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Capítulo 1
El autor de la famosa teoría de las emociones, C. G. Lange, cita a Spinoza como uno de los filósofos cuya doctrina precedió a la teoría organicista de las emociones. Como es sabido, esta teoría fue elaborada casi al mismo tiempo por dos investigadores que trabajaban de manera independiente –Lange en 1885 y W. James en 1884–. Así, según la expresión de J. W. Goethe, ciertas ideas maduran en determinadas épocas a semejanza de los frutos que caen simultáneamente en distintos huertos.
«Ignoro –dice Lange– si una teoría de las emociones parecida a ésta ha sido expuesta alguna vez; en ningún caso se encuentra referencia alguna en la psicología científica. Quizá Spinoza es el más cercano a nuestra concepción debido a que no supedita la expresión física de las emociones a un movimiento del alma; por el contrario, sitúa los dos fenómenos al mismo nivel y otorga el primer lugar al hecho fisiológico» (1896). Lange tiene en cuenta la conocida definición del afecto tal como ésta aparece en la teoría de Spinoza. «Entiendo por afectos –dice Spinoza– estados del cuerpo que aumentan o disminuyen la capacidad de éste para la acción, que favorecen dicha capacidad o la limitan pudiendo favorecer o no la consciencia de esos estados». (Spinoza)
G. Dumas, analizando la génesis de la teoría organicista de las emociones, tal como fue formulada por Lange, menciona la clara divergencia que existe entre esta teoría y la de los evolucionistas, en particular la de Ch. Darwin y la de H. Spencer, así como «una especie de reacción antiinglesa en el pensamiento de Lange» (según la obra de C. G. Lange, 1896). En efecto, Lange reprocha a Darwin, y en general a los adeptos de la teoría evolucionista, el hecho de haber falseado la cuestión del estado afectivo, de haber dado mayor preponderancia al punto de vista histórico que al mecanicista y fisiológico. Al respecto, dice lo siguiente: «Habría que preguntarse si la tendencia evolucionista con que sus investigaciones han impregnado la psicología moderna, y particularmente la psicología inglesa, puede considerarse como una ventaja. Seguramente no por lo que respecta a los estados afectivos, puesto que esta tendencia hizo que los psicólogos descuidaran el análisis propiamente fisiológico y como consecuencia abandonaran la verdadera vía a la que habían accedido los fisiólogos y por la cual habrían llegado a su objetivo, si fenómenos fisiológicos tan fundamentales como las funciones vasomotoras hubieran sido conocidos en su tiempo» (ibid.). Para comprender mejor la esencia de la teoría organicista de las emociones, el hecho que acabamos de señalar tiene una significación extremadamente importante. Posteriormente servirá como punto de partida a nuestro análisis crítico, cuyo objetivo será aclarar el carácter antihistórico de esta teoría. Por el momento, ese hecho nos interesa desde otro punto de vista. Desde un punto de vista negativo, no sólo explica perfectamente lo que fueron los ancestros ideológicos de la teoría organicista de las emociones, sino que muestra con qué orientaciones del pensamiento filosófico y científico está emparentada espiritualmente dicha teoría y con cuáles es abiertamente hostil.
«Prefiere remitirse –dice Dumas respecto de Lange– a los mecanicistas franceses; y no hay duda de que él es su lejano discípulo; la descomposición de la alegría y la tristeza en fenómenos motrices y psíquicos, la eliminación de sustancias ilusorias de fuerzas vagamente determinadas –todo ello se realiza según la tradición que representan N. Malebranche y Spinoza» (según la obra de C. G. Lange, 1896). E. TITCHENER constata: «Sería del todo inexacto –y para James y Lange no sería ese un gran cumplido– suponer que esta teoría representa algo completamente nuevo» (1914). El hecho de mencionar los componentes orgánicos de las emociones es en realidad tan antiguo como la psicología sistemática. Titchener vuelve a encontrarlos desde en Aristóteles hasta en H. Lotze (H. Lotze, 1852) y H. Maudsley, es decir, en contemporáneos de Lange y de James. Investigando todo lo que de alguna manera tiene que ver con la teoría organicista de las emociones, Titchener no distingue como precursora histórica fundamental de la teoría en cuestión a ninguna otra orientación del pensamiento filosófico o científico, ni tampoco, entre otras, a la filosofía de Spinoza. Sin embargo, señala que se hallan en Spinoza definiciones que van en el mismo sentido, además de referirse a la definición del afecto, citada con anterioridad, que aparece en la Ética (Spinoza).
El propio James no reconoce, a decir verdad, como lo hace Lange, esta proximidad histórica o ideológica entre su teoría y el estudio de las pasiones de Spinoza. Por el contrario, James es proclive, en oposición a la opinión de Titchener y a la opinión casi generalizada de la psicología científica, a considerar su teoría como algo completamente nuevo, como un niño sin abuelos, y a oponer su estudio a todas las investigaciones sobre las emociones de carácter puramente descriptivo, allí donde sea –en las novelas, en las obras clásicas de la filosofía o en los cursos de psicología–. Según James es una literatura meramente descriptiva que, desde Descartes hasta nuestros días, representa la parte más aburrida de la psicología. Además, al estudiarla se percibe que la clasificación de las emociones propuesta por los psicólogos es, en una aplastante mayoría de casos, una simple ficción, o bien carece de importancia.
Si por lo visto James no es proclive a ver una relación de parentesco entre la teoría de las pasiones de Spinoza y la teoría organicista de las emociones que ha desarrollado, otros lo hacen en su lugar. Ya no nos referimos a los testimonios de autoridad mencionados antes, como los de Lange, Dumas y Titchener, autores que refieren sus afirmaciones tanto a la teoría de James como a la de Lange. Ambas teorías constituyen una sola, al menos si consideramos su contenido principial, el cual es el único que nos interesa cuando se trata de explicar la génesis de una teoría; las divergencias que aparecen entre ellas se refieren, como es sabido, a los mecanismos fisiológicos más sutiles que determinan la aparición de las emociones. Sobre ese punto centraremos posteriormente nuestro análisis crítico.
Para acabar con el examen de nuestra tesis, según la cual la teoría spinoziana de los afectos se suele comparar con la teoría de las emociones de James y de Lange, sólo citar la investigación bien documentada y convincente de G. Sergi, cuyos resultados utilizaremos más adelante. Al estudiar el nacimiento de la teoría organicista de las emociones, Sergi detiene la mirada sobre un punto crítico de esta teoría, precisamente sobre la reducción (que aparece de manera inevitable en el desarrollo lógico de esta doctrina) de la emoción a la sensación vaga, indiferenciada y global de un estado orgánico general. Y se revela que no hay pasiones ni emociones, sino tan sólo sensaciones. Según Sergi, ese resultado al que, en su criterio, va a parar la teoría organicista, asusta a James hasta tal punto que se ve obligado a recurrir a la teoría spinoziana. Señalemos de paso que, por lo que respecta al verdadero origen de la teoría de las emociones, Sergi llega, en resumidas cuentas, a conclusiones que divergen sustancialmente de los puntos de vista generalmente admitidos que hemos citado antes. Posteriormente volveremos a utilizar esas conclusiones y nos basaremos en ellas para elucidar ciertas cuestiones esenciales relativas al problema fundamental de nuestra investigación. Por ahora, esa circunstancia sólo nos interesa en la medida en que refuerza «la objetividad y la imparcialidad» de la tesis, mencionada más arriba, de la naturaleza spinoziana de la teoría de James.
No vamos a seguir enumerando los diferentes puntos de vista relativos a la cuestión examinada. Aunque existe una diferencia de matiz entre éstos, coinciden fundamentalmente en el tono de sus afirmaciones. Al examinarlos globalmente es inevitable advertir que representan una opinión anclada con bastante fuerza en la psicología contemporánea y que, conforme al proverbio francés, cuanto más cambia esta opinión en sus diferentes enunciados, más sigue siendo la misma. Incluso si dicha opinión sólo fuera, a falta de un examen más atento, un error o un prejuicio, deberíamos, no obstante, comenzar nuestro estudio por esta tesis, puesto que la polémica que se despliega ante nuestros ojos en torno a la doctrina de James y de Lange nos conduce directamente al núcleo del problema que nos interesa. Ahí se encuentra, según la opinión más generalizada, algo vital para la suerte de la psicología de las emociones, pero también algo que está en relación directa con la teoría de las pasiones de Spinoza. Aun cuando esta relación se presenta a la opinión general desfigurada, no impide que tras ella se oculten –aunque no sea más que un prejuicio– nexos objetivos entre la teoría de Spinoza y la lucha y la reestructuración que se producen actualmente en uno de los temas más fundamentales de la psicología contemporánea. Por lo tanto, si queremos estudiar lo que ha sido de la teoría spinoziana de las pasiones en el tejido vivo del conocimiento científico actual, debemos empezar por elucidar lo que representa su relación con las ideas de Lange y de James sobre la naturaleza de las emociones humanas.
Capítulo 10
Pero ¿quizá sería conveniente discutir la tesis de la existencia de un parentesco espiritual interno entre la gran teoría filosófica de las pasiones y la paradoja psicofisiológica que durante medio siglo representó el pensamiento científico sobre la naturaleza de las emociones humanas? ¿Quizá lo que las une no es un signo de identidad, sino de oposición? ¿Quizá no es tanto la herencia histórica como las alternativas ondulatorias de tesis y antítesis, necesarias e inevitables en la historia del pensamiento, lo que las une? En tal caso, la restitución de la famosa hipótesis al ámbito del pasado histórico no sólo no significa lo mismo para el destino de la teoría de Spinoza, sino que, por el contrario, abre la vía a su desarrollo futuro en la esfera de la ciencia psicológica. Veamos si es así.
Al estudiar con detenimiento la génesis ideológica y la naturaleza filosófica de la teoría James-Lange, se ve que no está vinculada en absoluto con la teoría de las pasiones de Spinoza, sino con las ideas de Descartes y de Malebranche. La opinión de que la teoría James-Lange se enraiza en la Ética se basa en un error. En realidad, a lo sumo, no es más que una opinión, en el sentido en que esa palabra se emplea en la gnoseología spinoziana, que designa así el modo primero e inferior del conocimiento, porque está expuesta al error y su lugar nunca está donde hemos adquirido una convicción, sino únicamente donde es cuestión de conjeturas y suposiciones. En parte, el origen de este error es la negligencia filosófica del propio Lange y, en parte, la de James, quienes se preocupaban poco por la naturaleza filosófica de la teoría que habían creado. Basándose en un desconocimiento absoluto de la teoría de Spinoza, Lange formuló la suposición de que, en última instancia, convenía considerar la famosa definición spinoziana del afecto como la única anticipación de su propia teoría y, en todo caso, como lo que más se aproximaba a su concepción. Todo el mundo creyó en esta suposición, que arraigó y adquirió el carácter de una verdad científica en cuanto entró en los manuales y se convirtió en patrimonio de la sabiduría escolar.
Por otro lado, si todo el mundo podía aceptar esta opinión errónea como la verdad –sin la intervención de la crítica, la investigación y la verificación– se debía únicamente a que, en parte, en la historia de la filosofía, pero ante todo en la de la psicología, ha reinado hasta ahora un error de una naturaleza mucho más vasta: la idea de un parentesco interno y de una herencia histórica entre la teoría de las pasiones de Descartes y la de Spinoza. Mientras que en el ámbito de la metafísica se ha cobrado suficiente consciencia de la oposición de las ideas de Descartes y de Spinoza, en el ámbito de la psicología y, ante todo, en el del estudio de las pasiones, cierto parecido externo y la proximidad formal de ambas teorías han ocultado hasta ahora a los ojos de los investigadores la profunda oposición, fundada en la propia sustancia de estas últimas, que existe en realidad entre esas dos teorías.
Sin duda, es un hecho que históricamente la concepción del mundo de Spinoza se desarrolló en la dependencia directa de la filosofía de Descartes. Sin embargo, por lo que se refiere al espíritu general de la concepción de Spinoza, nadie discute que los dos sistemas estén unidos entre sí, como pueden estarlo la afirmación y la negación, la tesis y la antítesis. Un gran genio, dice H. Heine, se desarrolla con ayuda de otro gran genio, no tanto por medio de la asimilación como del combate. Un diamante labra otro. Así, la filosofía de Descartes no engendró en modo alguno la filosofía de Spinoza, antes bien, exigió su aparición. Conforme a esta idea, Heine señala acertadamente, como elemento común a ambos pensadores, el método que el alumno adoptó del maestro. En ambos pensadores, el contenido propiamente dicho de la concepción misma del mundo, su significado interno y el espíritu que lo anima se oponen más que parecerse.
Pero, cuando se trata de la teoría de las pasiones, la mayoría de los investigadores tiende a no ver en Spinoza más que un discípulo que desarrolla y transforma, en parte, las ideas del maestro. Los investigadores tienden a ver una simple evolución y una simple reforma ahí donde en realidad tiene lugar una de las más grandes revoluciones del espíritu, una catastrófica sacudida del antiguo sistema de pensamiento. K. Fischer es quien desarrolla ese punto de vista con mayor radicalismo y lógica.
«Hubo un tiempo –dice este investigador– en que Spinoza fue cartesiano en el sentido de discípulo con sed de conocimiento. Nosotros debemos añadir: desde un cierto punto de vista, Spinoza siempre fue cartesiano y para nosotros nunca puede dejar de serlo. La oposición entre el pensamiento y la extensión, expresada en una forma tan precisa y totalmente incontestable como objeto del conocimiento más claro y nítido, constituye el núcleo de la doctrina de Descartes… Aquel que, de esta misma manera, afirma esa oposición, ese, es y sigue siendo cartesiano en uno de los aspectos más esenciales de su concepción del mundo. Aquel que niega esa oposición, ese, no es cartesiano» (K. Fischer, 1906).
Al dar una respuesta definitiva a la cuestión del origen y las fuentes de la teoría de Spinoza, Fischer se encuentra de nuevo ante la cuestión de saber si, en un momento u otro, Spinoza fue cartesiano. Por toda respuesta, el investigador propone distinguir una manera estricta y otra más amplia de plantear la cuestión. De otro modo, ésta permanece vaga e indefinida. Que Spinoza haya sido discípulo de Descartes en el sentido estricto del término, no puede probarse a partir de documentos de la literatura, pero es más natural suponer que en su evolución hubo un estadio en que ese punto de partida constituía precisamente su concepción del mundo. Si, por el contrario, se comprende en un sentido más amplio la manera cartesiana de ver las cosas, nuestra respuesta será: Spinoza no sólo fue cartesiano, sino que (en ese sentido) nunca dejó de serlo.
Es difícil que pueda albergarse alguna duda acerca de que la afirmación de que Spinoza tiene una manera cartesiana de ver las cosas se refiere, en primer lugar, al estudio de las pasiones, puesto que el criterio de semejante clasificación de la concepción del mundo de Spinoza se halla, para Fischer, en la idea de una oposición del pensamiento y la extensión, es decir, en la idea de un paralelismo psicofísico. Por lo tanto, ¿dónde puede manifestarse de manera más clara y directa esta idea sino en la teoría psicológica de Spinoza, en sus investigaciones sobre la naturaleza de los afectos? Si es cierto que Spinoza, en la doctrina del origen y la naturaleza de los afectos, en la doctrina de la servidumbre humana, o de la fuerza de los afectos, y en la del poder de la razón (ejercida sobre los afectos), o de la libertad del hombre, desarrolla lógicamente la idea de un paralelismo psicofísico, entonces es imposible no estar de acuerdo con Fischer cuando dice que Spinoza nunca dejó de ser cartesiano. Si, por el contrario, nuestra investigación nos ha llevado a la firme conclusión de que en esta doctrina Spinoza desarrolló la antítesis del paralelismo y, por consiguiente, del dualismo de Descartes, deberíamos reconocer inevitablemente como falsa la opinión de Fischer. Eso es precisamente lo que constituye el núcleo fundamental de todo el problema de la presente investigación.
Es verdad que Fischer, al hablar no tanto, aparentemente, del contenido principial de la teoría de las pasiones como de su expresión concreta, califica esta teoría de obra maestra de Spinoza y de parte más original de todo su sistema. Dice: «La teoría de las pasiones humanas es la obra maestra de Spinoza… Sabemos en qué medida Descartes, en su obra sobre las pasiones, abrió la vía a nuestro filósofo y hasta qué punto este último dependió de su predecesor en su primer trabajo sobre dicho tema, aunque ya en aquella época negaba la teoría cartesiana de la libertad. En la Ética, aún pueden sacarse a flote indicios de ese trabajo previo y rico en contenido, pero, desde el punto de vista del método, la argumentación referente a los afectos es tan independiente y original que el filósofo revela ahí toda su personalidad» (K. Fischer, 1906).
De ello resulta que Fischer sólo ve la originalidad de Spinoza en relación con su método de argumentación referente a los afectos, manifiestamente, sin extender esta afirmación a la esencia misma de las concepciones principiales. Respecto a este contenido esencial de la teoría de las pasiones, Fischer, en apariencia y contrariamente a lo que se refiere a la argumentación, se atiene a su punto de vista general según el cual Spinoza desarrolla de manera lógica la idea principal de la doctrina de Descartes y transforma sus propios principios en función de dicha doctrina. Es precisamente en este espíritu evolucionista y reformista en el que Fischer comprende la dependencia histórica de Spinoza con respecto a Descartes: «A los testimonios biográficos citados, completamente incontestables y precisos, y que muestran que las obras de Descartes arrebataron a Spinoza y alumbraron su pensamiento, vienen a añadirse razones internas que revelan clara y netamente cómo el spinozismo emana de la doctrina de Descartes. Por eso, únicamente había que admitir los problemas que Descartes planteó a la filosofía, admitir el método para resolver dichos problemas y para elucidar las contradicciones en las que durante esta operación se enredó el sistema del maestro. Esas contradicciones no se disimularon, sino que, por el contrario, se pusieron en evidencia, y el medio de resolverlas fue indicado por el propio Descartes de manera tan clara que no quedaba más que recurrir a ellas sin vacilación» (ibid.).
De esta manera, desde el punto de vista de Fischer, incluso ahí donde entre la teoría de Descartes y la de Spinoza existe un desacuerdo evidente y definitivo, Spinoza sigue siendo, a pesar de todo, el primer discípulo de su maestro, y un discípulo consecuente, un puro cartesiano que resuelve las contradicciones por el medio que el propio Descartes indicó. Es difícil expresar con más claridad la idea de que Spinoza, aun negando a Descartes, no deja de ser menos cartesiano.
Como la cuestión que aquí nos ocupa no es secundaria, sino el punto central de nuestra investigación, debemos esforzarnos por determinar con la mayor precisión posible el valor de la opinión de que Spinoza, en su teoría de las pasiones, es un auténtico cartesiano. A nuestro entender, negar esta opinión es nuestra principal tarea. Esta explicación no presenta demasiadas dificultades, basta simplemente con atenerse a la historia de la teoría de los afectos de Spinoza. Fischer distingue dos épocas. En la época del Tratado Breve, Spinoza depende directamente de Descartes. En la Ética, desarrolló de manera autónoma un método de argumentación relativo a los afectos, con el que reveló una originalidad absoluta. Así, lo que opone el Tratado Breve a la Ética son dos épocas, la una cartesiana y la otra original, de la historia del desarrollo de la teoría spinoziana de las pasiones. Examinemos ahora esas obras.
En el Tratado Breve, como Fischer observa con acierto, «Spinoza, al enumerar y definir las pasiones, siguió plenamente a Descartes y manifiestamente se dejó guiar por su obra. Encontramos ante todo esas seis pasiones primarias, que Descartes consideró como las formas fundamentales de las pasiones… A continuación, y casi en el mismo orden, vienen los grupos y géneros de las pasiones particulares, tales como Descartes los determinó» (ibid.). Fischer concluye que Spinoza, al desarrollar el tema de las pasiones, sigue a Descartes y se apoya en él. «Nos podría asombrar –dice– que Spinoza no mencione a su predecesor, de quien tomó tantas cosas. Sin embargo, también debemos considerar hasta qué punto Spinoza se aleja de Descartes en su manera de evaluar las pasiones. Éste no las explica, como hace su predecesor, a partir de la unidad del cuerpo y la mente, sino que las considera únicamente fenómenos psíquicos condicionados exclusivamente por nuestro modo de conocimiento. Niega la libertad de la voluntad humana, que Descartes afirmaba oponiéndola a las pasiones, por lo que, según él, las pasiones pueden y deben someterse a la libertad y ser su instrumento. Por eso la apreciación de la utilidad y el valor de las pasiones, tanto global como detalladamente, debía ser, en Spinoza, completamente distinta que en Descartes» (ibid.).
Nos parece que no se puede decir con tanta claridad como en este extracto lo que teníamos presente antes, al hablar del criterio del que se sirve Fischer cuando califica la teoría de Spinoza de cartesiana. La originalidad de Spinoza se limita a un método de argumentación de los afectos y a algunas diferencias particulares que, globalmente, confieren otro aspecto a toda la teoría de las pasiones, incluso en el Tratado Breve. Toda la discusión se reduce, precisamente, a saber qué hay que considerar como contenido principial y qué es método de argumentación. Nos parece –y en grandes líneas nuestra investigación está consagrada a demostrarlo– que las cosas son completamente distintas de lo que se dice en Fischer. Nos parece que, incluso en el caso del Tratado Breve, el hecho de que Spinoza vaya tras los pasos de Descartes cuando enumera las pasiones primarias y particulares es una cuestión de método de argumentación relativo a los afectos, antes que la sustancia principial de su teoría, mientras que el hecho de que Spinoza entre abiertamente en contradicción con Descartes cuando niega la libertad de la voluntad, cuando estudia la influencia y el destino de las pasiones, su dinámica en la vida general de la consciencia, las relaciones de las pasiones con el conocimiento y la voluntad, y, por último, cuando examina su naturaleza psicofísica, es precisamente la cuestión de la sustancia principial de la teoría de Spinoza.
Intentaremos posteriormente demostrar que aunque el Tratado Breve no comprende todavía los elementos principales de la teoría de las pasiones, tal como ésta se desarrolla en la Ética, no deja de ser, desde el punto de vista del contenido principial de la teoría, una antítesis efectiva de la teoría de Descartes. Pero, en el fondo, ello se desprende directamente de las proposiciones de Fischer, si se las compara con las proposiciones del mismo autor citadas anteriormente. Repitámoslo, para Fischer la diferencia entre el Tratado Breve y la teoría de Descartes radica principalmente en el hecho de que, a diferencia de su predecesor, Spinoza no explica las pasiones por la unión del alma y el cuerpo, sino que simplemente las considera fenómenos psíquicos condicionados exclusivamente por el modo de nuestro conocimiento.
Cualquiera que sea la explicación dada a esas proposiciones, es evidente que de entrada Fischer veía la divergencia entre Spinoza y Descartes en la manera de comprender la naturaleza psicofísica de las pasiones, es decir, en la relación del pensamiento y la extensión en el ser humano, puesto que examinamos sus afectos. El problema de la unión del alma y el cuerpo, del pensamiento y la extensión, en la naturaleza psicológica de las pasiones, constituye el punto fundamental de la divergencia entre el Tratado Breve y la doctrina de Descartes. Ahora bien, es en la solución de ese problema, como se mencionó anteriormente, donde, a nuestro entender, Fischer ve la razón de que Spinoza haya sido siempre cartesiano (manifestemos una reserva: únicamente en ese sentido). Quien resuelve la cuestión de la relación del pensamiento y la extensión en el espíritu de Descartes, ese, decía Fischer, es y sigue siendo cartesiano. Aquel que niega esta oposición, ese, no es cartesiano. Pero el propio Fischer afirmaba que, en el Tratado Breve, Spinoza estaba en desacuerdo con Descartes precisamente debido a que negaba esta solución que Descartes dio del problema psicofísico aplicado a la naturaleza de las pasiones. Por consiguiente, si se quiere ser lógico y coherente hasta el final, hay que reconocer que Spinoza, ya en su Tratado Breve y al desarrollar su teoría de los afectos, no fue cartesiano.
Es cierto que Fischer cae aquí en una interpretación de la divergencia entre Spinoza y Descartes que desnaturaliza radicalmente el sentido mismo de la solución que Spinoza da a la cuestión de la relación del alma y el cuerpo en el problema de los afectos. Volveremos a encontrar esta interpretación a lo largo de nuestra investigación. Fischer ve la diferencia entre el pensamiento de Spinoza y el de Descartes en el hecho de que Spinoza rechaza la explicación de las pasiones fuera de la unidad del alma y el cuerpo, y las considera simplemente como fenómenos psíquicos, exclusivamente condicionados por nuestro modo de conocimiento; Fischer afirma que, respecto a Descartes, Spinoza da un paso en dirección al espiritualismo, transformando la psicología de las pasiones en pura fenomenología del conocimiento.
Este tipo de interpretación del pensamiento de Spinoza se halla en numerosos investigadores no sólo a propósito del Tratado Breve, sino también a propósito de la Ética. Es precisamente en este error en el que cayó J. Petzoldt (1909), como señala V. F. Asmus. Los intérpretes idealistas de Spinoza habitualmente se contentan con constatar un paralelismo. Los numerosos representantes de la teoría del monismo psicofísico, tan popular entre los positivistas contemporáneos, no hacen otra cosa. Pero ese enfoque es insuficiente. Atenerse al paralelismo significa no comprender totalmente a Spinoza. Bajo la apariencia de la teoría del paralelismo, Spinoza desarrolla esencialmente una concepción materialista del mundo. Si Spinoza se hubiera limitado al paralelismo, no habría habido para él ningún obstáculo principial a que el conocimiento del alma y de todos los estados que la caracterizan se hiciera únicamente por medio del pensamiento, considerando el nexo de los estados mentales totalmente independiente del de los estados corporales. Entonces, Spinoza habría podido construir su psicología como una fenomenología de los nexos puros de la consciencia, incluso sin recurrir al análisis de los procesos corporales. Es difícil imaginarse algo más ajeno al espíritu del spinozismo.
Pero precisamente esta interpretación fenomenológica, ajena al espíritu del spinozismo, es la que nos da Fischer a propósito del Tratado Breve. En ese aspecto va en el mismo sentido que Petzoldt, quien sólo ve en la psicología de Spinoza el paralelismo. Como observa Asmus: «Cualquiera que para explicar a Spinoza no va más allá del paralelismo debe, obligatoriamente, suscribir la opinión de Petzoldt» (1929). Para Asmus el mérito de Petzoldt reside en que «al subrayar claramente las conclusiones de sus investigaciones, mostró el absurdo de todas las interpretaciones ideológicas del spinozismo» (ibid.).
En cualquier caso, el significado de la interpretación dada por Fischer y Petzoldt tiene también un lado positivo. La única posibilidad de una interpretación semejante de Spinoza nos obliga a prestar atención a un hecho relevante y que, hasta ahora, aún no se ha apreciado de manera conveniente: ya en el primer esbozo de la teoría spinoziana de las pasiones, en el Tratado Breve, no hay nada que provenga del Tratado de las pasiones de Descartes por lo que al contenido principial se refiere, pero hay algo absolutamente nuevo. El problema es resuelto en Spinoza desde un punto de vista totalmente distinto. Si, en Descartes, el problema de las pasiones es ante todo un problema fisiológico, así como el de la interacción del alma y el cuerpo, en Spinoza, en cambio, ese mismo problema es, desde el principio, el de la relación existente entre el pensamiento y el afecto, el concepto y la pasión. En el sentido absoluto del término, es la otra cara de la luna la que no es visible en la teoría de Descartes. Ello basta para obligarnos a reconocer que el contenido principial del primer esbozo de Spinoza y el Tratado de las pasiones de su maestro no sólo no coinciden, sino que revelan las diferencias más profundas; diferencias que sólo son posibles si se aborda el mismo problema a partir de dos extremos opuestos.
Sobre ese punto, las teorías de Descartes y de Spinoza se oponen completamente. En efecto, representan dos polos opuestos de un único y mismo problema, que, como veremos más adelante, siempre se han opuesto a lo largo de toda la historia del pensamiento psicológico. Esta polarización de las ideas científicas constituye precisamente el contenido fundamental de la lucha actual de las corrientes psicológicas en la teoría de las pasiones. Si se expresa tal situación en conceptos y términos propios del presente periodo histórico de la psicología, se puede decir que, en la divergencia entre el Tratado Breve y el Tratado de las pasiones, se perfila con toda claridad la divergencia existente entre la corriente naturalista y la antinaturalista en el estudio de los afectos, entre la psicología de las emociones explicativa y descriptiva, que representa la divergencia fundamental y principal que actualmente divide al pensamiento psicológico en dos partes irreconciliables. En esta divergencia, Descartes estaba del lado de la psicología naturalista y explicativa, Spinoza del lado de la psicología antinaturalista y descriptiva.
La explicación del sentido concreto y del significado de la tesis que avanzamos se dará en el desarrollo posterior de nuestro estudio. También se puede decir que ese será el eje central, puesto que, sin poner en evidencia la verdadera oposición existente entre las psicologías de los afectos cartesiana y spinoziana, no es posible (ni ahora ni en el futuro) comprender correctamente la relación de la teoría de Spinoza con la psiconeurología contemporánea, ni es posible una representación fiel de las próximas vías de desarrollo de la ciencia de la consciencia del hombre.
Pero a partir de ahora no se puede negar que en la situación indicada hay un elemento que a primera vista resulta paradójico en extremo. En realidad, su carácter paradójico radica en el estado objetivo de las cosas y no en la formulación de nuestros pensamientos. En efecto, hay algo paradójico en el hecho de que el nombre de Descartes esté unido a la corriente naturalista, causalista, explicativa y, debido a sus tendencias espontáneas, a lo más materialista del pensamiento psicológico, mientras que el de Spinoza permanece unido a la corriente fenomenológica, descriptiva e idealista de la psicología contemporánea. Pero así es en realidad. En cierto sentido, lo que acabamos de decir se refiere al estado objetivo de las cosas que nos corresponde constatar, y esta constatación contiene la parte de verdad presente en la interpretación que dan Fischer y Petzoldt. Buscaremos más adelante la explicación a ese carácter paradójico, pero en lo sucesivo tengamos presente que la teoría spinoziana de las pasiones no comenzó a partir de la continuación y el desarrollo de las ideas de Descartes, sino a partir del estudio del mismo problema por el extremo opuesto. El hecho es en sí mismo bastante importante, puesto que explica el origen y la evaluación general de la teoría spinoziana. Tampoco es menos destacable la cuestión de que, desde el principio, Spinoza sitúa en el centro del problema ese aspecto que, como la cara oculta de la luna, permanecía invisible para todas las teorías naturalistas de la psicología, y que, por ese motivo, y en casi todo su recorrido histórico, las más de las veces se ha estudiado desde un punto de vista idealista.
Quizá porque precisamente desde el principio se encuentra como centro de la teoría de Spinoza el problema que más radicalmente que otros ha separado en psicología a las corrientes idealistas y materialistas es por lo que esta teoría no ha conservado hasta ahora un significado únicamente histórico, sino vivo, de tal modo que, al discutirla, hay que evolucionar continuamente en la esfera de los problemas más sutiles, candentes y actuales de la psicología contemporánea; ya que el objetivo de un materialismo auténtico no es sortear los problemas planteados por el pensamiento idealista y esconder la cabeza en la arena, como hace el avestruz, declarando que éstos no existen, sino resolver esos problemas desde un punto de vista materialista. Precisamente ahí residía la tarea histórica directa de Spinoza. Una vez más se encuentra justificada de esta manera la conocida observación de que un idealismo inteligente está más cerca de un materialismo auténtico que de un materialismo estúpido.
Cualquiera que sea la solución del problema al que llegaremos posteriormente, y cualquiera que sea la explicación que demos a la paradoja mencionada antes, ya podemos sacar una conclusión sólida y aparentemente incontestable, contraria a la expuesta por Fischer. Podemos afirmar que desde la aparición de su teoría Spinoza siguió enteramente a Descartes, cuya obra sobre las pasiones le sirvió de manera exclusiva en su método de argumentación relativo a los afectos, en el dispositivo exterior de su descripción y en el orden de su clasificación. Su independencia y originalidad se revelaron desde el principio en la oposición principial de su idea a la de Descartes. Ya en el Tratado Breve, Spinoza no sólo no era un cartesiano que desarrolla y transforma el sistema del maestro y pone en evidencia sus contradicciones, sino que de entrada se afirmó anticartesiano. El aspecto anticartesiano de la doctrina spinoziana aparece aún de manera más clara en la Ética.
En la introducción a «Del origen y naturaleza de los afectos», Spinoza opone su punto de vista no sólo a aquellos que «han escrito sobre los afectos y la conducta de la vida humana y que, en su mayoría, no parecen tratar cosas naturales que siguen las leyes de la Naturaleza, sino cosas que están fuera de la Naturaleza. En verdad, se diría que conciben al hombre en la Naturaleza como un imperio en un imperio. Creen, en efecto, que más que seguir el orden de la Naturaleza el hombre lo altera, que tiene sobre sus propias acciones un poder absoluto y que su determinación proviene únicamente de sí mismo… Es verdad que no han faltado hombres eminentes para escribir sobre la conducta recta de la vida muchas cosas bellas, y dar a los mortales consejos llenos de prudencia; pero, en cuanto a determinar la naturaleza y la fuerza de los afectos y lo que por su parte puede el alma para gobernarlos, nadie, que yo sepa, lo ha hecho. A decir verdad, el muy célebre Descartes, aunque admitiera el poder absoluto del alma sobre sus acciones, intentó –me consta– explicar los afectos humanos mediante sus primeras causas y mostrar al mismo tiempo por qué vía el alma puede adquirir sobre los afectos un dominio absoluto; pero, a mi entender, lo único que mostró fue la agudeza de su gran espíritu, como lo estableceré en su momento» (Spinoza).
Así el propio Spinoza comprendía cuál era la relación entre su teoría y el sistema de Descartes. En su teoría de las pasiones, Spinoza buscó conscientemente desarrollar un punto de vista opuesto y exclusivo que probara que el famoso Tratado de Descartes no manifiesta nada más que la gran sutileza de espíritu de su autor. Sobre ese asunto, es difícil que exista todavía la sombra de una duda cuando se dice que la originalidad de la teoría de Spinoza no se nota en el método de argumentación relativo a los afectos, sino en el contenido principial.
En la introducción a «Del poder del entendimiento o de la libertad humana», Spinoza vuelve a oponer, con la mayor claridad, su pensamiento al de Descartes. Descartes, declara Spinoza, defiende absolutamente, en su teoría de la unión del alma y el cuerpo por mediación de la glándula pineal, la opinión errónea de que los afectos dependen totalmente de nuestra voluntad y que podemos gobernarlos de manera ilimitada. Spinoza dice: «Me resulta inconcebible que un filósofo, después de haberse resuelto firmemente a no deducir más que principios evidentes, y a no afirmar nada que no perciba clara y distintamente, después de haber reprochado tan a menudo a los escolásticos querer explicar las cosas obscuras mediante cualidades ocultas, admita una hipótesis más oculta que toda cualidad oculta» (ibid.). Poniendo en duda esta enseñanza de Descartes, Spinoza concluye: «Por último, dejo de lado todo lo que Descartes afirma sobre la voluntad y su libertad, puesto que he mostrado, suficiente y abundantemente, la falsedad de ello» (ibid.).
Como se ve, Spinoza opone aquí su punto de vista al de Descartes, precisamente en el punto que Fischer propone como criterio que permite juzgar si Spinoza fue y siguió siendo cartesiano: se trata de la teoría de la naturaleza psicofísica del afecto. Aquí observamos un hecho que se repite con frecuencia en la historia de la psicología y que H. Höffding examina a propósito del análisis de los sentimientos realizado por J. W. Nahlovsky (J. Nahlovsky, 1862), psicólogo de la escuela herbartiana. «Vemos aquí –dice el autor– cómo la teoría espiritualista de la relación entre el cuerpo y el alma puede intervenir en una cuestión particular de la psicología» (H. Höffding, 1904). Esas palabras son del todo aplicables al debate que estudiamos actualmente entre Spinoza y Descartes, y que aparece como el prototipo de todos esos debates de la psicología de las emociones en los que la teoría espiritualista de la relación entre el cuerpo y el alma interviene en la solución de un problema particular de la psicología.
Creemos que se han dicho cosas suficientes como para elucidar la primera cuestión que nos interesa, relativa al cartesianismo ficticio de Spinoza. Hemos encontrado la verdadera relación entre esas dos teorías al revelar su oposición interna. A semejanza de Hegel, que más tarde desarrolló los fundamentos metafísicos y racionalistas de la filosofía spinoziana, proporcionando la única refutación válida del spinozismo, es decir, transformando la sustancia spinoziana en idea absoluta, en espíritu absoluto, y oponiendo así una antítesis a la tesis spinoziana, Spinoza, en su momento, opuso una antítesis a la doctrina de Descartes, pero se trata de una antítesis materialista. Detrás de esa relación –que hemos puesto en evidencia– entre esas dos teorías filosóficas, se perfila una lucha milenaria entre dos corrientes fundamentales del pensamiento filosófico –el idealismo y el materialismo–, lucha que en esta ocasión encontró su más completa y concreta expresión en la solución de lo que parecería ser una cuestión psicológica particular y que, no obstante, tiene un significado principial de lo más relevante.
A pesar de la inexplicabilidad de un cierto número de elementos esenciales de la génesis de la teoría spinoziana de las pasiones, a pesar de las serias contradicciones internas de dicha doctrina, en lo esencial, ésta no se nos presenta como una tesis totalmente contraria a la teoría cartesiana de las pasiones. Ello debe servir de punto de partida y de punto final –de alfa y de omega– a nuestra investigación. Ambas teorías se oponen como sólo pueden oponerse la verdad y el error, la luz y la oscuridad, cosa que queda por demostrar. Es cierto que la impresión puede ser otra, en vista de que ambos pensadores estudian el mismo problema, con, al parecer, el mismo objetivo: resolver la cuestión de la libertad humana. Pero, como hemos visto, el propio Spinoza pone en duda principalmente la tesis cartesiana de la libertad de la voluntad. En una de sus cartas, dice: «ya ves que no considero la libertad como un acto de decisión libre, sino como una libre necesidad». Y, en efecto, basta con poner en evidencia el concepto de libertad en Descartes y en Spinoza para ver que se trata de conceptos completamente distintos y –para hablar como Spinoza– que sólo se parecerían en el nombre, como se parecen entre sí el Perro, constelación, y el perro, animal que ladra.
Ello no impide que esta oposición todavía sea mal interpretada por numerosos historiadores de la psicología, en particular por los que analizan la teoría de James y de Lange. Basándose en la opinión de que, conforme a la gnoseología de Spinoza, está expuesta al error y nunca ha encontrado su lugar allí donde habíamos adquirido una convicción, sino en el lugar de las suposiciones y las opiniones, esos historiadores citan a menudo uno al lado del otro los nombres de Descartes y de Spinoza como los de los verdaderos padres fundadores de la teoría organicista de los afectos. Como todos los que utilizan este primer tipo de conocimiento, por otro lado inadecuado, saben de un objeto –según la expresión de Spinoza– tanto como los ciegos saben de las flores.
Pero la confrontación entre esos dos grandes nombres adquiere sentido precisamente cuando se trata del destino histórico del actual conocimiento científico de los afectos, si bien ese sentido no es el que habitualmente se le atribuye a dicha confrontación. Como se ha mostrado más arriba, lo que menos podría ser Spinoza, al igual que Descartes, es el fundador del punto de vista científico sobre la naturaleza de las emociones humanas, imperante durante el último medio siglo. Este punto de vista puede considerarse tanto cartesiano como spinoziano. Por las propias circunstancias, no puede ser ambos a la vez. Y si, en este capítulo, hemos expuesto la tesis que nos toca demostrar, de que la teoría James-Lange no tiene ninguna relación con la teoría de las pasiones de Spinoza, sino con las ideas de Descartes y de Malebranche, defendemos, por eso mismo, la idea de que esta teoría es antispinoziana. Pero sería completamente inútil y carecería de todo sentido prestar, como hemos hecho, tanta atención a esta teoría en esta interrogación sobre la suerte de las tesis spinozianas en el plano del conocimiento científico contemporáneo si, en consecuencia, pudiéramos limitarnos a constatar que dicha teoría no tiene nada en común con la teoría considerada.
Precisamente porque la teoría James-Lange puede considerarse la viva encarnación de la doctrina cartesiana, el estudio de su veracidad y de su destino histórico no puede dejar de colocarse a la cabeza de una investigación sobre la teoría spinoziana de las pasiones. Como hemos visto, la lucha contra la idea cartesiana se sitúa al principio y a mitad del desarrollo de esta teoría. Lo que se ha producido en la psicología de las emociones durante este último medio siglo, y cuyo examen hemos intentado en los capítulos precedentes, no representa otra cosa más que el proceso histórico de esta lucha, cuyo prototipo encontramos en la oposición entre las dos teorías –la cartesiana y la spinoziana. Sin la elucidación de esta oposición, no podría comprenderse correctamente la teoría de Spinoza; de la misma manera que, sin la explicación del destino de las ideas antispinozianas en la psicología de los afectos, no podría definirse correctamente el significado histórico del pensamiento spinoziano para el presente y el futuro de toda la psicología.
Así como Spinoza no creía haber descubierto la mejor filosofía, pero sabía que había concebido la verdad, asimismo, en esta lucha entre las teorías psicológicas contemporáneas, nos esforzamos por encontrar no la que más responde a nuestros gustos, la que más nos satisface y que, por ello, nos parece la mejor, sino la que se adecua mejor a su objeto y, por lo tanto, debe ser reconocida como la más verídica, puesto que tanto el objetivo de la ciencia como el de la filosofía es la verdad. La verdad, efectivamente, da prueba de sí misma y del error. Al elucidar los errores históricos del pensamiento psicológico abrimos la vía que lleva al conocimiento de la verdad sobre la naturaleza psicológica de las pasiones humanas.