por la diagonal que une dos esquinas de los altos muros circundantes. Lo lleva haciendo cada día, durante diez preciados minutos, desde que la arrestaron hace dos meses, y, sin darse cuenta, sus miembros agarrotados y doloridos se adaptan a la rutina.
De manera deliberada, yergue la cabeza y da zancadas largas y regulares en un falso alarde de fortaleza que le cuesta un gran esfuerzo. Ha perdido peso, y por los mechones que se encuentra cada mañana en el camastro sabe que el exuberante cabello rubio de antaño es ahora quebradizo y blanco. Sufre continuos ataques de tos. Esa misma mañana, al apartar la mano de la boca y de la nariz, se ha visto gotitas de sangre en la palma. No hay medicina de sobra para la gente como ella, para los traidores al Tercer Reich, aunque ¿es correcto llamarla «traidora», teniendo en cuenta que es estadounidense?
Ni a sus carceleros ni a la ley, según la cual es estadounidense de nacimiento y tiene doble nacionalidad en virtud de su matrimonio, les importa. Para Adolf Hitler sí que tiene importancia, y mucha, que sea estadounidense, o eso le han dicho a ella. Y sin embargo Alemania es su hogar adoptivo, el lugar de nacimiento de su adorado esposo. Precisamente porque no soportaba separarse de él, se había quedado en Berlín incluso después de que el Gobierno de Estados Unidos advirtiese a sus ciudadanos que salieran del país.
Arvid. Se le parte el corazón al imaginárselo languideciendo en una celda abarrotada, fría y tenebrosa como la suya, en algún lugar no muy lejano, pero, en cualquier caso, inaccesible para ella. Los dos están pendientes de juicio. Quizá se vuelvan a encontrar en la sala de justicia, ellos y todos sus valientes y desafortunados amigos de la célula de resistencia que los nazis llaman Rote Kapelle, Orquesta Roja, por la «música» que emitieron a los enemigos del Reich. Se le hace raro que la Gestapo los considere un enemigo tan formidable como para merecer un nombre tan siniestro, como sacado de una novela de espías…, y eso que en la difusa red de escritores, profesores, economistas, burócratas, oficinistas y obreros no cuentan con un solo espía profesional.
Son personas corrientes, de todas las profesiones y condiciones sociales. Su querida amiga Greta Kuckhoff se crio en la pobreza, trabajó para pagarse los estudios y está decidida a darle a su hijo una vida mejor. Sara Weitz tuvo una vida rica y privilegiada hasta que los nazis tacharon a los judíos de indeseables y los despojaron de todos los derechos civiles y humanos. A Mildred se le parte el alma cuando piensa en Sara y en los demás estudiantes de su círculo: valientes, resueltos, idealistas, con toda la vida por delante, arriesgando más de lo que alcanzan a entender. ¿Dónde estarán ahora? Dispersos, algunos de ellos encarcelados en otros lugares, otros escondidos, otros huidos a tierras lejanas. Ah, si pudiera pedir ayuda a Martha Dodd una última vez…, pero Martha volvió a Estados Unidos después de que a su padre lo destituyesen de su cargo de embajador. Aun en el caso de que Mildred se las apañara para comunicarse con su amiga, tan impulsiva, tan abierta, ¿qué iba a poder hacer Martha?
De repente se pone a toser y se dobla, sujetándose los hombros para sobreponerse a las roncas convulsiones. Cuando puede, se endereza, aspira con fuerza, no hace caso al estertor premonitorio de sus pulmones y reanuda sus pasos en diagonal por el patio…
Y es tal su asombro que casi se frena en seco. Una presa que camina por el borde del patio la mira a los ojos con desolada compasión, tan evidente que a Mildred no le pasa desapercibida. La mujer está demasiado pálida y flaca para ser una recién llegada; seguro que conoce las funestas consecuencias a las que habrá de enfrentarse si los guardias la descubren mirando a Mildred con tanto interés después de que la hayan apartado del resto a modo de advertencia. Debe de saberlo, porque enseguida aparta la vista. A Mildred se le cae el alma a los pies, pero se recupera cuando la mujer la mira de nuevo de refilón esbozando una sonrisa de aliento, apenas perceptible.
Mildred siente fluir por su cuerpo un caudal de fuerzas renovadas. No es más que una mirada, pero a su alma desfallecida le sirve de alimento. Con el corazón palpitante, calcula a qué paso ha de recorrer la diagonal para cruzarse con la mujer en su lento paseo por el patio. Acelera el ritmo, no lo suficiente como para llamar la atención de los guardias, pero sí como para acabar cruzándose con ella en la esquina del fondo. En todo este rato no dejan de intercambiarse miradas furtivas, mensajes que dicen mudamente que no están solas, que siempre hay esperanza, que, cuando menos te lo esperas, un rayo de luz puede traspasar incluso el cielo más oscuro.
Y entonces se cruzan, aunque ni siquiera pueden detenerse lo suficiente como para tocarse las puntas de los dedos.
—Cuídate —susurra Mildred mientras se acercan arrastrando los pies y de nuevo empiezan a alejarse—. Estoy en la celda 25. No te olvides de mí cuando salgas. Me llamo Mildred Harnack.
Soy Mildred Harnack, se repite para sus adentros mientras se vuelve para cruzar de nuevo el patio. Mildred Fish Harnack. Esposa, hermana, tía. Escritora, erudita, profesora. Combatiente de la resistencia. Espía.
No te olvides de mí.
El viento cortante que soplaba sobre las aguas en las que el mar del Norte se juntaba con el río Weser azotaba mechones de la trenza de Mildred y hacía que se le llenasen los ojos de lágrimas, pero por nada del mundo se habría apartado de la barandilla de la cubierta superior del buque de vapor Berlin mientras se acercaba a Bremerhaven. Diez días atrás, diez largos días después de nueve meses solitarios separada de su esposo del alma, el barco había zarpado de Manhattan con rumbo a Alemania, pero las últimas horas habían transcurrido con una lentitud insoportable. A medida que el barco iba entrando en el puerto, escudriñó a la multitud que estaba reunida en el muelle en busca del hombre al que amaba, sabiendo que estaba allí entre el gentío, esperándola para darle la bienvenida a su patria.
La sirena del barco bramó en lo alto, dos toques largos; los marineros y los estibadores lanzaron cuerdas y las anudaron con destreza. Los pasajeros se removieron impacientes, a la espera de que preparasen las rampas para el desembarco. Justo al borde del muelle, una banda de viento tocaba una alegre tonada de bienvenida; había hombres ataviados con los tradicionales pantalones de cuero, chalecos bordados y gorras con plumas, y mujeres con faldas acampanadas de color rosa y verde, blusas blancas y diademas de lazos y flores en el cabello.
Al oír su nombre transportado por el viento entre la música, Mildred recorrió la multitud con la mirada, agarrándose bien a la barandilla… y entonces le vio, vio a su querido Arvid, el cabello pulcramente peinado hacia atrás desde el nacimiento de la ancha frente, los bondadosos e inteligentes ojos azules por detrás de la montura de alambre de las gafas. La saludó ondeando lentamente el sombrero por encima de la cabeza, repitiendo su nombre, radiante de felicidad.
—¡Arvid! —gritó ella, y él respondió agitando nuevamente el sombrero, y a los pocos instantes Mildred había desembarcado y corría a sus brazos abriéndose paso entre el gentío. Hecha un mar de lágrimas, le besó sin hacer caso de las miradas de reojo de los pasajeros y los familiares más reservados que había alrededor.
—Mi cielo… —murmuró Arvid, acariciándole la oreja con los labios—. ¡Qué maravilla volver a abrazarte! Eres todavía más guapa de lo que recordaba.
Mildred sonrió y le estrechó entre sus brazos, presa de una dicha tan grande que le impedía articular palabra. Si la ausencia la había vuelto más guapa a ojos de Arvid, él, a los suyos, era todavía más apuesto.
Desde el día que se conocieron, tres años antes, su amor por él había ido creciendo sin límites. En marzo de 1926, a poco de llegar a la Universidad de Wisconsin con una prestigiosa beca Rockefeller, Arvid había entrado en su aula de Bascom Hall con intención de oír una conferencia del famoso economista John R. Commons y, para su sorpresa, se había encontrado a una mujer moderando un debate sobre Walt Whitman. Fascinado, se había sentado en la última fila, y después se había quedado para disculparse por la interrupción, explicando con un inglés encantadoramente imperfecto que había querido ir a Sterling Hall y que al parecer se había perdido. Embelesada, Mildred se había ofrecido a acompañarle al edificio correcto. Por el camino fueron charlando y al despedirse quedaron en verse otra vez para estudiar juntos. Ella ayudaría a Arvid a dominar el inglés y él la ayudaría a mejorar su alemán, que había descuidado desde que de niña aprendiera los rudimentos en Milwaukee, la más alemana de las ciudad americanas.
Arvid se presentó a la sesión de estudio con un precioso ramo de fragantes gardenias blancas. La clase, en una cafetería de la esquina de las calles State y Lake, se convirtió en un largo paseo por el sendero arbolado de la orilla del lago Mendota. Mientras conversaban en una mezcla de inglés y alemán, Mildred se enteró de que Arvid se había doctorado en Derecho en 1924 y estaba haciendo un segundo doctorado en Económicas. Había venido a Estados Unidos a estudiar el movimiento obrero estadounidense, y, al igual que ella, estaba muy preocupado por los derechos de los trabajadores, las mujeres, los niños y los pobres. A ambos les apasionaba la educación y aspiraban a ser profesores de universidad, aunque Mildred también ansiaba escribir novelas y poesía, aparte de ensayos académicos y artículos.
A esta cita siguieron otras, y Mildred no tardó en darse cuenta de que se había enamorado de él hasta los tuétanos. Y, a su vez, descubrió que aquel hombre, superior a todos cuantos había conocido, la amaba, la admiraba y la respetaba.
El sábado 7 de agosto de 1926, dos días después de que Mildred aprobase los exámenes del máster, Arvid y ella se casaron en una ceremonia al aire libre en la granja de su hermano Bob, setenta hectáreas de tierra a unos treinta kilómetros al sur de la universidad. Durante dos años la pareja trabajó, estudió y disfrutó de la dicha de los recién casados en Madison, pero cuando la beca Rockefeller de Arvid llegó a su fin en la primavera de 1928, comprendieron que no podían permitirse que ella le acompañase de vuelta a Alemania.
—Venga, hagamos otra vez las cuentas —había dicho Mildred, estudiando las pulcras columnas de notas y cálculos escritas con la esmerada caligrafía de Arvid en un cuaderno amarillo, cálculos de los ingresos de su marido y presupuestos de los gastos de ambos ajustados a la desmesurada inflación de Alemania. Cuando Arvid le pasó el lápiz con una sonrisita irónica, Mildred se rio y añadió—: Aunque supongo que un doctorando de Económicas será capaz de calcular un simple presupuesto familiar.
Arvid se quitó las gafas y se frotó los cansados ojos.
—A mí también me angustian los datos, liebling, pero es lo que hay. No puedo mantenerte, solo soy un doctorando, y dado el estado de la economía alemana, no podemos dar por hecho que vayas a encontrar trabajo allí.
Mildred alargó el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.
—Pues entonces buscaré trabajo en la universidad aquí, en Estados Unidos, y miraremos cada céntimo hasta que podamos permitirnos estar juntos.
Mientras tanto, tendrían que vivir separados.
Cuando Arvid volvió a Alemania a seguir con sus estudios en la Universidad de Jena, Mildred se mudó a Baltimore para dar clases en Goucher College. Los largos meses de soledad y añoranza habían transcurrido despacio, pero en primavera Mildred había obtenido una beca de estudios para hacer el posgrado en cualquier universidad alemana de su elección. Sumando su estipendio al dinero que habían ahorrado, por fin podían permitirse que se fuese a vivir a Jena con Arvid.
Ahora, con el trayecto desde ultramar a sus espaldas, por fin volvían a estar juntos… y, si de ella dependiera, jamás volverían a separarse.
Cogieron su equipaje y subieron al tren que salía del puerto con destino a Bremen, donde Arvid sugirió que salieran a ver la ciudad para que estirase las piernas. Aunque Mildred tenía los ojos clavados en el añorado rostro con el que llevaba meses soñando, a menudo se le iba la vista a la preciosa ciudad. Admiró los altos edificios, terminados en punta y con entramado de madera, que flanqueaban las aceras empedradas, las plazas radiantes y cuidadísimas y las ventanas rebosantes de geranios alpinos colorados, peonías blancas y hiedra verde. Había bicicletas por doquier y se oía la incesante melodía de sus timbres, pero de vez en cuando también pasaba algún automóvil calmoso y hasta algún que otro coche de caballos.
—¡Qué pintoresco es todo! —exclamó Mildred, apoyando por un segundo la cabeza en el hombro de Arvid mientras paseaban cogidos del brazo—. ¡Y mira que se empeñó Greta en que rebajara mis expectativas!
Arvid enarcó las cejas.
—¿Greta Lorke denigró su propia patria?
—No exactamente —dijo Mildred. Le hacía gracia la tendencia de Arvid a asumir instintivamente lo peor de su antigua rival académica. Por supuesto, la lealtad de Mildred era para Arvid, pero le había tomado mucho cariño a Greta después de que se conocieran en el Friday Niters, el famoso grupo de estudiantes de posgrado y profesores que estudiaban las políticas económicas, laborales y de bienestar social y ayudaban a los legisladores del estado de Wisconsin a redactar anteproyectos de ley de talante progresista. Mientras que Mildred era alta, esbelta y rubia, Greta era menudita y tenía curvas, ojos oscuros y cabello moreno, que llevaba peinado en una melenita ondulada. Tenía los pómulos marcados y una boca carnosa diseñada para esbozar sonrisas cálidas y atractivas, pero había en su actitud cierta cautela que sugería que estaba acostumbrada a los conflictos.
—Greta me dijo una vez que se temía que mi idea de Alemania venía de vuestra poesía, vuestras novelas y vuestros cuentos de hadas —le explicó Mildred—. Me advirtió que tengo una perspectiva romántica e idealizada, y me aconsejó que leyera la prensa alemana para enterarme, por mi bien, de cómo es la verdadera Alemania.
—Todo un presentimiento.
—Pero fue un buen consejo. ¿Por qué no iba a aprender todo lo que pueda sobre tu hogar?
Mildred sabía que Alemania no era perfecta, que, como Estados Unidos, se enfrentaba a muchos problemas económicos, políticos y sociales, pero ahora, mientras recorría Bremen con Arvid, sintió un gran alivio. Greta, su querida, inteligente, seria y escéptica Greta, le había pintado un panorama demasiado inquietante de su país.
Mildred y Arvid se fueron de Bremen justo cuando las campanas de la catedral de San Pedro daban las doce del mediodía. El sol brillaba luminoso en lo alto de un perfecto cielo azul cuando partieron en el rutilante Mercedes descapotable que Arvid le había pedido prestado a un primo suyo. Bosques y tierras de labranza, cerros ondulantes y coquetas aldeas… durante varias horas, el precioso paisaje conquistó la atención de Mildred, pero después de que parasen a comer en Hanóver y siguieran con rumbo sudeste a través de la Baja Sajonia, empezó a sentir que la invadían los nervios cada vez con más frecuencia. Aunque Arvid jamás alardeaba, Mildred sabía que su distinguida familia gozaba de respeto y admiración en toda Alemania, en especial en círculos académicos, políticos y religiosos. Eran, como decía Greta, la realeza intelectual. Los orígenes de Mildred eran mucho más humildes. Su padre, un apuesto, infiel e irresponsable diletante, amigo de dejarse el sueldo en el hipódromo, había sido incapaz por naturaleza de conservar ningún empleo demasiado tiempo. La madre de Mildred, una seguidora de la iglesia de la ciencia cristiana inteligente y capaz, había mantenido a la familia trabajando de empleada doméstica y alquilando habitaciones, pero, a pesar de todos sus desvelos, la familia se mudaba cada año poco antes de que los caseros reclamasen los alquileres atrasados.
Mildred se preguntó cuánto le habría contado Arvid a su familia de todo esto. Aunque en sus cartas siempre se habían mostrado cariñosos y corteses con ella, Greta le había avisado de que los Harnack y su extenso clan de Bonhoeffers y Dohnányis tal vez la recibieran con frío desdén.
Empezaba a caer la tarde cuando el Mercedes prestado cruzó las montañas Harz para descender a las colinas de Turingia oriental. Al llegar a Jena, Arvid señaló la universidad, la plaza de la ciudad y otros lugares importantes por los que pasaron de camino a su hogar de la infancia. Al cabo de un rato, se detuvo delante de un edificio alto de entramado de madera, blanco, con postigos negros y con balcones en los dos primeros pisos que conectaban las dos alas perpendiculares. La madre de Arvid se había mudado con sus hijos a esta casa cuando Arvid tenía catorce años, después del suicidio de su padre. Mildred respiró hondo para calmarse mientras Arvid aparcaba y apagaba el motor.
—Les vas a encantar —dijo a la vez que le cogía la mano y se la llevaba a los labios. Mildred consiguió esbozar una sonrisa.
Mientras Arvid la acompañaba por el sendero empedrado hasta la puerta principal, el corazón empezó a latirle con fuerza al ver que varios hombres y mujeres y dos niños vivarachos salían corriendo a darles la bienvenida. Los nervios se le fueron pasando a medida que la abrazaban, sonriendo y saludándola cariñosamente en alemán y en inglés. Mientras Arvid hacía orgullosamente las presentaciones, Mildred tuvo una curiosa sensación de reconocimiento al enterarse de que el apuesto joven que tenía la misma sonrisa cálida de Arvid era su hermano de diecisiete años, Falk. Las dos hermosas mujeres de familiares ojos azules y melena rubia a lo garçon eran sus hermanas Inge y Angela, y los dos alegres niños eran los hijos de Inge, Wulf y Claus. También conoció a varios primos, incluido uno al que Arvid había mencionado a menudo cuando rememoraba su hogar: Dietrich Bonhoeffer, un pastor luterano de mejillas rollizas y mentón firme.
A continuación, Arvid hizo pasar a Mildred a conocer a su madre.
—Mi querida niña —dijo afectuosamente mutti Clara en un inglés impecable, estrechándole las manos y besándola en ambas mejillas. Tenía las facciones muy marcadas y una mirada viva e inteligente, y llevaba el canoso cabello castaño claro recogido en un esponjoso moño—. Eres todavía más hermosa de lo que dijo Arvid. Bienvenida a Alemania. Bienvenida a casa.
Llamó a la familia a la mesa, donde Dietrich bendijo los alimentos. La cena —salchichas con salsa de vinagre y alcaparras, bolitas de patata y repollo relleno, y de postre tarta de semillas de amapola— les supo a gloria después del largo día de viaje. Entre cálidas sonrisas y risotadas, bromeaban y se elogiaban unos a otros, bromeando en griego y en latín, citando a Goethe y preguntando a Falk y a los dos niños sobre cuestiones relacionadas con sus estudios. A Mildred le maravillaba que fuera todo tan gozoso, y tan distinto de las cenas familiares de su infancia, marcadas por la tensión entre sus padres, por los problemas de dinero y por las frecuentes ausencias del padre.
Al final de lo que fue una velada perfecta, Arvid la llevó a casa… Después de tanto tiempo, por fin un hogar para los dos, un apartamento de alquiler en un edificio de la calle Landgrafenstieg, pequeño pero ingeniosamente organizado para sacar el máximo partido al limitado espacio. Las ventanas de la fachada tenían unas vistas maravillosas de las montañas, y había sitio de sobra para las estanterías que iban a alojar los libros que esperaban ir adquiriendo en los años venideros. Después de pasar unos días en Jena, Mildred y Arvid emprendieron una segunda luna de miel a la Selva Negra, donde la soledad de su larga separación no tardó en disiparse para convertirse en un recuerdo lejano.
En otoño, Mildred empezó sus estudios de doctorado en la Universidad de Jena. Su vida volvía a estar agradablemente llena; los días estaban dedicados al estudio y las noches a su amado Arvid. Echaba de menos a su familia de Estados Unidos, pero los Harnack la hacían sentirse tan acogida que no podía quejarse de nostalgia.
Y de repente, a finales de octubre, un día precioso y despejado teñido de los vivos colores del otoño, Arvid salió a buscarla al jardín, donde estaba estudiando a la luz del sol de la tarde.
—Lo siento, liebling —dijo en tono grave, dándole un periódico—. Malas noticias de Estados Unidos.
Echó un vistazo a los titulares y el corazón le dio un vuelco. La bolsa se había derrumbado después de haber perdido en dos días más de tres mil millones de dólares.
Se armó de valor.
—¿Arvid?
Con su formación académica y su experiencia, seguro que sabía tanto como los de Wall Street de lo que significaba esto para su país.
Arvid la miró a los ojos y movió la cabeza. Mildred comprendió que lo peor aún estaba por llegar.