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El castillo
impenetrable



© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
www.metaforic.es

© Jesús Ballaz
jesusballaz.blogspot.com.es

ISBN: 9788416862283

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I

La duna del tuareg

El paraíso del desierto

Hacía cuatro lunas que habían salido de las montañas de Air. Efal recordaba aquellas tierras con nostalgia.

–¡Al menos allí nos visita algún día la lluvia...!

–Debiste nacer a orillas del mar, en vez de ser tuareg –le contestó su madre, cuaando le oyó lamentarse.

En aquel momento llegaban en sus camellos los hombres que habían salido en busca de un lugar para acampar donde hubiera nuevos pastos.

Al anochecer el jefe de la tribu convocó a los mensajeros y a los cabezas de familia en su tienda de pieles de cabra. Se adivinaba la preocupación en los ojos profundos de aquellos hijos del desierto.

–Los pastos de los alrededores están resecos

–informó uno de los que habían llegado–. No nos queda un solo lugar en esta zona donde apacentar el ganado.

–Las cabras están adelgazando. Como sigamos así, no podremos vender más que su piel para hacer pellejos.

–Mañana saldremos hacia el oasis Al-Khon –decidió el jefe, después de oír el parecer de todos, como era su norma.

Efal, que estaba a la escucha, dio un brinco.

–¿Habré oído bien? Allí podré ver a Zayda –se dijo, y se llevó los dedos a las orejas y hurgó en ellas–. A veces, cuando uno desea mucho una cosa, oye lo que nadie ha dicho.

Al poco rato, la decisión que muchos esperaban había llegado a todas las tiendas. Su destino era incierto, pero no había pastos en aquella parte del Sahel, el semidesierto al sur del Sáhara, y ya no podian continuar allí.

Los tuareg partieron con sus rebaños al día siguiente, cuando el sol ya había secado la rosa-da de las tiendas. Tras un día de marcha, hacia el atardecer, llegaron al oasis Al-Khon. El oasis es el paraíso del desierto, un lugar de mercado, de fiesta y de descanso.

Montaron las tiendas bajo un palmeral y levantaron cercados de ramas para guardar sus animales.

Efal salió aquella misma noche, loco de contento, a recorrer una parte del oasis. La luna bailaba sobre las palmeras y el aire estaba cargado de voces; pero sobre todo se oía el rumor del agua y en todos los susurros el chico creía distinguir la dulce voz de Zayda. ¡Quién sabe si podría verla...!

Se dirigió hacia el pequeño lago, caminando entre las huertas sigilosamente como lo haría un feneco, el pequeño zorro del desierto.

No había nadie junto a la orilla, bajo el cielo tachonado de estrellas. Hacía fresco, pero Efal se descalzó y metió los pies en el lago. Después, cogió agua con el cuenco de sus manos y se la echó sobre la cabeza. ¡Cuántas veces había deseado hacerlo y no había podido porque ésta escaseaba!

En aquel momento una piedra cayó a pocos pasos de él. El niño se asustó. Miró a su alrededor. Las sombras danzaban en silencio. Un silbido suave atravesó el viento. Un silbido como de una serpiente. Tras el tronco de una palmera Efal creyó descubrir la silueta de Zayda. Pero no era ella sino Bensal, otra muchacha de su tribu.

–Me imagino que esperabas a Zayda. Ya no vendrá. Se la llevaron unos guerreros que atacaron nuestro campamento. Fueron por el río Níger hacia el mar.

Efal no pudo dormir. Ningún golpe hubiera podido ser más fuerte que éste.

El narrador de historias

Era negro como el carbón y sus ojos brillaban como chispas. Le rodeaba un halo de misterio y los niños iban tras él como moscas a la miel.

Había pasado todo el día tumbado a la sombra de una palmera. Só1o cuando el sol empezó a bajar, se desperezó y dio señales de vida.

Bebió té en la tienda del jefe de los Kel-Moham y después se dirigió al centro del círculo que formaban las palmeras junto al lago. Saludó al sol poniente sin prisas, dando tiempo a que se fueran reuniendo los oyentes, y después gritó:

–Sí, el mar. Vengo del mar. –Y aún repitió con su vozarrón huracanado-: ¿Os gustaría ir al mar? ¡Oh, si pudierais ver el mar!

Su voz era más alta que las palmeras, más elevada que los minaretes de una mezquita.

Después volvió a callar profundamente. La gente se iba apretando a su alrededor. Los hombres del desierto siempre están sedientos de oír relates extraordinarios. Por fin, comenzó:

–Hoy no os contaré una historia, os haré oír los sonidos más admirables que puedan alcanzar oídos humanos. No os cansaríais de escucharlos, si Alá os concediera la dicha de ver el mar. No, no miento. Jalil no miente. Pero Jalil no tiene palabras para describir lo que aquí se oye.

–¡Muéstranos eso tan maravilloso! ¡No nos tengas en vilo!–. Se oyó una voz seca como el viento del desierto.

El narrador levantó sus vivos ojos y se hizo un profundo silencio que impresionó a Efal.

Decenas de ojos se volcaron sobre el narrador, que buscaba algo entre los pliegues de su túnica. Efal y Bensal, en primera fila, no perdían detalle. Ante los ojos atónitos de los curiosos, el hombre sacó una gran caracola que ningún tuareg había visto nunca.

–En este objeto maravilloso se oyen todos los sonidos de las aguas, los de las olas chocando contra la orilla y los de las profundidades. Aquí oiréis también las canciones de los peces. ¡Escuchad, escuchad!

Cerró los ojos, llevó la caracola a su oreja derecha y se concentró. Su cara mostraba un gran placer y todos respetaron unos segundos su silencio. Pero, súbitamente, como si todos hubieran tenido el mismo deseo, los ansiosos oyentes se abalanzaron sobre el narrador de historias para arrebatarle aquel misterioso objeto.

–¡Eh, orden! Esa magia sólo es compañera del silencio.

El que ha oído una vez el mar no cesará de tener deseos de llegar hasta su orilla.

Estas ansias ya se habían apoderado de Efal, porque pensaba en Zayda. El chico lo notaba en lo más profundo de su corazón.

–Pero el mar –continuó el narrador– es para los escogidos. No son muchos los tuareg que han llegado hasta él. El que desee verlo tendrá que demostrar valor e inteligencia. Valor para atravesar el desierto e inteligencia para descubrir las señales que esconden el agua, las nubes y la noche y que llevan hacia él, hacia el oeste.