Viernes 24 de septiembre. Estoy en la biblioteca de la Universidad Torcuato Di Tella, en Belgrano. La bibliotecaria, muy seria, me está mostrando un ejemplar del Quijote del siglo XIX que entró con una donación reciente. Para manipular el libro usamos guantes de látex. Entonces me suena el teléfono. Es Guido Indij que alcanza a saludar y a decir su nombre. La conexión se corta. La donación está siendo catalogada en un depósito que funciona en un subsuelo. Salgo, subo la escalera y enseguida recibo otro llamado.
—Va a haber una muestra en Córdoba capital. Inaugura en octubre. Quiero que viajes y escribas algo para el catálogo —me dice Indij.
Fijamos una reunión y vuelvo. Pero la bibliotecaria ya devolvió el Quijote a su estante cuando entro al depósito. Ahora revisa el primer tomo de unas obras completas de Larra. Me impresionan las nervaduras en el lomo de la encuadernación decimonónica.
Sábado 25 de septiembre. Indij me manda folletos por mail. Están bien diseñados. Los miro por arriba. La muestra se llama ¡Afuera! y gira alrededor de intervenciones en espacio públicos. Hay artistas de varios países.
Martes 28 de septiembre. Reunión con Indij y Esteban Rico en la librería del Pasaje Rivarola. Llueve mucho. Indij llega tarde y pide disculpas mientras agita el paraguas mojado. Dice que se quedó dormido. No es grave y resulta comprensible. Hablamos del libro de la muestra. Va a incluir las conferencias programadas, biografías de los artistas, fotos… ¿Qué se espera de mí? Una crónica, me dicen. ¿Y tengo que cuidarme de cometer alguna ironía, yo que no aspiro a ser, en un primer acercamiento, otra cosa que un ironista? Claro que el irónico es un creyente resignado. Hablamos de fechas para el viaje.
—Una semana —digo.
A Indij le parece mucho. Me resta dos días. Del miércoles 6 al lunes 11. Después hablamos de dinero. Nos ponemos de acuerdo. No es mucho pero me sirve. Nos sirve a todos, parece. Luego se discute el formato del libro. Esteban Rico participa con criterio docente. Hay un acuerdo bastante tácito de que lo mío va a ser “impresionista”. El presupuesto es acotado y eso influye en la cantidad de páginas del libro así que mi participación –queda en evidencia– va a depender un poco –o bastante– del diseño. Voy entendiendo mejor qué se espera de mí. Pero todavía no logro apreciar si voy a poder “criticar”. Trato de imaginarme el fino nervio del pensamiento crítico, inmóvil. Porque finalmente eso es lo que soy, un crítico. No uno triste, ni el peor, ni uno de primera línea –tengo la coartada de la juventud, todavía–, pero si repartieran en Córdoba caretas con la profesión a mi me tocaría esa, la máscara del crítico. (Si esa máscara tiene los rasgos de un bufón serio, me consuela pensar que la del “periodista cultural” es mucho peor.) De repente me pongo nervioso. Son muchas obras, intervenciones, performance. No es posible que me guste todo, que encuentre todo interesante. Me recuesto en la idea de que voy a poder solapar, girar la mirada, apartarla. ¿Alcanzará con eso?
Jueves 30 de septiembre. Me gusta Córdoba. ¿Por qué? No lo sé. Su relación de segundidad y distancia con Buenos Aires permite fluctuaciones muy raras en las cabezas de los cordobeses y en el entramado de su campo intelectual. ¿Alcanza eso para justificar mi entusiasmo? Por otra parte, el encargo de escribir sobre ¡Afuera! me predispone bien. Estoy contento de no viajar al Paraguay para hacer una crónica sobre enanos travestis equilibristas narcotraficantes. Me gusta escribir sobre arte. No quiero menospreciar a los enanos, pero el arte es mucho más complejo.
Lunes 4 de octubre. De la organización me mandan el programa de la apertura de la muestra. Finalmente vuelo el 12 de octubre. Mientras hojeo el programa, pienso en el nombre de la muestra. El sentido de la palabra es claro, pero ¿y los signos de exclamación? En mi escritura, los evito. ¿Por qué? Me da la sensación de que en vez de sumar énfasis, lo restan. Acá es diferente. Me despierta curiosidad. ¿Quién eligió este nombre? ¿Los artistas o los curadores? Si es de los artistas, suena a pedido: “Queremos ir afuera, queremos salir” dicen, de una forma melodramática y breve. Si es de los curadores, se trata de una orden: “Vayan a hacer sus cosas afuera”. Visiblemente no es lo mismo.
Miércoles 6 de octubre. Llego al aeroparque después del mediodía. El cielo está nublado y húmedo. El Río de la Plata me resulta pálido. Embarco. El avión va lleno. Pero el viaje es tranquilo y sobre todo breve. Apenas una hora de vuelo. En el aeropuerto de Córdoba me espera un hombre con un cartel. Lo saludo, salimos y encontramos un atasco de autos en la puerta. “Estuvo cayendo granizo en Alta Gracia y los taxistas están preocupados” me avisa. Sin embargo, decide arriesgarse. Ya en camino, atiendo el llamado de Teresa que me espera en el Centro Cultural de España Córdoba, al que todos le dicen “España Córdoba” o “el España Córdoba”. Sobre el parabrisas del auto caen algunas gotas. Llegamos. Me hospedo en El Dorá, un hotel que alguna vez fue nuevo, supongo que a fines de la década del 70. No es incómodo. Su ubicación resulta inmejorable. Dejo mi valija, prendo y apago la televisión, me lavo la cara. Cuando bajo al CCEC que está a veinte metros sobre la misma cuadra, encuentro a Teresa en su oficina. Está hablando por teléfono. Me indica que pase. Cuando corta, resulta ser una simpática española de Alicante y con mucho entusiasmo trata de resumirme un mes de actividades en cinco minutos de charla informal. Después me pasa un programa detallado. Tardamos cinco minutos en llegar a El Panal. La caminata es agradable por el centro. Me reencuentro con el clima seco de Córdoba. En el hall central de El Panal nos recibe Santiago Pérez, el arquitecto encargado de la recuperación del edificio. Teresa me presenta como “cronista”. El Panal es una vieja dependencia pública. Tiene más de cien años y grandes salones, escaleras de mármol, pasillos amplios, puertas y techos altísimos llenos de molduras. “En algunas salas encontramos medio metro de caca de paloma, se trabajó con mascarilla por el olor” me cuenta Pérez. Usa barba y lentes. Sonríe. Podría ser un cirujano amable o un guerrillero resignado en La Habana. Las palomas son tema de conversación recurrente, quizás la anécdota central del edificio y su reapertura. Es una historia escatológica, real y tiene un innegable valor adicional: aclara que no se trata solamente de vencer la burocracia provincial a nivel de formularios y reuniones, sino que para combatir la degradación y la entropía del Estado también hay que aguantar la agresión física de sus deyecciones.
Las salas ya están destinadas, se ven obras acá y allá. Hay basura, mucho polvo, gente trabajando con herramientas y montando luces. A metros de donde estamos un operario habla por teléfono. En la puerta, ajeno al movimiento, un guardia de seguridad mira un televisor diminuto. La pantalla parece gris. Barrida al medio del salón, hay una paloma muerta sobre una pequeña montaña de tierra y basura.
Teresa me lleva a recorrer el edificio y me presenta a Fernando Sánchez Castillo que está montando su obra. Es un madrileño bastante desgarbado. Me cuenta que vivió en París. Baja la cabeza para hablar y mira de costado. Quizás haya algo de desconfianza en su trato. Al mismo tiempo, está pendiente de lo que ocurre con su obra, y siento que lo molesto. Cuando le digo que mi museo preferido de Madrid es el Museo de Cera de Paseo Colón, la conversación cambia y se anima. Hablamos de la figura de Franco, que está sentada, en la línea de sucesión de autoridades máximas, después de Arana, desde luego, y antes del Rey Juan Carlos. Me cuenta que hace poco estuvo en el Museo de Cera con un proyecto en el que ciegos españoles tocaban estatuas de Franco. “Los ciegos no saben cómo fue Franco, me refiero a su aspecto físico” aclara. La obra de Sánchez Castillo retoma las formas del homenaje artístico estatal. A Córdoba trajo un video, del que no sé nada –y él no me quiere contar–, y también una de las piezas más importantes de la muestra, un monumento ecuestre de Hugo Chávez. Le pregunto si ya es posible verlo y me responde que todavía no se montó. Teresa, que me ve entretenido, me dice que tiene que volver al CCEC pero insiste en que me quede. Sánchez Castillo vuelve a su trabajo con el proyector de su video y yo subo al primer piso.
En el espacio de circulación donde desemboca la escalera, Patricio Larrambebere cuelga reproducciones de fotos viejas de viajeros y turistas en estaciones de tren. Se ve el nombre de la estación, el cartel típico de la década del cincuenta, y abajo una familia, una pareja o un grupo de personas posando. En el centro hay una gigantografía con la imagen de un cartel que dice “Quisquizacate”. Larrambebere me cuenta que la gente va a poder sacarse una foto con ese fondo como si estuviera en Quisquizacate. Me acerco a una de las ampliaciones. Dos mujeres posan abajo de unas letras blancas donde se lee “Capilla del monte”. Ambas usan anteojos oscuros. Los anteojos son aparatosos y desentonan con su vestuario. En las manos llevan bastones finos y blancos. Cuando comprendo que son ciegas le pregunto al artista de dónde sacó esas fotos. “Las fui encontrando” me dice.