1 El autor ofrece en estos párrafos algunos datos equivocados: probablemente se refiere a su sucesor el Papa Nicolas V que en 1455 otorga la bula Romanus Pontifex, al rey Alfonso V de Portugal, por la cual reconoce a su reino «la propiedad exclusiva de todas las islas, tierras, puertos y mares conquistados en las regiones que se extienden ‘desde los cabos de Bojador y de Nam a través de toda Guinea y más allá hasta la orilla meridional’». También cita con algunos errores, en los párrafos que siguen, el contenido de la bula de Alejandro VI de mayo de 1493 conocida como Inter Caetera II, en la que fija como demarcación un meridiano al oeste del cual las tierras «halladas y por hallar» serán propiedad de los reyes de Castilla y León, pero en ella no menciona a Portugal. El Tratado de Tordesillas, un año después, entre los reyes de España y Portugal, sí fija el reparto de las zonas de navegación entre las dos potencias. (N. de la E.)
SOBRE EL AUTOR
SOBRE EL LIBRO
I EL CUADERNO GRIS
PRIMERA PARTE
LA LINTERNA MÁGICA
II AÑO CERO
III LA ISLA DE LOS WA
IV «MI LEY SE PROPAGARÁ HACIA ORIENTE» (PALABRAS DE BUDA)
V EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE OTOÑO
VI EL CUADERNO GRIS
VII GÉNOVA, AÑO 1298
VIII EL VATICANO
IX EL CUADERNO GRIS
X PAX TOKUGAWA
XI EL TIEMPO RECOBRADO 1854-1944
XII YUJI HABLA, O UNA LECCIÓN DE «NADA»
XIII WASHINGTON, 1944-1945
SEGUNDA PARTE
1956, EL AÑO DEL MONO
XIV «PASSEPARTOUT»
XV EN TORNO A ARAKI-CHO
XVI EL PIE DEL MURO
TERCERA PARTE
EL PABELLÓN DE LA NUBE AUSPICIOSA 1964
XVII EL TEMPLO DE LA GRAN VIRTUD
XVIII EL CUADERNO GRIS
CUARTA PARTE
1965, LA ALDEA DE LA LUNA
XIX TSUKIMURA
QUINTA PARTE
LA ISLA SIN MEMORIA
XX EL CAMINO DEL MAR DEL NORTE
XXI EL CUADERNO GRIS
XXII AINU
XXIII EL CABO ERIMO
XXIV EN EL MUSEO DE ABASHIRI
XXV UNA DEPRESIÓN VENIDA DE LAS ISLAS KURILES
XXVI WAKANAI
XXVII EL CUADERNO GRIS
XXVIII EL CUADERNO GRIS
XXIX DESPEDIDA
Título original: Chronique japonaise © Éditions Payot & Rivages, 2015
Primera edición: 1975
Título de esta edición: Crónica japonesa
Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: octubre de 2016
© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones
www.lalineadelhorizonte.com | info@lalineadelhorizonte.com
© de la traducción: Glenn Gallardo y Martín Schifino
© de la maquetación y el diseño gráfico:
Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá
© fotografía de la cubierta: Musée de L’Elysée. Lausanne
© fotografía del autor: Erling Mandelmann
ISBN ePub: 978-84-15958-49-9 | IBIC: WTL; 1FPJ
La traducción de este texto se ha realizado con el apoyo de Swiss Arts Council Pro Helvetia
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
CRÓNICA JAPONESA
-
NICOLAS BOUVIER
-
TRADUCCIÓN
DE GLENN GALLARDO
Y MARTÍN SCHIFINO
-
COLECCIÓN
FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS
nº6
…Cuando lo que sucede ante nuestros ojos
da lugar a los más engañosos rumores,
con cuánta mayor razón
no ocurrirá lo mismo
en el caso de un país situado
más allá de ocho cúmulos de blancas nubes.
UEDA AKINARI
(1732-1809)
Cabeceando en mi jamelgo
Ensoñaciones
La Luna a lo lejos
Humo de té
BASHO
(siglo XVII)
Kioto, 24 de febrero de 1964
En busca de alojamiento
Visita al final de la tarde de una antigua mansión señorial, fúnebre y hermosa, perdida en el sureste de la ciudad, más allá de Uji. Una pareja de ancianos patricios empobrecidos alquilan un ala de su inmensa morada. Él: distinguido esqueleto, desgastada chaqueta de tweed por encima de una camisa de franela gris que semeja una blusa de presidiario. Ella, casi igual de esmirriada, de ojos hundidos y febriles, con un rostro parecido a un papel mojado de seda engarzado en el cuello de un quimono severo y suntuoso. Estamos sentados con las piernas cruzadas en medio de una habitación glacial, alrededor de un brasero en el que hace infusión un té amargo sobre tres tizones. Más allá de las puertas corredizas hay un pequeño estanque y un aletargado jardín en el que no hay una sola hoja en el suelo. No se puede saber si llueve o si nieva; lo único seguro es que la primavera tardará en llegar. La piedra, el musgo, la madera, la pátina de las esteras lustrosas por el paso de las pantuflas, reflejando el cielo invernal. «Me agrada escuchar el ruido de un niño en la casa», dice el anciano, rompiendo un largo silencio al que vuelve inmediatamente después, en tanto que las dos mujeres —hay ahí también, una administradora muy digna y muy poco agraciada—, se inclinan lentamente. Tiene uno la sensación de que esa casa está habitada por difuntos, por ahogados que emergieron a propósito del fondo del mar. Desde que nos encontramos aquí, el agente inmobiliario que nos trajo se agita, resopla y nos elogia, cuando hace apenas una hora que nos conoce; alaba esa incómoda y espectral mansión; se vuelve afable y comunicativo ahí donde nada tiene que hacer la afabilidad, al mismo tiempo que aspira ruidosamente el aire entre unos dientes enfundados en oro. Nadie le escucha y a nadie le interesa. ¡Lo que deben sentir estas personas austeramente amables y absolutamente adustas al tener que tratar, para esta transacción, con tipos de esta especie!
…El frío, el peso del frío, su importancia en la vida de este lugar: hasta en la música japonesa se oye el castañeteo de dientes. ¡Y qué se puede decir de los árboles! Con esas torcidas y angulosas ramas que hacen pensar que sufren calambres y que el frío ha entrado en ellos. Y aquellas impresionantes actitudes de los cuerpos en el teatro o en las estampas: gestos apretados, recogidos, con el único fin de impedir que el calor se escape del cuerpo…
El taxi que debía esperarnos desapareció. De regreso por la callejuela encontré al chofer adormecido en una pequeña tienda de comestibles, entre las tinajas de col agria y nabos en salmuera que humeaban bajo la incipiente noche.
Regreso a Kioto por un camino que realicé anteriormente a pie hará unos ocho años. En seis o siete semanas de marcha llegué de Kioto hasta aquí siguiendo las etapas de la antigua ruta imperial que en la actualidad atraviesa prácticamente los sembrados. Pasé algunas noches bajo el alero de pequeños templos de la campiña, entre solitarias aldeas y arrozales de la península de Ki y llegué maravillado a los suburbios de la antigua capital por tren. De esa manera es como conviene abordar una ciudad que cuenta con seiscientos templos y trece siglos de historia. Me acuerdo como si hubiera sido ayer: caliente lluvia de junio, elevados herbazales de un verde pálido que se mecían contra un cielo luminoso y gris. Son esos mismos árboles dibujados hoy por la nieve. En el intervalo que separa estos dos trayectos tengo la sensación de haber estado en cierta forma ausente de mi vida. Siento curiosidad por saber cuál de los dos, el país o yo, es quien ha cambiado más.
Todo el mundo es capaz de señalar hoy día, hasta con los ojos cerrados, el archipiélago japonés sobre un mapa. Lo que no todo mundo sabe es la forma en que vino a ocupar su lugar, ni de dónde —exactamente— llegaron los japoneses.
Del cielo, directamente.
Esto es en todo caso lo que asegura el Kojiki (crónica de antiguos hechos) y el Nihongi (historia de Japón), en los que los antiguos mitos fueron recopilados por orden del emperador a principios del siglo VIII de nuestra era y que representan lo esencial de los Libros Sagrados del culto sintoísta.
La manera en que un pueblo se explica su existencia nos enseña a veces mucho respecto a la forma en que también la vive. Así pues, labrándose esmeradamente esta extraña, reciente, y deshilvanada cosmogonía, fue como los japoneses se las arreglaron para llegar al mundo y como se contaron a sí mismos la primera historia.
Al principio de esta Génesis no es el Verbo lo que está presente, sino una capa de cieno que flota apaciblemente en la oscuridad. Lo sutil y lo pesado se separan para formar un Arriba y un Abajo. En aquel Arriba merodean una sucesión de Espíritus divinos (Kami), huérfanos y sin posteridad. No hacen absolutamente nada, pues su acción carecería aún de todo apoyo.
En el Abajo todo es líquido. No es posible caminar en lugar alguno, hasta el día en que a dos Kami de ese primer momento se les ocurre batir con la punta de un remo el océano de cieno. Son hermano y hermana. Son los creadores de Japón y todos los niños de las escuelas conocen sus nombres: Izanagi (el que invita) e Izanami (la que invita). El batido mar se espesa y un grumo surgido de sus remos forma el primer islote del Mar Interior. El hermano y la hermana ponen el pie en él, se examinan mutuamente, ella empieza a provocarlo y… pues sí: se invitan. En una «augusta unión juntan sus augustas partes» y procrean a tres engendros, pues no era correcto que la mujer se ofreciera de ese modo. —Para todo, el macho es más lento en Japón—. Reanudan el acto como es debido, y un pájaro aguzanieves, agitando graciosamente la cola, los asiste llevando el compás para que al fin la hermana-esposa alumbre esta vez ocho de las islas del Japón. Son ya, entonces, ocho divinidades encarnadas, el acoplamiento inaugurado sin tormento, remordimiento o vergüenza, y la mujer aparece colocada en segundo plano dentro de esta fingida sumisión que, desde entonces, le ha permitido manejar los hilos con tanta comodidad. En lo que se refiere al pájaro metrónomo, este viene a ser lo mismo (me parece) que nuestra serpiente.
Tras haber engendrado una numerosa posteridad divina, la diosa da a luz al Kami del Fuego, quien la quema hasta el punto de hacerla morir. Su esposo-hermano va a buscarla, anegado en llanto, al país de las sombras. Al igual que a Orfeo, se le promete que habrá de seguirla con la única condición de no volverse; pero si se impacienta y se gira a mirarla, lo que verá será una carroña impura en cada uno de cuyos órganos se esconde un Espíritu maléfico. Furiosa de verse sorprendida en semejante estado, Izanami lanza tras de su hermano-esposo a todas las harpías que viven en aquel subterráneo mundo. Él logra escapar y las dispersa arrojándoles melocotones —con lo que se atrae la buena suerte— y, finalmente, ya sin aliento, empuja una roca para tapar la salida de los Infiernos. Por encima de este obstáculo llega hasta él la rencorosa voz de su hermana:
—Hermoso hermano mayor mío, puesto que es así, de aquí en adelante estrangularé cada día a mil de entre todos aquellos a los que tú harás nacer.
—Puesto que es así, hermana mía, yo haré nacer cada día mil quinientos. —Tomen el metro un domingo de mayo en la ciudad de Tokio y verán que cumplió su palabra—. Entonces, para mostrarle lo que quiere decir, escupe y procrea al engendro del Escupitajo.
Luego, sin perder más tiempo, corre a purgarse de las impurezas en un arroyo del Infierno. Cada una de las prendas de las que se despoja se convierte en un Kami y sus purificaciones dan nacimiento a otros nuevos: Susanoo (el Macho Impetuoso) sale de su nariz; de su ojo derecho la diosa de la Luna, y del izquierdo —en China y en Japón la izquierda prevalece sobre la derecha— Amaterasu Omikami, diosa de la Luz, precursora del clan imperial y la figura más venerada del inmenso panteón sintoísta.
Es entonces cuando el sol sale por vez primera sobre un Japón en el que las grandes leyes de la vida —se nace, se muere y se multiplica pese a todo— ya recibieron su justificación.
Los Kami celestiales le encomiendan a Susanoo el Impetuoso el gobierno de la Tierra donde, para consternación de todos, se comporta muy pronto como un aguafiestas, un bandido y un granuja. Echa abajo los diques de los Kami que cultivan el arroz, hace pastar a sus caballos en los arrozales, devasta los campos y desencadena incluso un diluvio durante el cual zozobra todo aquello que no está sólidamente agarrado a la eternidad. Descontento por haber sido enviado en exilio al Abajo, va a profanar con sus excrementos el palacio de su hermana, arroja sobre ellos el cadáver de un potro desollado, siembra la confusión y se vuelve odioso de mil maneras. El propósito de todos esos excesos, cuya narración llenaría páginas enteras, es probablemente el de atraer a su reino terrenal una atención que el Cielo no le otorga. Este conflicto es entonces algo necesario, así como los ultrajes del dios. Los muchos templos en los que sigue siendo reverenciado son la prueba de que ya no se tiene nada contra él. Más que un Espíritu declaradamente malo, es la expresión de las energías elementales del suelo, el abogado vociferante de una naturaleza aún en estado bruto, donde «incluso las rocas, los árboles y las hierbas se entregan a la violencia», de un mundo pueril que tiene necesidad de todas las fuerzas celestiales para encontrar su equilibrio y su forma. Pero va demasiado lejos y Amaterasu, ofendida por sus provocaciones, se retira a una caverna, sumergiendo a la Creación en la noche y a los Kami celestiales en la perplejidad.
Se reúnen frente a la caverna. Se hacen interminables consultas respecto a la conducta adecuada para hacer salir a la diosa. El relato de este conciliábulo es de una comicidad involuntaria, debido a que es posible notar en él —ya desde entonces— el horror que experimentan los japoneses ante lo imprevisto y las decisiones que este exige. Estos Kami son los toscos amos de un universo aún joven. Si están en todo momento dispuestos a encarnar con entusiasmo, ora una constelación, ora una montaña, ora un trueno, de todos modos resulta claro que la especulación y la estrategia no son lo suyo. Se encomiendan al Kami del Pensamiento para que elabore un plan y este propone uno que, pese a los talentos que se le atribuyen, resulta de una confusión lamentable. Es preciso que todo el mundo esté de acuerdo, evitar herir susceptibilidades, vencer las vacilaciones. En Japón —aun en el mismo cielo— nunca resulta fácil llevar a cabo una empresa de esta naturaleza. Por fin, con la ayuda de los consejos del experto, los Kami celestiales confeccionan un espejo, se entregan a la adivinación mediante el omóplato de un ciervo y adornan los árboles con presentes expiatorios. Se propicia el canto de todos los pájaros, tanto para hacer creer a la ofendida que otro Sol ha surgido como para excitar sus celos. Pero todos sus subterfugios fracasan y la caverna permanece obstinadamente cerrada.
Como último recurso, la diosa de la Risa ejecuta una danza sagrada frente a todos los Kami; muy pronto es poseída por su propio ritmo, se exhibe generosa como una bacante mientras se levanta la falda, lo que provoca una gigantesca carcajada por parte de los espectadores que hace salir de su escondite a una intrigada Amaterasu. Su reformado hermano es enviado de vuelta a la tierra y la creación prosigue en medio de la recuperada luz.
Germinación por doquier. En el mundo de los Kami todo nace de todo, nada es indigno. Todo lo que pertenece a una divinidad: aliento, sangre, saliva, excrementos, puede engendrar otras nuevas que ocupan poco a poco el mundo material y lo purgan de sus humores. Se cuentan por miríadas, celestiales o terrenales. Ilustres o modestas. Poderosas o subalternas, titulares in partibus de un volcán o de un bosquecillo. Algunas se encuentran sólidamente aferradas a la mitología, en tanto que otras se disipan en humo después de realizar un pequeño favor. Y es que hace falta bastantes para animar las cosas útiles o comestibles —Kami del Peine, de la Cantimplora, de la Almeja o del Arroz—, para santificar cada fuerza natural e impregnar cada ápice, cada raíz y cada torrente del suelo japonés, para proporcionar un patrón divino a cada uno de los gremios —Kami de los Destiladores ¡y hasta de los Espías!—, a cada uno de los clanes de los humanos por venir, así como para neutralizar las fuerzas maléficas que ascienden de una materia aún turbulenta y «bullente como moscas bajo la Luna de mayo».
Para garantizar el orden, la diosa Amaterasu envía a su nieto Ninigi para que se haga cargo de los asuntos terrenales; va provisto de un sable, de una joya y de un espejo mágico. Al llegar a la isla de Kyūshū, el joven príncipe encuentra a un Espíritu montañés que le ofrece su ayuda, así como la mano de su hija mayor: se trata de un Espíritu invernal repugnante, pero que puede otorgar la inmortalidad. Deja escapar la oportunidad y elige a la hermana menor, debido a su belleza, lo que le permite obtener el derecho a morir. —Así fue como el Cielo se unió a la Tierra, y es por eso que los soberanos del Japón, pese a su ilustre ascendencia, mueren exactamente como sus súbditos—.
Dos generaciones más tarde, Jinmu Tenno, el primer emperador de la estirpe humana, culmina la conquista de Yamato y funda el Estado japonés. Precisamente (más bien mitológicamente) el 11 de febrero del año 660 antes de nuestra era.
Durante mucho tiempo, honestamente convencidos de la excelencia y de la unicidad de su naturaleza divina, los japoneses no podían considerar a aquellos que llegaban del exterior sino como «diablos extranjeros». Durante mucho tiempo, la reacción natural del extranjero tenderá a ridiculizar ese popurrí de leyendas nacionales considerándolas incongruentes, infantiles, absurdas o indecentes. En el siglo XVIII, el viajero alemán Kaempfer, quien se informó lo mejor que pudo acerca de los orígenes nacionales, concluyó «[…] que el sistema de los dioses del Sintoísmo en su totalidad es un tejido tan ridículo de fábulas monstruosas e inaceptables, que aquellos cuya ocupación consiste en estudiarlas sienten vergüenza de revelar a sus propios sectarios semejantes necedades, y aún más a los budistas o a los miembros de alguna otra religión». Y yo adivino que ustedes no están muy lejos de darle la razón.
Es un asunto de hábito y de latitud. Después de todo, un Hombre-Dios nacido de una Virgen en un establo, recalentado por un asno y un buey y después clavado a dos vigas entre dos ladrones por la voluntad de un Padre misericordioso… ¡Pónganse en el lugar del primer japonés que oyó esta historia para nosotros tan familiar!
Kaempfer agrega que en esta mitología no encuentra «nada que pueda satisfacer las preguntas de los curiosos relativas a la esencia y a la naturaleza de los dioses…». Poca lógica y nada de tragedia, es cierto. Pero olvida esto:
Augusto Kami de las Encrucijadas
Kami de la Montaña metalífera
de la Arcilla
de la Mano derecha
de la Fuente termal
del Retoño de arroz
…etc., salmodiadas diariamente en los santuarios y que le dejan a uno la impresión de escuchar a un hombre moderadamente rico —país frugal, el Japón— contando una y otra vez, en medio de la admiración y la gratitud, sus escudos.
¡En verdad es una extraña religión!
Entonces, ¿qué más hay para «satisfacer las preguntas de los curiosos? Pues el agitado relato de ese acuerdo largamente negociado entre un Cielo benefactor y su posteridad terrenal, así como la ininterrumpida filiación imperial que da prueba del mismo. Pero, sobre todo, una oscura y ferviente gratitud que no se expresa mediante dogmas sino que se baila casi todos los días en los santuarios sintoístas al son del tambor, de la flauta, del koto (un arpa colocada horizontalmente) y del organillo de boca (Shô). Es una música extraña y lenta que parece extraída de la tierra, de la negrura de las raíces, de los troncos, y junto a la cual cualquier Réquiem occidental —polifónicamente muy superior— adquiere un aire artificial y mundano. Quizá no es muy variada ni armoniosa para nuestros oídos acostumbrados a mezclas más sofisticadas, pero es de un poder tan innegable que, al cabo de unos momentos, volvemos la cabeza para asegurarnos de que los árboles bajo los cuales nos encontramos sentados no están emprendiendo en fila india el camino hacia el Gran Templo de Amaterasu, en Isé.
Desde sus lejanos orígenes hasta la derrota de 1945, la dignidad y la persona imperial habrá de conocer múltiples vicisitudes, pero la doctrina oficial no dejará jamás de sostener que «Su Graciosa Majestad desciende de la diosa Amaterasu, cuyas virtudes, etc.», y que el pueblo japonés es de esencia divina. En el intervalo, todas las influencias que lleguen al país desde el exterior, encontrarán ahí un cielo, un suelo y una mentalidad impregnados de esos omnipresentes, rústicos y bonachones Kami, con los que hay que compartir todo.
El 11 de febrero del año 660 antes de Cristo, Kigensetsu, la fiesta de los Orígenes, la fundación del Estado por un emperador de ascendencia divina, es una verdad religiosa y, como tal, se basta a sí misma. Entonces, ¿por qué esta fecha de una precisión un tanto pedante y que nada viene a justificar? Remitámonos a los chinos que, en esta parte del mundo y en esa época, eran los únicos en mantener sus libros al día.
Gracias a las crónicas de las dinastías Han y después Wei la posteridad de Amaterasu pasa de la mitología a la historia. Los testimonios, por lo demás, son escasos, debido a que China, protegida por la Gran Muralla que acaba de terminar, está más bien interesada en sus inmensos espacios interiores.
Además, el mar que la separa de Japón es uno de los peores de Asia, y los chinos no son muy buenos navegantes… ¡pero sí curiosos y comerciantes! En el siglo II antes de nuestra era, arriesgando el todo por el todo, atraviesan las aguas y desembarcan en Kyūshū para ver si es posible vender, comprar o intercambiar alguna minucia. Llaman al país la «isla de los Wo» o «de los Wa» —que entonces se podía leer como: enanos— y llegan a la conclusión de que esta se divide en un cierto número de pequeños reinos, por lo general en manos de unas «reinas sacerdotisas», quienes ejercen su autoridad mediante la magia y la adivinación, algunas de las cuales se reconocen vasallas de los Han.
No queda huella alguna de los Augustos Acontecimientos que, según la mitología y la historia japonesa, habrían agitado al país varios siglos antes. Tampoco de un poder unificado y aún menos de un soberano absoluto. De haber llegado hasta sus oídos noticias de un País de los Dioses y de un Emperador divino, no habrían dejado de señalar semejante pretensión como algo cómico, pues es indudable que para ellos únicamente existe un Imperio celestial: China, y un único hijo del Cielo: el emperador Han, bajo cuya protección los Cinco Mares y las Cuatro Direcciones se encuentran sometidos a la voluntad del Cielo. Nadie sabe qué provecho puede obtenerse con el viaje, pero los Wa, que son buenos marinos, muy pronto habrán de devolverles la cortesía entregándose al pillaje y al trueque en la costa coreana. En el año 57 de nuestra era, envían una auténtica embajada a China, primer blanco preciso de una larga serie de intercambios que dan lugar a que los chinos consignen las siguientes observaciones: «Los emisarios de los Wa poseen flechas cuya punta es de hueso, llevan amplias túnicas extraídas de la corteza de la morera, caracterizadas por una rigidez y un almidón que les confieren garbo. Su porte es feroz y altivo, excepto cuando se embriagan con alcohol de arroz, cosa a la que parecen muy proclives».
Y, más tarde: «Los Wa tienen una emperatriz virgen y hechicera que vive encerrada en medio de sus siervas, sin que ningún hombre pueda acercase a ella. A su muerte es seguida hasta su tumba por cien varones; pronuncian auspicios arrojando el omóplato de un ciervo al fuego —práctica difundida en toda el Asia Central— y sus adivinos son sucios y llevan los cabellos largos. Los navegantes Wa se tatúan el cuerpo para asustar a los monstruos marinos cuando bucean en busca de mariscos».
«Lamentamos señalar que, entre los Wa, a los difuntos solo se les proporciona un delgado féretro y que el ritual funerario es rápidamente expedido». —Resulta obvio que los cuidados y las atenciones que los chinos proporcionan a los restos de sus muertos serían inconcebibles entre los sintoístas, debido a la degradación que sobrevendría a causa de ello—.
Todavía más tarde, en el siglo V: «Conocen la sericicultura y el cultivo del arroz, pero casi no tienen búfalos. Su longevidad. De nuevo su dipsomanía. Y de nuevo el gran estilo de su vestuario, como si, viniendo de un pueblo al que los chinos consideran tributario y sin mucha civilidad, fuera posible esperar un gusto tan firme». —Se trata de la primera mención del sentido artístico de un pueblo que habrá de ser el más estetizante del mundo—.
En el año 478, una misiva en chino bien redactado es enviada por parte del «rey del Yamato, protector de Corea», a la Corte de China. Es el primer texto de origen japonés conservado por la historia.
Entretanto, los Wa habían recorrido ya un buen camino. La fundación del Estado por el emperador Jinmu corresponde probablemente a la conquista del Yamato por parte de uno de los más poderosos clanes de Kyūshū, muy al principio de nuestra era. Historiadores occidentales y japoneses (sintoístas excluidos) están más o menos de acuerdo en este punto. La unificación continúa. Las incursiones a los tres reinos de Corea dieron lugar a una especie de protectorado en uno de esos Estados, y esta situación permitió que los japoneses obtuvieran toda clase de informaciones de aquellos protegidos sinizados. Entre los siglos IV y V las relaciones se hacen más estrechas, y los séquitos coreanos que hacen el viaje a Japón cargados de artesanos —sericicultores, destiladores, herreros, tejedores, curtidores, ceramistas—, de letrados y de libros, toman carácter de «asistencia técnica». Entre otros presentes de valor: la escritura china, los primeros tratados de Confucio y el budismo, que habremos de encontrar más adelante. Un acontecimiento a señalar es la llegada de una costurera.
Los japoneses no desperdician ni una sola migaja de estos tesoros. Y tampoco pierden tiempo. Una vez todo en marcha, Japón va a dar las primeras pruebas de su prodigiosa capacidad de asimilación y de su rapidez para despachar el trabajo. La cancillería imperial estudia los ideogramas y trata de poner en práctica las concepciones chinas sobre la sociedad y el poder a fin de mejor asentar su autoridad.
Cuando, en el año 607, el excelente emperador Shotoku Tashi —cuya efigie con los cabellos en conchas alrededor del rostro podemos ver actualmente en cada billete de mil yenes— envía una embajada solemne a la Corte de China, tiene algunas razones para sentirse satisfecho de sí mismo: es un letrado serio, un budista ferviente, un administrador virtuoso y popular, además de ser el indiscutido soberano de un país que empieza a manifestar su genio arquitectónico al edificar cerca de Nara el admirable templo de Hōryū-ji. La carta que hace llegar al emperador Yang-Ti está encabezada así: «Del emperador del Sol Naciente al emperador del Sol Poniente». Su destinatario se encuentra en la mejor disposición, pero, sus ojos se agrandan de asombro: es la primera vez que un Estado vecino lo trata así, de igual a igual. Es preciso todo el talento del embajador japonés para arreglar las cosas: como todo adepto chino que es, no ignora que su país ha tomado prestada esta titularidad a China, sin solicitar la «patente». Tras algunos titubeos, el emperador Yang-Ti lo envía de vuelta cargado de presentes y portador de una misiva amistosa en la que deja las cosas en su sitio. El embajador juzga preferible perder este mensaje en el mar —contra toda probabilidad—, y su señor, que adivina perfectamente por qué, no le guarda ningún rencor. Por lo demás, resulta inconcebible reñir con esta China que va a entrar en la época Tang, el imperio más brillante y mejor organizado que el mundo haya conocido jamás.
Algunos años más tarde los japoneses envían otra embajada de ocho letrados, que por su carácter, su celo en el estudio… y sobre todo por su virtud, han sido elegidos con el mayor cuidado, pues el mar está picado y se tiene la creencia de que una nave cargada de «justos» tiene mejores posibilidades de llegar a buen puerto. No puede uno dejar de pensar en los contactos que Europa hubiera podido establecer con el Viejo y el Nuevo Mundo de haber elegido de esa manera a sus navegantes en el siglo XVI. Es cierto que no viajaban para aprender sino para pillar.
Las primeras genealogías imperiales fueron establecidas en el siglo V. Ahora nos explicamos mejor por qué sus redactores retrocedieron hasta la noche de los tiempos los orígenes de su dinastía. Llenaron vacíos, atribuyendo a los sucesores del emperador Jinmu Tenno una longevidad de patriarca hebreo y añadieron aquí y allá un soberano «intercalado» cuyo reino aparece en blanco. Quizá fue debido a una muy natural necesidad de suavizar el paso de una Augusta Eternidad a nuestras vidas, tan dócilmente sometidas a una señal de la viruela, o a la próxima teja que un viento —divino— desprende de la techumbre de algún templo. Pero es probable que la razón se deba más bien a no tener que ruborizarse frente a la vieja China, por ello esta cultura, más joven que la nuestra, se otorgó algunos siglos de más.
Una nación que cuenta sus generaciones hasta el caos original no puede admitir que se le hayan adelantado.