Página de créditos

El ladrón de besos



V.1: Junio, 2021

Título original: The Kiss Thief


© L. J. Shen, 2019

© de la traducción, Cristina Riera Carro, 2021

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2021


Todos los derechos reservados.

Los derechos morales de la autora han sido declarados.


Diseño de cubierta: RBA Designs


Publicado por Chic Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17972-49-3

THEMA: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El ladrón de besos

L. J. Shen


Traducción de Cristina Riera Carro

5

Sobre la autora

2


L. J. Shen es una autora best seller internacional de romántica contemporánea y New Adult. Actualmente, vive en California con su marido, su hijo y su gato gordinflón.

Antes de sentar la cabeza, L. J. viajó por todo el mundo e hizo amigos en todos los lugares que visitó, amigos que no tendrían problema en afirmar que siempre se olvida de sus cumpleaños y que nunca envía postales por Navidad.

Le encantan los pequeños placeres de la vida, como pasar tiempo con su familia y sus amigos, leer, ver HBO o Netflix. Lee entre tres y cinco libros a la semana y cree que los Crocs y los peinados ochenteros deberían estar prohibidos.

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro


Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo


Agradecimientos

Sobre la autora

El ladrón de besos

«Me robaste mi primer beso. Y, luego, la vida entera.»


Francesca, hija de un jefe de la mafia, sueña con casarse con Angelo, el amor de su infancia. Pero el cruel senador Wolfe Keaton tiene otros planes: se casará con ella para vengarse del padre de la joven. Resignada, el único deseo de Francesca es volver a los brazos de Angelo; el único objetivo de Wolfe es la venganza. Pero, pronto, Francesca solo podrá pensar en el ladrón que le ha robado el corazón.


Vuelve L. J. Shen, autora de Vicious


«El ladrón de besos es mi libro favorito de L. J. Shen.»

R. S. Grey, autora best seller del USA Today


 


*Este libro está dirigido a mayores de 18 años debido a su lenguaje explícito, situaciones de ámbito sexual y violencia que pueden herir la sensibilidad de algunos lectores.*

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Para Brittany Danielle Christina y Jacquie Czech Martin, y para todas las mujeres que son fuertes. Ojalá podamos ser como ellas, las honremos, las apoyemos.






Es increíble cuán absoluta es la falsa ilusión de que la belleza es bondad.

Lev Tolstói, La sonata a Kreuzer


Dicen que el primer beso tienes que ganártelo.

El mío me lo robó un desalmado que llevaba una máscara en un baile de disfraces bajo el cielo negro de Chicago.

Dicen que los votos que pronuncias el día de tu boda son sagrados.

Los míos ya estaban rotos antes de que saliéramos de la iglesia.

Dicen que el corazón solo te late por un hombre.

El mío se partió en dos y lloró por dos rivales que se lo disputaron hasta el final.

Estaba prometida en matrimonio con Angelo Bandini, el heredero de una de las familias más poderosas de la mafia italiana de Chicago, conocida como el Outfit.

No obstante, el senador Wolfe Keaton me arrancó de mi casa, usó los pecados de mi padre para chantajearlo y me obligó a casarme con él.

Dicen que toda gran historia de amor tiene un final feliz.

Yo, Francesca Rossi, borré y volví a escribir el mío hasta la última frase.

Un beso.

Dos hombres.

Tres vidas.

Todo entrelazado.

Y en algún punto entre estos dos hombres, yo tenía que encontrar mi «felices para siempre».


Agradecimientos


Hay quien dice que hace falta un pueblo entero para criar a un hijo y para escribir un libro. En nuestro mundo independiente que avanza a toda velocidad, a veces da la sensación de que no se necesita un pueblo, sino una ciudad completa. Quizá incluso todo un país. Encontrar a los tuyos es esencial y hace que emprender esta travesía sea mucho más agradable y menos… seamos sinceras, aterrador.

Me encantaría comenzar dando las gracias a Becca Hensely Mysoor y a Ava Harrison por las llamadas telefónicas diarias. Sé que hablo por los codos. Gracias por escucharme y convertir a Wolfe y a Francesca en aquello que necesitaba que se transformaran. Y a mis lectoras beta: Tijuana Turner (unos dos millones de veces), Sarah Grim Sentz, Lana Kart, Amy Halter y Melissa Panio-Petersen. Chicas, siempre dejáis un pedacito de alma en todos mis manuscritos.

A estas alturas de los agradecimientos, todavía tengo que dedicar uno a mis mejores amigas, Helena Hunting y Charleigh Rose, pero lo más probable es que, cuando este libro vea la luz, ya se lo hayan leído mil veces y hayan tenido que aguantar mis ataques de pánico durante horas. Gracias (y lo siento).

Gracias a Elaine York y a Jenny Sims por una edición fabulosa; vosotras sí que sois lo más valioso que hay. Gracias por estar siempre ahí cuando os he necesitado. Y a mi diseñadora maravillosa, gloriosa, DIOSA (sí, en mayúsculas), Letitia Hasser, de RBA Designs. Quería algo único, bonito y que llamara la atención. Tú me lo has dado todo. Y de sobra.

Gracias a mi maquetador, Stacey Blake, de Champagne Formatting, que tiene la habilidad de hacer preciosa cualquier cosa que toca. Y también muchas gracias a mi agente, Kimberly Brower, de Brower Literary.

Finalmente, me gustaría dar las gracias a mi marido, a mi hijo, a mis padres y a mi hermano (¡y a la que pronto se convertirá en mi cuñada!) por quererme casi tanto como yo los quiero a todos ellos. Y, evidentemente, a mi equipo de la calle, mi segunda familia (inspiro hondo para asegurarme de que no me dejo a nadie): Lin Tahel Cohen, Avivit Egev, Galit Shmaryahoo, Vanessa Villegas, Nadine (Bookaddict), Sher Mason, Kristina Lindsey, Brittany Danielle Christina, Summer Connell, Nina Delfs, Betty Lankovits, Vanessa Serrano, Yamina Kirky, Ratula Roy, Tricia Daniels, Jacquie Czech Martin, Lisa Morgan, Sophie Broughton, Leeann Van Roseburg, Luciana Grisolia, Chele Walker, Ariadna Basulto, Tanaka Kangara, Vickie Leaf, Hayfaah Sumtally, Samantha Blundell, Aurora Hale, Erica Budd Panfile, Sheena Taylor, Keri Roth, Amanda Suderlond, y estoy bastante segura de que me he olvidado a alguien porque siempre me pasa (pero nunca a propósito).

¡Ah! ¡Y gracias también a las Sassy Sparrows, mi intenso grupo de lectura! Cuánto os quiero, aliadas mías, ingeniosas, comprensivas y buenas personas donde las haya.

Y gracias a ti, lector/a, por dar una oportunidad a mis libros. Significaría muchísimo para mí que te tomaras unos segundos para escribir una reseña y contarme qué te ha parecido El ladrón de besos.



Con amor y muchos besos,


L. J. Shen

Prólogo


Lo peor de todo era que mi futuro —el mío, el de Francesca Rossi— estaba encerrado dentro de una vieja cajita de madera común y corriente.

Desde el día en que me lo explicaron —con seis años—, sabía que lo que me esperara en su interior me mataría o me salvaría. Así que no es de extrañar que ayer al amanecer, cuando el sol se encaramaba al cielo, decidiera precipitar la llegada del destino y la abriera.

Se suponía que no tenía que saber dónde guardaba la llave mi madre.

Se suponía que no tenía que saber dónde guardaba la cajita mi padre.

Pero ¿qué ocurre cuando te pasas el día sentada en casa, acicalándote hasta la saciedad para cumplir con los estándares de tus padres, que son imposibles de alcanzar? Que tienes tiempo, y a mansalva.

—Quieta, Francesca, o te pincharé con la aguja —se quejó Veronica, agachada a mis pies. 

Mis ojos releyeron la nota amarilla por enésima vez mientras la estilista de mi madre me ayudaba a ponerme el vestido como si yo fuera manca. Me repetí en silencio las palabras, grabadas a fuego en mi mente, y las encerré en un cajón de mi cerebro al que nadie podía acceder.

El entusiasmo me corría por la sangre como una melodía de jazz, los ojos me bailaban con determinación en el espejo que tenía delante. Doblé el trozo de papel con dedos temblorosos y me lo guardé en el escote, por debajo del corsé desatado.

Deambulé impaciente por la habitación, estaba demasiado emocionada como para quedarme quieta, y eso hizo que la peluquera y la estilista de mamá me gritaran mientras me perseguían por todo el vestidor como si estuviéramos protagonizando una comedia.

«Parezco Groucho Marx en Sopa de ganso. Atrapadme si podéis».

Veronica tiró de un extremo del corsé y me colocó delante del espejo, como si hubiera tirado de una correa que llevaba atada al cuello.

—Eh, ¡ay! —protesté con una mueca.

—¡He dicho que te quedes quieta!

No era raro que quienes trabajaban para mis padres me trataran como si fuera un cachorrito de categoría con pretensiones. Tampoco es que me importara. Esta noche me besaría con Angelo Bandini. En concreto, permitiría que él me besara.

Mentiría si dijera que no había fantaseado con besar a Angelo cada noche desde que volví, hacía un año, del internado suizo en el que me habían metido mis padres. A mis diecinueve años, Arthur y Sofia Rossi habían decidido presentarme en sociedad en Chicago de manera oficial y dejarme escoger un futuro marido entre el amplio abanico de buenos partidos italoamericanos que formaban parte de la mafia italiana más poderosa de todo Chicago, llamada el Outfit. La gala de esta noche desencadenaría una serie de eventos sociales y visitas de cortesía, pero yo ya sabía con quién me quería casar.

Papá y mamá me habían informado de que el futuro no me deparaba ir a la universidad. Debía dedicarme por completo a encontrar al marido perfecto, puesto que era la única hija y heredera, por tanto, de los negocios de los Rossi. Siempre había soñado con ser la primera mujer de mi familia que iría a la universidad, pero no era tan necia como para desobedecer a mis padres. Nuestra criada, Clara, a menudo me decía: «No tienes que encontrar un marido, Frankie. Tienes que encontrar la forma de cumplir con las expectativas de tus padres».

No iba desencaminada. Había vivido en una jaula dorada desde el día en que nací. Espaciosa, eso sí, pero era prisionera de igual forma. Tratar de escapar implicaba arriesgarse a morir. No me gustaba estar encerrada, pero algo me decía que menos me gustaría irme al otro barrio. Así pues, nunca había osado a asomarme siquiera entre los barrotes de mi jaula y ver qué había en el otro lado.

Mi padre, Arthur Rossi, era el capo del Outfit.

El cargo sonaba terriblemente despiadado para que lo ostentara un hombre que me había trenzado el pelo, que me había enseñado a tocar el piano y que incluso había vertido una furtiva lágrima en mi recital en Londres cuando toqué el piano ante miles de personas.

Angelo (por supuestísimo) era el marido perfecto a ojos de mis padres. Era atractivo, tenía dinero y… Sí, estaba forrado. Su familia era la propietaria de la mitad de los edificios que había en University Village, la zona más acomodada del barrio italiano de Chicago, conocido como Little Italy, la pequeña Italia. Y mi padre usaba la mayor parte de esas propiedades para desarrollar muchos de sus proyectos ilícitos.

Angelo y yo nos conocíamos desde que nacimos. Habíamos sido testigos de cómo crecíamos, igual que lo hacen las flores. Poco a poco, pero rápido al mismo tiempo. Siempre nos veíamos durante las lujosas vacaciones de verano y bajo la estricta supervisión de nuestros familiares, de los Made Men (así se denominaba a los hombres que se habían convertido formalmente en miembros de pleno derecho de la mafia) y los guardaespaldas.

Angelo tenía cuatro hermanos, dos perros y una sonrisa que hacía que se te deshiciera hasta el gelato italiano en la palma de la mano. Su padre dirigía la empresa de contabilidad que trabajaba con mi familia, y ambos pasábamos las vacaciones cada año en Siracusa, Sicilia.

Con el paso de los años, había presenciado cómo los rizos suaves y rubios de Angelo se oscurecían y empezaba a domeñarlos con un buen corte. Había visto cómo esos ojos brillantes del color del océano que tenía se volvían menos juguetones y más reflexivos, y la mirada se le endurecía por las cosas que, sin duda, su padre le había mostrado y para las que lo habría adiestrado. Había sido testigo de cómo su voz había adquirido tonos más graves, cómo se le había agudizado el acento italiano y cómo su cuerpo delgado de muchacho había empezado a desarrollar músculos, altura y confianza. Se había vuelto más misterioso y menos impulsivo, ahora hablaba con menos asiduidad, pero, cuando lo hacía, su voz me derretía por completo.

Enamorarse es una tragedia. No me extraña que la gente acabe tan desconsolada.

Y aunque yo miraba a Angelo como si él pudiera fundir el helado, no era la única chica que se derretía ante su ceño constantemente fruncido cada vez que me miraba.

Me ponía enferma pensar que cuando yo volvía a la escuela católica de niñas, él regresaba a Chicago para salir por ahí y hablar y, sobre todo, besar a otras chicas. Sin embargo, siempre me había hecho sentir que yo era la elegida. Me colocaba flores en el pelo, me dejaba dar sorbitos de su vino cuando nadie nos miraba y la risa se le reflejaba en los ojos cada vez que yo le hablaba. Cuando sus hermanos menores se metían conmigo, Angelo les tiraba de las orejas y los ahuyentaba. Y cada verano, encontraba el modo de pasar un rato conmigo a solas y darme un beso en la punta de la nariz.

—Francesca Rossi, ahora estás incluso más guapa que el verano pasado.

—Me lo dices cada año.

—Y siempre te lo digo de verdad. Y sabes que no soy de los que dicen cosas por decir.

—Pues dime algo que creas de verdad.

—Un día, mi diosa, me casaré contigo.

Tras cada verano, yo plantaba esos recuerdos en mi interior como si fueran un jardín sagrado, los cuidaba con mimo y los regaba hasta que brotaron y se convirtieron en recuerdos que parecían sacados de un cuento de hadas.

Y el recuerdo que descollaba por encima de todos era que me pasaba los veranos intranquila hasta que Angelo se colaba en mi habitación, en la tienda en la que me encontraba o aparecía junto al árbol bajo el que yo estaba leyendo. Y empezó a alargar esos momentos que compartíamos a medida que los años fueron pasando y nos adentramos en la adolescencia, y me observaba sin disimular la diversión que le provocaba ver mi intento —sin conseguirlo— de actuar como si fuera un muchacho más cuando era evidente que me había convertido, sin ninguna duda, en una chica.

Me metí la nota más hondo en el sujetador justo cuando Veronica clavaba sus dedos rollizos en mi piel de marfil, unía el corsé por los dos extremos a mi espalda y me lo apretaba a la altura de la cintura.

—Ay, volver a tener diecinueve y esa belleza —suspiró, con aire dramático. Los cordeles sedosos de color crema se tensaron y me cortó la respiración. Solo la flor y nata del Outfit italiano usaba estilistas y sirvientas para prepararse para acudir a un acto. Pero claro, para mis padres, éramos los Windsor—. ¿Recuerdas cómo era, Alma?

La peluquera resopló mientras me colocaba el flequillo de lado y me terminaba el recogido, que consistía en un moño con el pelo ondulado.

—Querida, será mejor que te relajes. Cuando tú tenías diecinueve, eras mona como una tarjeta de felicitación. En cambio, Francesca, aquí presente, es La creación de Adán. No estáis en la misma liga. Qué digo, ni siquiera jugáis al mismo juego.

Noté que la piel se me encendía de la vergüenza. Sí que me daba la impresión de que a la gente le gustaba mirarme cuando me veía, pero me turbaba la idea de ser bella. Era un poder muy efímero. Un regalo muy bien envuelto destinado a desaparecer un día. No quería desenvolverlo ni dejarme cautivar por sus virtudes. Tan solo haría que perderla fuera aún más difícil.

La única persona que quería que se fijara en mi aspecto en el baile de máscaras que se celebraba esta noche en el Instituto de Arte de Chicago era Angelo. La temática de la gala era dioses y diosas de la mitología grecorromana. Sabía que la mayoría de las mujeres se presentarían vestidas de Afrodita o de Venus. Quizá de Hera o Rea si les había venido la inspiración. Pero yo no. Yo iría de Némesis, la diosa de la venganza o la justicia retributiva. Angelo siempre me había llamado «diosa» y esta noche, iba a justificar ese mote al presentarme como la diosa más poderosa de todas.

Tal vez parecerá una tontería que en pleno siglo xxi quisiera casarme con diecinueve años mediante un matrimonio concertado, pero cuando tu familia formaba parte de la mafia italiana, del Outfit, todo el mundo respetaba la tradición. Y resultaba que la nuestra se remontaba a 1800, más o menos.

—¿Qué ponía en la nota? —Veronica me enganchó un juego de alas negras aterciopeladas después de ponerme el vestido. Era un palabra de honor del color del cielo despejado en un día de verano, con festones de organza azul. El tul formaba una cola de medio metro y se arremolinaba como el océano a los pies de la criada—. Sí, mujer, la que te has metido en el corsé para ponerla a buen recaudo. —Se rio por lo bajo mientras me colgaba de las orejas unos pendientes dorados con forma de alas.

—Ah… —Sonreí con aire dramático, la miré a los ojos a través del espejo que teníamos delante y me pasé la mano por encima del pecho, justo donde estaba la nota—. Marcará el principio del resto de mi vida.

Capítulo uno

Francesca


—No sabía que Venus tuviera alas.

Angelo me dio un beso en el dorso de la mano junto a las puertas del Instituto de Arte de Chicago. Se me cayó el corazón a los pies antes de reponerme de la decepción. Ah, había sido una broma. Además, estaba tan guapo y deslumbrante con ese esmoquin que le perdonaría cualquier error que cometiera, excepto quizá un asesinato a sangre fría.

Los hombres, a diferencia de las mujeres que habían acudido a la gala, llevaban el mismo estilo de esmoquin y antifaz. Angelo complementaba su traje con una máscara veneciana con hojas doradas que le cubría la mayor parte de la cara. Nuestros padres intercambiaron las cortesías de rigor mientras nosotros nos quedábamos plantados el uno frente al otro, empapándonos de cada centímetro de piel y de cada lunar del otro con la mirada. No le expliqué mi disfraz de Némesis. Ya tendríamos tiempo —toda la vida— para hablar sobre mitología. Solo debía asegurarme de que esta noche compartiéramos otro momento fugaz como los del verano. Solo que esta vez, cuando fuera a darme un beso en la nariz, yo levantaría el rostro y nuestros labios se encontrarían y sellarían nuestro destino.

«Soy como Cupido y voy a disparar una flecha de amor directa al corazón de Angelo».

—Estás incluso más guapa que la última vez que te vi. —Angelo se agarró el tejido del traje justo por encima del corazón y fingió rendir la espada. Quienes nos rodeaban se habían quedado en silencio y me fijé en que nuestros padres intercambiaban miradas de complicidad.

Dos familias italoamericanas poderosas, adineradas, con fuertes lazos.

Don Vito Corleone estaría orgulloso.

—Pero si me viste hace una semana, en la boda de Gianna. —Reprimí las ganas de pasarme la lengua por los labios mientras Angelo me miraba a los ojos con intensidad.

—Las bodas te sientan bien, pero tenerte solo para mí te sienta aún mejor —se limitó a decir, y eso hizo que el corazón se me quisiera salir del pecho, antes de volverse hacia mi padre—. Señor Rossi, ¿puedo acompañar a su hija hasta la mesa?

Mi padre me agarró de un hombro. Yo era consciente, solo en parte, de su presencia, ya que un denso halo de euforia me envolvía.

—Mantén las manos donde yo las vea.

—Por supuesto, señor, siempre.

Angelo y yo entrelazamos los brazos y seguimos a uno de los muchos camareros que había, quien nos condujo hasta nuestros asientos en una mesa vestida de dorado y adornada con porcelana fina negra. Angelo se inclinó para susurrarme al oído:

—O al menos hasta que seas mía de forma oficial.

Habían colocado a los Rossi y a los Bandini a unos asientos de distancia —para mi eterna decepción, pero tampoco me sorprendió—. Mi padre siempre estaba en el meollo de cualquier fiesta y pagaba una buena suma para que le dieran los mejores asientos allá donde iba. Frente a mí, se sentaba el gobernador de Illinois, Preston Bishop, y su mujer, que revisaba, nerviosa, la lista de vinos. A su lado había un hombre que no conocía. Llevaba un antifaz sencillo, negro, y un esmoquin que debía de haberle costado una fortuna a juzgar por el tejido suntuoso y el corte impecable. Junto a él había una rubia de voz escandalosa que llevaba un vestido tipo camisola de color blanco con tul francés. Era una Venus más del montón que habían acudido a la fiesta.

El hombre parecía tremendamente aburrido, daba vueltas al whisky que tenía en el vaso e ignoraba a la guapa que se sentaba a su lado. Cuando esta trató de inclinarse hacia él y decirle algo, él se volvió hacia el otro lado y consultó el teléfono antes de perder el interés en absolutamente todo y fijar los ojos en la pared que había detrás de mí.

Sentí una punzada de pena. La mujer merecía algo más que lo que él le ofrecía. Algo mejor que un hombre frío, que daba mala espina y te provocaba escalofríos sin mirarte siquiera.

«Seguro que podría mantener el gelato congelado durante días».

—A ti y a Angelo se os ve prendados el uno del otro —observó papá, como quien no quiere la cosa, mientras me dirigía una mirada a los codos, que tenía apoyados sobre la mesa. Los retiré de inmediato y le ofrecí una sonrisa educada.

—Es muy majo. —Le habría dicho «majo que flipas», pero mi padre no soportaba la jerga juvenil.

—Encaja bien —concluyó papá—. Me ha pedido si podía llevarte a algún lado la semana que viene y le he dicho que sí. Os acompañará Mario, claro.

«Cómo no». Mario era uno de los gorilas de mi padre. Tenía la misma forma corporal y el mismo coeficiente intelectual que un ladrillo. Tuve la sensación de que hoy papá no dejaría que me escabullera a ningún lugar donde él no pudiera verme, precisamente porque sabía que Angelo y yo nos llevábamos demasiado bien. Papá no veía inconvenientes en nuestra relación, pero sí que quería que las cosas se hicieran de una determinada manera que la mayoría de los jóvenes de mi edad pensarían que es anticuada o que incluso raya la barbarie. Pero no era tonta. Sabía que me estaba cavando mi propia tumba al no luchar por mi derecho a recibir una educación superior y a tener un trabajo remunerado. Sabía que debería ser yo quien decidiera con quién quería casarme.

Sin embargo, también era consciente de que o lo hacíamos a su manera o podría olvidarme de mi familia. La libertad tenía un precio: abandonar a la familia. Y esta era mi mundo entero.

Más allá de respetar las tradiciones, el Outfit de Chicago era muy distinto a la organización mafiosa que aparece en las películas. No había callejones polvorientos, ni drogadictos zalameros ni refriegas sangrientas con la autoridad. Hoy en día, todo giraba en torno a blanquear dinero, adquirir y reciclar. Mi padre le hacía la corte a la policía sin esconderse, se codeaba con políticos de altas esferas e incluso había colaborado con el FBI para pillar a sospechosos de primer nivel.

De hecho, ese era el motivo por el que estábamos aquí esta noche. Papá había accedido a donar una suma astronómica de dinero a una nueva fundación benéfica que ayudaba a jóvenes en situación de riesgo a tener acceso a una educación superior.

«Vaya, qué ironía, ¿verdad? Como siempre».

Bebí un sorbo de champán y miré a Angelo, que estaba al otro lado de la mesa y conversaba con una chica que se llamaba Emily, hija del propietario del estadio de béisbol más grande de Illinois. Angelo le dijo que se matricularía en un máster en la Universidad de Northwestern y que, a la vez, empezaría a trabajar en la empresa de contabilidad de su padre. En realidad, blanquearía dinero para mi padre y serviría al Outfit durante el resto de su vida. Yo, por mi parte, estaba totalmente absorta en su conversación cuando el gobernador Bishop desvió su atención hacia mí.

—¿Y tú, pequeña Rossi? ¿También vas a ir a la universidad?

Las personas que nos rodeaban mantenían sus propias conversaciones y se reían, todos, excepto el hombre que se sentaba frente a mí, que seguía ignorando a su acompañante para seguir bebiendo y hacer caso omiso del teléfono, que se iluminaba con cientos de mensajes por minuto. Ahora que me observaba, me di cuenta de que su mirada te traspasaba. Me pregunté, distraída, cuántos años tendría. Parecía mayor que yo, pero más joven que papá.

—¿Yo? —Le ofrecí una sonrisa cortés y erguí la espalda. Alisé la servilleta que tenía en el regazo. Mis modales eran impecables y estaba muy versada en conversaciones triviales. Me habían enseñado latín, etiqueta y conocimiento general en la escuela. Era capaz de entretener a cualquiera, ya fuera un líder mundial o un trozo de chicle masticado—. Oh, justo me gradué el año pasado. Ahora quiero ampliar mi repertorio social y hacer contactos aquí, en Chicago.

—Es decir, que ni estudias ni trabajas —terció el hombre que tenía sentado enfrente, impertérrito. Se acabó la bebida de un trago y le dedicó una sonrisa maliciosa a mi padre. Noté que se me enrojecían las orejas y pestañeé en dirección a mi padre para pedirle ayuda. No debía de haberlo oído, porque hizo caso omiso del comentario.

—Por Dios —gruñó la rubia que acompañaba al hombre y se ruborizó. Este le dedicó un gesto desdeñoso.

—Estamos entre amigos. Nadie lo va a filtrar.

«¿Filtrar?». ¿Quién demonios era este hombre?

Me erguí y tomé otro sorbo.

—Hago muchas más cosas, evidentemente.

—Oh, cuéntanos —se burló con una fascinación fingida. Nuestro lado de la mesa se quedó en silencio. Era un silencio funesto, de esos que auguraban que pronto nos moriríamos todos de la vergüenza.

—Me encanta la beneficencia…

—Eso no es una actividad per se. ¿Qué haces?

«Verbos, Francesca, piensa en verbos».

—Monto a caballo y me gusta la jardinería. Toco el piano. Eh… Ah, voy a comprar todo lo que necesito. —Era consciente de que lo estaba empeorando. Pero ese hombre no me dejaba cambiar de tema y nadie intervino para salvarme.

—Eso son aficiones y lujos. ¿En qué contribuye usted a la sociedad, señorita Rossi, más allá de apoyar la economía de los Estados Unidos comprando tanta ropa como para vestir a toda América del Norte?

Los cubiertos repiquetearon sobre la porcelana fina. Una mujer ahogó un grito. Los pocos que todavía hablaban se callaron de golpe.

—Basta —dijo mi padre entre dientes, con voz gélida y mirada asesina. Yo me estremecí, pero el hombre del antifaz mantuvo la compostura, la espalda erguida y, en todo caso, parecía divertirse con el giro que había tomado la conversación.

—Estoy de acuerdo, Arthur. Creo que me he enterado de todo lo que uno puede saber sobre tu hija. Y en tan solo un minuto, además.

—¿Acaso se ha dejado los deberes públicos y políticos en casa, aparte de los modales? —observó mi padre, siempre con buena educación.

El hombre esbozó una sonrisa voraz.

—Al contrario, señor Rossi. Creo que los tengo muy presentes, tanto que se va a llevar alguna que otra decepción.

Preston Bishop y su mujer superaron aquella debacle social al hacerme más preguntas sobre la educación que había recibido en Europa, los recitales que había dado y qué quería estudiar (botánica, aunque no era tan estúpida como para señalar que nunca pisaría la universidad). Mis padres sonrieron ante mi conducta impecable e incluso la mujer que acompañaba al desconocido maleducado participó, vacilante, en la conversación y habló sobre el viaje que hizo por Europa durante el año sabático que se tomó antes de ir a la universidad. Era periodista y había viajado por todo el mundo. Sin embargo, no importaba cuán amables fueran todos, no podía olvidar la humillación absoluta que había sufrido por parte de su mordaz acompañante, quien —dicho sea de paso— había vuelto a centrarse en el culo del vaso de whisky que le habían rellenado con una expresión que rezumaba aburrimiento por los cuatro costados.

Me planteé decirle que no necesitaba otro vaso, sino ayuda profesional, que le iría de maravilla.

Después de la cena, llegó el momento del baile. Todas las mujeres presentes tenían una tarjeta de baile repleta de los nombres de quienes habían pujado de forma anónima por ellas. Todo el dinero se convertía en donaciones solidarias.

Fui a comprobar qué ponía en mi tarjeta en la larga mesa donde aparecían los nombres de todas las mujeres que habían acudido a la gala benéfica. Se me aceleró el corazón mientras la leía porque vi el nombre de Angelo. Mi euforia dio paso al terror cuando me di cuenta de que mi tarjeta estaba llena, de principio a fin, de nombres que parecían italianos, mucho más que el resto de las tarjetas de mujeres que rodeaban la mía y que todo apuntaba a que me pasaría el resto de la noche bailando hasta no sentir los pies. Desaparecer para besar a Angelo sería complicado.

El primer baile lo realicé con un juez federal. El siguiente, con un mujeriego italoamericano temperamental de Nueva York que me dijo que solo había venido para comprobar si los rumores que corrían acerca de mi belleza eran ciertos. Me besó el dobladillo del vestido como si fuera un duque medieval antes de que sus amigos rescataran al pobre borracho y se lo llevaran a la mesa. «Por favor, no le pidas a mi padre una cita conmigo», gruñí para mis adentros. Parecía un títere acaudalado que convertiría mi vida en una adaptación de El padrino. El tercero fue con el gobernador Bishop y el cuarto, con Angelo. Bailamos un vals relativamente corto, pero traté de no dejar que eso me desmoralizara.

—Aquí está. —El rostro de Angelo se iluminó cuando se nos acercó, a mí y al gobernador, para que bailara con él.

Las lámparas de araña nos iluminaban desde el techo y el suelo de mármol resonaba con el tintineo de los tacones de los bailarines. Angelo hundió la cabeza para acercarse a mí, con una mano me agarró la mía y me colocó la otra en la cintura.

—Estás preciosa. Más incluso que hace dos horas —suspiró y su aliento cálido me acarició el rostro. Unas mariposas diminutas y aterciopeladas bailaron en mi estómago.

—Es bueno saberlo, porque casi no puedo ni respirar con esto. —Me reí y busqué desesperadamente sus ojos con los míos. Sabía que ahora no podía besarme y un aguijonazo de pánico ahogó las mariposas de miedo. ¿Y si no podíamos encontrarnos más tarde? Entonces, la nota no serviría de nada.

«La cajita de madera será mi salvación o mi perdición».

—Me encantaría hacerte el boca a boca si te quedas sin aire. —Analizó mi rostro y vi cómo se le movía la nuez cuando tragó saliva—. Pero preferiría empezar con una cita la semana que viene, si quieres.

—Sí que quiero —respondí de inmediato. Angelo se echó a reír y posó la frente sobre la mía.

—¿Te gustaría saber cuándo?

—¿Cuándo vamos a salir? —le pregunté, como una tonta.

—Sí, eso también. El viernes, por cierto. Pero me refería a cuándo me di cuenta de que un día te convertirías en mi mujer —me dijo, sin perder el ritmo ni un solo segundo. Apenas fui capaz de asentir. Quería echarme a llorar. Noté que su mano me estrechaba la cintura con más fuerza y que estaba perdiendo el equilibro—. Pues fue el verano en que cumpliste los dieciséis. Yo tenía veinte años. Menudo asaltacunas, ¿eh? —Se rio—. Mi familia llegó tarde aquellas vacaciones en Sicilia. Yo tiraba de la maleta cerca del río, justo al lado de las cabañas contiguas que teníamos, y te vi: trenzabas flores para crear una corona junto al muelle. Las mirabas con una sonrisa en el rostro, estabas preciosa, y no quise romper el encanto del momento para hablar contigo. Entonces, el viento se llevó las flores y las esparció por doquier. No te lo pensaste dos veces: te tiraste de cabeza al río y recuperaste todas y cada una de las que se habían salido de la corona, aunque sabías que no resistirían. ¿Por qué lo hiciste?

—Era el cumpleaños de mi madre —admití—. No podía fracasar. Y por cierto, la corona de cumpleaños quedó bonita, al final.

Posé los ojos en el vacío inútil que separaba nuestros pechos.

—No podías fracasar —repitió Angelo, con aire pensativo.

—Aquel día me besaste la punta de la nariz en el baño del restaurante —observé.

—Lo recuerdo.

—¿Y tratarás de volver a robarme un beso, en la nariz, esta noche? —le pregunté.

—Yo nunca te robaría nada, Frankie. Compraría el beso y pagaría su precio real, hasta el último centavo —me rebatió, afable, mientras me guiñaba un ojo—. Pero me temo que entre la tarjeta tan sorprendentemente llena que tienes y que debo codearme con todos los Made Men que han tenido la suerte de conseguir una invitación para esto, creo que tendremos que dejarlo para otro momento. No te preocupes, ya le he dicho a Mario que le daré una buena propina si se lo toma con calma cuando vaya a recoger el coche del aparcacoches el viernes.

La punzada de pánico se había convertido en una oleada de terror. Si no me besaba esta noche, la profecía de la nota no se cumpliría.

—¿Por favor? —Sonreí con más ahínco todavía y enmascaré el terror que me atenazaba con entusiasmo—: A mis piernas les vendría bien un descanso.

Se mordió el puño y se rio:

—Cuántas indirectas de índole sexual, Francesca.

No sabía si quería echarme a llorar de la desesperación o a gritar de la frustración. Seguramente, ambas. La canción no había terminado, y nos mecíamos en brazos del otro, absortos en un trance sombrío, cuando noté que una mano firme y fuerte se me incrustaba en la parte superior y desnuda de la espalda.

—Creo que ha llegado mi turno.

Una voz grave retumbó a mi espalda. Me volví con mala cara y me encontré con el maleducado del antifaz negro, que me miraba a los ojos.

Era alto (tal vez medía entre 1,90 y 1,93 metros) y tenía el pelo negro azabache alborotado, pero lo llevaba peinado hacia atrás con una perfección seductora. Su cuerpo musculado y vigoroso era esbelto y ancho a la vez. Los ojos eran de un tono gris guijarro, inclinados y amenazadores y su mandíbula, demasiado cuadrada, enmarcaba a la perfección unos labios carnosos y le confería a su aspecto un aire despiadado que, de otro modo, sería demasiado guapo. Una sonrisa desdeñosa e impersonal le aleteaba en los labios y me entraron ganas de arrancársela de un bofetón. Era evidente que todavía le hacía gracia lo que él creía que eran un montón de tonterías que yo había verbalizado durante la cena. Y, por supuesto, teníamos público, como vi al comprobar que la mitad del salón nos observaba con interés y sin disimular. Las mujeres lo miraban como tiburones hambrientos en una pecera. Y los hombres esbozaban medias sonrisas divertidas.

—Vigila dónde pones esas manos —gruñó Angelo cuando la canción cambió y ya no pudo retenerme entre sus brazos.

—Métete en tus asuntos —le espetó el hombre.

—¿Estás seguro de que apareces en mi tarjeta? —Me volví hacia el hombre con una sonrisa educada, pero fría. Seguía desorientada tras la conversación con Angelo cuando el desconocido me atrajo hacia su cuerpo musculoso y me apoyó una mano con actitud posesiva en la espalda, más abajo de lo que se considera socialmente aceptable, a escasos centímetros de tocarme el culo—. Respóndeme —dije entre dientes.

—Mi puja por tu tarjeta ha sido la más alta —respondió con sequedad.

—Las pujas son anónimas. No sabes cuánto pagan los demás. —Fruncí los labios para evitar ponerme a gritar.

—Lo que sí sé es que lo que he pagado le da mil vueltas a lo que realmente vale este baile.

«Alucinante».

Empezamos a bailar por todo el salón mientras las demás parejas no solo daban vueltas y se mezclaban unas con otras, sino que, además, nos miraban con envidia. Nos comían con los ojos y eso me decía que fuera quien fuera la rubia que lo había acompañado a la gala, no era su esposa. Y que, quizá, yo causaba furor dentro de los círculos del Outfit, pero este maleducado también estaba muy demandado.

Estaba rígida y fría entre sus brazos, pero él no parecía darse cuenta, o quizá no le importaba. Sabía bailar el vals mejor que la mayoría de los hombres, pero lo hacía de forma técnica, carecía de la calidez y la picardía de Angelo.

—Némesis. —Aquello me pilló desprevenida; me desnudó con su mirada ávida—. Racionas la felicidad y repartes sufrimiento. Parece incompatible con la chica sumisa que ha agasajado a Bishop y a la caballuna de su esposa en la mesa.

Me atraganté con mi propia saliva. ¿Acababa de calificar a la esposa del gobernador de «caballuna»? ¿Y a mí de «sumisa»? Desvié la mirada e hice caso omiso del perfume adictivo de su colonia y de la sensación que tenía al notar su cuerpo de mármol arrimado al mío.

—Némesis es un reflejo de mi alma. Fue quien condujo a Narciso hasta el estanque donde este vio su reflejo y se ahogó por culpa de su propia vanidad. El orgullo es una enfermedad mortal. —Le dediqué una sonrisa burlona.

—Pues a más de uno no le vendría mal contraerla. —Me mostró su hilera de dientes blancos y rectos.

—La arrogancia es una enfermedad. La compasión es la cura. A la mayor parte de los dioses no les gustaba Némesis porque tenía agallas.

—¿Y tú? —Alzó una ceja negra.

—¿Yo qué? —Parpadeé, la sonrisa educada flaqueó. Era todavía más maleducado cuando estábamos a solas.

—Si tienes agallas —dijo. Me observaba con tanto descaro e intimidad que me daba la sensación de que su aliento era como fuego que me quemaba el alma. Quise separarme de su contacto y lanzarme a una piscina llena de hielo.

—Claro que sí —respondí y erguí la espalda—. Y la educación, ¿dónde la tienes? ¿Creciste con coyotes salvajes o qué?

—Ponme un ejemplo. —Ignoró mi ataque. Me empecé a alejar de él, pero tiró de mí para acercarme. El deslumbrante salón se desdibujó como un telón de fondo y, aunque empezaba a darme cuenta de que el hombre que había tras el antifaz poseía una belleza excepcional, la fealdad de su comportamiento era lo único que llamaba la atención.

«Soy una guerrera y una dama… y una persona en sus cabales capaz de tratar con este hombre despreciable».

—Me gusta mucho Angelo Bandini. —Bajé la voz, aparté la mirada de sus ojos y la dirigí a la mesa donde se había sentado la familia de este. Mi padre seguía sentado unas cuantas sillas más allá, y nos contemplaba con frialdad, rodeado de mafiosos que conversaban—. Y en mi familia existe una tradición que se mantiene desde hace diez generaciones. Antes de la boda, la novia de la familia Rossi debe abrir un arca de madera, tallada y elaborada por una bruja que vivía en el pueblo italiano de mis antepasados, y leer tres notas escritas por la última Rossi que se ha casado. Es una especie de amuleto para la buena suerte mezclado con un tipo de talismán y un poco de adivinación. Hoy he robado el arca y he abierto una de las tres notas, para acelerar lo que me depare el destino. Decía que esta noche me besaría el amor de mi vida y bueno… —Me mordí el labio inferior y succioné mientras observaba por debajo de los párpados el asiento vacío de Angelo. El maleducado me miró con estoicismo, como si yo fuera una película extranjera que no comprendía—. Esta noche lo besaré.

—¿A eso lo llamas tú tener agallas?

—Cuando quiero algo, no paro hasta que lo consigo.

Una mueca engreída hizo que se le arrugara el antifaz, como si quisiera decir que yo era una imbécil redomada. Lo miré a los ojos. Mi padre me había enseñado que la mejor forma de tratar con hombres como él era la confrontación directa, no huir. Porque un hombre como él se lanza a la persecución.

«Sí, creo en esa tradición».

«No, no me importa lo que pienses».

Entonces se me ocurrió que, durante la velada, le había contado la historia de toda mi vida y ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba. No quería saberlo, pero la etiqueta exigía que al menos fingiera que sí.

—He olvidado preguntarte cómo te llamas.

—Eso es porque no te importa —contraatacó.

Me observaba con la misma actitud taciturna. Era el oxímoron de un aburrimiento divertido. No respondí, porque era verdad.

—Senador Wolfe Keaton —escupió las palabras de repente.

—¿No eres demasiado joven para ser senador? —Le regalé un cumplido con la intención de ver si era capaz de penetrar la gruesa capa de imbecilidad que había erigido a su alrededor. Había personas que solo necesitaban un fuerte abrazo. En el cuello. Un momento, estaba pensando en estrangularlo. No me refería a eso.

—Tengo treinta años. Los cumplí en septiembre. Salí elegido en noviembre.

—Felicidades. —«Me importa un comino»—. Debes de estar encantado.

—Sí, loco de alegría, vamos. —Me atrajo todavía más hacia sí y pegó nuestros cuerpos.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —Me aclaré la garganta.

—Solo si yo puedo hacerte otra —respondió.

Me lo planteé.

—De acuerdo.

Bajó la barbilla y, así, me dio permiso para continuar.

—¿Por qué has pedido bailar conmigo, sin contar la cantidad de dinero que has pagado por tal cuestionable honor, si es evidente que crees que todo con lo que me identifico es frívolo y de mal gusto?

Por primera vez en toda la velada, algo parecido a una sonrisa sincera se le dibujó en el rostro. Parecía poco natural, casi una ilusión. Concluí que no estaba acostumbrado a reír a menudo. O a reír, siquiera.

—Quería comprobar por mí mismo si los rumores sobre tu belleza son ciertos.

«¿Otra vez?». Reprimí las ganas de darle un pisotón. Los hombres eran unas criaturas tan simples… Sin embargo, me acordé de que Angelo ya creía que yo era guapa desde mucho antes. Cuando todavía llevaba aparato, cuando un manto de pecas me cubría la nariz y las mejillas y tenía un pelo rebelde y castaño desvaído que aún debía aprender a controlar.

—Me toca —anunció, sin expresar qué opinaba sobre los rumores—. ¿Has elegido ya el nombre de los hijos que tendrás con el tal Bangini?

Era una pregunta peculiar que estaba planteada, sin duda, con la intención de burlarse de mí. Quise girar sobre los talones y alejarme en ese preciso momento, pero la música estaba terminando y era una tontería tirar la toalla ahora que el baile llegaba a su fin. Además, cualquier cosa que yo decía parecía afectarlo de algún modo. ¿Por qué iba a arruinar una buena racha ahora?

—Es Bandini, no Bangini. Y sí, los tengo claros, de hecho: Christian, Joshua y Emmaline.

Vale, quizá también había elegido el sexo de las criaturas. Pero eso era lo que te ocurría cuando te sobraba el tiempo.

Ahora, el desconocido del antifaz tenía una sonrisa burlona de oreja a oreja y, si mi enfado no me hiciera sentir que me corría puro veneno por las venas, habría apreciado su higiene dental digna de un anuncio. En vez de inclinar la cabeza y darme un beso en la mano, como indicaba el protocolo del baile de máscaras, dio un paso atrás y me saludó a modo de burla.

—Gracias, Francesca Rossi.

—¿Por el baile?

—Por la información.

La noche empeoró progresivamente después del condenado baile con el senador Keaton. Angelo estaba sentado a la mesa con un grupo de hombres, enfrascado en una discusión acalorada, mientras a mí me pasaban de unas manos a otras, circulaba entre los invitados, sonreía y perdía la esperanza y la cordura con cada canción que sonaba. No podía creer lo absurdo de la situación en la que me encontraba. Había robado la cajita de madera de mi madre (lo único que había robado en la vida) para leer la nota y hacer acopio de fuerzas para demostrarle a Angelo lo que sentía por él. Si él no me besaba esta noche, si nadie lo hacía, ¿significaba que estaba condenada a vivir una vida sin amor?

Cuando llevaba tres horas en el baile de máscaras, conseguí escabullirme hacia la entrada del museo y me detuve en las anchas escaleras de hormigón, donde inspiré el aire fresco típico de una noche de primavera. Mi última pareja de baile se había marchado antes. Su esposa se había puesto de parto, gracias a Dios.

Me abracé para soportar el viento de Chicago y me eché a reír, triste, por nada en particular. Un taxi amarillo pasó a toda prisa junto a los altos edificios y una pareja abrazada y atolondrada caminaba en zigzag hacia su destino.

«Clic».

Sonó como si alguien hubiera desactivado el universo entero. Las farolas de la calle se apagaron de improviso y desapareció cualquiera luz que estuviera a la vista.

La escena poseía una belleza morbosa, la única luz visible era la media luna creciente solitaria que refulgía en el cielo. Noté que un brazo me rodeaba la cintura por detrás. Era un agarre firme, fuerte y me abrazaba el cuerpo como si el hombre que lo realizaba lo conociera desde hacía tiempo.

«Desde hace años».

Me volví. La máscara dorada y negra de Angelo me devolvió la mirada. Me quedé sin aliento, me fallaron las rodillas y me dejé caer entre sus brazos, aliviada.

—Has venido —susurré.

Me acarició las mejillas con el pulgar. Asintió con suavidad y en silencio.

«Sí».

Se inclinó y posó los labios sobre los míos. Mi corazón chilló, extasiado, en el pecho.

«No me lo creo. Está ocurriendo de verdad».

Lo agarré de la solapa del traje y lo acerqué a mí. Me había imaginado este beso millones de veces, pero nunca había esperado que me provocara esta sensación. Era como estar en casa. Como un soplo de oxígeno. Como un para siempre. Sus labios carnosos revolotearon sobre los míos, me llenaron la boca de un aliento cálido y exploraron, me mordisqueó y me mordió el labio inferior antes de apoderarse de toda mi boca, inclinando la cabeza de lado y hundiéndose en ella para acariciarme con ferocidad. Abrió la boca, sacó la lengua y se abalanzó sobre la mía. Yo hice lo mismo. Me atrajo hacia sí, me devoró despacio y con pasión, sin dejar de apretar la mano sobre la parte baja de mi espalda ni dejar de gruñir dentro de mi boca como si fuera agua que uno se encuentra en el desierto. Gemí pegada a sus labios y pasé la lengua por todos los rincones sin ninguna pericia, avergonzada, excitada. Y lo más importante: me sentía libre.

«Libre». En sus brazos. ¿Acaso había algo que liberara más que sentirse querida?

Me mecí en la seguridad que me ofrecían esos brazos, lo besé durante, al menos, tres minutos antes de que mi sentido común recuperara el control de mi cerebro confuso. Sabía a whisky y no al vino que Angelo había tomado durante toda la velada. Era más alto que yo y que Angelo, aunque no demasiado. Entonces, me asaltó su loción para después del afeitado y evoqué esos ojos gélidos y grises, su fuerza bruta y sensualidad lúgubre que avivaba las llamas de la ira en mis entrañas. Inspiré hondo y noté que el fuego me consumía.

«No».

Separé los labios de golpe, retrocedí y tropecé con un escalón. Él me agarró de la muñeca y tiró de mí para evitar que me cayera, pero no intentó volver a besarme.