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EL TEXTO Y SUS VOCES

Enrique Pezzoni

“El crítico oye las voces del texto, elige unas a expensas de otras, las une por simpatías y diferencias a las que oye surgir de otros textos. Ese concierto que organiza es una literatura (de un momento, de un espacio) y también es la literatura”, afirma el autor en las primeras páginas.

A lo largo de artículos y notas, Enrique Pezzoni compuso una “biografía de la literatura, que es [también] su autobiografía”. Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Alberto Girri, Julio Cortázar, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Leopoldo Marechal, Adolfo Bioy Casares, son objeto de su elocuencia, curiosidad y agudeza, en un “cuerpo a cuerpo” con los textos que revela escrituras y silencios al mismo tiempo que los modos de acceso a ellos, los caminos que llevan al crítico a producir sentido.

Así, El texto y sus voces, único libro que Pezzoni publicara en vida, se constituye como el lugar ideal para volver a oír la voz apasionada, atrevida y sabia de uno de los críticos literarios más influyentes de los últimos tiempos.

ENRIQUE PEZZONI

El texto y sus voces

Prólogo de Luis Chitarroni

 

 

Eterna Cadencia Editora

PRÓLOGO

Enrique Pezzoni se llevaba bien, podía apreciarse, con la época en que le tocó vivir. La moda y los cambios, sin gratificarlo en demasía, lo habían beneficiado. Ser un hombre de treinta en los sesenta lo premiaba con una madurez satisfactoria; no estaba en una relación de idolatría con las zonceras extremadamente jóvenes –las travesuras lerdas de una vanguardia recidiva–, ni de sumisión con los sermones y moradas de la izquierda chic. Alguna vez me contó que a la edad de la poesía había escrito versos, unos dísticos morales que recordaban a Pope (y que deben de haberlo asaltado cuando tradujo Lolita: “The moral sense in mortals is the duty / We have to pay on mortal sense of beauty”1). Alguna vez me contó que su padre era socialista. No era hombre de confidencias sino de anécdotas, y las anécdotas, invariablemente, pertenecen a los otros. Cuando lo conocí, a comienzos de los ochenta, la leyenda que lo precedía mezclaba episodios de su vida de editor, de traductor y de académico. Sin libros todavía, era el epítome del “hombre de letras”.

El hombre de letras es la presencia más civilizada e influyente de una sociedad. Como dice John Gross en The Rise and Fall of the Man of Letters: “La crítica sigue siendo la más miscelánea, la más defectuosamente definida de las ocupaciones. A cada rato es susceptible de estar dándole curso a otra cosa: historia o política, psicología o ética, autobiografía o chismes. En un mundo que privilegia a expertos y especialistas, esto significa que el crítico a menudo es pasible de ser desacreditado como diletante o rechazado como mero transeúnte sin destino. Pero si este estatus incierto le otorga una desventaja, hace posible, en términos ideales, la dimensión y el alcance que son su justificación última. En este sentido al menos, por arcaico que parezca en otros, la idea del hombre de letras tiene lugar en cualquiera de las tradiciones literarias más saludables”.

La carrera de crítico de Enrique Pezzoni es singular, sintomática. Alumno de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, alumno en el profesorado de Lenguas Vivas de María Rosa Lida y Raimundo Lida, paradigma de dicción para Bertil Malmberg, talento precoz dentro del grupo de la revista Sur y luego asesor literario de la Editorial Sudamericana (cuando el título de éditor, con acento en la primera sílaba, todavía no se usaba), Profesor Titular de Teoría y Análisis Literario y Director del Departamento de Letras de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Va dejando un reguero disperso de ejemplos admirables: las traducciones y las notas incisivas, elegantes, en las que se advierte ya la dimensión y el gusto y las sospechas de un nuevo estilo. Como dice en “Giulio Cesare en el Odeón”, publicada en 1954 en Sur y dedicada a su amigo Pancho Murature, incluida en este libro: “Los decorados de Christian Bérard procuran concentrar la atención; los trajes de Phèdre, o de Bérénice, o de Célimène recuerdan muy de cerca los éxitos de Jacques Fath o de Dior o de Balenciaga; la dicción misma de los actores, sus actitudes, sus peculiaridades quieren recomendarse por sí solas... Una representación que propone tantas perfecciones simultáneas es sospechosa: si alude a sus recursos, por admirables que sean, ya antes de que la emoción ceda a la lucidez crítica su imperio, es quizá porque la emoción no llega a producirse” (p. 351).

Reconocimiento del recurso y recelo del despilfarro. La versión fugaz de la moda –de las firmas de la moda, de las marcas– como una familiaridad, no como un desaire. (En su traducción de Lolita, Enrique Pezzoni canjea “reconocimiento” por “anagnórisis”. Extracción solícita y culterana de la retórica clásica que hace más adecuada, más propia, la voz del narrador –Humbert Humbert– en español).

En los tempranos setenta había que tener el oído aguzado para oír la voz de Enrique Pezzoni, pero si uno prestaba atención suficiente, se oía. Fue en el diario Clarín donde leí una reseña de él sobre los tres o cuatro libros que adelantaban el futuro de la literatura argentina. Sin sarcasmos ni suficiencia, hacía tabula rasa de los comedimientos con los que se solía atender esta clase de reclamos, y con una certera velocidad de cronista avezado acertaba en el blanco: encontraba la clave –o llave– con que cada uno de esos libros abriría en adelante una puerta narrativa. En la foto, Enrique Pezzoni posaba con elegancia extranjera. La corbata parecía destacar una nota de atrevimiento inimitable dentro de un reino de tonos neutros o mansos, de críticos grises sin presencia de ánimo para ahuyentar ni convocar lectores.

Por fecha de nacimiento, Enrique Pezzoni pertenece a una generación de críticos, artistas y lectores que dio vuelta la literatura. Sus contemporáneos españoles, por ejemplo, Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater cambiaron el curso y el pulso literario; gracias a ellos pasamos a descifrar los cuerpos textuales de los que tan ávida estaba la (por entonces) nueva crítica francesa.

Aunque no fui su alumno en un sentido estricto ni institucional, lo debo de haber sido en todos los otros sin mérito, ya que el magisterio de Enrique Pezzoni pasaba por alto cualquier regateo intelectual. Su elocuencia y genio pedagógico exigen el concurso de nuestro poder de observación y la más esforzada prosa descriptiva. En las presentaciones de libros o en las exposiciones de cosas que había leído o le habían ocurrido, Enrique Pezzoni daba muestras de una locuacidad inspirada, como si el lenguaje, que en los demás mortales habita en las áreas de Broca y de Wernicke, desbordara en su caso cualquier limitada locación cerebral. Enrique Pezzoni podía dedicarle a los detalles de una conversación la capacidad de análisis que le reclamaban Borges o Felisberto Hernández, y convertir una pregunta o una respuesta pronunciada con inocencia e ingenuidad en estribillo de su canción o de su letanía. En una reunión se convirtió a sí mismo en Mansilla, ligeramente irónico y dictatorial, mientras un elenco de caciquejos –yo, entre ellos– tratábamos de persuadirlo con baratijas efusivas o eufuistas del talento de una hoy olvidada mediocridad. En otra, persuadió a los invitados de corregir el nivel de excelencia de los traductores de acuerdo con un chart de cantantes. ¿Quién de los que nombrábamos estaba a la altura de Fischer Dieskau? Todo eso sin violencia, con una energía que parecía la suma de sus múltiples y diversas pasiones, mientras entre sus dedos índice y medio se consumía el cigarrillo irrenunciable y, de acuerdo con la hipálage borgeana, pensativo, víctima de dos tensiones vehementes, la del pensamiento y la de la dicción. Las pruebas materiales: del lado de la voz, el filtro mordido, mordisqueado por la ansiedad oral de un caníbal literario; del otro, en equilibrio, la estatura creciente de la ceniza, como una precaria, increíble columna de tiempo horizontal.

Enrique Pezzoni fue además el gran animador y encubridor de la literatura argentina, a la que trató con una modestia incalculable, como si la importante fuera ella. En El texto y sus voces basta leer “Transgresión y normalización en la literatura argentina contemporánea” (1970), un ensayo escrito poco antes del artículo de Clarín que mencioné, para advertir la curiosidad y la agudeza de sus observaciones en un campo que permaneció desolado durante más de una década y media.

Ya escribí que en estas tierras la tarea de un crítico se parece menos a la de un escriba que a la de un agrimensor o un geómetra, porque consiste en guardar las apariencias y salvar las distancias. Debe trabajar así en su planisferio como si los lugares fueran ciertos y las distancias exactas. Enrique Pezzoni debió adecuarse a una agitación literaria que no se dejaba explicar ni por los equilibrismos de Barthes y Genette ni por los pasos bien temperados de Northrop Frye y Harold Bloom.

Uno de los poetas traducidos por Enrique Pezzoni2, T.S. Eliot, interrogado acerca de su método crítico, contestó: “El único método consiste en ser muy inteligente”. Ahora bien, en el caso de Enrique Pezzoni, y descartada la coincidencia con la respuesta eliotiana, no es fácil desmadejar el talento del método, porque el traductor, el crítico y el pedagogo operaban en simultaneidad, con una eficacia única, aunque no siempre del mismo modo.

En cualquier caso, lo que puede apreciarse primero en Enrique Pezzoni es “el oficio”, que le otorgaba de inmediato una engañosa facilidad. “El oficio” era esa distancia –aloofness– profesional, una estrategia ofensiva a la vez que defensiva: las cosas podían hacerse bien (tal como pedían los pigmeos antropológicos sin arrogarse una cultura) y el contacto, contacto extremo con el material, la materia que exigía tratamiento. Magia y cirugía, sí, como en Lachenmann. El comercio con la cultura y con la educación, abstracciones antagónicas, había obrado en él, al contrario que con los demás, una simpatía extrema por las obligaciones culturales y las educativas, por los artefactos de la alta cultura o los mamarrachos de la industria. Inmediatamente les daba el tratamiento que correspondía.

Se advierte en las traducciones: algo le permitía a Enrique Pezzoni moverse en y entre registros y estilos muy diferentes. Cualquiera queda maravillado (para ceñirnos a un solo idioma) de cómo el traductor pasaba de la liviana pereza aliterativa de Donleavy al rigor hipnótico de Vladimir Nabokov, sin omitir el cerrado régimen casi dialectal de Baldwin, como si esas identidades pudieran reconocerse de inmediato, y de inmediato se encontraran también las equivalencias. Tal destreza tiene que ver con otro ejercicio que Enrique Pezzoni practicaba restándole cualquier atisbo de superstición: la clarividencia.

La clarividencia era alcanzada sin ningún esfuerzo para guiarnos, de acuerdo con la definición de uno de sus poetas fetiches, “en la letra, ambigua selva”. Tal vez la frecuentación de Borges en ambos –Girri y Pezzoni– produjera esa claridad argumentativa tan admirable para la crítica. Es lógico que Enrique Pezzoni acusara con ternura a Borges de hiperdidacta.

Los libros narrativos de Borges son incluso exposiciones didácticas más impresionantes que los libros de ensayos. Con prodigalidad, Ficciones depara una lección muy bien ejemplificada de apocrificidad, intertextualidad e idealismo inglés (Berkeley y Hume) en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, de magisterio y repertorio temático en “Tema del traidor y del héroe”. En fecha tan temprana como 1952, Enrique Pezzoni advertía ya sobre Borges (como se lee en uno de los ensayos de este libro): “Claudicaciones aparentes: su designio es que por primera vez sintamos bien de cerca aquel asombro suyo, aquella radical emoción de su yo en el mundo, que su literatura ha superado sin cesar. Eso nos da el poder de intuir la magnitud de su mundo: un mundo tan seguro de su propia firmeza que nos deja palpar el barro elemental de que está hecho” (p. 70).

En eso, los lectores argentinos corríamos con cierto handicap en relación con los españoles. Esta relación de ventaja supimos aprovecharla gracias a Enrique, aunque una prueba de su superioridad como crítico fueran el desinterés y la magnanimidad. El vuelo y la imaginación de Enrique Pezzoni corrieron parejos con su curiosidad y su reconocimiento intelectual, que a menudo, sin atenuar el rigor, se convertía en un afecto (como en los casos de Sylvia Molloy, Josefina Ludmer, Francis Korn, Tamara Kamenszain, Luis Gusmán y Jorge Panesi).

 

A la clarividencia de Enrique Pezzoni como crítico sucedía una petición de principios. Solía utilizar esa misma petición incluso para escribir una contratapa. Se trataba de “encontrar el cuentito”.

“Encontrar el cuentito” era todo un desafío. Había que descifrar en cualquier conjunto o fragmento las series que aceptaban mejor un tratamiento narrativo. Confrontarlas, compararlas, desarrollarlas. Así, un poema de César Vallejo o uno de Theodore Roethke daban resultados en apariencia sorprendentes, “y se dejaban contar” con fidelidad relativa como una profecía esquiva acerca de los dolores fortuitos que nos acechan el día de nuestra muerte, o como la clasificación que merece nuestro esqueleto cuando se cataloga la enciclopedia de las epidermis humanas.

“El cuentito”, de cualquier manera, no era una perífrasis ni una reducción. Era un cuento crítico y fidedigno, que el lector debía seguir para obtener tal vez una interpretación y continuar su busca. La busca del lector persuadió todos los pasos de Enrique Pezzoni como escritor y como crítico. De modo que uno puede considerar sus dos libros publicados como “novelas de pesquisa crítica”. Como el método del traductor, el del crítico es de una abrumadora riqueza y fluidez. Llevado al extremo, producía su propia catástrofe, su propia irrisión. Y así una vez Enrique Pezzoni tuvo que asombrarse del asombro admirativo que le proporcionaba a un autor no saber, después de haber despachado tres crispados cuentos, que había escrito una serena y unitaria novela.

 

El texto y sus voces, el único libro que Enrique Pezzoni publicara en vida, es el lugar ideal para encontrarlo. El sentido del pasado como recaudo de cierta vivacidad tradicional –Wilde, Arlt, Borges–, el sentido del presente como intensidad y proyección –Borges, Bioy, Marechal, Cortázar, Viñas–, la poesía –el poema– como operación extrema del lenguaje para conquistar esa franja que ensombrecen por igual la literatura y la vida. Encontrarlo: oír su voz. Oír una voz afable, histriónica, atrevida, sabia. Sentarnos a oír ahora que todo lo importante y lo bello y lo extraño parecen no tener identidad para quedarse.

 

 

LUIS CHITARRONI

Buenos Aires, junio de 2009

Enrique Pezzoni

ENRIQUE PEZZONI

Nació en 1926 y murió en 1989 en la ciudad de Buenos Aires. Fue uno de los críticos literarios más reconocidos del medio cultural argentino, traductor de obras como Moby Dick y Lolita, y del poeta T. S. Eliot, junto a Alberto Girri.

A lo largo de su carrera se desempeñó como secretario de redacción de Sur, asesor literario de Editorial Sudamericana, profesor de Teoría y Análisis Literario y director del Departamento de Letras de la Universidad de Buenos Aires. También enseñó en varias universidades de Estados Unidos y de Inglaterra.

El texto y sus voces (1986) es el único libro que publicó en vida. Parte de sus clases fueron compiladas en 1999 por Annick Louis en el libro Enrique Pezzoni lector de Borges (Lecciones de literatura 1984-1988).

Enrique Pezzoni

El texto y sus voces. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Eterna Cadencia Editora, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-712-203-9

1. Ensayo Literario Argentino. I. Título.

CDD A864

© 1986, 2009, Herederos de Enrique Pezzoni

© 2009, 2020, ETERNA CADENCIA S.R.L.

Primera edición: julio de 2009

Primera edición digital: junio de 2020

Publicado por ETERNA CADENCIA EDITORA

Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires

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… establecer con el texto del escritor una relación a la vez recreativa y rival. Es una afinidad supremamente activa, de colaboración pero también de pugna, cuyo cumplimiento lógico, si no real, es un “texto que responde”.

GEORGE STEINER

 

La crítica literaria: biografía, autobiografía. Biografía de la literatura. El crítico (como todo lector: un crítico es un lector autorreflexivo: fruición y desasosiego) no describe el modo de ser de un texto como si fuera el de una existencia ajena o inmune a su modo de percibirla. El crítico recorta, ordena, de algún modo decide los sentidos del texto. Sentido = significado. Pero como modo particular de entender y como lo define la geometría: manera de apreciar una dirección desde un determinado punto a otro. Desde el crítico (desde sus lecturas, desde las relaciones que establece con el contexto, desde los métodos o los modelos teóricos a que está unido, desde su voluntad de trascenderlos) hasta el texto. El crítico oye las voces del texto, elige unas a expensas de otras, las une por simpatías y diferencias a las que oye surgir de otros textos. Ese concierto que organiza es una literatura (de un momento, de un espacio) y también es la literatura.

El crítico compone la biografía de la literatura, que es su autobiografía. Historia de sus modos de acceso, cartografía de los rumbos que lo llevan a encontrar/producir el sentido. Revelar y ser revelado. Desplegar el juego de las creencias, las convicciones, los modos de percibir. Ser en y por el texto.

He reunido algunos de los artículos y notas escritos a lo largo de más de treinta años. Lecturas hechas en la revista Sur, en ámbitos universitarios (el Instituto del Profesorado, la Facultad de Filosofía y Letras, universidades extranjeras), en otras revistas literarias o académicas, ocasionalmente en periódicos. Espacios de afinidades y desacuerdos, de afectos entrañables (personales, literarios) y disidencias vehementes. Ofrezco al lector (mi cómplice, y también al otro, tan diferente de mí que me hace ilusionar con que tengo un perfil propio) estos conatos de biografía y autobiografía literarias.

1 “El sentido moral de los mortales es la deuda ilesa / que pagar debemos con el sentido mortal de la belleza”.

2 No fueron muchos, aunque tradujo a esa poeta inmensa a su pesar, Djuna Barnes.

TRANSGRESIÓN Y NORMALIZACIÓN EN LA NARRATIVA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA [1970]

La historia de la literatura podría concebirse hoy como el registro del ritmo según el cual las transgresiones a las formas y estilos que alcanzan prestigio en un ámbito cultural se convierten, a su vez, en actitudes prestigiosas, en rebeliones institucionalizadas y ya sin ímpetu para crear mundos nuevos, o siquiera para nombrar y descifrar el mundo en que vivimos. Tal proceso ya no es sorprendente: los ataques contra las pautas del pasado se codifican en convenciones aceptadas sin escándalo por un público aficionado a las audacias del escritor, pero que no ve en ellas un genuino afán crítico, una exhortación a revisar las nociones corrientes acerca de lo que llamamos realidad y lo que llamamos arte y, sobre todo, acerca de las fronteras –siempre ambiguas y fluctuantes– que a la vez deslindan y comunican ambas zonas. La novedad, o más bien la aspiración a la novedad, se impone como un valor per se. La burguesía argentina asimila imperturbable unas obras agresivas, deliberadamente enigmáticas, pero erizadas de halagos y trampas sonrientes, que las editoriales publican en tiradas cada vez mayores y las revistas de circulación masiva comentan con entusiasmo y vocabulario seudotécnico.

Lejos de sentirse agredida por unas experiencias que parecen cuestionar todo cuanto da por sentado, la masa de lectores las diluye en una costumbre. La literatura rebelde está ahora al alcance de su mano y le ofrece lo que aún faltaba en su mercado: el comfort intelectual. Uso el término en el doble sentido de “bienestar” y de “alivio”: al fin quedan abiertas las puertas, revelados los misterios de los laboratorios donde trabaja ese ser marginal, ese agitador clandestino que es el intelectual, el escritor de vanguardia. La sociedad se regocija ante el vasto campo cultural puesto a su alcance y no lo ve como una incitación a la duda sino, al contrario, como una reafirmación de la autoridad que le permite reducir la agresión a ornamento: la lectura de lo insólito es un medio para evitar la invasión de lo insólito en las uniformes vidas cotidianas. El aplauso a la transgresión hace de la ruptura un simulacro. Y la ruptura de la historia se vuelve historia de la ruptura, porque las consecuencias mismas de cada ruptura se aíslan dentro de límites estrictos que no rebasan el producto cultural inofensivo y suntuoso. Ilusión de libertad, reiterada en agresiones que se anulan como puro espectáculo, como entertainment o a lo sumo como campo de investigación para estudiosos desapasionados, siempre codiciosos de complejidades que autoricen sus exégesis. Pensemos en las versiones actuales del estallido surrealista (la primera, verdadera transgresión que a principios de nuestro siglo sacudió los cánones éticos y estéticos del siglo anterior). Pensemos en la complacencia con que el público burgués festeja los desacatos del pop-art, bulliciosa travesura que so pretexto de imponer un antiarte que simbolice el repudio a la hipocresía contemporánea, busca la recompensa de una sociedad ansiosa por gratificar cuanto rebaje a parodia de transgresión los ataques contra los tabúes que protegen su modo de vida. La vanguardia se pierde en la historia, en una tradición que acumula vertiginosamente novedades condenadas a envejecer no bien irrumpen en la escena. “El arte desciende, pues, al nivel de las masas –dice Edoardo Sanguinetti–, pero de este baño saludable de rugosa realidad, de estimulante concreción, es inmediatamente catapultado al elevado e inofensivo olimpo de los clásicos […] el alto burgués que mientras puede regula los precios y dirige el consumo, sabe muy bien lo que compra y, como a todo el mundo le consta, no se asusta ante nada. Como sabe que cada cosa tiene su precio, y se trata de saber gastar la cifra exacta, asimismo sabe que todo producto artístico, antes o después, ha de hallar su propio museo”.1

¿Cómo devolver al escritor su libertad en este contexto? Renunciar a las búsquedas y a la ruptura significa asumir un triste compromiso: es perpetuar la historia en lo que tiene de más anacrónico. A partir de la rebelión surrealista y, en el ámbito de la narrativa, a partir de la prédica que es la obra de Proust, Joyce y Kafka, quedó librada para siempre la batalla contra la realidad concebida como materia ya dada que humilla a la literatura, obligándola a convertirse en un minucioso trompe l’oeil, según la expresión de Marthe Robert.2 Ni Joyce ni Kafka son superiores a Cervantes o a los grandes dioses más inmediatos a ellos que fingieron derribar. Admitir tal superioridad es caer en la artimaña que hace de la ruptura y el cambio un fetiche. La lección de la novela surgida en la primera mitad de nuestro siglo es de otra índole: revela que el mundo construido por la literatura es siempre una conquista y a la vez una denuncia contra una presunta noción de la realidad que suele no ser más que una convención o un conformismo ante lo que un grupo cultural o económicamente dominante obliga a aceptar como real.3 “La búsqueda de la literatura es la búsqueda del momento que la precede”, dice Maurice Blanchot. Y Jorge Luis Borges: “Cada escritor crea a sus precursores”. Los novelistas del siglo XX nos enseñaron a leer a Cervantes, o a Dostoievski, o a Galdós; nos revelaron que su realismo es crítica, indagación y hallazgo: procedimiento. Si olvidamos las clasificaciones extrañas a la literatura, simplistas, arbitrarias, de tipo dualista (interior-exterior, imaginario-real, intención creadora-obra creada), toda obra se nos presenta como “realista” (sin excluir las rotuladas como “fantásticas”), puesto que al exhibirse como procedimiento la literatura revela que los mundos por ella propuestos son el resultado de una exploración, de un saber experimental semejante a la ciencia. Y si el cambio violento, el giro brusco de las búsquedas del escritor es inevitable, lo es porque no hay en la literatura conquistas definitivas. El destino del escritor no es reiterar las experiencias de quienes lo precedieron, sino señalar qué hubo en ellas de invención y hallazgo, y también en qué momento esos hallazgos se convirtieron en artículos de fe, en convenciones canonizadas.

Si al escritor le es tan imposible regresar al pasado como interrumpir sus búsquedas, ¿cómo evitar que ese imperativo de innovar se degrade en el fenómeno secundario de un antiarte consumido por la sociedad burguesa? Es difícil prever el sentido que tomarán las búsquedas cuyos descubrimientos se salven del proceso de normalización. Por otra parte no es absurdo exigir tanto del escritor como de la crítica que indiquen el instante de la neutralización: el instante en que, como se ha dicho tantas veces, la vanguardia se hace guardia y guarida: defensa empecinada de un territorio ya conquistado donde el rebelde adquiere la prepotencia del tirano; refugio donde se instalan cómodamente quienes aspiran al panteón de la modernidad con apariencia transgresiva.

En el prólogo a la antología Poesía en movimiento (México, Siglo XXI Editores, 1966), Octavio Paz comenta las discusiones con Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco cuando quisieron elegir a los poetas mexicanos que, entre 1915 y 1966, se inscriben en la tradición de la ruptura y el cambio y conciben la modernidad como “una decisión, un deseo de no ser como los que nos antecedieron y un querer ser el comienzo de otro tiempo” (p. 5). Al compilar la antología, Paz y sus colaboradores procuraron invertir el procedimiento de la crítica corriente, que “ve el pasado como un comienzo y el presente como un fin provisional”; esta vez, el propósito fue “alterar la visión acostumbrada: ver en el presente un comienzo, en el pasado un fin” (p. 7). Fin también provisional, puesto que varía con el presente desde el cual se proyecta. Durante las mencionadas discusiones surgieron divergencias en cuanto a la aparente contradicción entre los términos “tradición” y “ruptura”. Hubo un momento en que los antólogos estuvieron a punto de resignarse a incluir en la selección dos clases de autores: los representantes de la ruptura y la “aspiración a la modernidad”, y los que pertenecen a la tradición opuesta de “la dignidad estética, el decoro –en el sentido horaciano de la palabra–, la perfección” (p. 8). La solución fue desechada porque significa caer en el dualismo eclecticista que ha provocado, precisamente, la crisis intelectual contemporánea. Al fin se aceptó “sin alegría” otra solución intermedia: incluir a los autores que cultivaron el decoro pero que, en algún momento, coincidieron con la tradición de la ruptura. Lo importante era mantener la idea del movimiento y el cambio. Pero acaso Octavio Paz y sus colaboradores debieron revisar esa distinción entre “ruptura” y “decoro”. Pues la actitud del decoro recupera hoy de manera harto curiosa su antiguo sentido, puramente relativo y sinónimo de decens: es el repertorio de recursos, la estrategia que conviene emplear para establecer el contacto entre la obra y su público, y para lograr la aceptación.4 Así, “ruptura” y “decoro” dejan de ser categorías opuestas, puesto que lo decoroso parece, hoy, esa aspiración a la modernidad de que habla Octavio Paz: el empeño de obstinarse en el cambio, de perpetuar la transgresión, de reiterar la agresividad. Guardar la vanguardia. Proceso de normalización semejante al que padeció otro tipo de literatura antes concebida como “indecorosa” o rebelde: la narrativa de esos autores que, poseídos de un afán de crítica social, sólo concebían la obra literaria en una paradójica relación de dependencia con la realidad exterior que debe denunciarse y modificarse. Nostalgia de la acción, subestimación de la literatura y el lenguaje como ideología capaz de operar tantas transformaciones como la acción misma.5 En el mercado literario de la Argentina de hoy, esa literatura de supuesta denuncia ha dejado de ser un habla distinta e hiriente para convertirse en una concesión a la lengua y las normas codificadas: un producto impuesto por ciertas empresas editoriales y destinado a la contemplación apacible y satisfecha.

La lengua común, el código de la sociedad burguesa ya ha empezado a apoderarse de esa otra literatura que propone una relación de asalto con la realidad exterior. Quizá ha llegado el momento en que el novelista deba abandonar no su actitud de ruptura, pero sí esa concepción de la “ruptura decorosa” que lo hace caer en la trampa de una sociedad que lo gratifica con el éxito. Y quizá ha llegado el momento en que la crítica literaria empiece a ver que ciertas formas de la vanguardia contemporánea han dejado de ser un comienzo para convertirse en un final. Al desplazar el objeto de su contexto, el dadaísmo entronizó lo inservible como símbolo burlón de una sociedad prosternada ante valores que se confundían con lo meramente utilitario. Hoy, los rebeldes que reiteran a Dadá hacen del objeto una forma de arte que aspira a la admiración. Su presunto antiarte es la canonización del artefacto. De manera semejante, la antinovela actual, reiterando las transgresiones de Joyce y ejercitándose en las gimnasias de la llamada “obra abierta”, ¿no estará consagrando un artefacto cuyo destino único es el mercado? Revalorar las transgresiones (es decir, comprobar si continúan siéndolo): esa es la misión del intelectual y el escritor. En vez de concebir la historia de la literatura como un sucederse de rupturas y cambios al margen de las obras que acatan el prestigio, ¿por qué no plantearla como el registro de esos hitos en que la tradición de la ruptura se sale de quicio: el de las formas acatadas, el de las transgresiones normalizadas por el prestigio?

 

Y bien; la historia de la narrativa contemporánea y, dentro de su ámbito, el proceso de neutralización de las actitudes transgresivas, puede encararse como una crónica entre los rótulos tiránicos impuestos por la sociedad de consumo y como el registro de la aparición de los nuevos contratos de lectura.6En la narrativa actual argentina, por ejemplo, ¿qué obras han suscitado la actividad de lectores productivos?7 Y a la inversa, ¿qué obras han recaído en nuevas versiones de los viejos contratos de lectura, so pretexto de “guardar la vanguardia”?

Un punto de partida para reconsiderar la narrativa argentina actual podría ser la relectura (hecha desde esta perspectiva) de la obra de Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal y Julio Cortázar. Cada uno de estos autores irrumpió en el ámbito cultural argentino con un estallido de transgresiones y rupturas. Los tres recelaron del lenguaje literario impuesto por las pautas prestigiosas de su momento; los tres manifestaron ese disconformismo mezclando burlonamente, a veces enconadamente, las normas lingüísticas más distantes entre sí; los tres, en suma, fueron exigentes de lectores activos, que no se amedrentaran ante el esfuerzo de poner en movimiento mecanismos erizados de dificultades. Tanto Borges, como Marechal, como Cortázar fueron encontrando el éxito en medios cada vez más vastos. Sólo que el aplauso los festejó en diferentes momentos de su producción. Eso los distancia y acaso muestra el momento en que dejaron de ser vanguardia para ingresar en la historia de la vanguardia.

 

Durante mucho tiempo, la obra de Borges pasó en la Argentina por ser una muestra sui generis de la literatura del decoro (aceptación de los grandes modelos propuestos por la literatura y el pensamiento universales) y a la vez de la ruptura: ensayos que se proponían como curiosas narraciones, relatos en que intercalaban seudoensayos, etc. En todo caso, la destreza formal de esos cuentos y ensayos, el refinamiento de los problemas metafísicos planteados, el aristocrático desdén por la definición de una presunta autenticidad nacional (urgencia que atormentaba por igual a los grupos intelectuales de derecha e izquierda): ese fue el repertorio que la crítica en torno a Borges se limitó a señalar entre 1925 y 1950. Por eso, desde el comienzo mismo la literatura de Borges provocó entusiasmos vehementes o rechazos indignados que, en el fondo, eran igualmente injustos, pues no veían en esa literatura más que un artificio inobjetable. No quiero referirme ahora a la hondura de los problemas filosóficos o cuasi filosóficos formulados por Borges: ya hay toda una profusión de estudios que los ha comentado (y, por cierto, se ha detenido demasiado en ellos, como si los cuentos y poemas de Borges fueran una “ilustración” de sus ensayos). Lo que me parece importante señalar aquí es que los primeros detractores o admiradores de Borges ignoraban que su obra solicitaba de sus lectores un esfuerzo no precisamente de comprensión, sino de transformación de sus hábitos de lectura. Años antes de la llamada “obra abierta”, el lector de Borges debía sortear una serie de trampas hasta descubrir que en sus enigmáticos relatos el misterio que debía resolver no era el de unos mundos rotulados por la crítica como “fantásticos” o “irreales”, cuanto el misterio de un texto que se problematizaba a sí mismo como recurso inventivo y que, al mismo tiempo, era incesante invención: no el reemplazo de la realidad por la irrealidad, sino el enfrentamiento dialéctico de diferentes formas de existencia. Obra “cerrada”, pero con la cual sólo podía establecerse un activo contrato de lectura. En el nivel lingüístico, los textos de Borges negaban toda eficacia comunicativa al lenguaje, pero hacían de él su objeto último: un instrumento sorprendente, destinado a transmitir la nostalgia de “las representaciones directas y sin ministerio alguno verbal”. En el nivel de las acciones, esos textos proponían hechos sobrecogedores, pero que se desmentían a sí mismos como opciones definitivas y cuyo significado estaba más allá de ellos, en una suerte de sorpresa final “de segundo grado”. Estas deliberadas contradicciones se extremaron como programa estético en un ensayo en que Borges acumuló negaciones que se precipitan en un anhelo suicida, pero que son a la vez una rotunda afirmación vital. En “La supersticiosa ética del lector”, escrito en 1930 y recogido en el tomo Discusión, Borges acumula su rencor contra el lenguaje, “díscola forzosidad de todo escritor”, y contra los lectores que se enamoran de las hazañas verbales sin trascenderlas a las representaciones que las palabras tienen por misión comunicar. “Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la efectiva representabilidad o irrepresentabilidad de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y su sintaxis… es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo sino en la disposición de sus partes”. Los admiradores y opositores de Borges tomaron este menosprecio del lenguaje como una travesura más del Borges que en sus propias páginas elaboraba una dicción obstinadamente insólita. Borges los dejó en el error y al final del ensayo sentenció que el destino de la literatura y de lo que la hace posible, el lenguaje, es su desaparición: en la mudez surge el imán de todas las significaciones posibles, un ámbito donde sólo hay esas representaciones puras con que se comunican los ángeles. La hermosa frase que cierra el ensayo anticipa la muerte del lenguaje como afirmación de esa forma de existencia situada más allá de toda realidad, de toda irrealidad, a que tiende la literatura: “Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol sabe desesperar del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con su propia virtud, y enamorarse de su propia disolución, y cortejar su propio fin”. Pero una vez proclamada la transparencia del lenguaje para realzar la luminosidad de las representaciones, Borges no entregó a sus lectores un mundo que admitiera una interpretación única, aunque difícil. Fabricó, en cambio, un sistema de personajes y acciones que sugieren interpretaciones sucesivas, opuestas, provisionales, y que hacen de esa provisionalidad su sentido. Tal vez ha llegado el momento de revisar las interpretaciones de la obra de Borges como la propuesta de un mundo irreal. La irrealidad supone el cotejo con la realidad, es decir, cuenta con ella porque necesita oponérsele y desmentirla. Las invenciones de Borges son previas, en todo caso ajenas a la idea de realidad. Se proponen como ámbitos que sólo se explican por sus propias, irónicas leyes. La paradoja como método de conocimiento; el conocimiento como ficción, como aceptación simultánea de afirmaciones opuestas. “La imposibilidad de penetrar en el esquema divino del universo –dice Borges– no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que estos son provisionales”. Y en una nota a propósito de una novela de Wells: “¿Me atreveré a estampar que [esa novela] es inverosímil y que la inverosimilitud es un privilegio de que suele abusar la realidad?”. Contrapunto de negaciones: el escritor descarta la realidad y en el vacío de su ausencia instaura un inédito modo de verosimilitud en que negaciones y afirmaciones se multiplican infinitamente. Negar la personalidad, el yo individual, pero en personajes cuyo destino sea único, irrepetible; negar la sucesión y la distancia, pero en un ámbito donde también se den el alejamiento, la separación y la muerte. Pensemos en ese entrecruzamiento de planos que es el relato “Emma Zunz”. Para el lector distraído, consumidor de anécdotas, el cuento narra la historia de una mujer que venga tardíamente una traición cometida contra su padre: en el “infame Paseo de Julio” se entrega a un marinero, cita al traidor (a cuyas órdenes trabaja como empleada) con el pretexto de una delación, lo asesina en una suerte de crimen que tiene a la vez la torpeza del arrebato y la majestad de un rito y justifica al fin ante la policía ese crimen como la venganza de su honor ultrajado. Primera sorpresa: el desenlace de esa compleja trabazón de hechos ideada para que el verdugo sea, al mismo tiempo, víctima. Pero el narrador termina así el relato: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero era también el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. Verdadero, falso: las palabras parecen inscribirse en un nuevo código cuya validez es radicalmente distinta de la que acatamos en la comunicación cotidiana. Horas, circunstancias, nombres propios: la mecánica inventada por los hombres para orientarse en el mundo es reemplazada por otra que funciona en sentido inverso. Segunda sorpresa: Emma Zunz, su penosa entrega al marino en el puerto, su crimen ritual, niegan el tiempo y el espacio y una vez más afirman que acciones semejantes reiteradas en la ilusoria corriente temporal no son sino una misma, única acción que rebasa del individuo. “Es verdad que lo ignoro todo sobre él / –salvo los nombres de lugar y las fechas: / fraudes de la palabra”, dirá asimismo Borges en el poema “Isidoro Acevedo” al imaginar la muerte de su abuelo, que en la agonía inventa un campo de batalla para acabar en él como un héroe. El fraude de la palabra sirve a la vez para negar el tiempo, el espacio y cualquier yo individual que transite por ellos; pero los niega desde unas vidas personalísimas, obsesionadas por un pasado que no se deja anular. El de Borges es un texto perfecto, pero sobre todo en el sentido de concluso: círculo impecable que se ofrece a lectores capaces de arriesgarse en una empresa de descubrimientos que desembocan siempre en el punto de partida. Conocimiento último que no promete más recompensa que la actividad de buscarse a sí mismo.

 

Los cuentos de Borges no pidieron el escándalo. Se limitaron a desdeñar la costumbre de la comunicación literaria aceptada como un hábito apacible. Quizá sea esto lo que ahora advierten en la Argentina los grupos ideológicos que han resuelto deponer su antiguo rencor contra un Borges recluido en la atmósfera “a-ideológica” del pensamiento y alejado de la acción. Espléndido desenlace: en el momento en que el Borges real exagera su actitud reaccionaria y abraza el partido conservador so pretexto de que es “una forma de pesimismo”, las izquierdas aplauden “al otro Borges”: al producido por sus textos.

 

A diferencia de Borges, Leopoldo Marechal buscó el escándalo. Con su Adán Buenosayres, publicado en 1948, forzó los quicios de la narrativa argentina y se apartó ostentosamente de las pautas entonces aceptadas. Su novela alardea de incoherencia, aspira a la desmesura, entrechoca estilos y normas lingüísticas reñidas, baja desde el lenguaje empinadamente retórico o convencionalmente poético a la lengua más cotidiana, edifica alegorías complicadas con copiosas abstracciones y las enfrenta con caricaturas de personas o hechos concretos del mundo real. La crítica reaccionó con el escándalo previsto por Marechal. Sólo dos ejemplos: “Una caída, un bodrio con fealdades y aun con obscenidades, aunque importante como mitificación de su generación martinfierrista” (Enrique Anderson Imbert). “Imaginad, si podéis, el Ulises escrito por el padre Coloma y abundantemente salpimentado de estiércol y tendréis una idea bastante adecuada de este libro” (Eduardo González Lanuza). Tales alarmas, ¿testimoniaban en verdad la aparición de un texto nuevo que, asumiendo el caos como programa estético, propusiera un contrato de lectura que dinamitara los hábitos del lector pasivo, consumidor? El requisito esencial de toda obra literaria es su autonomía: aunque exija lectores activos, estos sólo pueden encontrar en el texto los elementos necesarios para iniciar su productividad. Adán Buenosayres, novela que simboliza al argentino que se busca a sí mismo en un ámbito que a la vez ama y execra, los símbolos proclaman insolentemente su condición de tales y exigen formas de exégesis que el texto invita a buscar fuera de sí. El Adán es un proyecto: tensión hacia un modo de ser que aún no ha adquirido existencia. Leopoldo Marechal suministró con abundancia, y desde fuera de su Adán, los apoyos que ese texto reclama y se entregó con entusiasmo a la dilucidación de los problemas por él mismo planteados. Recuérdense “Las claves de Adán Buenosayres8 que Marechal escribió como ampliación, como “corrección” a una entusiasta reseña de Adolfo Prieto, uno de los primeros admiradores del libro. Marechal explicó cada uno de los dos símbolos que desfilan por su novela; aclaró alusiones literarias felicitándose de que fueran recónditas; destacó influjos no vistos por sus exégetas; compuso una curiosa teoría acerca de un “simbolismo estructural” en el relato (el viaje “horizontal” de Adán se cruza con su afán de altura y trascendencia: símbolo de la cruz, de la elevación cristiana). Y sobre todo, distinguió su esfuerzo de las experiencias de Joyce: el Ulises es para Marechal una mélange, un catálogo de formas que no superan la mera “literalidad” del texto, mientras que el Adán Buenosayres y su autor “acuciado por otras problemáticas” entienden “la lección homérica en su ‘sentido simbólico’ más que en sus apariencias literarias” (p. 20). Para Marechal, el Ulises es un suicidio porque en él la letra mata al espíritu, mientras que el Adán denuncia al “demonio de la letra”, rememorando el precepto de las Escrituras: “La letra mata, el espíritu vivifica” (p. 21). Desde esta exégesis altanera que destruye lo que hay de valioso en su libro, Marechal ignora que el Ulises no es un suicidio, sino un crimen expiatorio: un asesinato de las formas novelescas heredadas que así acaba con la agonía de una cultura de la repetición. En el Ulises de Joyce está el furor y también la nostalgia de quien mata un lenguaje y elige otro provisional porque no encuentra en su contorno indicaciones expresivas que pueda seguir empleando. En el momento de abandonar una tradición que ya no le pertenece, Joyce no oculta su angustia ante la pérdida de esos cauces por donde la literatura se ha deslizado hasta entonces. Pero al elegir un nuevo, difícil camino en que las palabras abandonan sus relaciones habituales, Joyce rescata la literatura del peligro de la insignificancia. “[…] la legibilidad se crea en el corazón mismo de lo ilegible, la sedimentación de las lenguas se convierte, en la frontera del mundo y del sueño, en el mundo y el sueño de uno solo y de la humanidad toda […]. En la noche donde Joyce entró mediante su escritura, las lenguas se desatan y se hacen vivas, descubren su ambigüedad, su multiplicidad, de las cuales somos reflejos en plena luz: reflejos, imágenes que se creen protegidas y claras”.9

 

La autoexégesis de Marechal revela, contrario sensu, sus verdaderas diferencias con Joyce: lo que en uno es renuncia consciente y dolorosa, en otro es aprovechamiento enmascarado de desdén. Marechal no se desgarra de una tradición literaria: se apoya en ella para deformarla; no descarta una cultura: la caricaturiza y nos la tira por delante. Al mezclar dicciones diferentes, no busca un lenguaje nuevo, aunque provisional, como Joyce: el fin de su búsqueda es el contraste mismo, la incoherencia no resuelta. Y su obra no se dirige a un lector activo, sino a una mentalidad que acepte pasivamente el simbolismo de tal incoherencia. Adán Buenosayres es un acto de terrorismo intelectual: sus agresiones, más revoltosas que rebeldes, son en el fondo reaccionarias, porque se humillan ante la tradición que pretenden cuestionar y porque se desbandan por todos los caminos ya agotados por la literatura.

Esto es, de algún modo, lo que señaló uno de los escritores que, al aparecer el Adán Buenosayres, aprobó con lucidez el intento que significaba la novela. El comentario de Julio Cortázar, publicado en la revista Realidad, XIV (1949), denuncia y a la vez redime la destrabazón del Adán Buenosayres. A los símbolos sin autonomía que desfilan por la obra, opone otro símbolo: el del libro mismo. En el “dibujo paranoico” del Adán