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El Autor

La velada del helecho

Dos mujeres

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El Autor

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Gertrudis Gómez de Avellaneda (Santa María de Puerto Príncipe, Cuba, 23 de marzo de 1814 - Madrid, 1 de febrero de 1873), llamada cariñosamente «Tula», fue una escritora y poetisa cubano-española del Romanticismo. Se instaló en España a los 22 años, donde comenzó a publicar bajo el pseudónimo de "La Peregrina" y se dio a conocer con la novela Sab, considerada la primera novela antiesclavista (anterior incluso a Uncle Tom's Cabin, la cabaña del tío Tom, de la escritora norteamericana Harriet Beecher Stowe).

Está considerada como una de las precursoras de la novela hispanoamericana, junto a Juana Manso, Mercedes Marín, Rosario Orrego, Júlia Lopes de Almeida, Clorinda Matto de Turner, Juana Manuela Gorriti y Mercedes Cabello de Carbonera, entre otras. De formación neoclásica, fue valorada en su época como una de las figuras clave del romanticismo hispanoamericano, y el tratamiento que dio a sus personajes femeninos la convirtieron en una de las precursoras del feminismo moderno. Entre su vasta obra, destaca su novela histórica Guatimozin, último emperador de Méjico (1846) y sus piezas teatrales Saúl (1849) y Baltasar (1858), considerada esta última como una de las obras maestras del teatro romántico.

Referentes como Margarita Nelken han reseñado sus obras, y entre sus coetáneos contó con la admiración de su amigo Alberto Lista y la escritora Fernán Caballero. Por otro lado, aunque también la considerara una de las más grandes poetas de lengua castellana, Marcelino Menéndez Pelayo se opuso a que se incorporara a la Real Academia Española.

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La velada del helecho

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Capítulo I

Al tomar la pluma para escribir esta sencilla leyenda de los pasados tiempos no se me oculta la imposibilidad en que me hallo de conservarle toda la magia de su simplicidad, y de prestarle aquel vivo interés con que sería indudablemente acogida por los benévolos lectores (a quienes la dedico), si en vez de presentársela hoy con las comunes formas de la novela, pudiera hacerles su revelación verbal junto al fuego de la chimenea en una fría y prolongada noche de diciembre; pero más que todo, si me fuera dado trasportarlos de un golpe al país en que se verificaron los hechos que voy a referirles, y apropiarme por mi parte el tono, el gesto y las inflexiones de voz con que deben ser realzados en boca de los rústicos habitantes de aquellas montañas. No me arredraré, sin embargo, en vista de las desventajas de mi posición, y la historia cuyo nombre sirve de encabezamiento a estas líneas saldrá de mi pluma tal cual llegó a mis oídos en los acentos de un joven viajero, que tocándome muy de cerca por los vínculos de la sangre, me perdonará sin duda el que me haya decidido a confiársela a la negra prensa, desnuda del encanto con que su expresión la revestía.

Era la víspera del día en que solemniza la Iglesia la fausta natividad del precursor del Mesías. El sol iba a ocultarse detrás de las majestuosas cimas del Moléson y del Jomman (en español Diente de Jaman), magníficas ramificaciones de los Alpes en la parte occidental de la Suiza, y la pequeña y pintoresca villa de Neirivue, situada a alguna distancia de las orillas del río Sarine en el cantón de Friburgo, presentaba en aquella tarde el espectáculo de un movimiento inusitado entre sus pacíficos moradores. La causa, sin embargo, no era otra que el estar convidados una parte de ellos, que en la época de nuestra historia no llegaban a doscientos, a pasar la velada en la casa del rico ganadero Juan Bautista Keller, poseedor del más grande y hermoso Chalet (o casería) de cuantos se conocían en Neirivue, el cual celebraba en él todos los años, en compañía de sus amigos, la noche que antecede a la festividad de su glorioso patrón.

Los viejos del país, que podían atestiguar la antigüedad que tenía en él la costumbre de solemnizar la mencionada noche con una alegre velada, acudían gozosos a tomar parte en la fiesta del espléndido Keller, que en tales circunstancias ponía a disposición de sus convidados los más exquisitos productos de su quesera, y los mejores vinos de Berna y de Friburgo. Los mozos, por su parte, no desperdiciaban la ocasión de ir a solazarse un poco de las fatigas de sus diarias faenas, animado además, cada uno de ellos con la lisonjera esperanza de merecer la dicha de bailar con la joven Ida Keller, que no era solamente una de las más ricas herederas del lugar, sino también la más apuesta y gentil doncella de cuantas pudieran encontrarse en muchas leguas a la redonda. A pesar de esto era tan modesta y tan amable la hija de Juan Bautista, que la querían de todo corazón sus compañeras, y andaban también muy listas en ir a felicitarla por el santo de su padre, ataviándose por tan plausible motivo con sus galas de los domingos.

Veíanse, pues, circular por las calles de la humilde población, dirigiéndose de todas partes al Chalet de Keller, bulliciosos pelotones de zagalas y pastores, entonando a coros aquellos cantos particulares de su país, cuyo mágico poder sería probablemente nulo para los oídos del extranjero, si no conociese de antemano ser tan grande el que ejerce sobre los naturales, que, según nos han hecho saber el elocuente autor de la nueva Heloísa, hubo que prohibir, bajo pena de muerte, que se tocasen aquellas melodías llamadas Ranz de las vacas entre los soldados suizos, a causa de ser tan enérgica y profunda la impresión que hacían en ellos, que desertaban para volver a su patria, o morían de dolor por no poder verificarlo.

La siempre limpia casería del opulento ganadero ostentaba aquel día las señales del extraordinario esmero con que procuraba la bella Ida hacerla más agradable y digna de los regocijos de que iba a ser teatro. Hallábase construida aisladamente a las orillas de un arroyuelo formado por parte de las aguas del torrente de Hongryn, que después de perderse entre las villas de Allières y Montvon vuelve a aparecer cerca de la Neirivue, cuyo nombre toma, andando para ello cerca de legua y media por un canal subterráneo.

Lo exterior de aquel sencillo edificio de madera no ofrecía nada que notable fuese, mas cuando se traspasaban sus humildes dinteles, echábase de ver que no carecía en él su dueño de ciertas comodidades, no comunes en los Chalets, que no consistían generalmente sino en cuatro extensas paredes de madera formando un cuadro, con techo de tablas sobrecargado de piedras para servir de abrigo en el mal tiempo a los ganaderos y a sus reses, que se aposentaban juntos en maravillosa armonía.

Distinguíase el de Keller tanto por la mayor solidez de su construcción, como por su capacidad y buen arreglo. Constaba como los otros de un solo piso bajo, pero suficiente para prestar alojamiento a los varios pastores que empleaba Juan Bautista en la guarda de su numeroso ganado, teniendo además un espacioso departamento reservado para el propietario, y que será el único de que hablaremos, por ser el destinado a servir de punto de reunión a los convidados a la velada de San Juan. Componíase, pues, dicha parte de la casería de dos salitas cuadrilongas, de las cuales una estaba señalada el día a que nos referimos para la recepción de los convidados, y la otra para las mesas en que debían disfrutar más tarde la agradable refacción que se les preparaba. Servían de ornato a las paredes de la primera varias cornamentas de gamuza, que indicaban no ser Keller menos buen cazador que ganadero; confirmando la verdad de dichas señales los grandes cuchillos de monte que alternaban con aquellas, y las escopetas que en unión con gruesos garrotes de agudas y férreas puntas (indispensables a los que transitan por los Alpes), se veían hacinadas debajo de las altas rinconeras clavadas en los cuatro ángulos de la sala. Dos largos bancos de pino se extendían por dos testeros de esta, y una monstruosa mesa de encina que ocupaba otro, y algunas sillas de haya agrupadas cerca del hogar enfrente de aquella, completaban el mueblaje que tenía por exuberancia la añadidura de cuatro figuras de aliso hábilmente labrado, representando a la Santa Virgen, al bienaventurado San Juan Bautista, al glorioso apóstol San Pedro y al bendito San Nicolás, que es objeto de especial devoción entre los friburgueses. Se ostentaban las mencionadas efigies sobre las rinconeras de encina, entre jarrones de flores agrupadas con tal arte y variedad de colores, que demostraban haber andado en ellas la delicada mano de Ida Keller.

A pesar de la buena disposición de su Chalet, el ganadero era bastante rico para no vivir en él, y había hecho construir en el centro de la villa una linda casa de dos cuerpos, en la que se daba la importancia de un señor feudal, si bien conservando siempre a su Chalet el exclusivo privilegio de servir de teatro a las campesinas fiestas de la víspera de su santo.

La tarde era serena y el sol acababa de desaparecer, dejando coronadas las montañas con brillantes aureolas de sus últimos rayos, cuando los convidados de Keller comenzaron a llegar al Chalet, que al punto fue iluminado con numerosas hachas de viento, sembradas en las márgenes del arroyo, y por grandes faroles que se encendieron en lo interior de la casa. Juan Bautista, con un aire de hospitalidad verdaderamente patriarcal, salió al encuentro de sus huéspedes, mientras que su graciosa hija, puesta de pie en el umbral, tendía por todos los grupos que se aproximaban anhelantes miradas cual si intentase distinguir algún objeto, que sin duda no logró encontrar, pues exhalando un largo suspiro se adelantó enseguida a recibir a sus alegres compañeras con una sonrisa que tenía algo de forzada y melancólica.

En breve fue tan numerosa la concurrencia, que hallándose apretados en la pequeña sala del Chalet y viendo la serenidad del tiempo, corrieron los jóvenes de ambos sexos a esparcirse y a bailar a las orillas del arroyo; mientras que las personas de edad madura tomaban posesión, en fuerza del hábito, de las inmediaciones del apagado hogar.

A los sonidos del tamboril y la zampoña, que tocaban dos pastores, la bulliciosa tropa juvenil comenzó a bailar con creciente vigor; pero Ida continuaba distraída y displicente, negándose a tomar parte en el baile por más que la invitasen a porfía los mejores mozos de la reunión, y que la diesen incitantes ejemplos de compañeras. Sin embargo, quien la observase atentamente hubiera notado poco después iluminarse de repente su mirada con la inefable expresión de la esperanza; mientras sus oídos parecían atender con la vigilancia de un perro a cierto leve rumor que apenas se podía percibir entre el ruido que armaban los bailadores; y también habría echado de ver que una sonrisa deliciosa vagó fugaz sobre el carmín de sus labios en el instante en que vino a interrumpir momentáneamente la danza pastoril la aparición de un nuevo personaje.

Era este un joven como de veintidós a veintitrés años, delgado, esbelto, de estructura nerviosa, con hermosos ojos y rizados cabellos oscuros, tez fina y pálida, y manos cuya blancura indicaba no pertenecer a un hombre consagrado a los trabajos del campo. «¡Arnoldo Kessman! ¡Arnoldo Kessman!», exclamaron al verle los circunstantes. «¡Que baile con Ida!». «Sí, que baile con Ida», -repitieron, aunque de mala gana, los mancebos.

El recién llegado obedeció presentando su diestra a la hermosa hija de Keller, que no se negó esta vez a tomar parte en la danza: no, empero, sin decir antes a su pareja con tono de reconvención:

-¡Sois el último que habéis venido, Kessman!

-Ya sabéis que soy un verdadero esclavo, Ida -respondió el joven al conducirla-: os he dicho cien veces que estoy sujeto al hombre más astuto e intratable de la Helvecia.

-¡Oh! ¡salid de su casa! dejad a ese rudo conde de Montsalvens -repuso la doncella-, ¿os parece justo que no podamos vernos sino cuando su capricho lo permite?

El joven suspiró, pero no contestó palabra porque la danza se comenzaba en aquel momento. Mientras ella dura quiero dar algunas noticias a mis amables lectores respecto al individuo cuya presencia ha disipado los enojos de la linda Keller, y del otro que parece haber sido causa de la tardanza que diera origen a aquellos.

No era ciertamente la época de nuestra historia de las más prósperas para el feudalismo, en la antigua Helvecia sobre todo; pero hay que advertir que el lugar que tenemos por especial teatro es precisamente el que conservó por más tiempo el sello de aquel sistema.

Corrían los primeros años del siglo XV, y no se contaba todavía Friburgo entre los cantones emancipados, cuya confederación aun no estaba consolidada con las victorias de Grandson y de Morat, obtenidas a mediados del mismo siglo. No se preveía entonces aquella próxima ruina del poder de Borgoña, ni menos se contaba con los repetidos desastres que habían de forzar poco después al emperador de Alemania a renunciar sus derechos y a celebrar la paz con la Suiza. Los friburgueses, constantemente agradecidos a los privilegios que les concediera Rodolfo de Hamburgo por los años de 1274, se mantenían fieles y adictos a la potestad del Austria, fidelidad en que preservaron en medio del contagio de tan opuestos y victoriosos ejemplos hasta que en 1450 la misma Austria tuvo a bien eximirle de sus juramentos.

Así, pues, aunque el feudalismo hubiese comenzado a caer en Helvecia desde el siglo XIII; aunque las cruzadas disminuyendo las familias privilegiadas, favorecieran el desarrollo de las ciudades, y que la triunfante insurrección de Uri, Schwytz y Unterwalden, en 1308, hubiese dado un golpe mortal a la nobleza, ligada con el Austria en contra de ellos; ni esto ni los nuevos levantamientos que se sucedían rápidamente, siempre coronados con el triunfo, habían podido destruir el prestigio de las casas aristocráticas en el cantón de Friburgo, que leal por excelencia en aquella época dio repetidas muestras más tarde de su decidida inclinación a la oligarquía. El feudalismo, pues, amenazado por todas partes, y muchas completamente hundido, declinaba con gran lentitud en aquel lugar, y hallaba en él una seguridad que en vano hubiera buscado en ningún otro de la antigua Helvecia, que tomó el nombre de Suiza desde el sangriento bautismo de Morgarten.

Entre los grandes señores, cuyos dominios se hallaban en Friburgo, uno de los más ricos e ilustres, después de los condes de la Gruyere, era el de Montsalvens; y al poseedor de aquel título en el año de nuestra historia servía en clase de paje Arnoldo Kessman, que, como ya han podido adivinar nuestros lectores, es el amante preferido de la bella Ida Keller. Según se decía entre las gentes de Neirivue, pertenecía aquel joven a una familia noble, aunque no legítimamente, y era tan pobre que nada poseía en el mundo sino la protección de su señor, de la cual, a decir verdad, poco podía esperar atendido el profundo egoísmo que caracterizaba a aquel personaje. Pero Arnoldo vivía en su castillo desde los primeros años de su vida, y aunque debía ser forzosamente infeliz en la dependencia de un hombre tan rudo como lo era, según la opinión general, el conde Montsalvens, el pobre joven a quien amenazaba la indigencia, aceptaba agradecido el amargo pan que se le concedía bajo aquel techo inhospitalario.

Instruidos ya los lectores de estas no insignificantes circunstancias, volvamos a buscar a la juvenil cuadrilla que acababa de terminar su prolongada danza.

-¡Arnoldo! -decía un robusto mocetón, que veía con envidia las preferencias que aquel alcanzaba de la bella hija de Juan Bautista, y que deseaba probar ante esta la superioridad de su propio mérito, graduado por él según la extensión de las fuerzas corporales-. ¡Arnoldo! ¿queréis luchar conmigo? aquel que derribe a su contrario tendrá derecho de estar toda la velada cerca de Ida Keller.

-Forma un talle como el mío cada uno de vuestros brazos, Gerster -respondió el provocado-; pero no importa: lucharé con vos si lo permiten estas beldades.

-No por cierto -dijo Ida asiéndose de uno de los brazos de su amante-. Mirad, amigos, el cielo se va oscureciendo mucho, y viene de las montañas un viento desagradable. Os ruego que volvamos al Chalet, donde ya debe estar preparada la frugal colación en que tenéis la bondad de querer acompañarnos.

-Tiene razón Ida -dijo otra de las doncellas-: ¡estaba tan hermoso el tiempo hace un momento!... ¡Kessman! -añadió riéndose-, habéis traído con vos la tempestad.

-Es que la llevo siempre en el corazón -dijo Kessman en voz baja a su bella compañera, y empezó a andar con ella en dirección al Chalet, siguiéndolos en pelotón toda aquella gente turbulenta, que inundó con un torrente el hasta entonces pacífico recinto en que platicaban las personas sensatas.

Habían discutido sin alterarse sobre los precios de los cereales en aquel año; graduado la exportación de quesos que tuviera Friburgo; y aun entraban ya en la enumeración de las arbitrariedades y rapiñas del gobernador austriaco, a quien cordialmente detestaban a pesar de sufrir pacientemente su yugo, cuando se vieron de pronto interrumpidas sus importantes conversaciones por la bulliciosa tropa que invadió sus dominios y desterró de ellos para siempre toda esperanza de calma. En balde los más ancianos, que son por lo común los más tenaces, intentaron repetidas veces reanudar el roto hilo de sus agradables pláticas; imposible era entenderse en medio de la algazara de la joven cuadrilla que intentaba continuar en la sala el baile comenzado en el campo, y para acallar a unos y disipar el enojo de otros, Juan Bautista creyó lo más prudente anunciar en alta voz que iban a dar las nueve, y que le parecía conveniente pasar a la otra sala donde la refacción los esperaba.

Nadie oyó con disgusto tan halagüeña invitación y en un instante se vieron sitiadas por todos lados dos largas mesas, colocadas paralelamente en medio del cuadrilongo que formaba el nuevo recinto, las que, cubiertas por blancos manteles, ostentaban a porfía los más ricos quesos del país y las más exquisitas mantecas, alternando con promontorios de sazonadas y diversas frutas, y flanqueadas por anchas ánforas llenas de vino, y por cestillos de mimbres atestados de tortas de cebada amasadas con manteca, y de blancos panecillos de trigo.

Durante algunos minutos preocupó tanto a los convidados de Keller la presencia de aquellos apetitosos objetos que no se limitaba a gozar con el solo sentido de la vista, que reinó gran silencio en toda la compañía y pudo oírse el ruido del viento que arreciaba por instantes, probando que el inconstante cielo de la Suiza había hecho suceder la tempestad a la deliciosa calma con que comenzó la noche.

Sin embargo, la gente desvelada no parecía inquietarse por aquel cambio repentino a que están asaz habituados los moradores del país, y como la estación alejaba los temores de una avalancha, ni los silbidos del viento, ni los sordos y dilatados truenos que devolvían las montañas, interrumpieron las inequívocas señales con que daban a entender a Juan Bautista que encontraban verdaderamente deliciosa la colación prevenida.

Dos personas únicamente hacían poco honor a los incitantes manjares; eran Ida y Arnoldo, que aprovechándose de la general distracción entablaron en voz baja el diálogo siguiente.

Capítulo II

-¿Permaneceréis con nosotros hasta el fin de la velada, Arnoldo? -dijo la bella Ida-. ¿Habéis pedido permiso al conde para estar fuera del castillo hasta las doce?

-No lo hubiera alcanzado -respondió el paje-; el señor de Montsalvens tiene por costumbre decir no a todo lo que se le pide; pero me he fugado del castillo y entraré como salí, sin ser visto de nadie. Tengo modo de hacerlo, aunque a la verdad algo arriesgado.

-Pues sabed que no quiero que os arriesguéis a nada para verme: por mucho que me haga padecer vuestra ausencia, la sufriré sin quejarme a trueque de que hagáis ninguna locura, Kessman. Vuestro señor me parece un mal hombre. No lo he visto sino una vez que andaba de cacería con otros propietarios de los alrededores; pero os confieso que me hizo muy desagradable impresión su figura alta, flaca, acartonada, tan amarilla, tan seria, con aquellos dos ojillos negros y hundidos bajo la ancha y protuberante línea de sus cejas grises y encrespadas. Apostaría cualquier cosa a que jamás se ve asomar la risa a los labios de vuestro conde, y a que apenas conocen su voz las gentes de sus dominios. Pues no, los condes de la Gruyere, con ser tan grandes y poderosos señores como son, no tienen el orgullo de vuestro áspero Montsalvens. He ido algunas veces a llevar flores y natas a la hermosa condesa, porque habéis de saber Arnoldo, que, aunque somos villanos, los ilustres condes de la Gruyere fueron padrinos míos, como que mi madre, que Dios tenga en su gloria, dio de mamar con sus pechos a la señorita Matilde, que es mi hermana de leche y que me quiere de todo corazón; sí, por cierto, siempre que voy al castillo me dice que el día que me case me hará un gran regalo de boda. ¡Oh! nosotros los Kellers estamos muy bien quistos de la nobleza; mi padre lo dice así con frecuencia. Si mucho nos aprecian los condes de la Gruyere, más todavía el barón de Charmey. ¿Conocéis al barón de Charmey, Arnoldo?

-Su castillo no está distante del de Montsalvens, Ida; pero no recuerdo haber visto nunca al barón. Creo que viene rara vez a sus posesiones.

-¡Sus posesiones!... no son muy vastas por cierto, aunque dice mi padre que su casa ha sido opulenta y que aun debía serlo hoy día. En todo el país se murmura de vuestro señor, porque se ha apropiado dominios muy pingües que le corresponden al barón.

-Esas son habladurías, porque bien debéis conocer que no se dejaría despojar tan tranquilamente el barón de Charmey si tuviera en realidad los derechos que le supone el vulgo. He oído decir que cuando el conde heredó el señorío a que hacéis alusión, que es por cierto uno de los mejores de la Helvecia, intentó disputárselo al tal barón, pero pronto debió convencerse de que era su pretensión injusta, pues se apartó de ella y no ha vuelto a pensar en renovarla.

-Es verdad, Kessman, muchas veces se ha admirado mi padre de esa conducta del señor de Charmey, y él la llama incomprensible: porque nadie le podrá convencer de que no tiene derechos incontestables a los dominios en cuestión. Pero ya veis, el barón es joven y un poco mala cabeza, según dicen; así es que no se cuida de hacerlos valer y solo piensa en divertirse. Os aseguro que me alegraría mucho de que tuviese más prudencia, porque es tan amable, ¡tan franco!... habla con los villanos como si fuesen sus iguales y todos le quieren como a las niñas de sus ojos. Mi padre, sobre todo, ¡le tiene una ley!... es verdad que bien la merece, pues los Kellers siempre han sido muy favorecidos por los señores de Charmey. Mi difunta madre era hija de un montero del viejo barón (que Dios haya perdonado), y el dicho montero, mi abuelo (que también descanse en paz), tuvo una vez la dicha de salvar la vida a la señora baronesa Eleonora, que dicen era la más hermosa dama de su tiempo. Os contaré, si queréis, la ocasión y el modo de prestar mi abuelo tan importante servicio a la casa de su amo.

-Dejadlo para otro momento, mi querida Ida. ¡Alcanzo tan raras veces la felicidad de poder hablaros! Decidme solamente durante tantos días que hemos pasado sin vernos.

-¡Y qué! ¡necesitáis preguntar eso, ingrato! -exclamó la joven dándole un golpecito sobre las manos con el ramillete de flores que tenía en las suyas.

-No, mi bien, sé que me amas: pero ¡oh Ida! ¿no hay esperanzas para nosotros? ¿nunca, nunca he de poder llamarte mía? Este pensamiento ha de volverme loco.

-Dios es Todopoderoso, Kessman -repuso ella suspirando-: ¿por qué no hemos de confiar en su bondad infinita?

-¡Ida! soy pobre, lo seré siempre, y vuestro padre (perdonadme el decirlo), vuestro padre es codicioso. Jamás dará su hija, él mismo lo asegura, a un hombre que no sea tan rico como él.

-Pero vos sois noble, Kessman, y como mi buen padre es también algo vano...

-¡Noble!... ¡decís que soy noble!... ¿sé yo por ventura lo que soy? Es cierto que algunas veces me dice el conde: «Arnoldo, eres muy inclinado a la canalla y es preciso que te corrijas; porque tienes en tus venas sangre muy ilustre». Pero yo no he conocido nunca a mis padres: desde muy niño me hallé recogido como por caridad en casa de Montsalvens. No conozco a nadie por estas cercanías que tenga el apellido que a mí me dan, y que no sé a qué familia pertenece. ¡El conde es tan intratable! por más que me he aventurado en diversas ocasiones a hacerle preguntas sobre mi nacimiento, solo he podido saber que soy huérfano, que no poseo nada en el mundo, y que aunque mis padres no estaban autorizados por el cielo para darme la vida, eran personas de un rango tan elevado que no debo avergonzarme de mi origen. Esto me dicen; esto creen, sin saber los fundamentos de su creencia, las personas que me conocen; pero ni yo mismo, Ida, puedo estar seguro de que sea cierto, y aun dando por hecho que lo sea ya veis que mi suerte no es ciertamente envidiable.

-Sabed, Kessman, que no falta quien piense que sois hijo natural del mismo conde de Montsalvens, y como no los tiene legítimos bien pudiera suceder... pero no; yo estoy cierta de que no es vuestro padre ese odioso conde. ¿Vos tan hermoso y tan bueno habríais de proceder de un hombre tan feo y tan malo?

Sonriose el paje y respondió:

-Sois muy lisonjera conmigo y muy severa con mi protector, querida niña: pero creo como vos que carece de toda verosimilitud la suposición a que os referís. No, el conde Montsalvens no es mi padre: el corazón me lo asegura. Siempre he creído firmemente en el presentimiento interior que llaman voz de la sangre. Si yo viera a mi padre adivinaría que lo era. Mas hablemos del vuestro, Ida. ¿Tenéis alguna esperanza de que pueda ablandarse en favor nuestro?

-No puedo negaros que lo considero milagro, y que por tanto solo lo espero del poder y de la piedad divina. Mi padre no os mira con buenos ojos desde que ha sospechado que me amáis, y ayer mismo me habló con un tono que no acostumbra usar conmigo, expresándome terminantemente que cesaría de ser un buen padre si llegaba a conocer que se pasaba por el pensamiento la loca idea, así dijo, de casarme con vos.

-¡Ya lo veis, Ida!... -exclamó el joven con profundo dolor-: ¡no hay para mí ninguna esperanza de felicidad en la tierra!... morir, solo morir es lo que debo anhelar.

-No os desalentéis así, mi buen Arnoldo -le dijo la doncella esforzándose por ocultar una lágrima que temblaba, a pesar suyo, en sus hermosos párpados-. ¡Escuchad! hablábamos hace un instante del barón de Charmey, y no sin idea os he hecho su elogio; porque os confieso que he pensado más de una vez en implorar su poderosa mediación en favor de nuestros amores. Habéis de saber que cuando fuimos mi padre y yo a felicitarle y a ofrecerle nuestros respetos la última vez que estuvo en su castillo, me dijo muy bajito al despedirme: «Ya sé por William (William es su conserje, querido Kessman); ya sé por William que un buen mozo delira por tus ojos y que el papá no se muestra propicio: cuenta con mi apoyo cuando lo necesites». Por desgracia dejó el castillo dos días después, hace ya dos meses, y aun no ha vuelto, a pesar de que le decía en aquella ocasión a mi padre: «¡Mi gordinflón! resérvame un jarro de vino y el mejor pedazo de tu queso la noche de la velada de San Juan, pues te advierto que tengo vivos deseos de visitar tu Chalet en aquella época de su gloria.

-No prestéis crédito, ángel mío, a las promesas de los grandes señores, porque tan pronto son en hacerlas como en olvidarlas. Además, Ida, por grande que pueda ser el respeto de vuestro padre por el barón de Charmey, no condescendería en dar su hija única a un pobre mancebo como yo, sin porvenir en el mundo. Necesito ser rico y no puedo serlo. ¡Oh! ¡no podéis imaginar cuán devorante es esta sed de oro que el amor ha despertado en mi alma! Daría mi vida por un solo día de riqueza, porque ese día, Ida, lo pasaría en vuestros brazos. ¡Dios mío! ¡perdonadme! pero momentos ha habido en que creo que hubiera pagado el oro a precio de mi salvación eterna.

-No digáis eso, Arnoldo; ¡oh! ¡no digáis eso nunca! Yo quiero que me améis más que a todas las cosas del mundo, pero no consiento en que prefiráis a vuestra felicidad en la otra vida. No obstante, todo lo que nos aflige yo tengo el presentimiento de que...

La joven no había acabado su frase, cuando una de las puertas de la pieza en que se hallaban se abrió de repente con estrépito, y entró por ella un gallardo joven de hasta 26 años, en traje de cazador, dejando oír al mismo tiempo la concurrencia esta exclamación unánime: «¡El señor barón de Charmey!».

-El mismo en persona -respondió el nuevo personaje, apoderándose sin ceremonia de una de las sillas próximas a la mesa-. Heme aquí, mi rollizo Keller, vengo en busca de la parte de tu refacción que te encargué me reservaras. No os molestéis por mí, buenas gentes -añadió al ver que se mantenían en pie los circunstantes-: volved a ocupar vuestros asientos y continuad divirtiéndoos como mejor os plazca, mientras yo reconozco por mí mismo si el buen papa Juan Bautista tiene, como se asegura, los mejores quesos y los más añejos vinos del país.

Acabando estas palabras empezó a comer y a beber con muestras de muy buen apetito, si bien echando investigadoras miradas por su alrededor, hasta que descubriendo a la bella Ida las detuvo en ella, diciendo con galantería:

-¡Bendita sea por el glorioso San Juan la rosa de Neirivue, la estrella del Moléson, la gloria de las doncellas! brindo por la salud de Ida Keller -y desocupó de un solo trago los restos de una ánfora que tenía delante.

Keller se apresuró a acercarle otra enteramente llena, hacinando además junto a ella todos los castillos de tortas y los diferentes platos de mantecas y quesos que quedaban en la mesa, no sin expresar al mismo tiempo cuán sensible le era no los hubiese comenzado su ilustre huésped, y que si se dignaba aguardar un instante se traerían nuevos manjares más exquisitos e intactos.

-No hagas tal, mi buen gordinflón, no hagas tal -decía a esto el joven cazador-; los restos de tu refacción bastarían para abastecer por muchas semanas la cartuja de Val-Sainte, fundada por mi digno abuelo el barón Gerardo de Corbières. Bebo segunda vez a la salud de todos los de la velada, y en particular por la de la persona que sé más grata entre todas a los bellos de ojos de Ida Keller.

-¡Os ha mirado, Arnoldo! -dijo en voz baja la doncella a su amante.

-A vos es a quien mira demasiado, Ida -respondió el joven dominado por cierto impulso de celos.

-Os engañáis, Kessman; he notado que sus ojos se han detenido en vos.

-Sí, porque estoy a vuestro lado, Ida.

-¡Mirad, mirad ahora con disimulo; aunque está hablando con el viejo Nicolás Bull, os echa unas ojeadas!...

-Acaso no le agrada que estéis hablando conmigo.

-¡Ca! ¿con que ha brindado por aquel a quien yo vea con mejores ojos, y pensáis que los suyos os miren con desagrado?

Arnoldo no contestó, pero a pesar de la hermosa y simpática presencia del joven barón y de la llaneza casi excesiva de su trato, se sintió poco dispuesto a participar del orgullo y la satisfacción que causaba en todos aquellos campesinos ver a un gran señor alternando con ellos. Keller sobre todo, en quien recaía la mayor parte de tan extraordinaria honra, no cabía en sí de gozo, y tan trastornado lo puso la alegría, que rompió seguidamente dos grandes ánforas llenas de vino, de cuyo contenido hizo partícipes a los vestidos del mismo Charmey y de otros varios de sus convidados. Todo empero se le perdonaba en circunstancia tan rara como gloriosa.

Cuando hubo dado fin el barón a la doble ración de queso que él mismo se sirviera, sazonándola con repetidas libaciones, dijo volviéndose al ganadero:

-Ya ves que soy fiel a mi palabra, pues he venido a tomar parte en tu fiesta, Dios sabe desde qué distancia; y luego ¡qué tiempo! ¿Sabéis mis buenos amigos -añadió dirigiéndose a la reunión-, que hace uno noche horrible para los que intenten velar el helecho este año? Vosotros al menos veláis debajo de un buen techo, y cuando apriete el frío, que ya va haciéndose sentir, tenéis un abundante fuego que he visto encender a mi llegada.

-Cuando vuestra señoría lo disponga -dijo Keller-, nos acercaremos a él; pero me sorprende, señor barón, que tengáis noticia de la Velada del helecho, pues creía que solo nosotros, las gentes del pueblo, teníamos conocimiento de esas costumbres vulgares.

-Permitidme observar, vecino Keller -repuso otro ganadero llamado Tomás Huber, que pasaba por hombre muy instruido entre compañeros-, que esa costumbre a que aludís ha dejado de existir hace mucho tiempo; y tan es así que acaso muchos jóvenes de los que se hallan presentes no tienen ni aun noticias de ella.

-¡Yo sí! ¡yo sí! ¡yo también! -exclamaron muchos pastores y zagalas.

-No está tan olvidada como pensáis la Velada del helecho, señor Huber -dijo entonces el anciano Nicolás Bull-. Sin ir más lejos, os puedo asegurar que diez personas la hicieron el año último, y que no creo falten algunas que la hagan en este, a pesar de la tempestad que aumentará los horrores del camino de Eví.

-¿Conoce vuestra señoría -preguntó Keller a su noble huésped- todas las particularidades de la tradición de que se habla?

-Mejor sin duda de lo que crees -contestó aquel-; pero pues me brindabas hace poco con el calor de tu hogar, vamos allá y me contaréis todo lo que vosotros sepáis de esa antigua costumbre, que sentiría hubiese caído en desuso, como afirma el buen Tomás, pues tengo grandísima inclinación y singular respeto por las viejas tradiciones.

El barón se levantó, se acercó a Ida, la ofreció un brazo, no sin mirar antes al joven Kessman con incalificable expresión, y toda la compañía fue a instalarse alrededor de la gran chimenea, en que chisporroteaba la gruesa leña de encina invadida por las llamas.

-No sé -dijo entonces Keller sentándose enfrente de su ilustre huésped-, ni creo que pueda nadie saber, desde qué tiempo data precisamente la popular creencia, cuyas particularidades desea conocer su señoría; así como tampoco podríamos decir su origen: lo cierto es que de padres a hijos se ha trasmitido durante muchas generaciones, y que, según ella, es cosa notoria que la víspera de mi glorioso patrón, cuando se cubren de helecho -planta hija de las sombras y de la humedad- los bordes del precipicio que llaman los de la tierra camino de Eví, precisamente a la mitad de la noche aparece en aquel lugar el mismo Satanás en persona, y mediante ciertas condiciones enriquece cada año a aquel o a aquellos que se encuentran velando el helecho en un paraje cubierto todo por dicha planta.

-¿Y no se sabe cuáles son las condiciones que impone el diablo a los que alcanzan sus donativos? -preguntó el barón que parecía tratar con serenidad e interés aquel asunto, ridículo probablemente a juicio de nuestros lectores.

-Solo se dice -repuso Juan Bautista-, que la persona agraciada debe hallarse completamente sola y en profunda oscuridad, y no falta antes quien asegurase que el demonio exigía además se le entregase un papel, y que en aquel papel escribía, para hacerlo constar a su debido tiempo, la compra que hacía de aquella pobre alma.

-¡Dios mío! -exclamó Ida estremeciéndose-: ¿luego se condenaba para siempre quien recibía el donativo?

-El diablo no regala nunca, niña mía -dijo con acento grave el anciano Nicolás-: solo hace cambios en provecho propio. Cualquiera que acepta los dones de aquel perverso espíritu queda esclavo suyo por toda la eternidad.

-Yo no lo entendía así -dijo el barón-: yo pensaba que ese donativo era un castigo que imponía Dios a Satanás, obligándole a ser generoso a su despecho, y a festejar el día del santo precursor de Jesucristo. Tengo razones para creer que no son funestos sus dones para quien los recibe en tan fausta ocasión, y que el papel que exige no debe ser más que una prenda que depositaba ante el trono de su juez, pruebe hallarse cumplida su sentencia.

-Eso es más creíble y menos horroroso -dijo Ida, que sin embargo continuaba temblando y apretándose maquinalmente contra el joven Arnoldo, que había vuelto a su lado; pero este por primera vez de su vida parecía olvidado del objeto de su amor. Con la mirada fija, la frente más pálida que de costumbre, y el aliento casi suspenso, atendía con todas sus potencias a la conversión que se había entablado.

-El señor barón de Charmey hace demasiado honor al demonio -dijo a su turno el erudito Tomás-, cuando presume que desempeña con tal fidelidad las comisiones del Altísimo. Sabido es que aquel maligno enemigo de nuestras almas es un rebelde pertinaz, y si alguna vez nos dispensa aparentes beneficios, no cabe duda en que lo hace por cuenta propia, y siempre seguro de resarcirse con usura. Pero no veo en la tradición de que se trata sino un cuento de viejas; nadie, que yo sepa, ha recibido nunca el tal donativo de la Velada del helecho.

-Es verdad -dijo otro interlocutor- que la tía Andrea pasó en el camino de Eví toda la noche víspera de San Juan hace dos años, y solo sacó de allí una pulmonía que la llevó al sepulcro algunas semanas después.

-Y el pastor Lami -añadió una zagala-, ha hecho la Velada tres años seguidos, y tan pobre se está como se estaba.

-¡Jesús María! -exclamó otra- ¿con que hay quien desee el oro hasta de mano del diablo?

-¡Dios nos preserve! -dijo santiguándose Nicolás Bull-, pero por desgracia es cierto que existen muchas gentes que no reparan en nada cuando tratan de enriquecerse, y que si no se venden al diablo es porque el diablo no quiere comprarlas por el precio en que se estiman ellas.

-¿Qué tenéis, Arnoldo? -preguntó en aquel instante Ida a su joven amante-. Estabais pálido, y ahora parece que quiere saltar la sangre de vuestra cara.

El paje nada respondió: evidentemente todo su ser estaba concentrado en un pensamiento único. Su extraña preocupación debió ser notada por el barón, pues tenía clavados en él sus grandes ojos color de venturina, cuando pronunció estas palabras:

-Como la conversación que hemos entablado pudiera afectar a las personas excesivamente nerviosas e impresionables que se hallen entre nosotros, os ruego, mis buenos amigos, que cambiemos de asunto; mas permitid que os diga antes que aunque vosotros los poseedores de la tradición no tenéis noticia de ningún hecho que la acredite, yo, con pertenecer a una clase que apenas tiene conocimiento de ella, puedo atestiguar su verdad con un ejemplo muy respetable.

Todas las miradas se fijaron con ardiente curiosidad en el semblante del barón, y echando él de ver que se esperaba con ansiedad la relación del suceso que acababa de indicar, atizó la leña, tosió por dos veces para desembarazar su garganta y aclarar su voz, y se explicó en estos términos.

Capítulo III

-Mi abuela, que Dios tenga en su gloria, señora de cuya escrupulosa veracidad no nos es dable admitir la menor duda, refería gravemente que allá en los tiempos de su mocedad tuvo por amiga a una hermosa dama llamada Emma (espero que me dispensaréis de decir los nombres de familia) la cual amaba apasionadamente al doncel Arturo de... con quien la naturaleza anduvo tan pródiga como avara la fortuna. Para mayor desgracia, el barón, padre de la doncella, era hombre arruinado e incapaz por su carácter de comprender el invencible poderío de una pasión generosa. Así pues, negándose a aceptar por yerno al noble doncel sin patrimonio, se decidió a dar la mano de su hija a cierto plebeyo rico, que se ofrecía, ambicioso de emparentar con gente ilustre, a pagar las enormes deudas del magnate. En tal estado las cosas, llegó al país en que pasaban, la vieja Margarita, labradora de Albeuve, y que había sido nodriza de la madre de Arturo, a quien recibió en sus brazos cuando vino al mundo. Halló al pobre joven en lastimosa situación, y pronto echó de ver que corrían a la par inminente riesgo su corazón y su vida, si llegaba a perder de todo punto la esperanza que, aun contra todas las probabilidades, alienta todavía en el fondo del corazón más destrozado. La anciana labradora se acercó al lecho en que yacía postrado por su tristeza el amante de Emma, la noche en que acababa de saber estar ya definitivamente fijado el día funesto que pondría entre los dos un muro insuperable, y colocando su diestra sobre el pecho del joven.

-¿Tenéis valor? -le preguntó.

-¡Oh! -exclamó él-. ¿Si solo se necesitase arrostrar los más inauditos peligros para conquistar a Emma?...

-Pues no es menester otra cosa -dijo sin dejarle concluir Margarita-. ¡Levantaos, Arturo! Id a presentaros al barón; pedidle que difiera por solo dos meses el casamiento concertado, y que si al cumplimiento de dicho plazo volvéis vos a su presencia siendo poseedor de una fortuna superior a la del rival a quien sois pospuesto, os conceda el derecho de entrar con él en competencia, y que decida Emma cuál de los dos es más digno de su mano.

-¿Estáis loca, buena anciana? -repuso el doncel-. ¿Qué caso ha de hacer el barón de semejante proposición, ni qué ganaría yo con verla admitida? Bien sabéis que no puedo abrigar la menor esperanza de hacerme rico en tan breve tiempo.

-¿No estamos en los últimos días del mes de abril? -preguntó Margarita.

-Así es.

-¡Pues bien! en los últimos días de junio podéis ser más opulento que el indigno villano que osa competir con vos, porque aquel cuya mano ha de dotaros ha sido llamado, y debe serlo todavía, príncipe del mundo.

-Ningún poderoso de la tierra me ha protegido nunca -observó el joven.

-Hay poderes superiores a los terrestres -respondió la vieja.

-Nada comprendo de cuanto queréis decir, Margarita; pero no importa; necesito una esperanza, por quimérica que sea: ¡mandad! haré cuanto queráis.

-Marchad, pues, sin tardanza a pedir al barón el plazo que os he indicado. Sois noble y alcanzaréis desde luego que os prefiera, en igualdad de las otras circunstancias, al caballero de nuevo cuño, a quien hoy quiere honrar con su enlace. Aseguradle que de hoy en dos meses sus deudas estarán satisfechas, y vos os ofreceréis a Emma con una corona de conde.

-Pero, Margarita...

-¡Callad! nada lograréis, os lo advierto, si no tenéis en primer lugar fe, en segundo valor.

-¡Bien! yo voy a obrar como si poseyera la primera, y os afirmo que deseo ardientemente pongáis el último a prueba.

En efecto, Arturo hizo al barón su demanda, y aunque sin duda le pareció a este muy risible o extraordinaria, se prestó después de algunas vacilaciones a los deseos del mancebo, y le empeñó su palabra de honor de que no casaría a su hija antes del postrer día del mes de junio, a cuyo tiempo si volvía a presentársele tan rico como su rival, Emma sola decidiría la elección.

Volvió Arturo con esta promesa adonde lo esperaba Margarita, y la dijo:

-¡El plazo está concedido! ¡heme aquí! ¿qué debo hacer ahora?

-Acompañarme a mi lugar -respondió ella.

-Estoy determinado a seguir en todo vuestros consejos -repuso Arturo-; ¿pero no querréis darme alguna luz respecto a vuestros intentos? ¿Cuáles son vuestras esperanzas, buena vieja? ¿Adónde me mandaréis a buscar esos tesoros que deben adquirirme la posesión de mi amada?

-Al camino de Eví -respondió sin vacilar Margarita.

-Pero, si no estoy trascordado -observó el joven-, el camino de Eví no es otra cosa que una senda casi intransitable que conduce al Moléson. ¿Cómo es posible que encuentre allí los medios de enriquecerme?

-Allí es donde únicamente podéis hallarlos -contestó Margarita.

-Me parece -replicó Arturo- que me habéis hablado de no sé qué protector... ¡de un príncipe! ¿Quién es ese personaje de quien tanto esperáis?

-Es poderoso; todos los hombres nacen siervos suyos: todos le rinden tributo durante su vida.

-¿Pero su nombre?... decidme su nombre, Margarita.

-Va a daros miedo, Arturo.

-Yo os juro que no soy susceptible de otro temor que el de perder a Emma. Pronunciad, pues, ese nombre, cualquiera que sea.

-Pues bien, Arturo, el protector que os ofrezco se llama... ¡Satanás!

Palideció el doncel y quedose suspenso por algunos instantes; mas no abandonó su empeño. Siguió a Margarita a la villa de Albeuve, que, como sabéis, se halla vecina del camino de Eví, y dos meses después, el día 30 de junio (creo que debió ser en el año de 1340) volvió a verlo entrar por las puertas de su castillo el arruinado barón, que por su parte cumplió religiosamente la promesa empeñada.

Mi abuela asistió algunas semanas más tarde a la suntuosa boda de la hermosa Emma con el muy alto poderoso conde Arturo de... poseedor de vastísimos dominios en la parte occidental de la Helvecia. Aquella enamorada pareja disfrutó muchos años en este mísero mundo la felicidad más completa que pueda en él alcanzarse, y debemos esperar piadosamente, mis buenos amigos, que el soberano dispensador de todos los bienes la haya prolongado más allá de su vida pasajera, puesto que dieron ejemplo durante ella de acrisoladas virtudes, habiéndoles proporcionado el donativo del diablo el poder alegar muchas buenas obras delante de Dios.

-Que descansen en paz como su señoría lo desea -dijo el viejo Bull cuando acabó su relación el barón-; pero que nos preserven nuestro Divino Redentor y el bienaventurado San Juan Bautista, a todos los que aquí estamos, de anhelar jamás tesoros venidos por semejante conducto.

-¡Libéranos Dómine! -repitieron los labriegos, y el mismo señor de Charmey respondió devotamente-: ¡Amén!

En aquel momento la gran campana de la parroquia de Neirivue sonó lentamente las once, y al expirar la última vibración se vio levantarse al paje de Montsalvens como si súbitamente le hubiese mordido una víbora, y lanzarse hacia la puerta con tal ímpetu y velocidad que hubiera podido creerse era impulsado contra su voluntad por la fuerza superior de una potencia invisible.

-¡Kessman, Kessman! -le gritó Ida-; ¿queréis dejarnos ya? no son más que las once, y hasta la media noche no se termina la Velada.

-Volved, Arnoldo -añadían las demás doncellas-. Mirad, que con el permiso del señor barón, bailaremos un poco todavía; venid y tendréis a Ida por pareja. ¿No oís cómo brama la tempestad? Dejadla calmar un poco antes de poneros en marcha para el castillo.

El paje que se había detenido en el umbral de la puerta mientras se le dirigían tan persuasivos ruegos, volvió en efecto hacia la reunión; pero fue para despedirse de ella haciéndose sordo a cuanto se le repetía para detenerlo.

Apenas traspasó los umbrales, cuando una sonrisa indefinible apareció y desapareció fugaz en los labios del barón, y si hubiese habido allí algún maligno observador que recordase el disimulado empeño con que aquel personaje había provocado y sostenido la conversación de la Velada del helecho, y las penetrantes ojeadas que de tiempo en tiempo lanzaba sobre el amante de Ida, acaso hubiera sospechado que, adivinando la nerviosa vehemencia de aquel pobre joven y la especial predisposición en que se hallaba su espíritu, obraba en todo con refinado artificio, para alejarlo de allí y poder suplantarlo cerca de aquella linda criatura.

Esta suposición, que no nos atreveremos a decir fuese de todo punto infundada, hubiera adquirido mayor fuerza al ver que no bien pasados tres minutos de la ausencia de Kessman, el joven barón fue a ocupar la silla que dejara vacante junto a Ida, andando no menos listo, cuando un instante después se trató de renovar la danza, para ofrecerse por su caballero. La joven, sin embargo, no parecía muy bien lisonjeada con las preferencias de que era objeto. Después de que Arnoldo dejó la reunión, Ida perdió su alegría y hablaba y bailaba como una máquina, pintándose en su semblante la preocupación de su ánimo.

Por más cándidos y perspicaces que pudieran ser en general los asistentes a la Velada, no dejaron de hacer aquella doble observación, y se entablaron en voz baja algunos dialoguillos, poco más o menos de la índole del siguiente:

-Mirad qué galante está el barón con la hija de Keller; el pobre Arnoldo se ha ido sin duda por eso. Había estado acechando las miradas del joven caballero, y conoció ser Ida el objeto a quien se dirigían constantemente. Se ha marchado loco de celos: ¿no notasteis qué cara tenía tan desencajada, y cuán destinado se iban sin decir adiós a nadie?

-Pues lo que es la muchacha no le da por cierto motivos para estar celoso. Observad qué displicente se muestra mientras baila con el señor de Charmey. Está, perdidamente enamorado del paje, y no comprendo qué esperanzas puede alimentar, pues es bien seguro que no consentirá nunca Juan Bautista en que se case su hija única con un hombre que no tiene más que la noche y el día, como decirse suele.

-¡Escuchad! -decía otra voz femenil-. Se han visto grandes señores casarse por amor con humildes pastoras. Tiene tan feliz estrella ese Keller, que no será mucho le veamos convertido en padre de todo un barón.