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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 185 - febrero 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-142-5

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Un amor predestinado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Bajo la luz del norte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Irresistible pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Su reina del desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MIENTRAS estaba atrapado en un atasco, Zach había recibido por fin el mensaje que había estado esperando. Por suerte conocía bien las callejuelas de Atenas, porque en su juventud había tenido que aprender a sobrevivir en ellas valiéndose de su ingenio. Una opción preferible mil veces a vivir con su abuela, resentida por tener que cargar con un nieto bastardo, y con su tío borracho, que lo maltrataba.

Aunque era probable que le cayese alguna multa por conducir demasiado deprisa, le llevó menos de media hora llegar al hospital. Entró por el pabellón de urgencias y una de las recepcionistas le dijo que avisaría al médico y le pidió que esperara. Alekis había estado tres días en un coma inducido después de que hubieran logrado resucitarlo tras un paro cardíaco.

El día anterior, como era lo más parecido a un amigo o familiar que tenía el anciano, había estado presente cuando le habían retirado los medicamentos que lo mantenían en coma. Y, a pesar de las advertencias del médico de que cabía la posibilidad de que no llegara a despertar, él no había perdido la fe en que sí lo haría.

Cuando apareció el médico, se saludaron con un apretón de manos y Zach apretó la mandíbula y esperó expectante a escuchar lo que tuviera que decirle.

–El señor Azaria ha despertado y le hemos retirado la respiración asistida –comenzó el hombre con cautela.

Impaciente por esa información con cuentagotas, Zach, que se temía lo peor, lo cortó y le espetó:

–Mire, hábleme sin rodeos.

–Está bien. No parece que haya problema con sus capacidades cognitivas y su comportamiento es normal.

Zach respiró aliviado. Una incapacidad intelectual habría sido la peor pesadilla de Alekis, y también la suya.

–Normal, suponiendo que antes de ingresar ya fuera bastante… mandón y quisquilloso –añadió el médico con sorna.

Una sonrisa asomó a los labios de Zach, relajando sus apuestas facciones.

Sí, bueno, está acostumbrado a ser el que da las órdenes. ¿Puedo verlo?

El cardiólogo asintió.

–Está estable, pero confío en que comprenda que es pronto para decir que está fuera de peligro –le advirtió.

–Lo entiendo.

–Bien. Venga por aquí.

Habían trasladado a Alekis de la unidad de cuidados intensivos a una habitación individual. Zach lo encontró incorporado, apoyado en un par de almohadones. Aunque tenía mala cara, su voz sonaba fuerte y clara. Zach se quedó un momento en el umbral de la puerta, con una sonrisa divertida en los labios ante la escena que se estaba desarrollando ante él.

–¿Es que no sabe lo que son los derechos humanos? ¡Haré que la despidan! –le estaba gritando el anciano a la enfermera–. ¡Quiero mi maldito teléfono!

La mujer parecía muy calmada, a pesar de las exigencias y amenazas de Alekis.

–No estoy autorizada para hacer eso, señor Azaria.

–Pues haga que venga alguien autorizado para tomar esas decisiones o… –al ver a Zach, Alekis no terminó la frase y lo instó diciendo–: ¡Gracias a Dios! Anda, déjame tu móvil. Y una copa de brandy tampoco me vendría mal.

–Me temo que lo he extraviado –mintió Zach.

El anciano resopló.

–¡Esto es una conspiración contra mí! –gruñó–. Bueno, pues siéntate. No te quedes ahí plantado, o me entrará tortícolis de levantar la cabeza para mirarte.

Mientras la enfermera salía, Zach tomó asiento en el sillón situado junto a la cama y estiró las piernas frente a sí, cruzando un tobillo sobre el otro.

–Te veo…

–No vayas a decir que me ves bien; estoy con un pie aquí y otro en la tumba –lo cortó Alekis con impaciencia–. Pero todavía no voy a palmarla. Tengo cosas por hacer y tú también. Me imagino que sí que tendrás tu móvil, ¿no?

El alivio que sintió Zach al ver que seguía siendo el de siempre se esfumó al observar cómo temblaba la frágil mano tendida hacia él. Se sacó el móvil del bolsillo y disimuló como pudo su preocupación mientras buscaba en la carpeta de imágenes las instantáneas que había tomado unos días antes para el anciano.

–Dime, ¿cuánto crees que tardará en saberse que estoy aquí y empiecen a rodearme los tiburones? –le preguntó Alekis con sarcasmo.

Zach levantó la vista de la pantalla.

–¿Quién sabe?

–Ya. O sea que tendremos que centrarnos en el control de daños.

Zach asintió.

–Por lo menos, si te da otro infarto estás en el lugar adecuado –contestó con sorna–. Bueno, y ahora espero que me digas por qué me mandaste a un cementerio de Londres a acosar a una desconocida.

–A acosarla no, a que le hicieras una foto.

Aquella corrección hizo a Zach esbozar una media sonrisa.

–Claro, hay una gran diferencia. Por cierto, siento curiosidad: ¿se te pasó por la cabeza que podría haberte dicho que no?

El día que Alekis lo había llamado para pedirle aquel favor tan poco común, él estaba en Londres para dar una charla en un prestigioso congreso financiero internacional.

¡¿Que quieres que vaya dónde y que haga qué?! –le había espetado, sin dar crédito a sus oídos.

–Ya me has oído –le había respondido Alekis–. Tú dale la dirección de la iglesia a tu chófer. El cementerio está enfrente. Sobre las cuatro y media llegará una mujer joven. Solo quiero que le hagas una foto.

Antes de tenderle el móvil al anciano, Zach le aconsejó:

–Intenta que esta vez no te dé otro infarto.

–No me dio un infarto porque estuviera esperando a que me mandaras esa foto, sino por setenta y cinco años de excesos, según los médicos, que dicen que ya debería estar bajo tierra desde hace unos cuantos. También dicen que si, quiero durar aunque sea otra semana, debería privarme de todo lo que le da sentido a la vida.

–Estoy seguro de que te lo dijeron con mucho más tacto.

–No necesito que me traten como a un niño –protestó Alekis.

Zach le dio el móvil y el anciano se quedó mirando la pantalla.

Es preciosa, ¿verdad? –murmuró.

A Zach no le pareció que hiciera falta que respondiera a eso. La belleza de la joven a la que había fotografiado era innegable. De hecho, lo preocupaba la fascinación, que rozaba la obsesión, que había despertado en él. No podía dejar de pensar en aquel rostro. Pero se había dado cuenta de que no era ese rostro, ni aquellos ojos ambarinos lo que lo fascinaban, sino el desconocer su identidad, el misterio que envolvía todo aquel asunto.

–Siempre estoy dispuesto a echarle una mano a un amigo cuando lo necesite –le dijo a Alekis–. Pero supongo que para haberme pedido ese favor será porque has perdido toda tu fortuna y no podías contratar a un investigador privado que se ocupara de esto –apuntó con sorna–. Por cierto, ¿cómo sabías que iría allí a las cuatro y media?

Alekis alzó la vista y lo miró como si le irritara una pregunta tan obvia.

–Porque hice que la siguieran durante dos semanas –contestó–. Y tenía mis razones para no querer encargarle esto a otra persona. De hecho, el tipo al que había contratado resultó ser un idiota.

¿El que hiciste que la siguiera?

–Sí, era un inepto. Hizo unas cuantas fotografías, la mayoría con ella de espaldas o de farolas de la calle. ¿Y crees que se le ocurrió hacérselas con disimulo o desde un escondite? No. Ella se dio cuenta y lo amenazó con denunciarlo por acoso. Y hasta le hizo una foto con el móvil y le golpeó con una bolsa que llevaba –masculló Alekis–. ¿Te vio a ti?

–No. De hecho, estoy pensando en dedicarme a esto del espionaje. Aunque no tenía ni idea de que se trataba de una misión de riesgo. Y dime, ¿quién es esa damisela tan peligrosa?

–Mi nieta.

Zach dio un respingo y lo miró de hito en hito. ¡Eso sí que no se lo había esperado!

–Su madre también era preciosa… –murmuró el anciano, ajeno a su reacción, levantando el móvil con su mano temblorosa para ver la foto mejor–. Yo diría que sus labios son como los de Mia –alzó la vista hacia Zach–. ¿Sabías que tuve una hija?

Zach asintió en silencio. Había leído en los periódicos historias sobre «la hija rebelde de Alekis Azaria». Se decía que se había juntado con malas compañías, y que había caído en las drogas, pero no se la había vuelto a ver desde que se había casado contra la voluntad de su padre, y se rumoreaba que la había desheredado.

Era la primera vez que Alekis mencionaba que había tenido una hija y que tenía una nieta. De hecho, era la primera vez que le oía hablar de alguien de su familia, de la que no sabía nada, a excepción de que había estado casado, por el retrato de su esposa, fallecida hacía años, que tenía colgado en su mansión.

–Se casó con un perdedor, un tipo llamado Parvati. Creo que se echó en sus brazos para molestarme –murmuró Alekis–. Le advertí que era un inútil y un vago, pero ¿crees que me escuchó? No. Y cuando se quedó embarazada la dejó tirada. Habría bastado con que me pidiera… –sacudió la cabeza, visiblemente cansado tras ese arrebato emocional–. Siempre fue una cabezota…

–Vamos, que de tal palo, tal astilla –observó Zach.

El anciano lo miró con el ceño fruncido, pero el enfurruñamiento se disipó y dio paso a una pequeña sonrisa de orgullo.

–Sí, Mia era todo un carácter –murmuró.

Hasta entonces, Zach había creído que Alekis no tenía familia, igual que él, y era una de las cosas que lo habían unido a él. Pero ahora resultaba que sí la tenía, y daba por hecho que querría conocer a su nieta y que formara parte de su vida. Si le hubiera pedido su opinión, él le habría dicho que no era buena idea, pero Alekis no le había pedido su opinión, ni lo habría escuchado. Claro que, si a él le hubiesen dicho que volver a conectar con su pasado solo le dejaría recuerdos amargos que no lo reconfortarían ni le aportarían respuestas, él tampoco habría escuchado.

Supongo que podría haber sido yo quien diera el primer paso –añadió Alekis–. Estuve esperando a que lo diera Mia, pero ella nunca…

Se pasó el dorso de la mano por los ojos y, cuando la dejó caer, Zach hizo como que no se había dado cuenta de que tenía húmedas las mejillas. Lo cierto era que le incomodaba ver presa de las emociones, y tan vulnerable, a aquel hombre al que siempre había considerado reservado y nada sentimental. Quizá el verse al borde de la muerte tenía ese efecto en las personas.

–Me imagino que todo el mundo tiene algo de lo que se arrepiente –murmuró.

–¿Hay algo de lo que tú te arrepientas? –inquirió Alekis.

Zach enarcó las cejas y sopesó la pregunta.

–Todos cometemos errores –respondió. Estaba acordándose de su abuela, con la mirada vacía, fija en la ventana, la última vez que la había visitado en el asilo–. Pero yo no cometo el mismo error dos veces.

Solo un idiota, o alguien que estaba enamorado, tropezaba dos veces en la misma piedra. Y en su opinión enamorarse lo volvía a uno idiota. No podía imaginarse permitiendo que su corazón, o cuando menos sus hormonas, mandasen en su cerebro. Y no era que llevase una vida de celibato; el sexo era necesario y bueno para la salud, pero jamás dejaba que en sus relaciones se mezclase con los sentimientos. Aunque aquello le había acarreado una reputación de «insensible», podía vivir con ello. En cambio… ¿vivir el resto de su vida con la misma mujer? ¡Ni hablar!

Pues yo sí me arrepiento de algunas cosas, pero ese arrepentimiento no sirve para nada –dijo Alekis en un tono más firme–. Lo que quiero es enmendar mis errores. Y por eso pienso legarle todo a mi nieta. Perdona si pensabas que iba a dejarte a ti mi fortuna.

–No necesito tu dinero.

–Tú y tu condenado orgullo… –murmuró Alekis–. Si me hubieras dejado ayudarte, habrías llegado antes a la cima. O cuando menos sin tener que esforzarte tanto.

–Eso le habría quitado toda la gracia. Además, sí que me ayudaste; me diste una educación y buenos consejos –replicó Zach.

Estaba hablando en un tono desenfadado, pero era consciente de lo mucho que le debía a Alekis, y el viejo magnate naviero también.

–Y eso desde luego no tiene precio, ¿no? –apuntó el anciano.

Zach esbozó una sonrisa.

–Me alegra verte bien, pero ese chantaje emocional es innecesario –le dijo–. ¿Qué es lo que quieres que haga?

–Que me la traigas. ¿Lo harás?

Zach enarcó las cejas.

–Cuando dices que te la «traiga»… me imagino que no estamos hablando de un secuestro.

–Confío en que no haga falta llegar a eso.

–No me estaba ofreciendo a hacerlo –respondió Zach con sorna–. Bueno, ¿y cómo se llama?

Katina –dijo Alekis–. Solo es griega de nombre. Nació en Inglaterra. Su historia es… –bajó la vista, como avergonzado–. Lleva sola mucho tiempo. Y creo que aún piensa que no tiene a nadie en el mundo. Tengo intención de compensarla por lo mal que lo ha pasado, pero me preocupa un poco que sea un shock demasiado fuerte para…

–Seguro que lo llevará bien –lo tranquilizó Zach, reprimiendo la respuesta cínica que había saltado a su mente.

Cualquiera que descubriera que iba a convertirse de la noche a la mañana en una persona inmensamente rica, se repondría bastante rápido.

–Quiero decir que para ella será un cambio muy grande. Está a punto de convertirse en mi heredera, y en el objetivo de las malas lenguas y los cazafortunas. Habrá que protegerla…

–Por lo que me has contado, parece que es bastante capaz de protegerse sola –apuntó Zach con sorna.

Bueno, sí, es evidente que tiene agallas, pero hay que enseñarle cómo funcionan las cosas en nuestro mundo –continuó el anciano–. Y yo estoy aquí atrapado, así que…

Zach, que estaba preocupándose por el rumbo que estaban tomando sus palabras, se apresuró a interrumpirlo.

–Me encantaría ayudar, pero es que me suena a que eso requeriría una buena parte de mi tiempo.

Su mentor exhaló un profundo suspiro, que hizo que Zach apretara los dientes, y esbozó una sonrisa que era la combinación perfecta de comprensión y tristeza.

–Es verdad. Y tienes todo el derecho a negarte –murmuró con otro suspiro–. No me debes nada. No quiero que te vayas de aquí pensando que te he llamado para cobrarme un favor ni nada de eso. Ya me las arreglaré cuando me den el alta…

Le estaba haciendo un chantaje emocional, pero sabía que no podía seguir negándose. No después de lo que había hecho por él. La primera lección que uno aprendía cuando vivía en la calle era a pensar antes que nada en sí mismo. La segunda, a no meterse en problemas. Sin embargo, Zach detestaba a los matones, y el día que había visto a unos pandilleros rodear a un viejo tonto que se negaba a darles la cartera, se había puesto tan furioso que se había lanzado contra ellos sin pensarlo. Le había salvado la vida a Alekis, pero este le había dado a él una nueva vida a partir de ese día, sacándolo de las calles, y nunca le había pedido nada a cambio.

Miró al anciano con expresión resignada, y el rostro de este se iluminó de satisfacción cuando le respondió:

–Está bien, te ayudaré.

–¿Seguro que no te importa?

–No tientes a la suerte –gruñó Zach, entre exasperado y divertido por lo hábilmente que lo había manipulado.

–Cuando esto salga a la luz será esencial controlar el flujo de información –lo instruyó Alekis–. Sé que puedo confiar en ti para que te ocupes de eso. Los medios de comunicación se abalanzarán sobre ella como buitres. Debemos estar preparados. Y ella debe estar preparada –añadió–. ¿Será posible? ¡Déjeme en paz y váyase!

Esas increpaciones iban dirigidas a la enfermera que acababa de volver a entrar. La mujer, sin embargo, no se dejaba amilanar.

–Lo dejo en sus manos –le dijo Zach levantándose–. Buena suerte –y volviéndose hacia Alekis, le dijo a él–: Mándame un e-mail con los detalles que sean necesarios; yo me encargaré del resto. Y entretanto, descansa un poco.

 

 

Kat se levantó de la silla, dio vueltas por su pequeño despacho, haciendo un baile de la victoria, y volvió a leer la carta, nerviosa, por si la hubiera malinterpretado, lo cual sería espantoso. La tensión que se había acumulado en sus hombros se disipó cuando llegó al final. No, la había leído bien. Sin embargo, frunció el ceño al caer en la cuenta de que, aunque la citaban para una entrevista al día siguiente en las oficinas del bufete, no decía con quién se iba a entrevistar.

Bueno, pensó encogiéndose de hombros, probablemente sería un representante de una de las personas o empresas a quienes había pedido su apoyo. Sus compañeros menos optimistas pensaban que era perder el tiempo, pero ella esperaba poder conseguir algunas donaciones que impidieran que tuvieran que cerrar cuando les retiraran la subvención del Ayuntamiento el mes próximo.

Llamaron a la puerta, y cuando se entreabrió asomó la cabeza su compañera Sue, unos años mayor que ella.

–¡Ay, madre! –exclamó entrando y cerrando la puerta tras de sí–. Me conozco esa cara.

–¿Qué cara? –inquirió Kat.

–Esa cara tuya que dice que estás preparándote para lanzarte al campo de batalla –le explicó Sue–. Me encanta… a todos nos encanta lo luchadora que eres, Kat, pero hay veces que… –suspiró y se encogió de hombros–. Tienes que ser realista, cariño –le dijo con sinceridad–. Es una causa perdida. Mira, el lunes tengo una entrevista de trabajo. Solo quería avisarte de que necesitaré tomarme la mañana libre.

A Kat se le cayó el alma a los pies y fue incapaz de disimular su sorpresa.

–¿Estás buscando otro empleo?

Si Sue, que era tan optimista como trabajadora, se había dado por vencida… «¿Es que soy la única que no se ha rendido?».

–Desde luego. Y te sugiero que hagas lo mismo. Siempre hay facturas que pagar y en mi caso también bocas que alimentar. A mí también me importa este proyecto y lo sabes.

Kat se sintió avergonzada; no quería que Sue pensara que estaba juzgándola.

–Por supuesto.

¿Cómo podría echarle en cara a Sue, madre soltera de cinco hijos, que estuviera intentando buscarse otro trabajo? Quería darle la buena noticia, pero decidió moderar su entusiasmo. No quería hacer que los demás se hicieran ilusiones si luego no conseguía nada.

–Sé que piensas que estoy loca, pero de verdad creo que hay una posibilidad real de que ahí fuera haya otras personas a quienes les importa lo que hacemos aquí.

Sue sonrió.

–Lo sé. Y espero que la vida nunca destruya ese optimismo tuyo.

–Bueno, hasta ahora no lo ha conseguido –contestó Kat–. Y por lo del lunes tranquila, no pasa nada. Puedes tomarte la mañana libre. Ah, y buena suerte.

Esperó a que Sue se hubiera marchado antes de volver a sentarse tras su escritorio –una mesa coja de una pata, en realidad– y seguir con su trabajo, aunque durante el resto de la jornada le costó concentrarse.

Al volver a casa todavía no sabía muy bien qué se pondría para la entrevista del día siguiente, aunque tampoco tenía demasiadas opciones. No era que no le gustase ir a la moda y comprarse ropa, pero su presupuesto era limitado. Además, en los últimos años había sucumbido más de una vez a comprar varias prendas sofisticadas de las que se había encaprichado pero que en realidad no necesitaba, y las había tenido meses muertas de risa en el armario hasta que se había decidido a donarlas a una tienda de segunda mano.

Por eso ahora en su armario tenía solo lo justo, cosas prácticas: vaqueros, camisetas, blusas… Bueno, había un vestido azul marino de seda que tal vez… Abrió el armario y acarició la tela, antes de asentir para sí. Era el vestido perfecto para impresionar, de corte clásico pero tan elegante que parecía un vestido de firma. Le costó un poco más encontrar unos zapatos de tacón, que había relegado al fondo del armario, pero cuando los hubo sacado sintió que estaba preparada. Ahora solo le faltaba pensar en un plan de ataque. Si quería convencer a la persona con quien iba a entrevistarse de que hiciese una donación para su causa, tenía que tener a punto todos los números y detalles, y plantar una sonrisa ganadora en su rostro. Lo único que faltaría sería que la persona que iba a recibirla fuese alguien con corazón.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CUANDO Zach llegó, estaban esperándolo. En cuanto pasó al vestíbulo del bufete Asquith, Lowe & Urquhart, apareció un «comité de bienvenida». El anciano socio principal –el último descendiente de los Asquith– acompañado de tres subordinados de cierta edad, lo condujo a la sala de reuniones vacía. No se había esperado menos, teniendo en cuenta la cantidad de casos que Alekis proporcionaba al bufete.

–¿Cómo está el señor Azaria? –le dijo el viejo señor Asquith–. Han circulado rumores de que…

–Siempre hay rumores –lo interrumpió Zach, encogiéndose de hombros.

El anciano asintió y, dando por concluidas las formalidades, añadió:

–Bien, póngase cómodo. Yo mismo haré pasar a la señorita Parvati cuando llegue. ¿Quiere que pida que le traigan café?

Zach se desabrochó el botón de la chaqueta, se pasó una mano por la corbata y vio que en el extremo más alejado de la larga mesa había una bandeja con botellines de agua y un par de vasos.

–No, gracias. Con el agua está bien.

El señor Asquith asintió de nuevo con la cabeza y se dio media vuelta para abandonar la sala, seguido a una distancia respetuosa por sus subordinados.

Cuando se cerró la puerta, Zach miró a su alrededor sin demasiado interés. Fue hasta el otro extremo de la mesa, abrió un botellín, se sirvió agua, y luego se sentó y se puso a mirar en su tableta el archivo que le había mandado la secretaria de Alekis. No era muy largo. Probablemente no era el informe completo del detective privado al que había contratado Alekis, sino una versión abreviada. Tampoco le importaba; no necesitaba detalles desagradables para formarse una opinión de la joven a la que estaba a punto de conocer. Con los que había en aquel documento le bastaba para hacerse una idea de la clase de infancia que había tenido.

Que, al igual que él, no hubiera tenido una infancia fácil, no le hizo sentir que tuviera una conexión especial con ella, como tampoco se sentiría próximo a alguien solo porque tuvieran los ojos del mismo color. Sin embargo, tener eso en común con ella sí hacía que pudiera entenderla mejor que quien no hubiera pasado por algo así. Por eso estaba seguro de que la inocencia que parecía brillar en sus ojos en las fotos que le había hecho no era más que una ilusión. La inocencia era una de las primeras cualidades que se perdían cuando se tenía una infancia como la que ella había tenido.

La habían abandonado y había quedado al cuidado de los Servicios Sociales. No le extrañaba que Alekis pensara que tenía que compensarla por lo que había pasado. Igual que tampoco le sorprendía lo que había hecho la madre. Ya no le chocaba lo bajo que podía llegar a caer el ser humano. En cambio, sí lo sorprendía que Alekis, que probablemente había estado informado del devenir de los acontecimientos de la vida de su hija, no hubiese decidido intervenir entonces. Y ahora quería arreglarlo.

Algunos dirían eso de que nunca es demasiado tarde, pero él no estaba de acuerdo. A veces era demasiado tarde para deshacer el daño infligido a una persona. Suponía que en aquel caso dependía de la magnitud del daño. Lo que estaba fuera de toda duda era que la nieta de Alekis sabía cuidar de sí misma. Era una superviviente, y la admiraba por ello, pero, siendo como era realista, sabía que no se podía sobrevivir a una infancia así a menos que uno hubiera aprendido a anteponer los intereses propios a los de los demás. Era lo que él había hecho.

Frunció el ceño. Le preocupaba que Alekis, que normalmente habría sido el primero en darse cuenta de aquello, parecía que había cerrado los ojos a la realidad. Era como si, porque fuera su nieta, estuviese anteponiendo los sentimientos a los hechos, y la cuestión era que era imposible que, con lo que había pasado aquella joven, pudiera encajar en su mundo sin convertirse en un imán que atrajese todo tipo de escándalos.

Zach sabía que uno no escapaba de esa clase de pasado, sino que lo llevaba consigo y continuaba mirando primero y por encima de todo por sus propios intereses. ¿Cuándo había sido la última vez que él había antepuesto las necesidades de otra persona a las suyas? Ya ni se acordaba, pero admitir eso para sus adentros tampoco le generaba remordimientos. Uno no se convertía en un superviviente sin dar prioridad a sus intereses.

Y él era un superviviente. Además, en su opinión era preferible que lo considerasen a uno egoísta a que lo tratasen como a una víctima. De hecho, en vez de estar resentido por el pasado, agradecía que aquellas experiencias amargas lo hubiesen curtido. Si no, no podría disfrutar del éxito que tenía actualmente.

Cerró la aplicación, apagó la tableta y la dejó a un lado. Quizá estuviese viéndolo desde un ángulo demasiado negativo. Quizá se llevaría una agradable sorpresa. A menos que Alekis se lo hubiese ocultado, parecía que su nieta no había tenido ningún roce con la justicia. También podía ser que, de haber incurrido en alguna actividad delictiva, hubiese conseguido que pasase desapercibida, pero parecía que durante todo ese tiempo había sido capaz de mantenerse por sus propios medios y conservar su empleo. Quizá abandonarla era lo mejor que su madre había podido hacer por ella.

 

 

Llamaron a la puerta y Asquith entró en la sala de juntas acompañado de la nieta de Alekis. Aquella no era la criatura feérica del cementerio, ni una mujer prematuramente endurecida por las experiencias que había vivido, sino probablemente el ser más bello que jamás habían contemplado sus ojos.

Durante unos segundos, Zach se quedó paralizado, como si su sistema nervioso hubiera sufrido un cortocircuito, y cuando se recuperó un fuego incontrolable abrasó todo su cuerpo. El elegante, aunque sencillo, vestido que llevaba parecía caro, pero con su esbelta y femenina figura habría estado igual de impresionante con unos vaqueros y una camiseta.

Como estaba escuchando lo que le estaba diciendo el señor Asquith, tuvo ocasión de mirarla con detenimiento. Sus facciones, vista así, de perfil, eran definidas y delicadas. Llevaba el largo cabello oscuro recogido en una coleta, que le caía, como si fuera de seda, casi hasta la cintura. En las fotos que le había hecho con el móvil parecía más oscuro, pero ahora veía que era de un cálido tono castaño.

Su cuello era esbelto como el de un cisne, y esa misma gracia se replicaba en las suaves curvas de su cuerpo. El vestido dejaba los brazos al descubierto, y solo cubría hasta la mitad del muslo las torneadas piernas, que resaltaban los zapatos de tacón de aguja que llevaba.

–Bien, pues les dejo –le dijo Asquith.

–¿Se marcha? –murmuró ella enarcando las cejas.

Zach se fijó en lo musical y suave que era su voz, y entonces ocurrió lo que había estado esperando: giró la cabeza. Sí, sus ojos eran tan bellos como en las fotografías, con ese color ámbar intenso, y esa forma almendrada que le daba a su rostro un toque exótico.

Al entrar, Kat había visto por el rabillo del ojo al hombre que se hallaba sentado a la cabecera de la larga mesa, pero por no ser descortés con el señor Asquith, que le estaba hablando, hasta ese momento había reprimido su curiosidad y no se había vuelto para mirarlo.

Al girar ella la cabeza, el hombre se levantó. En lo primero que se había fijado al ser recibida por el anciano señor Asquith había sido en su traje a medida, su voz engolada y su corbata anticuada. Aquel otro hombre también iba impecablemente vestido, solo que la corbata que llevaba era acorde a la moda: estrecha, de seda y oscura, en contraste con la camisa, que era de un tono claro. Pero lo que le impactó de él fue la virilidad que emanaba y que la golpeó con la fuerza de un ciclón. De repente la sala parecía haber encogido, y experimentó tal sensación de claustrofobia que se apoderó de ella el impulso de suplicarle al señor Asquith que no se marchara.

«Vamos, Kat, no eres una cobarde, ni te das por vencida fácilmente», se dijo. Las apariencias a menudo eran engañosas. Al principio la habían repelido el aspecto de ricachón y la voz engolada del señor Asquith, pero ahora, en contraste con ese otro hombre, le parecía hasta agradable. Quizá pasados unos minutos aquel misterioso desconocido también se lo parecería. O quizá no, pensó mirándolo de arriba abajo. Había algo inquietante en él, algo que la abrumaba, como los andares, casi felinos, con que avanzó hacia ellos.

–Gracias, señor Asquith; no le quitaremos más tiempo –le dijo al anciano, deteniéndose a unos pasos, junto a la mesa.

El señor Asquith se despidió con un breve asentimiento y se marchó, cerrando tras de sí.

Kat tragó saliva y, aunque parecía que el corazón fuera a salírsele del pecho, esbozó una sonrisa lo más profesional posible, que pretendía ser agradable, pero impersonal, y lo saludó.

–Buenos días.

Era increíblemente guapo. Tenía unas facciones de una simetría perfecta, como esculpidas, unos labios carnosos y sensuales, y unos ojos oscuros inescrutables.

Buenos días –contestó él en un tono seco, sin molestarse en corresponder a su sonrisa.

Sin decir nada más, el tipo se dio media vuelta para dirigirse al otro extremo de la mesa. Kat supuso que esperaba que lo siguiera, pero cuando ya estaban llegando tuvo la mala suerte de que tropezó con la pata de una silla mal colocada.

–¡Ay, Dios! –masculló.

Y no por el golpe que se había dado en la rodilla, sino porque los folios que llevaba en la carpeta se habían desparramado por el suelo.

–Perdón –farfulló azorada, agachándose para recogerlos y volver a guardarlos como pudo.

Estaba incorporándose, cuando volvió a abrírsele la carpeta y comenzaron a caérsele de nuevo los papeles. Maldijo para sus adentros, y tuvo que morderse la lengua para no soltar una palabrota.

Mientras se afanaba en recoger de nuevo los papeles, Zach no pudo evitar fijarse, por la postura en la que estaba, en cómo se había tensado la tela del vestido, resaltando su bonito trasero, y sintió una ráfaga de calor en el vientre. No recordaba cuándo había sido la última vez que el deseo le había nublado la mente de esa manera. Si Alekis pudiera leerle el pensamiento en ese momento, estaría teniendo serias dudas sobre el papel de protector y mentor de su nieta que le había encomendado.

Cuando la joven se hubo incorporado de nuevo y hubo guardado los papeles, le indicó una silla con un ademán.

–Siéntate, Katina.

A Kat la desconcertó un poco que la tuteara. Estaba a favor de un trato igualitario e informal, pero la verdad era que hubiera preferido que se hablasen de usted y la llamase «señorita Parvati». Porque no era solo que sintiese la necesidad de mantener las distancias con aquel hombre en un sentido físico. Era como si sus ojos oscuros la perforaran hasta el alma cuando se posaban en ella.

–Gra-gracias –balbució, tomando asiento–. Si no le… si no te importa, prefiero «Kat».

Se obligó a ignorar sus turbadores labios y esos ojos inquisidores. Había ido allí a pedir que financiaran su proyecto, para intentar salvar El Refugio. Tenía que centrarse en eso.

Su interlocutor se sentó también.

¿Agua? –le ofreció, levantando un botellín abierto.

Kat reprimió el impulso de preguntarle si no tenía algo más fuerte y sacudió la cabeza.

–No, gracias –respondió. Se aclaró la garganta y añadió–: Me imagino que tendrá… que tendrás un montón de preguntas.

Él enarcó las cejas.

–Yo pensaba que serías tú quien tendría un montón de preguntas.

Kat lo miró contrariada.

–Bueno, quizá debería empezar por preguntar tu nombre.

Se le hacía muy extraño tutear a un perfecto desconocido. La expresión de él no varió ni un ápice, pero al verlo entornar los ojos tuvo la sensación de que no se esperaba esa pregunta. Inspiró profundamente.

–En realidad, no nos importa a quién representes –le dijo–. Y cuando digo que no nos importa no me refiero a que… Quiero decir que nunca aceptaríamos nada de una… de una fuente ilegítima, obviamente.

Obviamente –dijo Zach, comprendiendo de repente.

Katina Parvati no estaba preguntándose por qué estaba allí… porque creía que lo sabía.

–Y no estoy diciendo que parezcas un delincuente ni nada de eso –se apresuró a añadir ella.

Las comisuras de los labios de Zach se curvaron brevemente.

–¿Quieres que te muestre un certificado de antecedentes penales?

Kat hizo caso omiso de esa respuesta sarcástica.

–Lo que quería decir es que, ya solo con que estés dispuesto a plantearte contribuir a nuestra causa, te estamos muy agradecidos –puntualizó.

–¿«Nuestra»?

Kat se sonrojó.

–Nuestra causa –repitió, levantando la carpeta para señalarle el logotipo–: El Refugio, un proyecto para ayudar a mujeres maltratadas. Lady Laura Hinsdale lo fundó en los años sesenta, cuando no disponíamos más que de una casa. El proyecto estaba en pañales.

–¿Y ahora?

–Pues hemos ido adquiriendo otras viviendas a ambos lados de esa primera de la que disponíamos, y ahora podemos alojar a treinta y cinco mujeres, dependiendo obviamente del número de niños que tengan. En los ochenta se puso a la venta un edificio en el otro lado de la calle y también lo compramos. Ahora alberga la guardería y un centro de acogida que proporciona ayuda legal y demás. Lady Laura se implicó mucho en el proyecto hasta el día de su muerte.

Si su madre hubiese encontrado una organización como El Refugio a la que acudir, la vida de ambas podría haber sido muy distinta.

Zach vio cómo una sombra de tristeza cruzaba su expresivo rostro. Tal vez fuera algo cruel continuar con aquella farsa, pero así podía tantear mejor el carácter de aquella joven a la que iba a servir de «niñera».

–¿Y qué papel desempeñas tú? –le preguntó.

Ella frunció el ceño, pero sus ojos refulgían de convicción y determinación cuando se inclinó hacia delante, perdiendo su nerviosismo, y le contestó con orgullo:

–Dirijo el proyecto, junto con un equipo estupendo, muchos de ellos voluntarios, como lo era yo en un principio. De hecho, empecé a colaborar como voluntaria en la guardería cuando aún estaba en el instituto, y cuando terminé mis estudios me ofrecieron un puesto remunerado. Creo que lady Laura se sentiría orgullosa de todo lo que hemos conseguido –murmuró. Ella la había conocido, y aunque para entonces ya había estado muy frágil de salud, seguía teniendo la cabeza en su sitio y la pasión que mostraba resultaba tremendamente inspiradora–. Su legado perdura –añadió, y tuvo que tragar saliva porque se le había hecho un nudo en la garganta–. Todo el personal que tenemos está muy comprometido, y como he dicho tenemos muchos voluntarios. Somos parte de la comunidad de mujeres a la que atendemos y no le damos la espalda a nadie.

Pues si es así debe de seros difícil ajustaros a un presupuesto.

–Procuramos ser flexibles.

A Zach lo admiró que, a pesar del entusiasmo que transmitían sus brillantes ojos, no fuera tan ingenua como para no saber esquivar una pregunta difícil.

–¿Y os salen las cuentas?

–Bueno, ahora mismo estamos pasando por un momento un poco difícil porque con la crisis económica el Ayuntamiento nos ha retirado la subvención que nos daban anualmente y…

–¿Cuánto necesitáis?

La nota de frío cinismo de su voz hizo parpadear a Kat, que se apresuró a asegurarle:

–Por favor, no pienses que esperamos que cubras la cantidad total que nos falta.

–Si así es como negocias, debo decirte que esa táctica no es muy buena. Más bien al contrario, es pésima.

Las facciones de Kat se tensaron y se puso a la defensiva.

–He venido aquí pensando que querías contribuir a nuestra causa –le espetó, plantando las manos encima de la mesa e inclinándose hacia delante–. Mira, si es por mí… Hay otras personas que podrían desempeñar mi trabajo; lo importante es la labor que hacemos.

¿Crees que todo gira en torno a ti?

A Kat se le subieron los colores a la cara.

–Por supuesto que no. Lo que pasa es que me ha parecido que… que no consideras que sea lo bastante…

–¿Estás diciendo que te sacrificarías para salvar el proyecto?

Kat tragó saliva, preguntándose si era esa la condición que le iba a poner. Naturalmente era un precio que estaba dispuesta a pagar, pero solo como último recurso. «¿Pero en qué estás pensando? Arrástrate y suplícale si eso es lo que quiere», se reprendió. Suspiró, y consiguió esbozar algo parecido a una sonrisa.

–No te caigo bien, ¿eh? Está bien, no pasa nada.

«Tú a mí tampoco me caes bien».

Zach vio el conflicto interior reflejado en su rostro. No se le daría nada bien jugar al póquer. Se había quedado callada, como dándole la oportunidad para que negara su afirmación, pero él no lo hizo.

–Sea como sea, por favor, no dejes que eso influya en tu decisión –le pidió–. No sería difícil encontrar a alguien que me reemplazara, pero nuestros empleados están muy volcados en su labor y trabajan con ahínco cada día.

Mientras aguardaba su respuesta, Kat escrutó su rostro, buscando en él algún atisbo de que estuviera ablandándose, pero no halló ninguno. Levantó la barbilla; parecía que no tenía nada que perder. Abrió su carpeta, pero se había olvidado de que al caérsele las hojas y guardarlas apresuradamente se habían quedado desordenadas las páginas.

–Tengo aquí todos los datos, y las cifras. Las mujeres a las que acogemos suelen quedarse con nosotros una media de… –murmuró, intentando encontrar la hoja–. Bueno, es igual. La cuestión es que cada caso es distinto y tratamos de adaptarnos a las necesidades de cada mujer. De hecho, mi segunda al mando fue una de las mujeres que atendimos años atrás. Tenía una relación tóxica de pareja y…

¿Él la maltrataba?

No había hecho falta que llegara a eso. Aquel canalla había aislado a Sue, separándola de su familia y sus amigos, y había llegado a controlar cada aspecto de su vida antes de que ella se decidiera finalmente a dejarlo. Durante el tiempo que había estado con él ni siquiera había sido capaz de pensar por sí misma.

–No, pero el maltrato no siempre es físico. También hay maltrato emocional –contestó–. Pero ahora trabaja con nosotros y es una madre fantástica. Nuestro proyecto ha ayudado a muchas mujeres y queremos seguir haciéndolo, pero nuestra situación económica no es demasiado boyante y…

Su interlocutor levantó una mano para cortarla.

–Estoy seguro de que es una causa muy digna, pero no es ese el motivo de esta entrevista.

–No comprendo…

–Nunca había oído hablar de ese proyecto, ni de esa tal lady Laura.

Cuando Kat asimiló lo que le estaba diciendo, su irritación se transformó en ira.

–Entonces, ¿qué diablos hago aquí?

Zach se permitió el capricho de admirar un momento la belleza salvaje de sus ojos ambarinos, que relampagueaban y lo miraban con desprecio.

–Estoy aquí en representación de Alekis Azaria.

A Kat el nombre le sonaba de algo, pero no sabía de qué. Se inclinó hacia delante y arqueando una ceja inquirió:

–¿Azaria? ¿Es de Grecia?

Él asintió. Por sorprendente que fuera, estaba claro que no tenía ni idea de quién era.

Como tú.

Kat frunció el ceño.

–¿Lo dices por mi nombre? Bueno, sí, tengo sangre griega por parte de madre, pero nunca he estado allí. ¿Tú también? –balbució, intentando encontrar alguna explicación a aquello.

–Sí, yo también soy griego.

–¿Y por qué me ha hecho venir aquí ese señor, del que nunca había oído hablar? –inquirió Kat. Nada de aquello tenía sentido–. ¿Quién es?