Portada: Infamia. Thomas Erikson
Portadilla: Infamia. Thomas Erikson

 

Edición en formato digital: enero de 2017

 

Título original: Illdåd

En cubierta: fotografía de © Rob Wilson / Shutterstock.com

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Thomas Erikson, 2012

This edition published with agreement with PNLA /
Piergiorgio Nicolazzini Literary Agency

© De la traducción, Francisca Jiménez Pozuelo

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16964-69-7

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

El delito

 

El juicio

 

El veredicto

 

Agradecimientos

 

Cualquier semejanza con la realidad

es completamente intencionada.

El delito

 

«El tribunal se encargará de que se observe el orden en el procedimiento. El tribunal puede determinar que distintas cuestiones o partes de la causa deban tratarse por separado o que, en caso de discrepancia, se efectúen en el orden establecido en los párrafos 6, 9 y 10. El tribunal se encargará también de que la causa sea investigada según requiera la naturaleza de la misma, y que no se incluya nada innecesario. Por medio de preguntas y observaciones, el tribunal tratará de corregir posibles ambigüedades y/u omisiones que se efectúen en las declaraciones. Ley (1987:747)».

 

Cap. 46 Ley de Enjuiciamiento Criminal, párrafo 4

Capítulo 1

Al principio no entendió a qué se debía el silencio al otro lado de la línea telefónica.

Pero fue solo al principio. Después reconoció la voz.

Era una voz débil y triste.

—Me han robado el móvil —dijo ella.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tom Leijon mientras se sentaba en el sofá.

—Me han quitado el móvil —repitió—. Se lo han llevado. El nuevo.

—¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado? —preguntó Tom, desconcertado.

—¿Puedes venir a buscarme? Me han robado el móvil —dijo ella con voz débil.

—¿Dónde estás, Sara?

Tom se pasó una mano por la garganta y tragó saliva, notando el movimiento de la nuez bajo la piel.

—Espera —pidió ella.

Oyó ruidos y murmullos de fondo.

Sara le facilitó una dirección en Marieberg. Tom miró el reloj. Eran las tres y media de la madrugada del 14 de diciembre. La noche de Santa Lucía. Una de las noches festivas más tradicionales. Él la había celebrado solo, viendo un par de películas que no había tenido la oportunidad antes. Sin nadie más. Nadie con quien compartir la cena de Santa Lucía. No se atrevía a pensar cómo iba a ser la Navidad.

Sobre todo sentía inquietud ante las fiestas. El videoclub había ido tan mal en noviembre que apenas si había habido beneficios. Cada vez más gente descargaba películas de la red. En poco tiempo no le quedarían clientes.

—Voy para allá —anunció alejándose del teléfono y recogiendo los pantalones que estaban tirados en el suelo. Miró la pantalla. «Número oculto». ¿Y si ya no estuviera allí cuando llegara?

Tom se puso una camiseta que olía a sudor y cerró la puerta de un tirón.

Capítulo 2

Nina Mander se sentó delante del escritorio de Gabriel Hellmark. El despacho estaba tan desordenado, como de costumbre.

El comisario no apartaba la vista de la pantalla. Iba sin afeitar y llevaba la camisa arrugada. Por algún motivo se percibía una mueca de descontento en su boca. Nina sabía que en ocasiones intervenía en las investigaciones de otro grupo e incluso dirigía distintos equipos a la vez. Sin duda trabajaba demasiado, como de costumbre. Delegar no era su fuerte. Llegaba el primero y se marchaba el último. El comisario Hellmark siempre trabajaba más que los demás.

—¿Qué vas a hacer en esta fiesta? —preguntó sin mirarla, mientras deslizaba los dedos por el teclado.

—¿Para Santa Lucía? No lo he pensado.

No sabía si la iba a pasar con Alex. Él no le había dejado claro si trabajaría o no ese día. La vida de consultor incluía una buena dosis de libertad, pero esta parecía tener un precio. Podía verse desbordado de trabajo de repente a pesar de que creía que ese día iba a estar libre. Había clientes que lo llamaban por teléfono en cualquier momento.

—¿Puedes trabajar? —dijo Hellmark apartando el teclado.

Se enderezó y hasta Nina pudo oír el crujido de la espalda.

Ella reflexionó unos segundos.

—No lo sé.

—Tenemos muy poco personal. Hay gente de baja.

Mencionó varios nombres y los relacionó con una larga lista de enfermedades según iba desplazando el ratón.

Nina recordó lo que había aprendido de su jefe. «Sé clara y no utilices más palabras de las necesarias».

—Vale. Trabajaré.

Su superior guardó silencio.

—Va a salir un montón de mierda, para que te vayas haciendo a la idea. Tienes formación de sobra para todo eso.

—Está bien.

Él volvió a mirar la pantalla. En cuestión de segundos estaba aporreando las teclas como si su vida dependiera de ello. Nina supuso que ya estaría pensando en otra cosa. Hellmark había conseguido lo que quería y estaba listo para la tarea siguiente. Ella sabía que no le iba a dar las gracias.

De regreso a su despacho fue pensando qué iba a decirle a Alex. No sabía si llamarle y decirle que no planeara nada o dejar que él se lo preguntara. Estaba acostumbrado a actuar por su cuenta y a seguir principalmente sus propios caminos. Pero a veces mantenía también una actitud expectante.

Llamó al buzón de voz del consultor y le dejó un mensaje.

Durante el último año se habían visto con regularidad, pero ambos trabajaban demasiado y seguían sin quedar a diario. Cada uno vivía en su propio apartamento: ella en Vasastan y él en Östermalm. Iban a su casa o a la de él. Ambos tenían libertad. En cierto modo era bastante práctico.

Con Alex no fue amor a primera vista, su interés por él fue creciendo poco a poco mientras trabajaban juntos en la búsqueda del Asesino de los Millonarios, que era el apodo que le había puesto la prensa al caso. Durante la investigación, en la que él ayudó a la policía como experto en comportamiento humano, ella lo veía como un simple consultor. Pero luego fueron conociéndose. Lo uno llevó a lo otro y una visita inesperada al domicilio de él acabó en algo que Nina no pudo controlar.

Al principio se preguntaba si realmente sentía algo por él o solo era un modo de evitar la soledad. No estaba segura. Acababa de cumplir los treinta, y no tenía ninguna prisa en averiguarlo.

 

Capítulo 3

Tom conducía el coche a demasiada velocidad por la aguanieve. Apenas había tráfico y el viejo y abollado Honda se deslizaba por las calles resbaladizas. Llegó en quince minutos. En una esquina vio a tres figuras inclinadas alrededor de un dispositivo móvil con linterna. Sara era una de ellas.

Salió del vehículo y fue corriendo hacia ella. Respiró hondo el aire gélido y miró al hombre y a la mujer que estaban en pie junto a Sara.

El hombre se guardó el móvil en el bolsillo, abrazó a Sara y se apartó.

—Gracias por prestármelo —dijo Sara con voz cansada—. Gracias por… —añadió y luego se detuvo mirando a Tom, buscando su mirada.

Él la miró y la saludó.

La pareja se fue alejando. La mujer volvió la cabeza. El hombre dijo algo y ella se volvió de nuevo. Después ambos desaparecieron por una esquina.

—Eran cuatro —dijo Sara.

Tenía magulladuras en un lado de la cara. Un ojo hinchado. Su tono de voz, habitualmente desenfadado, se había vuelto grave, apagado. Percibió una ronquera que no reconocía.

—Eran cuatro, yo me negué… —añadió, secándose el rostro con el anorak—. Dije que no, pero eran cuatro. Mari desapareció…

Tom la abrazó con todas sus fuerzas. Cerró los ojos. De pronto se dio cuenta de que ella iba sin ropa por debajo del anorak. La apretó con más fuerza aún contra su cuerpo. Tenía los pantalones vaqueros rotos por la parte de la cintura. Estaban a siete grados bajo cero. Al parecer también le faltaban los calcetines.

Tom trató de pensar con frialdad mientras se dirigían al coche. Al ver a Sara sentada a su lado en el asiento del copiloto tuvo la sensación de que él no tenía derecho a estar allí. A pesar de que ambos vivían en la misma ciudad, desconocía por completo la clase de vida que ella llevaba. Tal vez en esos momentos debería de estar otra persona con ella. Intentó recordar la última vez que Sara lo llamó. Fue pocos meses antes.

Soy su hermano, pensó. Ella ha recurrido a mí, a nadie más.

 

 

Tom esperaba lágrimas y nervios, sin embargo Sara estaba serena y centrada. Quiso poner la denuncia de inmediato. Mientras subían las escaleras de la comisaría de Kungsholmen, se iba apoyando en él. Era la única comisaría que conocía, además de la más cercana. Una agente de policía que estaba allí acudió rápido al percatarse de lo que le había ocurrido a Sara. La mujer miró a Tom y levantó las cejas.

—Soy su hermano —susurró él mirando al suelo. ¿Por qué bajó la voz? Tal vez tuvo la sensación de que las paredes de la comisaría se encogían en torno a ellos.

La mujer de uniforme le dio unas palmadas en el brazo y él asintió con la cabeza a la par que le temblaba la mandíbula.

—Ahí tienen café —dijo con un perceptible acento extranjero.

Tom condujo a Sara a una habitación que le recordó a la sala de espera de un dentista, pero sin revistas manoseadas y ajadas y con sofás desgastados de color azul de comienzos de los ochenta. Sintió frío, se debería haber puesto algo más que una camiseta debajo de la chaqueta, pero el café estaba caliente y se lo bebió agradecido. Le ofreció a Sara una taza que ella rechazó con un leve movimiento de cabeza. Estaba tan callada que se asustó.

—Sara, no se librarán de esto.

Ella levantó la cabeza y le miró.

—Lo prometo. Tendrán su castigo.

Sara miró al suelo.

—Ya lo verás —afirmó convencido.

Después de unos instantes volvió la agente de uniforme.

—Espere aquí —dijo con mirada severa. Luego acompañó a Sara por el pasillo hasta una habitación que había un poco más adelante. Tom las siguió con la mirada.

Se sentó a esperar.

Capítulo 4

La sala de interrogatorios era pequeña, con una mesa y tres sillas. Sara se hundió en una de ellas y se ajustó el anorak. No recordaba haber tenido nunca tanto frío.

Un agente uniformado entró en la sala. Iba bien afeitado a pesar de lo tarde que era. Llevaba cinco bolígrafos que sobresalían del bolsillo superior de su chaqueta, todos iguales. Miró a la chica, meneó levemente la cabeza y retiró una silla del otro lado de la mesa mientras leía unos papeles.

—Bueno —dijo mientras dejaba los papeles sobre la mesa y deslizaba la mirada rápidamente por los pechos de la chica, tal vez sin pensarlo y solo por un instante, pero hizo que ella se ciñera el anorak aún más al cuerpo—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó sacando del bolsillo uno de los bolígrafos. Después probó el mecanismo con varios clics y trazó una línea en el papel para asegurarse de que el bolígrafo funcionaba bien. Finalmente inclinó la cabeza y la miró expectante.

Sara tragó saliva.

—Yo… Me han violado —confesó en voz baja.

El policía se quedó observándola unos segundos.

—Comprendo. —Asintió—. ¿Qué recuerda?

—Eran cuatro.

—Cuatro. Eso no está nada bien. ¿Qué le hicieron?

Sara se limitó a cerrar los ojos durante unos cinco segundos e intentó no moverse.

—Estábamos en el Soap Bar. Me llevaron engañada a la casa de uno de ellos y luego me violaron —dijo ella con los ojos aún cerrados—. Todos ellos —añadió.

Le dolía mucho la zona genital. Sospechaba que estaba sangrando de nuevo, pero no se atrevía a comprobarlo. Se agarró al asiento de la silla con las dos manos e intentó evitar el vértigo.

El agente se inclinó hacia delante. Carraspeó, fijó la vista en la mesa, luego levantó la mirada y se encontró con la de Sara.

—A veces puede tratarse de un malentendido. Hay chicas que creen que las han violado, pero cuando hablas con ellas resulta que solo se han peleado con el chico.

Sara le miró a los ojos.

—A mí me han violado.

—Suena fatal. Horrible, de verdad —dijo levantando el bolígrafo—. ¿Había bebido mucho?

—Quiero poner una denuncia —anunció Sara.

—Comprendo que estés indignada. Debe ser terrible para ti. ¿Estuvo con alguno de esos hombres?

—¿Cómo? —preguntó Sara con gesto de asombro.

Ojalá estuviera Tom aquí, así todo iría mucho más rápido, se dijo.

—Me refiero a que si aceptó estar con alguno de ellos, los otros pudieron creer que tenían vía libre —aclaró el policía haciendo un gesto de disculpa con las manos—. Hay muchos idiotas por ahí.

Sara buscaba las palabras correctas.

—¿Por qué les acompañó si no quería acostarse con ellos?

—¿Puedo poner la denuncia o no?

Sentía la garganta seca, no podía tragar bien.

—Hagamos una cosa —anunció el policía, que aún no se había presentado—. Voy un momento a buscar unos formularios. Mientras tanto usted se queda aquí pensando en todo esto. —La escrutó con una expresión supuestamente alentadora—. ¿Vale?

Se puso en pie y se fue, dejando la puerta abierta. Sara lo miró mientras salía. No parecía importarle mucho que ella estuviera o no al volver.

Sara retiró la silla y se irguió. Sintió un pinchazo, como un grito de protesta en la zona pélvica cuando, cojeando, cruzó la puerta. Tenía algún problema en un pie. No había notado el dolor antes, pero en ese momento se acordó de que alguien la había pisado. Recordó de pronto imágenes de la noche anterior.

Tom se levantó inmediatamente.

—¿Ya está?

Sara buscó apoyo en el hombro de él. Estaba mareada.

—Tom, yo, yo…

Las piernas no la sostenían, era como si alguien le hubiera quitado el control de los músculos. Se desplomó sobre Tom, que la sujetó en los brazos y la tumbó en el sofá de vinilo de la sala de espera.

Él miró a su alrededor. El policía seguía sin aparecer.

—¿Qué te ha dicho?

—Me ha dicho que… que tal vez no haya sido una violación.

Tom no se había percatado de la presencia de la mujer que se hallaba a solo unos metros.

—Discúlpeme —dijo la mujer—, pero no he podido evitar oírlos.

Era un poco mayor que Sara y parecía estar preocupada.

Sara hizo un esfuerzo por sentarse. Respiró hondo.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Johanna y trabajo en el Servicio de Asistencia a Víctimas de Delito. ¿No han querido escucharlos en la policía?

Iba bastante bien vestida y parecía estar fuera de lugar en esa desordenada comisaría de policía en mitad de la noche.

A pocos metros de ellos aparecieron dos corpulentos agentes de uniforme acompañando a un joven fuera de sí. Este daba patadas y gritaba sin cesar. Después de atravesar la recepción con él, todo volvió a quedar en silencio.

Sara movía la cabeza. Quería acostarse y dormir.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Johanna.

Los ojos de Sara le dijeron algo, pero no todo. Johanna le puso una mano en la mejilla y le hizo una señal con la cabeza.

—Cuéntemelo.

—Me han violado. Eran cuatro. No los conocía. Yo…

Guardó silencio.

Johanna miró a Tom.

—¿Quién es usted?

Él se cruzó de brazos.

—Es mi hermano —respondió Sara, que estalló en sollozos, sin poder contener el llanto.

—Korell, el agente que acaba de conocer, es un desastre —dijo Johanna—. Ha recibido formación para este tipo de situaciones, pero tiene dificultades para cambiar su anticuado modo de ver las cosas. —Continuó acariciando el pelo de Sara—. No tiene por qué reprimirse. Deje que salga todo.

Tras unos minutos, le indicó a Sara que esperara allí, se levantó y se marchó.

Al rato se oyeron voces airadas detrás de una puerta que se encontraba un poco más adelante en el pasillo. Alguien intentaba explicar algo, pero Johanna alzaba la voz aún más e interrumpía al que hablaba. Se oyó un ruido como si alguien golpeara una superficie de cristal con el puño.

Silencio.

Johanna regresó después de un breve intervalo. Tenía el rostro enrojecido.

—Le voy a presentar a un buen agente. Serán solo unos pocos minutos —dijo acariciándole la frente a Sara con mano cálida y firme—. A veces me llaman por las noches. Una noche como la de hoy esto suele parecer una especie de campo de batalla —dijo la asistente mirando a Sara con gesto decidido.

Ella asintió.

—En todos los distritos policiales hay asistencia a víctimas de delito —explicó Johanna a media voz, sosteniéndole la mano mientras dirigía la vista hacia el pasillo—. Procuramos estar donde ocurren cosas. Si quiere, puedo ayudarla a poner la denuncia —añadió.

Luego guardó silencio y observó a Sara.

Esta se sentía cansada, terriblemente cansada. No quería seguir allí. Lo único que deseaba era volver a casa, taparse con el edredón y no salir de la cama hasta la primavera, cuando los días fueran más largos y el aire más cálido. De pronto se arrepintió de haberle exigido a Tom que la llevara allí. Sabía que le iban a hacer un montón de preguntas, pero ya no le apetecía contestarlas.

—No puedo pagar… —comenzó a decir, pero enseguida se detuvo.

—Trabajamos sin ánimo de lucro —respondió Johanna en tono alentador mientras mantenía la mirada fija en un punto detrás de Sara.

Johanna miró a Tom unos segundos.

—Estamos esperando a Mander, otra agente. Es buena.

Tom cruzó los brazos con determinación en un evidente gesto de disgusto.

Capítulo 5

Alex King se puso a mirar el álbum de fotos. Hacía mucho que no lo abría y sabía muy bien el motivo. Estaba sentado en el cuarto de estar de su piso de tres habitaciones en Kaptensgatan, en el centro de Estocolmo. Era un domingo por la tarde y afuera iba oscureciendo poco a poco.

La semana había sido agitada. Viajó cuatro de los cinco días. Una multinacional le pidió que fuera a Viena para reunirse con un grupo de gestión. En Austria los resultados no eran los previstos. ¿Un error de liderazgo tal vez?

Lo recibieron con evidente hostilidad. Probablemente estaban al tanto de que había hecho lo mismo en Gran Bretaña el año anterior, donde se reemplazó a todo el equipo directivo después de que llegara su informe al director del grupo de empresas. Alex sabía que sus investigaciones tenían consecuencias y sentía un gran respeto por el modo en que podían afectar sus recomendaciones al futuro de las personas. Pero ¿quién lo haría de no hacerlo él?, se dijo. A veces su fama lo precedía.

En ese momento se sentía a gusto en su casa. Le parecía maravilloso.

Se sirvió un vaso de whisky Bowmore y encendió el televisor. En uno de los canales había un programa en el que personas adoptadas se encontraban con sus padres biológicos. Lo observó un momento y pensó, como solía hacer, que todo estaba cuidadosamente preparado. Todos querían encontrarse los unos con los otros. Aquellos padres que abandonaron a su retoño de dos años lo único que querían era reencontrarse con él para ver cómo le había ido a su pequeño y querido hijo. Y los protagonistas lloraban sin cesar mientras esperaban el gran momento. ¿Lograrían los productores que se cumpliera lo imposible? ¿Encontrarían a los padres? La tensión se hacía insoportable.

Alex encendió todas las luces de la habitación en el primer anuncio. Él apenas mantenía el contacto con su familia. A veces llamaba a su madre, pero ella no lo hacía nunca. Ni siquiera en el aniversario de la muerte de su padre le parecía necesario ponerse en contacto con el hijo. Alex ya se había acostumbrado y podía afirmar con toda honestidad que no lo echaba de menos. Prefería evitar las discusiones que solían surgir.

A quien echaba de menos era a Nicole.

La familia se rompió después de lo que le ocurrió a Nicole, y cuando su padre falleció y se fueron a vivir a Suecia la ruptura fue total. En realidad nunca llegaron a afrontar lo sucedido. Alex esperaba de algún modo que su madre se ocupara de la cuestión. Era diplomática y debía ser la que iniciara el proceso.

Tal vez él resultaba injusto. En realidad no sabía si a su madre, Idelle King, le interesaba o no continuar en contacto. Ella no era de las personas que alientan a sostener ese tipo de conversación. Estaba tan distanciada de él como de los demás.

Apagó el televisor y volvió a abrir el álbum, mirando las fotos de Nicole y él cuando eran pequeños. Sonrientes, felices, totalmente inconscientes de lo que la vida les tenía reservado. Y él aún podía sonreír al mirar a esa Nicole morena, de boca amplia y cejas marcadas. Recordó las miradas de admiración que dirigía a su hermano mayor.

Habían transcurrido muchos años, pero no lo olvidaba.

¡Cuánto la extrañaba!

Miró por la ventana. El cuarto de estar daba a la esquina de Skeppargatan con Kaptensgatan. Una farola solitaria luchaba por apartar la oscuridad. Los copos de nieve iban descendiendo lentamente hacia el suelo. Podía ser agradable, pero Alex estaba cada vez más deprimido. No le gustaba aquella época oscura del año. Todo se convertía en hielo, los colores desaparecían. La gente estaba mucho más en casa. La relación con los demás se detenía. El tráfico se complicaba y los vuelos no funcionaban como debían.

Lógicos o no, los sentimientos siempre eran reales.

Bebió un poco del whisky y se acordó de Nina, de la primera vez que le abrió la puerta y la vio al otro lado. Solo llevaba una botella de vino y una sonrisa insegura.

Tardó un tiempo hasta sentirse totalmente relajado en su compañía, pero sabía que era algo que estaba en él mismo y no en Nina. Fue abriéndose poco a poco y confiando en ella cada vez más, como una roca segura en la que apoyarse.

Un compañero de la empresa le preguntó en algún momento cuándo se irían a vivir juntos, pero Alex evitó la respuesta. Nunca habían hablado de ello y le daba miedo abordar un tema que podía estropear la magia de la relación que mantenían.

Oyó el mensaje de Nina acerca de la fiesta de Santa Lucía y aceptó la situación. Se lo tomó con calma. Ya que Nina tenía que trabajar, él se quedaría en casa leyendo. Le gustaba el silencio que reinaba cuando estaba solo, y además su compañía probablemente fuera bastante aburrida tras una intensa semana de trabajo. Supuso que estaría ocupada, así que no tenía sentido llamarla por teléfono. Ya lo haría ella cuando dispusiera de tiempo.

Dejó el álbum y se bebió el whisky de un trago.

Capítulo 6

A Sara la condujeron a otra habitación idéntica a la anterior. Se sentó de espaldas a la ventana. Las paredes estaban desnudas. En la ventana, una flor seca luchaba contra una muerte prematura.

—Solo llevará unos minutos —dijo la agente.

Su sonrisa era una simple ilusión en una cara que revelaba cansancio. Miró a Sara unos segundos.

—Está en buenas manos —añadió mirando a Johanna, que estaba en la puerta.

La puerta se abrió y entró una mujer alta y joven. Vestía vaqueros y una chaqueta. Después de dudar unos segundos se sentó en la silla que había delante de ellos. Tenía una expresión dura en el rostro y Sara se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Hola, Sara. Me llamo Nina Mander y soy inspectora de policía.

Sara tragó saliva y miró hacia Johanna, que se había quedado al otro lado de la puerta. Nina Mander se giró.

—Johanna, ¿puedes venir?

La cara de Johanna apareció por la puerta.

—Si pudieras quedarte un momento, te lo agradecería —añadió Nina.

Johanna fue a por otra silla y se sentó entre Nina y Sara.

Las lágrimas de Sara mojaban el suelo y aceptó agradecida un pañuelo que Nina Mander sacó de uno de sus bolsillos.

—Gracias —susurró.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Nina con rostro inexpresivo.

Sara inició un relato algo inconexo al principio y, al cabo de un rato, de forma más estable. Trató de recordar cuanto pudo y le sorprendió ser capaz de mantener la calma. A veces Nina le hacía alguna pregunta y Sara pudo contar casi todo.

En ciertos momentos se sentía como una simple observadora. La dominaba una fuerte sensación de estar fuera de su propio cuerpo.

—¿Sabe sus nombres? —inquirió Nina.

Sara asintió.

Nina subrayó dos veces los cuatro nombres. Al hacerlo con el último de ellos el bolígrafo se deslizó fuera del papel, lo que sobresaltó a Sara.

—¿Conocía a esos hombres de antes? —preguntó Nina.

Sara negó con la cabeza. Johanna le puso una mano en el brazo.

—¿Cuánto ha dicho que había bebido? —dijo Nina a la vez que tomaba nota.

Sara vaciló pensando si le formulaba la pregunta conscientemente como si no tuviera importancia.

—Cinco cervezas, creo.

En realidad fueron ocho, nueve quizá.

Nina dejó el bolígrafo y la miró. Echó también un rápido vistazo a Johanna.

—Sara, mi intención es ser honesta con usted —afirmó, dando la impresión de que se esforzaba por mantener un tono de voz suave—. No hay nada que desee más que ponerlos entre las rejas cuanto antes. Pero el viaje que está emprendiendo es complicado y doloroso.

—Entiendo —respondió Sara a pesar de que no entendía nada.

—Hay un equipo especial en el hospital Södersjukhuset. Deberá someterse a un reconocimiento médico. Después tendrá que repetir delante de una grabadora todo lo que me ha contado. Le harán las preguntas necesarias para conocer la gravedad del delito al que se ha enfrentado. Estamos obligados a cumplir algunas formalidades antes de avanzar.

Se trata de un interrogatorio, pensó Sara al instante, al mismo tiempo que se sentía tratada injustamente y se avergonzaba de ello. ¿Por qué estaba ahí pensando en cosas desagradables? Si no hubiera bebido tanto, esa policía tan amable estaría haciendo otra cosa en aquel momento. Si no se hubiera ido con esos cerdos, no habría ocurrido nada. Si simplemente se hubiera vestido de un modo distinto… ¿Por qué no lo pensó antes?

—¿Puedo preguntarle una cosa? —dijo.

Nina asintió.

—¿Cuántos casos de violación ha habido hoy?

Nina y Johanna intercambiaron una mirada rápida, pero Sara se dio cuenta.

—Tres —respondió Nina—. Aunque yo solo la he visto a usted.

Solo a mí, pensó Sara.

Cuando volvieron a la sala de espera, Sara se quedó mirando el sofá vacío. Durante unos instantes no supo qué decir.

—¿Dónde está Tom? —preguntó mirando a Johanna.

Johanna se maldijo a sí misma. Debió haberlo entendido. Johanna miró a Sara a los ojos y le pasó un brazo por los hombros.

—Venga, tenemos que marcharnos —dijo.

Capítulo 7

Nina miró el montón de denuncias que tenía delante. Aunque normalmente se digitalizaban, ella prefería anotarlas de forma manual cuando había víctimas de delito. Poner un ordenador entre ella y la víctima era como levantar muros desde el principio, por lo que intentaba evitarlo.

Un caso de maltrato de un adolescente borracho, un accidente de circulación en el que un taxista había atropellado a una pareja de ancianos y luego se había dado a la fuga, más malos tratos, un presunto abuso sexual, peleas entre adolescentes en estado de embriaguez, cuatro robos de automóviles y toda una serie de delitos menores más o menos deprimentes.

Y el caso Sara Leijon. Nina temía que después de llevar varios años trabajando en la policía ya estuviera quemada. Cada vez era más raro que se involucrara emocionalmente en delitos individuales, pero lo de Sara Leijon era una excepción. Nina no se la podía quitar de la cabeza. Sobre todo la última pregunta: ¿cuántos casos de violación hubo esa noche?

Tal vez la mujer quería ser una de tantas, tal vez quería saber si era la única que había acabado en aquella situación la noche de Santa Lucía.

 

 

Después de pasar casi dos días en la comisaría, Nina salió casi tambaleándose y se metió en un taxi. Se miró en el espejo mientras subía en el ascensor hasta el piso de Alex y lo que vio no le pareció nada edificante. El cansancio le rezumaba por los poros. Esperaba que no lo desanimara su aspecto de agotamiento. Al llamar al timbre se dio cuenta de que llevaba la blusa manchada de café.

—Vaya, y eso que ni siquiera lo he pedido —dijo él al verla mientras le abría la puerta con una sonrisa.

Nina se encogió de hombros con gesto indiferente. Señaló la mancha y suspiró.

Él la besó suavemente en los labios y la dejó entrar. Nina percibió que olía a whisky. Se dejó caer en un sofá del cuarto de estar y se dio cuenta de que lo único que quería hacer era dormir. Alex le puso en la mano una copa de vino tinto.

—Es justo lo que necesito. Gracias.

—¿Has comido? —preguntó él.

Nina negó con la cabeza.

—Café y sándwiches.

Ella miró el reloj. Las nueve y media. Llevaba treinta y dos horas trabajando sin descanso.

Alex hizo un gesto dirigiendo la vista hacia la cocina.

—Si quieres, puedo preparar algo.

—No. Está bien. Me quedaré dormida en cuanto empiece a comer —respondió—. ¿Qué has hecho hoy? ¿Y ayer?

Alex se sentó junto a ella en el sofá. Le apartó un mechón de pelo que le caía sobre la cara.

—Mejor cuéntame tú.

Nina empezó a hablar. Tras pocos minutos, regresó al caso Sara Leijon.

—¿Lo puedes entender? Cuatro sinvergüenzas se metieron con una chica. O una joven, según dice el informe.

Vio que Alex apretaba las mandíbulas.

—La malhirieron. Tenía lesiones en la zona genital, estaba magullada, la humillaron. ¿Lo entiendes? Además de violarla, tuvieron que golpearla. ¿Qué clase de cerdos eran?

Alex no dijo nada. Dejó la taza de café y juntó las manos. No la miró.

—Lo que quiero decir es que violar a una mujer debe de ser una de las cosas más repugnantes que puede hacer un hombre, y en este caso eran cuatro. Además, al menos dos de ellos querían encima humillarla de algún modo. No satisfechos con haberla forzado, intentaron estrangularla, la golpearon. La introdujeron cosas.

Ella se miró las manos. La ira no tardó en volver. Nina solía mantener la cabeza fría, pero el caso Sara Leijon la indignaba. Se volvió hacia Alex.

—¿No es espantoso?

Él contuvo la respiración un momento y luego dijo con voz apagada:

—Sí, lo es. De verdad. Es una desgracia. ¿Qué edad tiene la chica?

—Veintiuno. Ya es una mujer, pero parecía tan pequeña, tan frágil y… delicada. Se notaba que le dolía todo. No podía moverse bien. Por suerte estaba Johanna, del Servicio de Asistencia a Víctimas de Delito. Yo trabajé allí hace unos años. Antes de empezar en la Academia de Policía.

Alex asintió lentamente.

—Sí, ya me lo has dicho.

—Cuatro hombres, figúrate. Debió de ser terrible.

—¿Qué más ocurrió?

—Y con el primero que se encuentra es con el idiota de Korell. Ese estúpido.

—¿El que estuvo en Norrtälje con vosotros el año pasado?

Ella asintió. Intentaron esconder en una casa de campo a una familia que estaba amenazada. El hombre fue abatido por un francotirador y Korell, rápidamente, logró poner a salvo a la mujer. Probablemente le salvó la vida. Pero eso no importaba, a Nina seguía sin caerle bien.

—¿Qué otros casos hubo?

Nina se giró hacia él.

—¿No te afecta?

Alex hizo un gesto con la mano.

—Claro que sí. Es horrible.

Había algo en su tono de voz que la provocó.

—¿Cómo puedes ser tan frío?

Se dio cuenta del error a medida que pronunciaba las palabras. No era justo, y pudo ver en su rostro que él opinaba lo mismo. Alex bajó la vista. Ella se levantó del sofá.

—¿Frío? ¿De qué modo?

Si al menos hubiera levantado la voz. A veces le molestaba mucho que no se alterara nunca. No se podía iniciar una discusión con él porque siempre se empeñaba en razonar cualquier situación. Incluso en momentos en que había discusiones serias, mantenía la calma y exponía argumentos lógicos. A Nina la sacaba de quicio. A veces necesitaba gritar y lo había hecho en alguna ocasión. Le había gritado con todas sus fuerzas. Pero él no reaccionaba como los demás. Solo esperaba a que se le pasara.

—Yo no estaba allí en ese instante —dijo él en un tono quedo—. Para mí es difícil imaginar cómo se encontraba la chica.

—Exacto —dijo Nina malhumorada, dejando la copa a un lado—. Tú no estabas allí. No viste sus ojos.

Se puso en pie, totalmente consciente de que estaba siendo injusta. Pero treinta y dos horas eran treinta y dos horas.

Se fue al cuarto de baño y corrió el pestillo.

Capítulo 8

Era casi de día cuando por fin pudieron entrar. El doctor iba sin afeitar y parecía estar a punto de jubilarse, a pesar de que no debía de tener más de cuarenta años. Llevaba cuarenta y ocho horas trabajando con solo unas breves pausas, lo que podía apreciarse en su rostro. Para corregir las bolsas que colgaban bajo sus ojos se vería forzado a recurrir a la cirugía plástica.

Miró a Sara de soslayo. Dio órdenes concisas a la enfermera, tan agotada también que no encontraba el kit de violación.

Sara se iba hundiendo cada vez más y se sobresaltaba cuando el doctor levantaba la voz. Después de unos minutos volvió a echarse a llorar, pero al parecer solo Johanna se percató y le apretó la mano.

El doctor encontró, por fin, la caja con el equipo para tomar muestras de distinto tipo: utensilios con los que retirar restos de debajo de las uñas de Sara, por si hubiera arañado a los violadores, y peines especiales para peinarle la zona genital en busca de pelos de los agresores. Instrumentos especiales que podían localizar saliva, semen o sangre de los agresores en el cuerpo de ella, así como huellas que pudieran someterse a pruebas de ADN y les pudiera relacionar con el delito.

Sara tuvo que quitarse la ropa y tumbarse en la camilla. Cerró los ojos y rezó para que fuera rápido.

El médico le introdujo distintos instrumentos sin darse cuenta de que el rostro de la chica estaba cada vez más pálido. Buscó por todo el cuerpo, y al revisarle los pechos y ver los hematomas que tenía, ella se avergonzó hasta vomitar. Su vómito violento cayó al suelo y salpicó los zapatos del doctor. La enfermera trató de remediarlo rápidamente, aunque el facultativo se limitó a suspirar. Estaba demasiado agotado para reaccionar.

Cuando concluyó el reconocimiento, el doctor le dijo que se vistiera. También que había encontrado rastros que podrían indicar que había sido violada. En uno de los labios de la vulva tenía una fuerte contusión, una marca de color rojo oscuro de un tamaño algo mayor que una moneda de cinco coronas. Las mucosas estaban tensas y sangrantes. Había grietas en el recto que indicaban que pudo haber penetración anal. Sara tenía marcas de manos en el cuello. Tenía lesiones en las membranas mucosas de la garganta que evidenciaban que algo le había comprimido el cuello. En uno de los pechos mostraba unos hematomas oscuros, como si alguien se lo hubiera retorcido. Sin duda había recibido una bofetada en el rostro, y tenía el ojo izquierdo inflamado. Se había torcido un pie.

Desde luego. Puede haberse tratado de una violación.

Sara hubiera querido gritar «Ya lo sé. ¡Yo estaba allí!».

 

 

En otra parte de la ciudad, Tom contemplaba el amanecer sentado en un sillón. Llevaba más de dos horas allí, inmóvil, con una taza de café frío en la mano. Notaba rigidez en la espalda y frío en las manos. Se rascó la cara y notó en la palma de su mano la barba áspera.

Le parecía que era un inútil. Se escabulló sin mirar atrás. Lo peor de todo fue cuando resbaló en las escaleras de la comisaría y sintió pena de sí mismo.

Se fue a su casa para pensar. El problema era que en ese momento no podía hacerlo. Le surgían un montón de preguntas, pero no lograba concentrarse en ninguna más que unos pocos segundos. Era como si su mente intentara pasar de puntillas por el tema en el que realmente debía centrarse. Demasiadas cosas a tener en cuenta, demasiadas posibilidades impensables.

Así que se sentó en el sillón e intentó soportarse a sí mismo.

 

 

La enfermera salió de la sala de consulta por delante de ellas y, como por casualidad, recogió a un paciente nuevo. Johanna se sorprendió preguntándose cuánto tiempo tardaría ese invencible tándem vestido de blanco en caer al suelo por agotamiento.

Sara se sentó en el taxi aturdida. Las lágrimas le caían en silencio por las mejillas. Quería irse a casa. A Johanna no le parecía una buena idea, ya que consideraba que no debía estar sola en una situación como aquella. Llamaron por teléfono a Tom varias veces, sin éxito. Llamaron a Mari, la amiga que la acompañaba aquella tarde, pero tampoco respondió. A Sara no se le ocurrió a nadie más con quien ponerse en contacto para evitar estar sola y, después de muchas vacilaciones, Johanna aceptó acompañar a Sara a su apartamento. No era nada razonable, pero no había otra alternativa.

El apartamento de Sara estaba lleno de pruebas de una noche de fiesta. Había copas de vino sobre la mesa, ropa esparcida por el dormitorio. Faldas, camisetas, medias por todos lados. Los cambios de decisión de Sara acerca de qué ropa ponerse esa noche debieron ser considerables.

Sara quería ducharse y Johanna lo entendió. Teniendo en cuenta las huellas que había en su cuerpo sería raro que no quisiera quitárselo todo. Johanna había leído que algunas mujeres violadas podían arañarse la piel en un intento de eliminar el olor de los violadores, pero Sara terminó en unos pocos minutos. ¿Era bueno o malo? Johanna no lo sabía.

Procuró que Sara se acostara y luego se sentó en el borde de la cama. Estaba también agotada tras la tensión acumulada durante toda la noche. No tardaría en amanecer y tenía que ducharse para ir al trabajo lo antes posible.

—¿Quieres dormir o prefieres hablar? —le preguntó.

Sara sacudió la cabeza.

—No lo sé —contestó esbozando una sonrisa que se quebró antes de llegar a los ojos. Luego lloró un instante, lágrimas silenciosas.

—No has hecho nada malo —añadió.

Johanna le acarició la mano sin decir nada. Sara no debía estar sola en ese momento. Lo normal era que Johanna le hubiera pedido a Tom que se quedara con ella, pero él había desaparecido. Su comportamiento era incomprensible y se culpó a sí misma por no haberle dicho que esperara.

Después de un rato Sara se tranquilizó, aunque no se durmió. Johanna miró el reloj con cuidado para que no se diera cuenta. Fue a la desordenada cocina a por un vaso de agua. Sara bebió lentamente. Parecía tener dificultad para tragar.

Johanna le contó lo que iba a pasar para que lo tuviera en cuenta. No era importante darle la información en ese mismo momento, pero no sabía de qué otra cosa hablar.

Le dijo que la policía y la fiscalía conjuntamente decidirían emprender una investigación judicial. Le aseguró que, en su caso, no había ninguna duda. Le explicó que en la investigación preliminar le harían más preguntas y que a partir de ahí podría dictarse auto de procesamiento. El principio de objetividad implica que la fiscalía debe tener en cuenta las circunstancias que hablan tanto a favor como en contra de la culpabilidad de los sospechosos. A veces los procesos se sobreseían por falta de pruebas, pero a Johanna le resultaba difícil creer que ocurriera. El cuerpo de Sara era más que suficiente como prueba.

Sara se quedó dormida después de un rato. Johanna miró a su alrededor. Unos cuantos libros en los estantes, varios ositos de peluche en un sillón enorme. En la encimera de la cocina había una jaula de hámster. Unos leves ruidos procedentes de la jaula revelaban que estaba habitada.

Se quedó mirando la jaula y vio un hámster enano de color marrón claro.

—Hola, pequeñito —susurró—. Cuida de tu dueña, ¿vale?

El hámster se puso a dar vueltas por la jaula y luego se metió en su nido.

No debía dejar sola a una víctima en una situación como la de Sara, pero ¿qué podía hacer? En el hospital no le habían dado la posibilidad de que se quedara porque consideraron que estaba en buenas condiciones, aunque pareciera increíble. Johanna, como de costumbre, tuvo que poner límites a su compromiso. Tenía que seguir haciendo su trabajo habitual a pesar de todo. En tan solo un par de horas debía estar en una oficina, recién duchada e impecable.

Antes de marcharse encendió algunas lámparas. Sara tendría pesadillas, como solía ocurrir.

Johanna cerró la puerta del apartamento con cierta sensación de malestar en el estómago.

Capítulo 9

Una vez más, al grupo le sorprendía ver lo fácil que eran las cosas una vez adquiridos los conocimientos.

Alex estaba a punto de concluir un seminario de formación en liderazgo de dos días de duración. Había hablado de los distintos perfiles y todos conocían ya las diversas características de las personas del tipo rojo, amarillo, verde y azul. Había repasado los conceptos básicos y el grupo había trabajado en una serie de ejercicios y juegos de rol para profundizar en los contenidos.

En esa ocasión no estaba del todo centrado. Las duras palabras de Nina le venían una y otra vez a la mente. Pero tenía que ser profesional. Los problemas personales simplemente debían esperar. Nadie pagaba por tener un consultor distraído o despistado.

Concluyó con una ronda de preguntas y respuestas, como de costumbre. Una mujer que estaba sentada frente a él se había mostrado muy activa durante toda la sesión. Tenía un puesto de directivo intermedio y quería aprender más.

—Si yo soy del tipo rojo, por ejemplo, ¿no deberían saberlo los demás para que se adaptaran? —preguntó.

—¿Qué quiere decir? —respondió Alex, como hacía siempre que intentaba aumentar sus conocimientos.

—¿He de mostrar mi perfil para que todos lo sepan y que así vaya más rápido?

—¿Para que se adapten a su tipo de comportamiento, al rojo? ¿Se refiere a eso?

—Sí, para que sepan que quiero rapidez y acción. Que tienen que hablar claro y que yo siempre hablo con claridad. Y que no estoy enfadada, aunque lo parezca por mi tono de voz —añadió después de reflexionar un momento.

—Tal vez en el futuro encontremos un modo de cambiar a los demás —dijo Alex sonriendo—. Hasta entonces tendremos que hacer lo de siempre. Yo solo puedo cambiarme a mí mismo, aunque solo sea un maldito tópico —concluyó.

La mujer parecía que estaba disgustada.

—Pero ¿no es bueno que nuestros colaboradores conozcan nuestros perfiles? —quiso saber un hombre que estaba al lado de la mujer.

—Claro que sí. Pero el perfil no puede ser una excusa para comportarse mal. Si creéis que sois hábiles y emprendedores, pero otros piensan que sois agresivos e insensibles, tendréis que gestionarlo.

—Exactamente —afirmó una mujer del tipo rojo que estaba al fondo de la sala—. No es ninguna excusa pensar «Yo soy del tipo rojo y puedo comportarme como me dé la gana». Ni tampoco que, por el mero hecho de ser del tipo amarillo, los demás tengáis que aceptar que no soy capaz de ser puntual ni de tener mis documentos en orden —dijo llevándose una mano a la boca y riéndose de su propia gracia, como si de todos modos su actitud como persona del tipo amarillo le resultara bastante simpática.

—O que como soy del tipo azul necesito muchos más datos que los demás para poder decidirme. Que soy lento y vosotros tenéis que limitaros a aceptarlo —añadió otro hombre en voz baja—. Lo que quiero decir es que nosotros somos los que tenemos que adaptarnos a ellos, puesto que somos los responsables.

Alex se dio cuenta de que la primera mujer ponía los ojos en blanco.

—Le parece una cuestión menor, ¿verdad? —dijo.

—Sí, en realidad me lo parece.

Ella levantó la voz y señaló a sus colegas. ¿Por qué se iba a adaptar ella a los demás? Le llevaría demasiado tiempo, concluyó.

Alex sonrió vagamente. Estaba claro que no la había puesto de su parte. La mujer era muy inteligente y hábil en su trabajo, pero no tenía tiempo para esperar a los más lentos, sencillamente eso. Ella expuso sus argumentos en un tono airado. Él dejó que la discusión continuara unos minutos antes de intervenir.

—¿Qué tipo de respuestas obtendríamos si preguntáramos a alguien del tipo verde, que es el opuesto al rojo, su opinión acerca de las personas de este último tipo?

—Agresivas y dominantes —dijo alguien con rapidez.

—Eficientes pero también frías emocionalmente.

—Intimidantes.

—Groseras.

La mujer con características del tipo rojo parecía estar cada vez más enfadada.

—De acuerdo, pero si preguntamos en cambio a la persona roja acerca de la verde, ¿qué nos dirá?

Ella era rápida como una comadreja.

—Cobarde, perseverante, carente de ideas, obstinada y temerosa.

—Gracias —dijo Alex sonriendo—. Entonces, ¿quién tiene razón y quién está equivocado?

—Yo tengo razón —respondió la mujer con una sonrisa que demostraba que intelectualmente entendía que debía adaptarse al entorno. Solo que no quería hacerlo.

—¿Y si le pidiéramos a una persona del tipo amarillo su opinión acerca de su opuesta, la azul? —preguntó indicando con la mano que hicieran comentarios.

—Pedante —contestó el hombre del tipo azul.

—Un muermo.

—Cuadriculada y puntillosa.

—Tan insensible como las del tipo rojo.

—¿Y si hacemos lo contrario y preguntamos a las personas del tipo azul acerca de las amarillas?

Habitualmente era una pregunta peligrosa, ya que las personas amarillas eran sensibles a la crítica negativa. Por lo que lo más pedagógico era preguntar al grupo en vez de que lo dijeran ellos mismos. A las personas del tipo amarillo les gustaba disparar al mensajero.

—Molestos. Chismosos.

—Poco serios y simples.

—Impuntuales. Superficiales.

—Ignorantes.

—Hablan mucho y hacen poco.

—Gracias —dijo Alex—. Mi idea es esta: si otras personas de las que yo dependo me perciben de un modo determinado, puedo hacer una de estas dos cosas. —Comenzó a contar con los dedos—: Uno: pensar que están equivocados y no hacerles caso. Dos: aceptar que otras personas piensan de manera distinta e intentar adaptarme. Pero el proceso no es de un solo lado. Es como una cita. Conviene que mostréis vuestros perfiles a los colaboradores, pero si además conocéis los suyos podréis ser realmente efectivos. Ganar tiempo, tener espacio para la creatividad, formar mejores equipos e incrementar la calidad.

Hizo lo que solía hacer, tirar de argumentos que se adaptaban a los cuatro colores. Con suerte habría muchos interesados en los perfiles de sus grupos. Tomó nota para hacer algunas llamadas de seguimiento después de las fiestas.

Capítulo 10

Nina guardó el expediente del taxista al que le habían dado una paliza. Seguía estando enfadada con Alex y fingió estar dormida cuando él se acostó, la noche anterior. Durmió solo cinco horas.

Observó al fiscal que estaba al otro lado de la mesa. Johan Ramén no aparentaba tener más de veinticinco años, pero sabía que tenía veintiocho o veintinueve por lo menos. Ella era de la opinión de que para superar los cuatro años de estudios, especialmente los de Derecho, hay que ser responsable. Pero Ramén, de modo milagroso, no solo había superado esos años, sino que además había terminado la carrera con unos resultados brillantes. Normalmente era alegre y chispeante, tenía dificultad para mantener los papeles en orden, pero como fiscal hacía un buen trabajo. En ese momento parecía que estaba incluso más cansado que Nina. Su ropa no podía ocultar que había estado trabajando todo el fin de semana. A pesar de que llevaba un traje elegante y quizá demasiado caro, con corbata y pañuelo en el bolsillo de la chaqueta —que ella sospechaba que era para compensar su aspecto juvenil—, su apariencia era la de una cama sin hacer.

—¿Listo para el siguiente? —preguntó Nina con una energía que en realidad no sentía—. Violación en grupo. Cuatro jóvenes contra una chica. De no haber sido por Johanna, podría haberse archivado.