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Prólogo

Ni una coma

Aquel viernes 18 de agosto de 1967 fue especialmente tenso en la redacción del Caderno B. Pesaba sobre nosotros una doble responsabilidad, inaugurar a la mañana siguiente el suplemento de los sábados y presentar a Clarice Lispector como cronista.

Ella dijo enseguida que vendría. Rompiendo con la costumbre de la crónica tradicional, ocupó su espacio en la segunda página con varios textos cortos, una auténtica muestra de los que serían los temas principales a lo largo de los próximos seis años: la relación madre-hijo, la rebelión contra la resignación, la búsqueda del yo, la trastienda del pensamiento y la transformación de lo cotidiano en pura metafísica. A Clarice me la adjudicaron desde el principio. El director del Caderno parecía temerla, sentía por ella una devoción que podía parecer torpeza. Le tranquilizó que me encargara yo de recibirla cuando viniera eventualmente al periódico, de comunicarme con ella, de atender el teléfono cuando llamaba.

Y, sobre todo, de recibir y hacerme responsable de sus textos.

Me alegró el encargo. La admiraba desde la adolescencia, y ahora llegarían a mis manos textos semejantes a aquellos que había leído en su sección «Children’s Corner» de la revista Senhor.

No creo que Clarice recordara que ya nos conocíamos, o mejor, que ya la conocía. Era todavía novata en el Jornal do Brasil el día en que un amigo común, el periodista Yllen Kerr, me dijo que iba a visitarla, y me preguntó si le quería acompañar. Fuimos. La empleada abrió la puerta, nos sentamos en el salón en penumbra. Clarice se demoró lo justo para ser deseada. Y apareció.

Tal vez por estar yo sentada, me pareció aún más alta de lo que era. Tenía una presencia imponente. Y era consciente del impacto que causaba su extraña belleza. En ella nada era casual, elegía todo cuidadosamente; en los años siguientes no la vi nunca sin maquillaje. La conversación transcurrió solo entre ella e Yllen, una conversación llena de pausas, a tientas, como si ambos caminaran sobre un hilo. Ella hacía pausas que él no se atrevía a interrumpir o que interrumpía justo cuando ella retomaba el discurso, entonces se detenían los dos unos instantes esperando el próximo paso. Yo, muda, la observaba, siguiendo los gestos de sus manos, fijándome en la elección de las pulseras sin brillo, como antiguas o rústicas, en la ropa oscura que se fundía con la oscuridad del salón, solo una lámpara encendida. No fue una visita larga ni íntima, pero fue inolvidable para mí.

Y porque Alberto Dines, editor jefe del Jornal do Brasil, la había invitado a colaborar en el Caderno B, resultaba que aquella escritora maravillosa me pedía que tratara sus textos con esmero. Como si fuera posible no hacerlo.

Al principio, vino algunas veces a la redacción. Después, nunca más. Enviaba los textos a través de una empleada, en un sobre grande de papel marrón, siempre igual, firmado con aquella letra complicada, la única letra que le permitía el incendio que le había lisiado la mano derecha.

Y cada vez que me extendía el sobre, la empleada repetía la petición de Clarice, que llevara cuidado con sus textos, porque los necesitaba y no tenía copia. Pero yo no oía la voz de la empleada, sino la suya, que tantas veces me había hablado por teléfono, con esa manera suya de moler las erres en la garganta, de su incapacidad de usar papel carbón, porque «el papel carbón se arrruga». Yo repetía mentalmente el «arrruga» y duplicaba los cuidados.

Decidimos que una caja separada junto a la mesa de la edición recibiría solo la colaboración semanal de Clarice. Y conduje a la empleada hasta aquella especie de nido, para que le transmitiera a Clarice el cariño especial con el que era tratado su trabajo. Aun así, la empleada siguió repitiendo el mantra, que servía más para tranquilizar a la propia Clarice que para ponernos en aviso.

Años después, al encontrar algunos de aquellos textos con los que había tratado tan íntimamente trasladados a alguna novela, entendí más hondamente por qué el hecho de no tener copia dejaba a Clarice tan desamparada. Cualquier frase podía ser insustituible en un futuro, no se podía perder ninguna. Como editora de mesa del Caderno B, tenía el privilegio de leer a Clarice antes de que bajasen el texto al taller. Hacía mínimas correcciones de errores de mecanografía, solo eso. Ni siquiera era necesario. No obstante, otra de sus peticiones constantes era que prohibiésemos a los correctores tocar sus comas. «Mi puntuación —dijo más de una vez— es mi respiración». Y durante todos los años que permaneció en el Caderno B, Clarice pudo respirar tranquila, no se le tocó ni una coma.

MARINA COLASANTI